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Un suscriptor nos escribe lo siguiente:

Un suscriptor nos escribe lo siguiente:

«Estimadísimo Sr. Director:

Leí el artículo que le remito adjunto en el nº 28, del 13 de julio del 2003 de Famiglia Cris­tiana. Querría conocer su parecer al respecto, porque tengo por erróneas tanto la pregunta de un lector que figura en él cuanto la respuesta que le da un teólogo (!). De creerlos, se diría que la Iglesia no considera ya corredentora a la Virgen (entendida su corredención, claro está, sin perjuicio de que sea Cristo el redentor único del mundo).

Y luego, tocante al padre Pío, ¿es una ‘expresión’ fuera de lugar el calificativo de ‘corredentor’ aplicado a él, ‘misa viviente’?

Espero una respuesta suya clarificadora».

Carta firmada

Respecto de la corredención de la Virgen, respondimos ya en el número del 31 de enero del 2005, pp. 7-8 (rúbrica Semper Infideles; ed. italiana). Resta el “problema” de la “cooperación” de los san­tos, que no lo planteamos nosotros, sino la siguiente carta publicada por Famiglia Cristiana, a la cual se refiere nuestro suscriptor: «Oigo hablar del padre Pío como ‘corredentor’. Ni siquie­ra la Virgen es tal, por ser Cristo el único redentor. Pero resta el problema de la cooperación de los santos».

Ya, claro. Una vez dado por descontado que ni siquiera la Virgen es corredentora, ¿cómo nos las habemos con la “cooperación de los santos”? ¿Puede acaso reconocerse a éstos lo que se le niega a María? (v. si si no no, cit.). ¿Y es concebible que quien sigue a los “hermanos” protes­tantes en su “enemistad” para con la Virgen sea luego más tierno que ellos con los santos?

En efecto, el “teólogo” de turno en Famiglia Cristiana, Franco Ardusso, nada a la inequívoca profesión de fe luterana del lector católico: “Ni siquiera la Virgen es tal [Corredentora], por ser Cristo el único redentor”. Con todo, un teólogo católico sabe bien (o al menos debería saberlo) que la cooperación de María a la redención humana no menoscaba en absoluto la unicidad del redentor, a diferencia de lo que sostienen los protestantes, porque se trata de una cooperación secundaria y subordinada a la de Cristo, exactamente como lo fue la coopera­ción de Eva a nuestra ruina: «Eva no fue la causa directa de la calamidad: la salvación o la ruina dependían de Adán. Aun si Eva hubiera permanecido fiel, la culpa de Adán nos habría perdido; y si Adán no hubiese dado en la infidelidad, la culpa de Eva no nos habría perjudicado. ¿Diríamos por eso que Eva no cooperó a nuestra ruina? Ella fue la ocasión y la instigadora de ésta. Del mismo modo, no fue María la que nos salvó directamente: fue Jesús quien obró la redención; habría podido cumplirla sin María, pero María sin Él no habría podido hacer nada por nuestra salvación; mas, no obstante, ella fue el instrumento de la redención con su cooperación consciente y libre a los designios de Dios» (C. Bocazzi,Prontuario de teología mariana, Cremona: Librería Vescovile editora, 1944).

Con todo y eso, esta verdad inconcusa no es tal para el “teólogo” de Famiglia Cristiana, quien, sintiendo con Lutero en vez de hacerlo con la Iglesia, se ve constreñido por ello a enca­rar “el problema de la cooperación de los santos” (la cual, por cierto, jamás constituyó un pro­blema para ningún católico).

Empieza por manifestar que «decir que el Padre Pío es ‘corredentor’ es cosa, probablemente, de algún alma devota del santo, la cual, embargada por el entusiasmo, usa un lenguaje incontrola­do».

¡Ni pensarlo! Dicha expresión corresponde al primer director espiritual del padre Pío, el padre Benedetto de San Marco en Lamis, un religioso de cultura teológica no común, quien le es­cribió al padre Pío, con felicísima expresión, que Dios lo quería “redimido y corredentor” al mismo tiempo (vide Padre Pío de Pietrelcina, Epistolario I/ Corrispondenza con i direttori spiri­tuali).

Aquí está, de hecho, el quid de la cuestión: uno solo es el redentor, pero todos los cristia­nos están llamados a ser “redimidos y corredentores”. Escribe Pío XI: «la pasión expiadora de Je­sucristo se renueva y, en cierto sentido, se continúa en su cuerpo místico, la Iglesia. Con razón, pues, Cristo, que sigue sufriendo en su cuerpo místico, desea tenernos por compañeros de su expiación; ello exige también que nos unamos a Él» (Miserentissimus Redemptor). Y Pío XII: «Misterio tremendo que nunca se meditará lo bastante: la salvación de muchos depende de las ple­garias y las penitencias voluntarias de los miembros del cuerpo místico de Cristo [...] Nuestro Salvador quiere que los miembros de su cuerpo místico le ayuden en la ejecución de la obra de la redención» (Mystici Corporis, 1943). ¿Hemos de pensar que también estos Papas, embargados por el “entusiasmo”, usaron un lenguaje “incontrolado”?

Lo mismo afirma toda la teología católica, que el padre Spiazzi, O.P., resume así: «Toda la Iglesia es un sistema de ‘corredención’ en el que se prolonga la redención de Cristo, sea por la aplicación sacramental y la renovación sacrificial de la pasión y muerte del Salvador, sea por el carácter ‘comunicativo’ y el valor ‘social’ de las obras, de las plegarias, de los sufrimientos de los santos, que le aprovechan a toda la Iglesia y cuyos méritos pueden aplicarse a todo fiel como si él mismo se los hubiese granjeado. Todo cristiano es, en alguna medida, un ‘correden­tor’, y puede repetir con el Apóstol: Adimpleo ea quae desunt passionum Christi, in carne mea pro Corpore eius quod est Ecclesia (Col 1, 24) [“Estoy cumpliendo en mi carne lo que resta de padecer a Cristo en pro de su cuerpo, que es la Iglesia”]» (Padre Raimundo Spiazzi,O.P., La Mediatrice della riconciliazione umana. Studi Mariani, Roma: A. Belardetti, 1951). ¿Tenemos que de­cir que también todos los teólogos católicos se dejaron embargar por el “entusiasmo” y usaron un “lenguaje incontrolado”?

Luego de repetir que «la devoción popular está cargada de entusiasmo, por lo que debe procurar también ser auténtica sobre todo», el “teólogo” Ardusso apela al “magisterio de la Iglesia”, que «se interesó repetidamente por el culto a los santos: en el concilio segundo de Nicea (787), en el de Florencia (1439), en el de Trento (1563) y en el Vaticano IIº». Pero, como era fácil de prever, este último concilio es el único en que se detiene el “teólogo” de Famiglia Cristiana, embargado de “entusiasmo” -él sí que - por la “sobriedad” con que el Vaticano II trató, en su opinión, el culto a los santos y porque, en consecuencia, «volvió a colocar el misterio de la muerte y resurrección de Cristo en el centro de la vida litúrgica [cómo si antes del concilio hubiese estado colocado en otra parte]». Conclusión: puesto que uno es Dios, y «uno también el Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (I Tim 2, 5), cualquier otra mediación («de la Iglesia, de la Virgen, de los santos, de los ministros, etc.») tiene carácter “subordi­nado”; «por eso, atribuir al padre Pío el titulo de ‘corredentor’ es un abuso, y el Vaticano II [¡siempre él y nada más que él] les dice a los obispos: ‘cuando se infiltren abusos aquí y allá, por exceso o por defecto, ocúpense de suprimirlos o corregirlos’».

Preguntamos: -Pero ¿es que la Iglesia “preconciliar”, que, como vimos, hablaba de “correden­ción” respecto de la Virgen, los santos y hasta de todo cristiano (cf. padre Spiazzi, op. cit.), enseñó alguna vez que había varios redentores principales y coordinados? ¿O es que no enseñó siempre que “sólo Cristo es la causa principal” de nuestra salvación (cf. Suma teológica de Santo Tomás, q. 48, a. 5 ad 3) y que cualquier otra cooperación es secundaria y subordinada porque presupone la redención de Cristo y depende de ella? Y entonces, ¿dónde se encuentra el “abuso” que están llamados a elimi­nar los obispos, quienes harían mejor en suprimir y corregir otros muchos abusos (pero reales éstos, no fantásticos)? No hay “abuso” alguno cuando se da un sentido preciso al prefijo “co”, que de suyo es genérico porque denota cierta unión sin especificar ni la naturaleza ni el grado de ésta. En nuestro caso, el sentido preciso, conocido de cualquier católico, es la unión entre dos personas y dos acciones que no son de idéntico grado, sino tales que la inferior se subordi­na a la superior. Esta subordinación de cualquier otro “corredentor” al redentor único la expre­só muy bien, a nuestro juicio, el padre Benedetto di San Marco con la fórmula “redimido y corre­dentor”: los santos, redimidos con una redención ordinaria; María santísima, con una redención extraordinaria, absolutamente singular, que la preservó incluso del pecado original, como exigía su singular dignidad de Madre de Dios, en previsión de los méritos de su Hijo. También su corre­dención fue completamente singular: asociada estrechamente a Cristo en la lucha contra Satanás (Gen 3, 15: «Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu raza y la descendencia su­ya»), estuvo al lado de Aquél en la hora decisiva de la victoria(loc. cit.: «ella quebrantará tu cabeza»), cuando en el Calvario, junto al redentor, fue corredentora de los hombres al ofre­cer a su Hijo y ofrecer asimismo su propia compasión. Y eso sólo a ella le fue dado:

«Es una verdad manifestada por la revelación, transmitida por la Tradición desde el principio y enseñada por la teología con una precisión cada vez mayor, que María ocupa una posición absolutamente particular en el plan divino de la redención. Particular por el hecho de que, por arri­ba, se distingue de la de nuestro mediador único, Cristo Señor [de ahí que el “teólogo” de Fami­glia Cristiana se equivoque al temer que corra peligro la unicidad del mediador], y, por abajo, se distingue de la mediación secundaria de todos los santos [y por eso el “teólogo” de Famiglia Cristiana yerra cuando parece querer hacer desaparecer la corredención de María en la cooperación de todos los santos]» (B. Bartmann, Teologia dogmatica, vol. II, p. 178).

Aun entre los santos, sin embargo, desempeñan un papel especial las «almas víctimas», llamadas a abrazar heroicamente toda clase de padecimientos «en pro de sus hermanos», «consumando [así] su unión con Cristo» -como enseña Pío XI en la Miserentissimus Redemptor-, que se inició con la purificación de sus culpas, se perfeccionó con la participación en los padecimientos de Cristo y culminó con la participación en la «pasión expiadora de Jesucristo» en beneficio de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). El redimido se vuelve “corredentor” asimismo en la cima de esta unión, y nadie puede negar que el padre Pío sobresalió entre estos “corredentores”, entre otras cosas porque llevó los estigmas en su cuerpo nada menos que durante 50 años, caso único en la historia de la Iglesia. Dichos estigmas, fuente de fortísimos padecimientos físicos y morales, son el signo sensible «de la unión con el divino crucificado y de la participación en sus sufri­mientos», y «contribuyen poderosamente a ‘configurar’ el alma con Cristo (Fil 3, 10)» por «los ­sufrimientos que producen, a veces realmente espantosos»; por eso los estigmatizados, «imágenes vivientes de Cristo, continúan en el mundo su misión redentora, ‘completando’ lo que le falta a su pasión (Col 1, 24)», y «salvan muchas almas haciendo refluir sobre ellas un torrente de gracias y bendiciones» (como bien sabe quien conoció al padre Pío y experimenta hoy su poderosí­sima intercesión). Esto dice el Padre Royo Marín, O.P., en su Teología de la Perfección Cristiana. ¿O hemos de pensar que este excelente autor de teología ascética y mística fue otro de los que se dejó con­tagiar del “entusiasmo” de la devoción popular, por lo que él también usó de un “lenguaje incontro­lado”?

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