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EL PECADO ORIGINAL Y LA MISERICORDIA DE DIOS

Un lector nos escribe:

«Estimado director,

En su número de abril de 2004, a propósito de la Teología de Juan Pablo II, usted dice que este Papa ha eclipsado el dogma del pecado original. He de reconocer que, personalmente, nunca alcancé a comprender por qué Dios, a causa del pecado de nuestros primeros padres, ha castigado a sus hijos y a sus millones de descendientes. Pongamos un ejemplo: si en un país un hombre comete un crimen, asesinando a otro,¿condenará el juez, en consecuencia, a sus hijos a trabajos forzados a perpetuidad? ¿Es, por tanto, concebible, creíble, que el Soberano Juez haya tenido la idea de condenar a los millones de descendientes de Adán y Eva, castigándoles por el pecado de sus padres? ¿Es posible pensar que los jueces de este mundo sean más sabios que el Juez Supremo del Universo?».

Carta firmada

Estimado amigo,

Le respondemos encantados rogándole nos excuse por el retraso debido, como siempre, a razones de tiempo y de espacio.

Recordemos, en primer lugar, que el dogma del pecado original fue definido, por el Magisterio infalible de la Iglesia, de la siguiente manera:

«Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea anatema” (Concilio de Trento, sesión 5, canon 2).

La Iglesia, mediante una sentencia infalible, ha afirmado que la doctrina sobre el pecado original es una verdad revelada por Dios, contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición, y, en consecuencia, todo católico, si quiere seguir siéndolo, debe aceptarla – la comprenda o no – bajo la Palabra de Dios quien no puede engañarse ni engañarnos. Se trata del mérito de la fe.

De todos modos, la Iglesia no condena – la teología está ahí para demostrarlo – a aquellos que buscan penetrar lo más posible en el contenido del dogma, siempre que está búsqueda permanezca  fides quaerens intellectum, una fe que busca comprender; es decir, búsqueda de un espíritu que no suspende la adhesión de fe sino que continúa a creer, incluso “sin ver” (Jn 20, 29), que permanece decidido a creer bajo la sola palabra de Dios, propuesta por la Iglesia, también si él no llegara jamás a “comprenderla”.

Esto dicho, volvamos a su ejemplo.

Usted nos escribe:si en un país un hombre comete un crimen...,¿va el juez a condenar por ello a sus hijos a trabajos forzosos a perpetuidad?” Por supuesto que no. Sería, efectivamente, una injusticia el imputar a los hijos el pecado de su padre, como si se tratase de una falta personal. Pero si un hombre se juega sus bienes, nadie, en ningún país del mundo, clamará como injusticia el hecho de que sus hijos no hereden nada o hereden las deudas de su padre, consecuencia dolorosa de la falta personal de éste último. Aún más: si un rey promete a un sujeto un don (cualquier cosa que no le es debida), don que puede transmitir a sus hijos, a condición de realizar un acto personal de valor o de fidelidad; si el sujeto no cumple la condición impuesta, comportándose como un felón, nadie, en ningún país del mundo, acusaría al rey de injusticia si los descendientes de aquel hombre no heredasen el don y debiesen, consecuencia dolorosa de la falta paterna, ganar el pan con el sudor de su frente viviendo penosamente.

Este es, exactamente, el caso del “pecado original”.

Dios había prometido a Adán, no en tanto que individuo sino como cabeza del género humano, un don sobrenatural (que no le era, por tanto, debido), don que podía transmitir a sus descendientes: la visión de Dios cara a cara (a pesar de que el hombre, por naturaleza, no puede conocer a Dios más que a través de las cosas creadas); para ello había dotado a Adán con la Gracia, que le permitía alcanzar ese fin sobrenatural, además de los dones preternaturales (ciencia infusa, dominio de las pasiones, inmortalidad), los cuales, perfeccionando la naturaleza humana, la vuelven más apta para recibir y usar del don de la Gracia. Pero la promesa de Dios estaba condicionada a la victoria de Adán en la prueba ante la que, finalmente, sucumbió cometiendo el primer pecado. Sucumbió no solamente en tanto que individuo sino también como cabeza del género humano, perdiendo, para él mismo y para sus descendientes, el derecho a la visión beatífica, el don sobrenatural de la gracia y los dones preternaturales. De este modo, Adán, que hubiera debido transmitir una naturaleza humana intacta y en estado de gracia, transmitió, por el contrario, una naturaleza corrompida por la concupiscencia y en estado de pecado.

Adán cometió, por tanto, el pecado original y nosotros lo hemos recibido en herencia. Ahora bien, si para Adán fue un auténtico pecado para nosotros, como enseña el concilio de Trento, se trata de un pecado en tanto que “muerte del alma”, es decir, pecado en sentido analógico (no unívoco) porque, analógicamente al pecado personal, nos priva de la Gracia y de nuestro destino sobrenatural ; precisamente por ello no es suficiente ser “generados”, sino que debemos ser «regenerados” en el Bautismo por virtud de la Sangre de Cristo. Además, de modo análogo al pecado personal, el pecado original comporta un desorden en nuestra voluntad y su alejamiento (aversio) de Dios, dado que nacemos privados de esta “justicia” o rectitud original que facilitaba a Adán la sumisión a Dios, al mismo tiempo que facilitaba la sumisión de las facultades inferiores a su razón. De ahí la lucha ( y el mérito) por reestablecer en nosotros la rectitud perdida en Adán.

La doctrina del pecado original puede parecernos un poco misteriosa – aunque si se reflexiona sobre los lazos de la generación carnal no lo será tanto por lo que concierne a la ley de la solidaridad que une a todo el género humano con el primer hombre, pero esta doctrina no puede, bajo ningún aspecto, ser acusada de “injusticia”.

Habría injusticia si el pecado de Adán fuese imputado a sus descendientes como falta personal, pero no es el caso. Prueba de ello es que los condenados están en el infierno a causa de sus pecados personales y no a causa del pecado original heredado de Adán. Los niños y los disminuidos síquicos (no responsables), que mueren con sólo el pecado original, no van al infierno sino el limbo, donde ellos gozan del conocimiento y del amor naturales de Dios (poco importa que la nueva teología se esfuerce en eliminar, al mismo tiempo que la distinción entre natural y sobrenatural, la doctrina católica sobre el  limbo...).

¡No!, el Juez Supremo del universo no se deja ganar en sabiduría y justicia por los jueces de este mundo, ni en bondad por nadie, sea quien sea. Dios, efectivamente, castigó la falta de nuestros primeros padres  mucho menos severamente de lo que ellos merecían. Eva confía más en el demonio que en Dios; Adán da prioridad a su mujer frente a Dios; los dos desobedecen tras la ambición de volverse semejantes a Dios y, a parte las acusaciones recíprocas, ni la más leve petición de perdón sale de sus labios (¡a pesar de no sufrir, como nosotros, el aguijón de la triple concupiscencia!). Sin embargo, Dios hace brillar en sus ojos la esperanza de la Redención que va a devolver a la criatura humana la Gracia y el Cielo. En cuanto a las otras consecuencias del pecado original: muerte, sufrimiento, desorden de la concupiscencia, cosas que Dios no había creado sino que entraron en el mundo «por la envidia del diablo» (Sab. 2, 24), Dios las ha transformado, misericordiosamente, en medio de expiación y de elevación (del mismo modo que se saca remedio del veneno de la víbora) y, aún más misericordiosamente, ha tomado sobre El, haciéndose hombre, “los pecados del mundo”, desde el pecado de Adán hasta los pecados personales del último de sus descendientes, para satisfacer la Justicia divina mediante Su sufrimiento, Su humillación y Su muerte, y enseñarnos, a los hijos de Adán, que después del pecado original el camino de la Cruz es el camino de la Vida.

Hirpinus

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UN LIBRO-ENTREVISTA DEL FRANCISCANO R. FALSINI

Ha aparecido recientemente en las librerías un libro-entrevista del padre Rinaldo Falsini (1). El franciscano cuenta en él los años de su formación, su “ingreso” en el movimiento litúrgico y la opinión que le merece el decreto conciliar relativo a la liturgia; añade multitud de expecta­tivas para el futuro. Se hallan en el libro una sarta de informaciones y reflexiones que será bueno tomar en consideración.

Parece particularmente oportuno detenerse en aquellos aspectos que ayudan, por un lado, a va­lorar el camino que ya ha recorrido la “reforma litúrgica”, y por el otro, a delinear los con­tornos de lo que “se cuece en el puchero” mientras se espera a que sea asimilado para ejecutarlo luego sin provocar demasiadas sacudidas, ni, por ende, reacciones nocivas para la estrategia progresista.

 

¿Continuidad o “viraje que hizo época”?

No bien se impuso desde “arriba” el nuevo rito de la misa cuando creó desorientación y descon­tento generales. El tan cacareado “pueblo de Dios” se encontró con que tenia que aceptar una re­forma que no había deseado nunca, digan lo que digan los liturgistas, quienes protestan lo hi­cieron todo por motivos “pastorales”, para liberar al oprimido pueblo cristiano de la tiranía del clericalismo y del rubricismo barroco; de ahí que los “reformadores” se hayan visto en la necesidad de fabricar un arsenal de razones en defensa de su postura contra las criticas de los denominados “tradicionalistas”. El tema central de estas apologías de la neomisa estriba en que, al decir de ellas, ninguna de las modificaciones aportadas al misal de San Pío V comportó rup­tura alguna con la misa tridentina, por lo cual la reforma no introdujo elementos contrarios a la lex credendi o dañinos de algún modo para ella (p. ej., se justifica la ampliación de la de­nominada liturgia de la palabra haciéndola pasar por un realce legitimo de un elemento ya pre­sente en el misal de San Pío V).

Sin embargo, los liturgistas más abiertamente progresistas dan pruebas de mayor coherencia. Reconocen que lo que nació con la reforma litúrgica fue algo nuevo, harto distinto de cuanto existía antes. Y lo afirman con competencia, porque saben perfectamente que la reforma que vio la luz en 1969 fue, en realidad, el fruto de un largo trabajo que se inició en la década de los veinte y maduró en el seno del llamado “movimiento litúrgico”; de ahí que Falsini pueda decir con razón: “Creo que muchos no han comprendido a fondo las líneas del concilio, su voluntad innovadora. No han comprendido que se trató realmente de un viraje que hizo época” (2). Veamos los considerandos de tamaña afirmación.

 

La orientación geocéntrica de la liturgia católica

En enero de 1945, en el primer número de la revista La Maison-Dieu, uno de los pioneros del movimiento litúrgico, el benedictino dom Lambert Beauduin, escribió un articulo programático que contenía ya todos los elementos necesarios para subvertir el sentido litúrgico católico; dicha subversión tomaba cuerpo con base en una eclesiologia errónea, pero, a pesar de ello, se granjeó al cabo de veinte años la aprobación de las autoridades eclesiásticas más altas.

En la perspectiva de los padres de la renovación litúrgica auténticamente católica, San Pío X y dom Prosper Guéranguer en particular, se yergue un elemento que delinea la fisonomía del culto católico: toda la acción litúrgica se orienta hacia la glorificación de Dios, hacia su adora­ción, y, por tanto, hacia el olvido de si. En consecuencia, la participación activa de los fie­les, que San Pío X fue el primero en invocar en el motu proprio “Entre las solicitudes” y que Pío XII invocó también en la Mediator Dei, se inserta sobre todo en esta dinámica del culto ca­tólico, toda orientada a Dios (una dinámica extática en cierto modo, en el sentido literal del vocablo = “salir de sí”). Se comprende así que, en la concepción católica de la misa, la finali­dad didáctica y parenética de la liturgia se subordine a dicho aspecto primario y que, cosa aún más importante, tome forma partiendo de la orientación susomentada. Las almas que se dejen plasmar por el espíritu litúrgico católico asumirán la actitud interior que Ntro. Señor caracterizó como la única acepta al Padre: la adoración en espíritu y verdad; penetrarán cada vez más y me­jor en la adoración permanente de la Iglesia a su esposo y orientarán a Dios toda su existencia, convirtiéndola en “un sacrificio que le es grato”.

Se viene a los ojos que esta concepción de la liturgia se enraíza en una eclesiologia eminen­temente vertical (como debe ser), es decir, en la perspectiva de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, donde lo más esencial para todo bautizado estriba en hallarse unido a la cabeza, Ntro. Sr. Jesucristo, y a la Stma. Trinidad en Él: sólo gracias a esta realidad profunda, cristo­céntrica y teocéntrica, es posible hablar también de la dimensión horizontal de la Iglesia (16).

 

La subversión del orden

Lo que se verificó con la reforma litúrgica fue, ante todo, la subversión del orden: se insistió tanto en la función didáctica de la liturgia, que se hizo de ella el fin primario. Basta echar un vistazo a la neomisa para darse cuenta de lo que decimos. No afirmamos que la dimensión vertical haya desaparecido de la misa nueva, sino que ha sido destronada por la pastoral, si se nos permite la expresión. Y cuando los fines se invierten, el resultado ya no es el mismo; de ahí que no sorprenda en absoluto que el franciscano Rinaldo Falsini, quien creció en la escuela teológico-litúrgica que condujo a la neomisa, llegue a afirmar cosas como la si­guiente: “Parecen estar todos escayolados durante la celebración; se carece a menudo de auténti­cas posibilidades expresivas, no hay ni un mínimo de espacio para ello (...). Los párrocos (...) han previsto en algunas iglesias un espacio para el conocimiento mutuo; a continuación, todo el mundo se reporta y se pasa al momento de la acción litúrgica. Pero todo eso se verifica en el mismo lugar, al cual no se le concibe como 'lugar sagrado', sino como 'domus ecclesiae'. Entrar en el 'lugar sagrado', en el 'lugar místico', no sirve para nada; antes bien, aliena” (17).

Antes de pensar que Falsini es un exagerado y que todo lo que dice no constituye sino un abuso de la verdadera reforma litúrgica, conviene hacer una pequeña reflexión de naturaleza filosófi­ca. Cuando un sujeto realiza una acción, no es posible que quiera dos fines primarios al mismo tiempo; uno de los dos tiende, por fuerza, a prevalecer sobre el otro y lo subordina. Demos un ejemplo concreto, muy actual por desgracia. La neoteología del Vaticano II condujo a la parifi­cación de los fines del matrimonio. No ya un fin primario (procreativo) y otro secundario (uni­tivo), sino dos fines primarios ambos, según se dice. Tamaño planteamiento, que es, a la vez, un absurdo moral y una violación del orden establecido por Dios, ha llevado a una consecuencia pre­visible: la desnaturalización del matrimonio y, por ende, su crisis. Algo parecido sucedió en la liturgia. La atribución de un peso excesivo a la finalidad didáctica, en desmedro de la teocéntrica, causó un desorden que arruinó la naturaleza misma de la liturgia. El resultado de dicho desorden no tiene ya nada que ver, ni puede tenerlo, con la concepción católica de la liturgia; lo que resulta de ello es una realidad distinta. Pero entonces, una vez legitimado dicho paso, ¿cuál será el límite de este proceso? Si se nos responde positivisticamente que el limite lo constituyen “las decisiones de la autoridad”, entonces es obligado decir que ésta fue precisa­mente la estrategia que usó dom Beauduin in illo tempore y que condujo a la reforma litúrgica: “Será menester proceder jerárquicamente: no tomar iniciativas prácticas que vayan más allá de cuanto al presente se halle legítimamente concedido, sino más bien preparar el futuro infundien­do amor y deseo hacia las riquezas contenidas en la antigua liturgia (...). Hemos de proceder metódicamente, poniendo en circulación trabajos populares, aunque serios. Hemos de subrayar también los aspectos morales y prácticos, como la comunión frecuente, el ayuno eucarístico, los horarios de la misa: la Iglesia no teme cambiar su disciplina en bien de sus hijos”. En resumidas cuentas: la estrategia en cuestión consistía en crear gradualmente una nueva mentalidad para constreñir luego a la autoridad a tomar nota del cambio de situación que tenía a la vista, es decir, para obligarla a aceptar los hechos consumados.

Así que para valorar correctamente la reforma litúrgica es necesario darse cuenta de que no miró principalmente a la introducción de cambios puntuales, sino a la mudanza del orden de los fines, es decir, a un cambio mucho más profundo y radical, de consecuencias incalculables; de ahí que sea menester adquirir una visión sintética de la reforma litúrgica para que se revele el sentido de cada modificación particular, un sentido que declararon en varias ocasiones, sin demasiada ambigüedad, los precursores y artífices de la reforma de marras.

 

Se halla una concepción acatólica de la Iglesia en las raíces del “arqueologismo”

La Iglesia no deja de permanecer pura y sin mácula en si misma, a lo largo de los siglos, mer­ced a la asistencia del Espíritu Santo; del mismo modo, los dogmas que custodia y la liturgia que celebra se transmiten fielmente, sin variaciones, pero con un desarrollo homogéneo. Corola­rio de esta verdad es que no pueden darse saltos o “virajes memorables” en el curso de los si­glos.

Habría sido impensable, por consiguiente, además de inaceptable, tanto para dom Guéranger como para San Pío X, el “dogma” de todo protagonista de la revolución litúrgica. Dicho “dogma” lo etiquetó Pío XII con el nombre de “arqueologismo”. Consiste en una auténtica “manía”, como lo afirma la Mediator Dei, en una locura según la cual es necesario remontarse a los tiempos de la Iglesia primitiva para redescubrir el sentido verdaderamente cristiano de la liturgia: todo lo que vino después no fue, según parece, más que un alejamiento del espíritu litúrgico de los orí­genes, por no decir una auténtica traición;                                                                               de ahí que no se trate simplemente de amor a los orígenes de la Iglesia o de mera erudición. El vicio del arqueologismo es, una vez más, de na­turaleza eclesiológica. Dicho vicio asegura, en resumidas cuentas, que la Iglesia perdió duran­te siglos el auténtico sentido litúrgico, para recuperarlo sólo hoy gracias, como es obvio, al trabajo de los “liturgistas”. Hay páginas emblemáticas al respecto en el texto de Falsini, con­sagradas precisamente a la narración de su descubrimiento de los Padres de la Iglesia y a la pseudoconstatación de la distancia y divergencia que se dan entre el modo en que éstos entienden la liturgia y la manera en que lo hace el concilio de Trento, p. ej.

A caso la mayoría no se de cuenta de ello, pero el alma de la reforma litúrgica, lo que da forma cabalmente a todas las modificaciones introducidas en la liturgia tradicional es ni más ni menos que esta visión torcida de la Iglesia; es la presunta necesidad de tener que atravesar fa­tigosamente los siglos para poder hallar la fuente cristalina del espíritu litúrgico, una fuente cegada o inficionada con el correr del tiempo (a despecho de la infalibilidad de la Iglesia).

A causa de la gangrena constituida por el nuevo rito de la misa y de un conocimiento más exac­to de la verdadera dinámica de la reforma litúrgica, varias personas admiten que la modalidad y las intenciones de la reforma pugnan objetivamente con los principios católicos; pero, añaden a continuación, una cosa son las intenciones y otra el resultado. Ahora bien, preguntamos noso­tros, si el alma de la reforma litúrgica está viciada, según se ha visto, ¿cómo es posible que el resultado de su aplicación no esté contaminado por dicho vicio? Si, por un absurdo, se le uniese a un cuerpo un alma distinta de aquella con la que estuvo siempre unido, se seguiría manteniendo, ciertamente, la semejanza del primer hombre, pero habría cambiado la identidad pro­funda del individuo, que la da el alma precisamente; conque no tendríamos ya la primera persona, sino otra, total y esencialmente distinta de aquélla. Y así sucedió con la reforma litúrgica: se quiso mantener una estructura semejante a la de la liturgia tradicional para evitar oposiciones e impugnaciones, pero insertando un “espíritu” distinto, el cual se aleja tanto del católico, que da miedo.

 

El trastorno de las proporciones

Se ha visto que la mudanza del orden de los fines produjo una realidad distinta. Se ha visto asimismo que se da el mismo efecto cuando lo que se hiere es el alma misma de la liturgia. El tercer elemento que debe tomarse en consideración para comprender exhaustivamente la reforma li­túrgica es el desbarajuste de las proporciones entre sus partes. Bueno será referir un ejemplo muy claro que aduce el propio Falsini: 'El concilio afirma la importancia de la palabra en la celebración (...). Se trata de la superación de la visión protestante, que lo desequilibra todo por el lado de la palabra absoluta, pero también de la concepción católica, dado que subraya la visión unitaria que debe unir palabra y liturgia” (18). ¿Qué afirma Falsini? Que las modifi­caciones introducidas en la parte didáctica de la misa, llamada “liturgia de la palabra”, cons­tituyen una “superación” de la “concepción católica” de la misa. En la práctica, lo que se tiene hoy es algo no católico respecto a cuanto había antes. En efecto, en todo hay una proporción, la cual tiene sus razones (de orden funcional, estético...); la monstruosidad es el trastorno de dicho equilibrio. ¿Quién consideraría normal a un hombre con tres cabezas en vez de una, con un solo ojo o con cuatro piernas? ¿Quién no repararía en la monstruosidad de un hombre que tuviese, p. ej., las orejas en el lugar de la boca?

Pues bien, ante el desbarajuste de las partes de la santa misa y de sus proporciones en el to­do, hay quien se obstina, pese a ello, en declarar legítimo el resultado obtenido. Falsini ve en esto bastante mejor que muchos otros: la ampliación de la parte didáctica, la reducción drástica del ofertorio, la eliminación de los ritos introductorios, etc., constituyen ni más ni menos que una “superación” de la concepción católica de la misa. Lo que se ha creado es algo diferente de lo que la Iglesia ha custodiado y entregado de generación en generación.

 

Perspectivas reformadoras para el futuro. Su enemigo: Ratzinger

Si nos ayudamos de las reflexiones realizadas, que esperamos hayan puesto en claro el vuelco estructural que se le ha dado a la liturgia católica, no deberían ya maravillarnos gran cosa las propuestas que hace Falsini: “(estoy) convencido de que en la renovación litúrgica se verificó un auténtico tránsito del Espíritu Santo. No estoy igual de convencido de que su acción haya terminado; antes al contrario, creo que acaba de empezar, pese tanto a la tentación natural de resistir a tal acción con un reflujo en dirección al pasado, como a la de vanificarla mediante una comprensión y ejecución superficiales del decreto conciliar (...). El viraje memorable acaba de empezar; ojala que Dios siga suscitando el mismo Espíritu para que prosiga su acción; espere­mos que no se tope con demasiados obstáculos” (19). Y uno de tales obstáculos es, para Falsini, nada menos que el Papa actualmente reinante: “el cardenal Ratzinger es contrario a una concep­ción 'activa' de la participación: acepta la constitución litúrgica, pero critica fuertemente la aplicación de la reforma; sólo piensa en el pasado; la restauración es para él como un enlucido, y la liturgia es algo histórico; para él, la participación es la interior, la adoración, no la externa” (20).

Así que Falsini, harto consciente del alcance real de la reforma litúrgica, abre el camino a algunas nuevas reformas, que acaso hoy puedan parecer algún tanto excesivas, pero que, con el tiempo, si no se invierte radicalmente el rumbo, entrarán en los hábitos litúrgicos (la historia lo enseña: basta pensar en el caso de la comunión en la mano). Entre los arietes de Falsini se halla la propuesta de reformar la celebración de la penitencia, “el único sacramento en plena crisis (¡ojala!): falta por completo la asamblea a la escucha de la palabra (?!), que, sin embargo, es el dato primario (¡también en la confesión!),por lo que no pasa de ser un hecho meramente jurídico; no tiene nada de celebrativo” (21). Otra “joya”: “el problema del ejercicio de los ministerios por parte de las mujeres es, en realidad, un pesudoproblema. Basta examinar este asunto de las ministrantes: aún hoy, lo que las mujeres hacen (¡y que no deberían hacer!)es tan sólo una concesión, no un derecho; no se verifica ningún reconocimiento de su papel. Por consiguiente, prevalece la visión machista de la Iglesia...”(22). Tampoco faltan propuestas pa­ra que el “presidente” -nosotros, los cristianos, lo denominamos “sacerdote”- no se ponga dema­siado en el centro de la atención y le robe espacio a la “ministerialidad” de los seglares; ni otras que preveen un momento de encuentro de la comunidad después de la celebración de la misa, posiblemente en el mismo lugar en el que se la ha celebrado...

A decir verdad, no son tales propuestas lo que da miedo. Lo que le deja a uno atónito y cogi­tabundo es, en cambio, la incomprensión, por parte de quien no debería tenerla, de los propósi­tos reales de la reforma litúrgica, una reforma que ha subvertido ya esencialmente el culto ca­tólico (y que por tal motivo resulta inaceptable) y que jura que no puede detenerse.

Lanterius

 

Notas:

(1) Riforma liturgica e Vaticano II: un testimone racconta. Rinaldo Falsini a colloquio con G. Monzio Compagnoni, (Reforma Litúrgica y Vaticano II: un Testigo Cuenta. Rinaldo Falsini Charla con G. Monzio Compagnoni). Milán: Ed. Ancora, 2005.

(2) Falsini, ibidem, pp. 74-75.

(3) Nos parece útil recordar, para ser completos, que no fue por casualidad por lo que Pío XII, para remediar la difusión de los errores, hizo que la encíclica Mystici Corporis, sobre la Iglesia, precediera a la Mediator Dei, relativa a la liturgia.

(4) Falsini, op. cit., p. 91.

(5) Falsini, ibid, p. 64. Las negritas son nuestras.

(6) Falsini, ibid., p. 19.

(7) Falsini, ibid., pp. 71-72. Falsini no le ahorra otra estocada a Ratzinger: “No puedo olvi­dar la doble declaración del cardenal Ratzinger en 1997 a propósito de la prohibición de Pablo VI sobre el uso del misal de Pío V -definida como un trágico error, porque este representa la auténtica tradición de la fe y de la liturgia de la Iglesia- y su juicio sobre el misal de Pablo VI, como un producto de erudición de especialistas y de competencia jurídica. Mi réplica fue de presunción y de incompetencia” (p. 102).

(8) Falsini, ibid., p. 72.

(9) Falsini, ibid., p. 73.

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LOS TRES GRANDES MISTERIOS DE LA REDENCION EN LA NIEBLA DE LA “NEOTEOLOGIA”

Un lector nos escribe lo siguiente:

“Les ruego realicen un examen detenido de los tres grandes misterios de la cruz, la resurrec­ción y la ascensión de Ntro. Sr. Jesucristo, así como de la relación que media entre ellos, pues me percato cada vez más de que ya se les considera en la Iglesia casi como una única realidad (p. ej., según la neomisa, la resurrección goza de valor redentor junto con la cruz, mientras que a mi me parece que es victoria y consumación).

Bien conozco lo exhaustivos que saben ser ustedes, siempre fieles a lo que se ha creído y ado­rado desde el origen.

Les agradezco todo lo que hacen, sobre todo por nosotros, pobres seglares, confusos y abando­nados en la oscuridad de estos tiempos tan extraños.

Gracias de todo corazón”.

CARTA FIRMADA

 

Los grandes misterios de la cruz, la resurrección y la ascensión de Ntro. Sr. Jesucristo for­man los tres partes del plan divino de la redención, pero de valor harto distinto. La cruz tiene un valor satisfactorio y meritorio:

1) Satisfactorio porque, al aceptar libremente, por amor, la obediencia heroica de la cruz, Ntro. Sr. Jesucristo, nuevo Adán, reparó la ofensa que le había inferido a Dios la desobediencia del primer Adán.

2) Meritorio porque la cruz fundó el derecho a todas las gracias sobrenaturales que se nos distribuyen, especialmente por conducto de los sacramentos, para nuestra salvación individual (denominada también redención subjetiva o justificación). Esto constituye un dogma de fe: el concilio de Trento enseña que Ntro. Sr. Jesucristo “sua sanctissima passione (...) nobis iustificationem meruit” (D. 799) (“con su santísima pasión (...) nos mereció nuestra justificación”.

En efecto, aunque Ntro. Sr. Jesucristo comenzó a merecer desde el primer instante de su encar­nación (cf. Heb. X, 5-10), con todo y eso, nos mereció la salvación principalmente mediante su pasión y muerte, por ser voluntad del Padre y suya que su muerte rescatara nuestra muerte, y que por los méritos de su muerte muriésemos al pecado, a nuestras concupiscencias rebeldes y al de­sordenado amor de nosotros mismos. Por eso, hablando con rigor, “el género humano no fue redimi­do por los demás sufrimientos de Cristo, sino por su muerte” (Sto. Tomás, Quodlibet. 2, q. 1 a. 2), cosa que Ntro. Sr. Jesucristo afirmó repetidamente: “(...) pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 45; cf. Mt 20, 28); “Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los peca­dos” (Mt 26, 28), etc.

La resurrección y la ascensión son dos misterios que siguen a la muerte de Cristo. Ahora bien, Cristo cesó de merecer después de su muerte, como cualquier otro hombre. En efecto, el mérito, que es el derecho al premio por una obra cumplida, exige, entre otras cosas, que las obras se realicen en “estado de viador”; de ahí que la resurrección y la ascensión, las cuales siguieron a la muerte del Señor, no merecieran nada ni, para Él ni para nosotros, mientras que, por el con­trario, fueron meritorias, tanto para Él como para nosotros, las obras que ejecutó en vida, so­bre todo la muerte en la cruz, según ya se dijo.

Así que la resurrección no fue un mérito de Cristo, sino que constituyó para Éste la recom­pensa de la humillación que sufrió en su pasión y muerte: “(...) se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó (...)” (Filip 2, 8).

Cuanto a nosotros, el mérito de la cruz se nos aplica con el bautismo (D. 790), que nos incor­pora místicamente a Cristo al borrarnos el pecado original, de manera que, como miembros unidos a la cabeza, formamos “como una sola persona mística” con Aquél (Sto. Tomás, S. Th. III, q. 48, a. 2 ad 1). Se sigue de ahí que así como Cristo resucitó de entre los muertos y subió al cielo, así y por igual manera pasará también con nosotros, sus miembros, en virtud de la incorporación a Él que nos mereció su pasión y muerte. Ésta es la fe según la cual nos hace rezar la Iglesia: “para que lleguemos, por su pasión y cruz, a la gloria de la resurrección” (“ut per Passionem Eius et Crucem ad Resurrectionis gloriam perducamur” (Oremus del Angelus).

Por consiguiente, tampoco la resurrección de Cristo nos mereció nada, pero:

1) Es el prototipo de nuestra resurrección espiritual del pecado, que la cruz nos mereció: “Con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que, como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 4)

2) Es asimismo el modelo y la prenda de nuestra resurrección corporal, cosa que también nos la mereció la cruz de Cristo: “Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que duermen (en la muerte). Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán mueren todos, así también en Cristo serán todos vivificados” (I Cor 15, 20-22).

De semejante manera, la ascensión es la consumación gloriosa de la obra redentora de Ntro. Sr. Jesucristo, así como el tipo y la péñora de nuestra asunción a los cielos: “pero Dios (...) nos resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús (...) “ (Ef 2, 6). Iniciada en la cabeza, la ascensión seguirá en nosotros en virtud de nuestra mística unión con Él; de ahí que también la resurrección y la ascensión formen parte de la redención y tengan para nosotros, en el sentido que hemos ilustrado, un “valor soteriológico” o salvífico. Mas cuando queramos precisar el valor salvífico de los tres grandes misterios de nuestra redención, hemos de decir que sólo la cruz es “causa meritoria” de ésta, mientras que la resurrección y la ascensión son su “causa ejemplar y eficiente” (cf. S. Th. III, q. 56, a 1 ad 3, y q. 57, a. 6).

Se ve patente ahora por qué la santa misa constituye la re-presentación (repraesentatio, Con­cilio de Trento, D. 938) o renovación (instauratio, Catecismo Romano, It, 6 874), no de la resu­rrección ni de la ascensión, sino del sacrificio de la cruz, cuyos méritos nos aplica.

La táctica de los “novadores” comienza comúnmente por embrollar la terminología, pues una vez trastornada ésta resulta más fácil subvertir la doctrina. En el caso que nos ocupa, se empezó por abandonar la terminología que la escolástica había precisado con todo cuidado. No se distin­gue ya entre “causa meritoria” (la cruz) y “causa eficiente y ejemplar” (resurrección y ascen­sión) de nuestra redención, sino que se habla indistintamente de “redención” en general para dar a entender, con tal lenguaje nebuloso, que hemos sido redimidos por la cruz y por la resu­rrección a partes iguales (y acaso por ésta más que por aquélla, visto que la resurrección agra­da más que la cruz), y que, por ende, la santa misa no es ya el “memorial de la pasión” del Se­ñor, sino el “memorial de la pasión y resurrección” de Éste, según la nueva fórmula que se lee asimismo en la encíclica de Juan Pablo II sobre la eucaristía (cf. Si S No No, 30 de sept. del 2004, pp. 1 y ss.).

No obstante, Pío XII había remachado también, en la Mediator Dei (1947), tocante a este asun­to, la doctrina de la Iglesia contra las desviaciones del movimiento litúrgico, el cual afirmaba que se había ocultado al “Cristo glorificado” durante siglos: “Por eso -escribe Pío XII-, algu­nos llegan hasta el extremo de querer retirar de las iglesias las imágenes del divino Redentor sufriendo en la cruz. Mas estas falsas opiniones son absolutamente contrarias a la sagrada doctrina tradicional. (...)La sagrada liturgia nos propone (en el curso del año litúrgico) todo el Cristo, en los distintos aspectos de su vida (...). Y puesto que sus acerbos dolores constitu­yen el misterio principal del que proviene nuestra salvación, es conforme con las exigencias de la fe católica iluminarlo al máximo, dado que es como el centro del culto divino por ser el sacrificio eucarístico su representación (re-presentación) y renovación diarias, y por estar unidos a la cruz, con estrechísimo vinculo, todos los sacramentos (S. Thom., Summa Th. III. q. 49 y q. 62, a. 5)”.

Tras una ratificación tan clara de la “sagrada doctrina tradicional” de la Iglesia, habría debido cesar cualquier intento de subversión. No fue así, por desdicha. Las “termitas” neomoder­nistas continuaron su trabajo hasta que, al derrumbarse la fachada con el Vaticano II, quedaron al descubierto las ruinas que habían practicado en el dogma. Esto debería bastar para juzgar la obediencia al Papa de quienes hoy tachan de desobediencia a los verdaderos obedientes.

Una precisión para terminar: no atribuyamos nunca a la “Iglesia”, ni siquiera por imprecisión del lenguaje, los errores de la “neoteologia”: éstos son el fruto de una larga y obstinada resistencia al magisterio de la Iglesia, particularmente al de los Romanos Pontífices, que la sober­bia de los neoteólogos degradó, desde los tiempos de Pío IX, a mera “escuela de teología”. Es necesario tener clara esta precisión para no dejarse inquietar por los que quieren crearles ma­la conciencia a los católicos fieles a la Iglesia de siempre, como si fueran reos de desobedienci­a a “Iglesia” (de hoy): la verdadera Iglesia, hoy como ayer, no puede dejar de explicar y transmitir la fe que se le confió en “depósito” (para que la custodiara, por tanto, no para que seño­reara sobre ella). Quien, p. ej., excogitara “novedades” que contradijesen el teorema de Pitágo­ras tal como se ha enseñado hasta hoy, no explicaría dicho teorema, sino que lo corrompería; si, por el contrario, sacara a la luz algún aspecto nuevo, que no contradijese cuanto ya se sabe del teorema en cuestión, lo desarrollarla, lo explicaría (= lo desplegaría, es decir, lo sacaría de los pliegues donde ya estaba en su integridad) sin corromperlo. Lo mismo pasa con el dogma ca­tólico; el indicio de la corrupción del dogma es la contradicción de la “novedad” con la doctri­na de siempre. Está claro, a la luz de la doctrina católica sobre el desarrollo coherente del dogma, que hoy se pretende hacer pasar por desarrollos o explicaciones del dogma a muchas no­vedades que constituyen, por el contrario, la corrupción de éste.

Marcus

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Un suscriptor nos escribe lo siguiente:

Un suscriptor nos escribe lo siguiente:

«Estimadísimo Sr. Director:

Leí el artículo que le remito adjunto en el nº 28, del 13 de julio del 2003 de Famiglia Cris­tiana. Querría conocer su parecer al respecto, porque tengo por erróneas tanto la pregunta de un lector que figura en él cuanto la respuesta que le da un teólogo (!). De creerlos, se diría que la Iglesia no considera ya corredentora a la Virgen (entendida su corredención, claro está, sin perjuicio de que sea Cristo el redentor único del mundo).

Y luego, tocante al padre Pío, ¿es una ‘expresión’ fuera de lugar el calificativo de ‘corredentor’ aplicado a él, ‘misa viviente’?

Espero una respuesta suya clarificadora».

Carta firmada

Respecto de la corredención de la Virgen, respondimos ya en el número del 31 de enero del 2005, pp. 7-8 (rúbrica Semper Infideles; ed. italiana). Resta el “problema” de la “cooperación” de los san­tos, que no lo planteamos nosotros, sino la siguiente carta publicada por Famiglia Cristiana, a la cual se refiere nuestro suscriptor: «Oigo hablar del padre Pío como ‘corredentor’. Ni siquie­ra la Virgen es tal, por ser Cristo el único redentor. Pero resta el problema de la cooperación de los santos».

Ya, claro. Una vez dado por descontado que ni siquiera la Virgen es corredentora, ¿cómo nos las habemos con la “cooperación de los santos”? ¿Puede acaso reconocerse a éstos lo que se le niega a María? (v. si si no no, cit.). ¿Y es concebible que quien sigue a los “hermanos” protes­tantes en su “enemistad” para con la Virgen sea luego más tierno que ellos con los santos?

En efecto, el “teólogo” de turno en Famiglia Cristiana, Franco Ardusso, nada a la inequívoca profesión de fe luterana del lector católico: “Ni siquiera la Virgen es tal [Corredentora], por ser Cristo el único redentor”. Con todo, un teólogo católico sabe bien (o al menos debería saberlo) que la cooperación de María a la redención humana no menoscaba en absoluto la unicidad del redentor, a diferencia de lo que sostienen los protestantes, porque se trata de una cooperación secundaria y subordinada a la de Cristo, exactamente como lo fue la coopera­ción de Eva a nuestra ruina: «Eva no fue la causa directa de la calamidad: la salvación o la ruina dependían de Adán. Aun si Eva hubiera permanecido fiel, la culpa de Adán nos habría perdido; y si Adán no hubiese dado en la infidelidad, la culpa de Eva no nos habría perjudicado. ¿Diríamos por eso que Eva no cooperó a nuestra ruina? Ella fue la ocasión y la instigadora de ésta. Del mismo modo, no fue María la que nos salvó directamente: fue Jesús quien obró la redención; habría podido cumplirla sin María, pero María sin Él no habría podido hacer nada por nuestra salvación; mas, no obstante, ella fue el instrumento de la redención con su cooperación consciente y libre a los designios de Dios» (C. Bocazzi,Prontuario de teología mariana, Cremona: Librería Vescovile editora, 1944).

Con todo y eso, esta verdad inconcusa no es tal para el “teólogo” de Famiglia Cristiana, quien, sintiendo con Lutero en vez de hacerlo con la Iglesia, se ve constreñido por ello a enca­rar “el problema de la cooperación de los santos” (la cual, por cierto, jamás constituyó un pro­blema para ningún católico).

Empieza por manifestar que «decir que el Padre Pío es ‘corredentor’ es cosa, probablemente, de algún alma devota del santo, la cual, embargada por el entusiasmo, usa un lenguaje incontrola­do».

¡Ni pensarlo! Dicha expresión corresponde al primer director espiritual del padre Pío, el padre Benedetto de San Marco en Lamis, un religioso de cultura teológica no común, quien le es­cribió al padre Pío, con felicísima expresión, que Dios lo quería “redimido y corredentor” al mismo tiempo (vide Padre Pío de Pietrelcina, Epistolario I/ Corrispondenza con i direttori spiri­tuali).

Aquí está, de hecho, el quid de la cuestión: uno solo es el redentor, pero todos los cristia­nos están llamados a ser “redimidos y corredentores”. Escribe Pío XI: «la pasión expiadora de Je­sucristo se renueva y, en cierto sentido, se continúa en su cuerpo místico, la Iglesia. Con razón, pues, Cristo, que sigue sufriendo en su cuerpo místico, desea tenernos por compañeros de su expiación; ello exige también que nos unamos a Él» (Miserentissimus Redemptor). Y Pío XII: «Misterio tremendo que nunca se meditará lo bastante: la salvación de muchos depende de las ple­garias y las penitencias voluntarias de los miembros del cuerpo místico de Cristo [...] Nuestro Salvador quiere que los miembros de su cuerpo místico le ayuden en la ejecución de la obra de la redención» (Mystici Corporis, 1943). ¿Hemos de pensar que también estos Papas, embargados por el “entusiasmo”, usaron un lenguaje “incontrolado”?

Lo mismo afirma toda la teología católica, que el padre Spiazzi, O.P., resume así: «Toda la Iglesia es un sistema de ‘corredención’ en el que se prolonga la redención de Cristo, sea por la aplicación sacramental y la renovación sacrificial de la pasión y muerte del Salvador, sea por el carácter ‘comunicativo’ y el valor ‘social’ de las obras, de las plegarias, de los sufrimientos de los santos, que le aprovechan a toda la Iglesia y cuyos méritos pueden aplicarse a todo fiel como si él mismo se los hubiese granjeado. Todo cristiano es, en alguna medida, un ‘correden­tor’, y puede repetir con el Apóstol: Adimpleo ea quae desunt passionum Christi, in carne mea pro Corpore eius quod est Ecclesia (Col 1, 24) [“Estoy cumpliendo en mi carne lo que resta de padecer a Cristo en pro de su cuerpo, que es la Iglesia”]» (Padre Raimundo Spiazzi,O.P., La Mediatrice della riconciliazione umana. Studi Mariani, Roma: A. Belardetti, 1951). ¿Tenemos que de­cir que también todos los teólogos católicos se dejaron embargar por el “entusiasmo” y usaron un “lenguaje incontrolado”?

Luego de repetir que «la devoción popular está cargada de entusiasmo, por lo que debe procurar también ser auténtica sobre todo», el “teólogo” Ardusso apela al “magisterio de la Iglesia”, que «se interesó repetidamente por el culto a los santos: en el concilio segundo de Nicea (787), en el de Florencia (1439), en el de Trento (1563) y en el Vaticano IIº». Pero, como era fácil de prever, este último concilio es el único en que se detiene el “teólogo” de Famiglia Cristiana, embargado de “entusiasmo” -él sí que - por la “sobriedad” con que el Vaticano II trató, en su opinión, el culto a los santos y porque, en consecuencia, «volvió a colocar el misterio de la muerte y resurrección de Cristo en el centro de la vida litúrgica [cómo si antes del concilio hubiese estado colocado en otra parte]». Conclusión: puesto que uno es Dios, y «uno también el Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (I Tim 2, 5), cualquier otra mediación («de la Iglesia, de la Virgen, de los santos, de los ministros, etc.») tiene carácter “subordi­nado”; «por eso, atribuir al padre Pío el titulo de ‘corredentor’ es un abuso, y el Vaticano II [¡siempre él y nada más que él] les dice a los obispos: ‘cuando se infiltren abusos aquí y allá, por exceso o por defecto, ocúpense de suprimirlos o corregirlos’».

Preguntamos: -Pero ¿es que la Iglesia “preconciliar”, que, como vimos, hablaba de “correden­ción” respecto de la Virgen, los santos y hasta de todo cristiano (cf. padre Spiazzi, op. cit.), enseñó alguna vez que había varios redentores principales y coordinados? ¿O es que no enseñó siempre que “sólo Cristo es la causa principal” de nuestra salvación (cf. Suma teológica de Santo Tomás, q. 48, a. 5 ad 3) y que cualquier otra cooperación es secundaria y subordinada porque presupone la redención de Cristo y depende de ella? Y entonces, ¿dónde se encuentra el “abuso” que están llamados a elimi­nar los obispos, quienes harían mejor en suprimir y corregir otros muchos abusos (pero reales éstos, no fantásticos)? No hay “abuso” alguno cuando se da un sentido preciso al prefijo “co”, que de suyo es genérico porque denota cierta unión sin especificar ni la naturaleza ni el grado de ésta. En nuestro caso, el sentido preciso, conocido de cualquier católico, es la unión entre dos personas y dos acciones que no son de idéntico grado, sino tales que la inferior se subordi­na a la superior. Esta subordinación de cualquier otro “corredentor” al redentor único la expre­só muy bien, a nuestro juicio, el padre Benedetto di San Marco con la fórmula “redimido y corre­dentor”: los santos, redimidos con una redención ordinaria; María santísima, con una redención extraordinaria, absolutamente singular, que la preservó incluso del pecado original, como exigía su singular dignidad de Madre de Dios, en previsión de los méritos de su Hijo. También su corre­dención fue completamente singular: asociada estrechamente a Cristo en la lucha contra Satanás (Gen 3, 15: «Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu raza y la descendencia su­ya»), estuvo al lado de Aquél en la hora decisiva de la victoria(loc. cit.: «ella quebrantará tu cabeza»), cuando en el Calvario, junto al redentor, fue corredentora de los hombres al ofre­cer a su Hijo y ofrecer asimismo su propia compasión. Y eso sólo a ella le fue dado:

«Es una verdad manifestada por la revelación, transmitida por la Tradición desde el principio y enseñada por la teología con una precisión cada vez mayor, que María ocupa una posición absolutamente particular en el plan divino de la redención. Particular por el hecho de que, por arri­ba, se distingue de la de nuestro mediador único, Cristo Señor [de ahí que el “teólogo” de Fami­glia Cristiana se equivoque al temer que corra peligro la unicidad del mediador], y, por abajo, se distingue de la mediación secundaria de todos los santos [y por eso el “teólogo” de Famiglia Cristiana yerra cuando parece querer hacer desaparecer la corredención de María en la cooperación de todos los santos]» (B. Bartmann, Teologia dogmatica, vol. II, p. 178).

Aun entre los santos, sin embargo, desempeñan un papel especial las «almas víctimas», llamadas a abrazar heroicamente toda clase de padecimientos «en pro de sus hermanos», «consumando [así] su unión con Cristo» -como enseña Pío XI en la Miserentissimus Redemptor-, que se inició con la purificación de sus culpas, se perfeccionó con la participación en los padecimientos de Cristo y culminó con la participación en la «pasión expiadora de Jesucristo» en beneficio de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). El redimido se vuelve “corredentor” asimismo en la cima de esta unión, y nadie puede negar que el padre Pío sobresalió entre estos “corredentores”, entre otras cosas porque llevó los estigmas en su cuerpo nada menos que durante 50 años, caso único en la historia de la Iglesia. Dichos estigmas, fuente de fortísimos padecimientos físicos y morales, son el signo sensible «de la unión con el divino crucificado y de la participación en sus sufri­mientos», y «contribuyen poderosamente a ‘configurar’ el alma con Cristo (Fil 3, 10)» por «los ­sufrimientos que producen, a veces realmente espantosos»; por eso los estigmatizados, «imágenes vivientes de Cristo, continúan en el mundo su misión redentora, ‘completando’ lo que le falta a su pasión (Col 1, 24)», y «salvan muchas almas haciendo refluir sobre ellas un torrente de gracias y bendiciones» (como bien sabe quien conoció al padre Pío y experimenta hoy su poderosí­sima intercesión). Esto dice el Padre Royo Marín, O.P., en su Teología de la Perfección Cristiana. ¿O hemos de pensar que este excelente autor de teología ascética y mística fue otro de los que se dejó con­tagiar del “entusiasmo” de la devoción popular, por lo que él también usó de un “lenguaje incontro­lado”?

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LA MISA “PROTESTANTIZADA” Y EL PRECEPTO DE GUARDAR LAS FIESTAS

RECIBIMOS Y RESPONDEMOS

«Rvdo. Sr. Director.:

Hace muchos años que leo su periódico con más que atención, como que constituye un precioso repaso, que se efectúa sin cesar, de teología dogmática y moral.

Es habitual en sì sì no no que se “impugne” el Novus Ordo Missae constantemente y con fuerza, pero se echa de ver, a mi juicio, que dicha impugnación está viciada de falta de motivación, pues yo diría que todo se queda en afirmaciones genéricas, sin que se aduzcan motivos precisos con claridad y distinción.

Se aconsejaba claramente, hace unos años, en la revista que usted dirige (no soy capaz de recordar ni el tiempo, ni el artículo, ni el articulista: sólo recuerdo el hecho), se aconsejaba, decía, media hora de meditación (o una hora), lecturas bíblicas u otros píos ejercicios en lugar de la asistencia a la santa misa dominical celebrada según el NOM porque... era ésta una misa completamente irregular. Les escribí en

una carta: ¡demuestren ustedes y declaren abiertamente que son inválidas todas las misas según el NOM y entonces su argumentación será de recibo! En caso contrario, nos hallamos ante un enorme “desfase”, porque nada puede compararse con una misa válida (y obligatoria, por añadidura), ni sustituirla. Argumentaba yo a la sazón: una cosa es una misa protestantizada o protestantizante (pongamos que, como mucho, tocante al estilo, los modos, las omisiones y las intenciones), y otra muy distinta una misa protestante, es decir, inválida, o, mejor dicho, una no-misa. Media un abismo entre ambas.

No recibí respuesta (no la exigía, pero la esperaba), ni se corrigió en ningún artículo posterior el error, la grandísima equivocación, en que habría incurrido quien hubiese seguido el consejo susomentado (sigue en pie la obligación de rectificarlo, porque podría haber personas que aún se atuvieran a él; mas no se encuentra enmienda alguna de éste en el quincenal que usted dirige, o, al menos, así me lo parece a mí).

Ahora bien, resulta que en un número reciente de sì sì no no encuentro un pasaje en que se habla de herejía en relación con la misa según el NOM, un texto en, que se tilda a ésta de herética. Me refiero al número de Si Si No No (15 de junio del 2006), pág. 2, primera columna (articulista: Lanterius). Leí el artículo en cuestión siete u ocho veces, incluso más, para hallar en las líneas, entre las comas, una sola palabra de demostración del error doctrinal (en las palabras o en los hechos) relativo a la misa nueva, porque en eso estriba la herejía (si hubiera alguna, sería menester especificarla con claridad meridiana, porque se trataría de algo grave en grado superlativo; y ojalá que dicha especificación se hiciera, en tal caso, con alguna palabra de más en vez que de menos...). El articulista, en cambio, abunda hasta la prolijidad, en su glosa al pasaje susocitado, en la misma opinión que expresa éste, si bien no con palabras que demuestren objetivamente la existencia del error de herejía. Todo se reduce a la anécdota que cuenta Monseñor Marini, sin pasar de ahí. En efecto, tesis: “el rito nuevo es herético”; prueba: en el rito viejo el celebrante se arrodillaba y adoraba la hostia antes de la ostensión de ésta a los fieles; luego se arrodillaba otra vez. Comentario mío: ¿todo el rito es una herejía porque omite una genuflexión? Me pregunto: ¿dónde está la herejía, el error doctrinal en las palabras o en los hechos?

El pasaje que sigue a la “prueba” a título de aclaración ulterior parece, perdóneme que se lo diga, puro delirio verbal: “es herético porque el celebrante, dado que se arrodilla sólo después de la ostensión, en realidad (?) pide el consentimiento a la comunidad antes (?) de proceder a la consagración”.

¡Qué no se dice o inventa! ¡Cómo se vuelven las cosas del revés! Me gustaría pensar en un lapsus mentis et calami. Añado que se trocó ni más ni menos que en desilusión el deseo que abrigaba de hallar un pensamiento preciso en sì sì no no sobre el NOM (un deseo que se había suscitado al empezar la lectura, pues me decía: - ¡Esta vez es la buena!).

Otra cosa más: no niego nada de lo bueno y válido que se dice en el mismo artículo; por poner nada más que un ejemplo: la ocurrencia feliz del “nuevo rito” para el Papa Ratzinger (sedentario comparado con su predecesor) (*). Son preciosas asimismo la reflexión y la cita sobre el intenso valor espiritual de la repetición de los gestos en la liturgia.

He escrito movido por un vivo sentimiento de fraternidad cristiana y sacerdotal. Espero que sirva de algo. Gracias por su atención. Un recuerdo fuerte y recíproco en la santa misa. Le saludo y deseo toda clase de bienes en la Trinidad toda».

Carta firmada por un sacerdote

Estimado hermano en el sacerdocio:

Precisemos, ante todo, que en el artículo en cuestión no salió de nuestra pluma la palabra “herejía” tocante al Novus Ordo Missae, sino de los labios de Monseñor Marini, o, por hablar con más exactitud, Monseñor Marini la puso en labios de su interlocutor “lefebvriano” junto con la argumentación delirante que usted señala con toda razón (pero que otra vez nos atribuye a nosotros por error).

Nuestro, en cambio, es el comentario al «bonito cuentecillo de Marini estilo Hemingway», un comentario en el cual reprobábamos la opinión del “lefebvriano” y dudábamos de que hubiese sido emitida alguna vez (al menos en los términos usados por Monseñor Marini): «evidentemente, Marini desea hacer pasar a todos esos ‘lefebvrianos’, como él los llama, por una masa de imbéciles perturbados, visto que hacen del problema de la reforma litúrgica nada más que una cuestión de genuflexiones...». Hemos de confesar que con usted se salió con la suya, al menos a juzgar por su carta.

En realidad, si el “lefebvriano” dijo algo sobre el asunto, no lo hizo de la manera “delirante” que le atribuía Marini. Los denominados “lefebvrianos”, quienes reposaban tranquilamente sobre el regazo de su santa madre, la Iglesia, hasta el pasado concilio, como se vieron en la necesidad de salvaguardar su fe, tuvieron que procurarse conocimientos especializados sobre las diferencias que oponen la doctrina católica a la luterana tocante a la santa misa.

Uno de los puntos principales es el siguiente: mientras que la Iglesia católica enseña que, en la misa, Nuestro Señor Jesucristo se hace realmente presente sobre el altar en virtud de las palabras pronunciadas por el sacerdote en el momento de la consagración, para los luteranos, en cambio, no son las palabras de la consagración, sino la fe de los presentes, lo que produce durante la “cena” cierta presencia espiritual de Cristo; de ahí la mudanza introducida por los ecumenistas en el nuevo rito “católico”.

En el rito romano tradicional, llamado impropiamente “misa de San Pío V”, el sacerdote se arrodilla de inmediato y adora a su Dios después de la primera consagración, consciente de tener entre sus manos, no ya el pan, sino el verdadero cuerpo de Cristo; se levanta a continuación, eleva la hostia consagrada y la presenta a la adoración de los fieles; por último, la adora de nuevo luego de haberla depositado sobre el corporal, que trae a la memoria la síndone y la realidad de aquel cuerpo divino, (el procedimiento se repite, mutatis mutandis, con la consagración del vino).

Todo eso cambia en la misa según el rito nuevo: como si nada hubiera cambiado en virtud de las palabras consagratorias, el sacerdote, sin el menor gesto de adoración, eleva la hostia de inmediato y la muestra a los presentes; luego la pone, no sobre el corporal, sino sobre la patena, y sólo entonces se arrodilla (hace lo mismo, mutatis mutandis, con el cáliz de la sangre de Cristo).

¿Qué dedujeron los protestantes de tamaña mudanza? Que la Iglesia católica le daba la razón a Lutero contra el concilio de Trento: es la fe de los presentes, no las palabras de la consagración, lo que hace a Cristo espiritualmente presente durante la cena; por eso el sacerdote presenta primero la hostia a los fieles en el nuevo rito, y sólo después arrodilla y adora. Ésta es la inferencia de los protestantes, quienes a causa de estos cambios y de otros no se hacen ya escrúpulo de usar el rito de Pablo VI en su “cena”, mientras que les horrorizaba la “misa papista”, es decir, el rito romano tradicional. Los católicos engañados y de buena fe, por el contrario, no comprendieron la gravedad de este cambio “ecuménico” (como tampoco la de los otros), o bien superaron su espanto diciéndose que, al fin y al cabo, la transubstanciación depende de las palabras consagratorias, no de los signos de adoración por mucho que se multipliquen o disminuyan éstos. Lo cual no empiece, sin embargo, para que se dé en el nuevo rito un deslizamiento objetivo hacia la doctrina luterana, así como un alejamiento igual, también objetivo, de la doctrina católica sobre la santa misa –como le hicieron notar enseguida a Pablo VI los cardenales Ottaviani y Bacci–, con lo que se expone a las nuevas generaciones católicas al peligro de “protestantización” de su mentalidad.

Estimado hermano en el sacerdocio, coteje ahora lo que acabamos de ilustrar con lo que Marini pone en la boca de su “lefebvriano”, y le resultará evidente la mira chancera y denigratoria del “cuentecillo” –anécdota que le refirió al periodista. También quedará persuadido de que quien “inventó” y “volvió del revés” las cosas o fue Monseñor Marini con artería, o el “lefebvriano” (que quizás se expresó chapuceramente, pero Marini habría debido ser perfectamente capaz de comprenderlo), o el entrevistador –¿por qué no? –, que quizás se dejó llevar del “estro” periodístico; pero, en cualquier caso, nosotros no somos responsables de nada.

La argumentación relativa al rito nuevo de la misa no debe versar sobre su validez o invalidez. También son válidas las misas de los ortodoxos cismáticos, pero no por ello está legitimado un católico para asistir a ellas. Válidas eran, asimismo, las misas celebradas por los curas “juramentados” durante la Revolución Francesa, mas los católicos, dicho sea en su abono, se abstenían de ellas y se limitaban a escuchar de cuando en cuando alguna misa de un cura “refractario”.

En realidad, como enseña igualmente el catecismo de San Pío X (nº 217), peca gravemente quien no oye misa los días de precepto «sin que medie un verdadero impedimento»; en caso contrario, «excusa de la obligación de oír misa cualquier motivo medianamente grave, como el que se da en caso de que la asistencia a misa nos produzca una incomodidad notable, o de que derive de ella, para nosotros u otras personas, un daño corporal o espiritual» (E. Jone, OFM Cap. -Compendio di teologia morale, n° 200). Así, pues, el verdadero problema no es si la misa celebrada según el rito nuevo es válida o inválida, sino si redunda o puede, redundar en daño espiritual de quien la oye (esta sola posibilidad basta).

Nos parece que la respuesta ya figura en su carta cuando usted habla de misa “protestantizada o protestantizante”. Y aun cuando usted no estuviera convencido de ello, eso mismo denunciaron enseguida a Pablo VI, con competencia y conocimiento de causa, los cardenales Ottaviani y Bacci: «El Novus Ordo Missae, considerados los elementos nuevos, susceptibles, con todo, de una valoración diversa, que se sobreentienden o están implicados en él, se aleja de manera impresionante, así en conjunto como en los detalles, de la teología católica de la santa misa tal como fue formulada por la sesión XXII del concilio tridentino, el cual, al fijar definitivamente los ‘cánones’ del rito, erigió una barrera infranqueable contra cualquier herejía que atacara la integridad del misterio» (carta de presentación del Breve examen crítico del Novus Ordo Missae).

Ahora bien, una misa “protestantizada” (en sí misma) y “protestantizante” (de la mentalidad de quien la oye) anula la obligación de oír misa los domingos y fiestas de guardar.

La Iglesia, en efecto, obliga a escuchar misa “según el rito católico” (Roberti, Dizionario di teologia morale, voz “santificación de las fiestas”); pero un rito “protestantizado” no puede llamarse tal. Además, un rito “protestantizante” pone al fiel en “peligro de sufrir un grave daño (...) moral”, que es una de las causas más fuertes que excusan de la obligación del precepto de oír misa los días festivos (ivi). Y al tratarse, por otra parte, de un peligro para nuestra fe y la de nuestros seres queridos, de los cuales somos responsables ante Dios, hemos de decir que quien tenga conciencia de este peligro, y en la medida en que la tenga, lejos de cumplir el precepto de la Iglesia, comete un pecado contra la fe.

Bien sabe usted que el creyente tiene, ante todo, la obligación de custodiar y cultivar la fe, porque ella constituye la raíz y el fundamento de su salvación eterna; de ahí que el mismo derecho natural le prohíba hacerla peligrar (cf. Enciclopedia Cattolica, voz “fe”). Sabe usted, asimismo, que es por eso por lo que la Iglesia ha vedado siempre a los católicos participar en las misas de los acatólicos, aunque sean válidas. Por ello, un católico que se halle en un país ortodoxo cismático y no pueda acudir a un lugar de culto católico, no sólo está exento de asistir a misa los días de precepto, sino que, además, si participara en la misa de los cismáticos (válida, repetimos), no dejaría de cometer un pecado contra la fe (y ello en virtud del derecho divino natural, lo que significa que lo cometería también aun cuando las leyes eclesiales hubiesen cambiado por motivos ecuménicos).

Usted escribe que nos lee más que atentamente desde hace años, y se lo agradecemos. Parece, no obstante, que se le pasó por alto cuanto escribimos sobre el nuevo rito de la misa, que aquí sólo en parte estamos repitiendo. Nosotros no nos contentamos en manera alguna con afirmaciones generales, sino que adujimos más de una vez los “motivos precisos”, que usted exige con toda razón, de nuestros juicios negativos. Lo prueban los numerosos artículos impresos sobre ese asunto a partir del primer año de nuestra publicación. Como no podemos resumirlos todos, nos limitaremos aquí a lo esencial, si bien tal cosa debería ya constarle claramente por cuanto referimos más arriba.

No reputamos por herético al nuevo rito, sino por gravemente ambiguo, favorecedor de la herejía. Tal rito, en efecto, se estudió con la cooperación discreta (bien que no demasiada) de algunos “expertos protestantes” para que pudiese ser acepto tanto a los católicos cuanto a los protestantes.

En 1965, Monseñor Bugnini, que dirigía los trabajos de la “reforma litúrgica” y gozaba por entonces de toda la confianza de Pablo VI, anunciaba el “deseo” que le animaba de «remover [del nuevo rito] cualquier piedra que pudiera constituir aunque sólo fuera la sombra de un tropiezo o de malestar» para los «hermanos separados» (L'Osservatore Romano, ed. italiana, 11 de marzo de 1965). ¿Y cuáles eran esas piedras de tropiezo y esos motivos de malestar para los “hermanos separados” sino los ritos y gestos que expresaban demasiado claramente las verdades católicas repudiadas por los protestantes y corroboradas por el concilio de Trento? (presencia real y sacerdocio ministerial, carácter sacrificial y propiciatorio de la santa misa, etc.); de ahí la confección de un rito ambiguo, susceptible de una doble interpretación, de un rito que vela las verdades católicas y que por ello puede ser interpretado por el católico a la manera católica, y por el luterano a la manera protestante (1).

Más arriba dimos un ejemplo a propósito de la omisión de la genuflexión del sacerdote inmediatamente después de la consagración. Podríamos poner otros. Aquí, sin embargo, nos interesa destacar que todos, modernistas y no modernistas, están de acuerdo sobre la “protestantización” de la misa.

Hemos citado ya a Bugnini (1965). L’Osservatore Romano del 13 de octubre de 1967 escribía: «La reforma litúrgica ha dado un paso notable hacia adelante en el campo ecuménico y se ha acercado a las formas litúrgicas de la iglesia luterana».

En 1969, los cardenales Ottaviani y Bacci, en su breve carta de presentación del Novus Ordo Missae, notificaron a Pablo VI el coste de la operación ecuménica sobre la misa: el alejamiento del nuevo rito, “de manera impresionante, de la teología católica de la santa misa” y la demolición de aquella “barrera infranqueable” que el concilio de Trento erigió “contra cualquier herejía que atacase la integridad del misterio” (en especial contra la herejía luterana).

Monseñor Lefebvre escribía al Santo Oficio el 26 de febrero de 1978, que el nuevo rito era «una síntesis católico-protestante» (Mons. Lefebvre e il Sant’Uffizio, ed. Volpe, p. 71), y protestaba que «queremos conservar la fe católica mediante la misa católica, no mediante una misa ecuménica, favens haeresim, favorecedora de la herejía , aunque sea válida y no herética» (Mons. Lefebvre, ibid., p. 72). El converso Julien Green definía el nuevo rito como «una imitación harto grosera de la función anglicana, que nos era familiar desde la infancia», y hablaba de misa «recortada, reducida a dimensiones protestantes» (Ce qu’il faut d’amour à 1'homme, ed. Plon, París, 1978).

Monseñor Klaus Gamber, que no era “tradicionalista”, sino sencillamente un experto en liturgia (director de las Ciencias Litúrgicas de Ratisbona y miembro honorario de la Pontificia Academia Litúrgica de Roma), denunció en 1979 la «destrucción» del antiguo rito romano, que se había custodiado sustancialmente intacto a lo largo de los siglos y que todos los Pontífices romanos habían recomendado a la Iglesia«se remonta al Apóstol Pedro» (La reforma de la liturgia romana, ed. Renovación, Madrid 1996, pág. 51 ss.) (2). universal porque

Omitiendo otros muchos testimonios llegamos, por último, al de Jean Guitton, filomodernista e íntimo de Pablo VI (es el autor de Paul VI secret). El 19 de diciembre de 1993 afirmó, en el debate Lumiére 101 de Radio-Courtoisie, que «la intención de Pablo VI respecto a la liturgia, respecto a la denominada vulgarización de la misa, era la de reformar la liturgia católica de suerte que coincidiese, sobre poco más o menos, con la liturgia protestante [...] con la cena protestante». Y más adelante: « [...] repito que Pablo VI hizo todo lo que estuvo en su mano para acercar la misa católica –más allá del concilio de Trento– a

la cena protestante». Guitton respondió lo siguiente a la protesta de un sacerdote: «La misa de Pablo VI se presenta ante todo como un banquete, ¿no es así? E insiste mucho en el aspecto de participación en un banquete, pero mucho menos en la noción de sacrificio, de sacrificio ritual [...] En otras palabras, Pablo VI albergaba la intención ecuménica de cancelar –o, al menos, de corregir o atenuar– lo que había de demasiado [¡sic!] ‘católico’, en sentido tradicional, en la misa, y acercar la misa católica –lo repito– a la misa calvinista» (Una Voce francesa, mayo-junio de 1994) (3). Así, pues, también para Jean Guitton el nuevo rito de la misa está “protestantizado”. La única diferencia estriba en que para los neomodernistas dicha protestantización es una conquista porque, al decir de L’Osservatore Romano del 13 de octubre de 1967, constituye “un notable paso adelante en el campo ecuménico”, mientras que para los católicos fieles, que tales son los denominados “tradicionalistas”, es una revolución litúrgica que plantea gravísimos problemas a la conciencia católica no sólo porque el rito nuevo es un rito protestantizado, sino también porque es, como resulta lógico, un rito “protestantizante” (lo cual es peor todavía). Con una misa «recortada, reducida a dimensiones protestantes –escribía Julien Green– [...] la realidad del sacrificio propiciatorio se está eclipsando discretamente de la conciencia de los católicos, sean sacerdotes o seglares [...] Los viejos curas, que lo llevan en la sangre si se me permite la expresión, no están en un tris de olvidarlo, por lo que celebran misas conformes con las intenciones de la Iglesia. Pero ¿qué decir de los curas jóvenes? ¿En qué creen?» (op. cit., pág. 143).

Estimado hermano en el sacerdocio, reflexione y considere honestamente si la “obligación de reparar” nos corre a nosotros o a quien sigue imponiendo y defendiendo un rito “ecuménico” capaz de demoler, andando el tiempo, la fe católica en la santa misa.

Hirpinus

Notas:

(1) “La nuova Messa é equivoca?”, sì sì no no, ed. italiana, año VI, n° 1, pág. 12.

(2) “Condición ‘única’ pero inaceptable / A propósito de una entrevista del cardenal Mayer”, sì sì no no, ed. española, enero 1992, pp. 1 ss.

(3) Véase sì sì no no, julio de 1994, pág. 5: Una testimonianza al di sopra di ogni sospetto / Jean Guitton e la Messa “protestantizzata”.

[N. del T.]:

(*) El autor de la carta hace referencia a uña entrevista que concedió Marini al diario on line Affari Italiani (20 de marzo del 2006) y en la que respondió lo siguiente a la pregunta «‘¿Qué piensa usted de los lefebvrianos?’: Que quede claro de una vez por todas: deben aceptar cuanto decidió el concilio Vaticano II; en caso contrario no será posible conciliación alguna. ¿Qué quiere esta gente? La mayoría de los fieles se adaptó; sin el nuevo rito, que no fue hijo de la curia sino una obra de aliento internacional, no habrían podido realizarse las celebraciones y los viajes al extranjero del papa Wojtyla. Entonces, ¿por qué no se adaptan? ¿Cuál es la diferencia?».

La redacción de sì sì no no contestó lo siguiente, entre otras cosas:

«Sin embargo, también sobre su competencia litúrgica [la de Marini] le asaltan a uno serias dudas, visto que como prueba de la bondad del rito nuevo no se le ocurre decir otra cosa sino que le permitió al papa Wojtyla recorrer el mundo... Con el respeto debido, esto no nos parece decisivo: si el papa Ratzinger fuese un poco más sedentario que su predecesor, ¿habría que crear también un rito ad hoc para él?».

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PALADINES DE UN “MITO HECHO PEDAZOS”: LOS NEOMODERNISTAS Y EL EVOLUCIONISMO

Un sacerdote nos escribe lo siguiente:

«Estimado Sr. Director:

Le envío una vez más unos recortes de periódico: en uno (Il Giornale, 4 de noviembre del 2005) el cardenal Poupard y un tal monseñor Gianfranco Basti aceptan el evolucionismo (con lo que, a mí parecer, se equivocan de medio a medio) amparándose en las palabras que pronunció Juan Pablo II en uno de sus discursos: «el evolucionismo es más que una hipótesis». Creo recordar que, en tal discurso, el difunto Papa hacía referencia asimismo a una declaración de Pío XII, aunque torcía con violencia su sentido.

Como usted mismo podrá leer, el artículo termina con estas palabras de monseñor Basti: «hace decenios que la propia Biología ha superado la tesis de la pura casualidad de tipo estocástico [?], que se abandonó por ser científicamente insostenible» (1).

Estimado Sr. Director: vamos de mal en peor: la apostasía silenciosa invade el mundo entero, a despecho de las ‘masas oceánicas’ que aplauden al Papa en la plaza de San Pedro. ¡Qué ilusión!

Suyo afmo.».

Carta firmada por un sacerdote

Pío XII y el evolucionismo

La frase de Juan Pablo II a que se refiere monseñor Basti figura en su el Mensaje a la Pontificia Academia de las Ciencias (L'Osservatore Romano, ed. italiana, 24 de octubre de 1996). Lo veremos con todo detalle.

Nos ocupamos de dicho Mensaje en sì sì no no del 15 de diciembre de 1996, pp. 3 y ss. Pusimos de relieve que el mensaje en cuestión simplificaba la enseñanza de Pío XII y le hacía decir, en punto al evolucionismo, lo que en realidad no había dicho jamás.

Simplificaba la doctrina de Pío XII porque éste, en la encíclica Humani Generis:

1) Condenaba sin reservas el evolucionismo ateo y materialista.

2) Negaba las pretensiones del evolucionismo teísta, pues no admitía que hubiera pruebas científicas de la evolución: el evolucionismo teísta pretendía y sigue pretendiendo “bautizar” la evolución (Parente-Piolanti-Garofalo, Dizionario di teologia dogmatica, Studium, voz “evoluzionismo”) por el hecho de admitir la creación directa del alma por parte de Dios y la intervención de Éste, directa o indirecta, en todo el proceso evolutivo; pero Pío XII aplazaba el juicio de la Iglesia sobre el evolucionismo para cuando la ciencia pudiera suministrar «resultados definitivos y seguros».

He aquí el texto de la Humani Generis relativo al evolucionismo teísta:

«Toca ahora hablar de aquellas cuestiones que, aunque pertenezcan a las ciencias positivas, están más o menos relacionadas con las verdades de la fe cristiana. No pocos piden insistentemente que la religión católica tenga en cuenta lo más posible tales ciencias; cosa ciertamente digna de alabanza cuando se trata de hechos realmente demostrados, pero que ha de recibirse con cautela cuando es más bien cuestión de ‘hipótesis’, aunque se funden éstas de algún modo en la ciencia humana, con las que se roza la doctrina contenida en las Sagradas Letras o en la tradición. Y si tales opiniones conjeturales se oponen directa o indirectamente a la doctrina revelada por Dios, entonces semejante postulado no puede ser admitido en modo alguno.

Por eso el magisterio de la Iglesia no prohíbe que, según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología , se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, de la doctrina del ‘evolucionismo’, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente -pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios-; pero de manera que con la debida gravedad, moderación y templanza se sopesen y examinen las razones de una y otra opinión, es decir, de los que admiten y los que niegan la evolución, y con tal que todos estén dispuestos a obedecer al juicio de la Iglesia, a quien Cristo encomendó el cargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe». Y aquí Pío XII remite en una nota a su Alocución a la Academia de Ciencias, del 30 de noviembre de 1941 (AAS, vol. XXIII, 1941, p. 506), en la cual había dicho: «Las múltiples investigaciones tanto de la paleontología cuanto de la biología y la morfología sobre otros problemas relativos a los orígenes del hombre no han aportado hasta ahora nada positivamente claro y cierto. No queda, pues, sino dejar al por venir la respuesta a la pregunta de si un día la ciencia, esclarecida y guiada por la Revelación, podrá dar resultados seguros y definitivos sobre un asunto tan importante». Inmediatamente después, Pío XII deplora en la Humani Generis que «algunos, empero, con temerario atrevimiento, traspasan esta libertad de discusión [¡es todo lo que la encíclica concede!] al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta ahora encontrados y por los razonamientos deducidos de ellos, y como si en las fuentes de la revelación divina nada hubiera que exigiese en esta materia la mayor moderación y cautela».

Esta última frase muestra a las claras que la reserva de juicio de Pío XII sobre el evolucionismo “teísta” era más negativa (non licet) que positiva.

La tergiversación

Se leía lo siguiente en el Mensaje de Juan Pablo II a la Pontificia Academia de las Ciencias:

«Mi predecesor Pío XII había afirmado ya en la encíclica Humani Generis (1950) que no había oposición [¡sic!] entre la evolución y la doctrina de la fe sobre el hombre y su vocación, con tal que no se perdiesen de vista algunos puntos firmes (cf. AAS 42, 1950, pp. 575-576.).

Habida cuenta del estado de las investigaciones científicas: en aquella época así como de las exigencias propias de la teología, la encíclica Humani Generis reputaba a la doctrina evolucionista por una hipótesis seria, digna de una investigación y de una reflexión profundas, al igual que la doctrina opuesta».

Con esto se hacía decir a Pío XII lo que no había dicho. En efecto, todo el mundo puede comprobar que, contrariamente a lo que se lee en el Mensaje, Pío XII no dice en la Humani Generis de ninguna manera que la doctrina evolucionista sea “una hipótesis seria”,  sino que dice que constituye una hipótesis que aún hay que ponderar y juzgar “con la necesaria seriedad” (lo cual, salta a la vista, no es lo mismo); no dice que sea una hipótesis “digna de una investigación y de una reflexión profundas, al igual que la hipótesis opuesta”,  sino que, por el contrario, reprende a los evolucionistas teístas, quienes dan por demostrado “el origen del cuerpo humano de una materia viva y preexistente (...) como si en las fuentes de la revelación divina nada hubiera que exigiese en esta materia la mayor moderación y cautela”. Todo eso equivale a decir que “la hipótesis opuesta” es más conforme con las fuentes de la divina revelación que el evolucionismo teísta (2). De aquí la exigencia de ponderar “con la necesaria seriedad” la hipótesis evolucionista, que, aunque sea teísta, exige “dar de lado a las convicciones precedentes, que se basaban en las Escrituras, la doctrina de los Padres y la enseñanza habitual de la Iglesia” (E. Ruffini, Responsabilitá dei paleoantropologi cattolici, en L'Osservatore Romano del 3 de junio de 1950).

Un primer paso a favor del evolucionismo

Tergiversada de tal guisa la Humani Generis de Pío XII, el Mensaje de Juan Pablo II se permitía dar un paso adelante en favor del evolucionismo:

Hoy, cerca de medio siglo después de la publicación de la encíclica [de Pío XII], nuevos conocimientos [¿cuáles ?] inducen a no considerar ya la teoría de la evolución como una hipótesis». Y después de haber afirmado de manera absolutamente gratuita que esta “teoría” se había impuesto a causa «de la convergencia, no buscada ni provocada»,  de los resultados de los trabajos efectuados en diversos campos (¿de veras?; ¿pero no es, por lo común, una costumbre de los evolucionistas el plegar los hechos a su teoría, llegando incluso a cometer fraudes, una tentación a la que no se sustrajo ni siquiera el jesuita Teilhard de Chardin?) (3), se preguntaba: «¿Cuál es la importancia de semejante teoría? Encarar esta cuestión significa entrar en el campo de la epistemología. Una teoría es una elaboración metacientífica distinta de los resultados de la observación, pero afín a éstos. Gracias a ella un conjunto de datos y de hechos independientes entre sí pueden enlazarse e interpretarse en una explicación unitiva (4). La teoría demuestra su validez en la medida en que es susceptible de verificación; se la valora constantemente a nivel de los hechos; cuando no la demuestren ya los hechos, manifiesta sus límites y su inadecuación. Debe entonces ser repensada».

Este razonamiento no es de lo más claros, la verdad sea dicha, pero creemos haber comprendido que a la “teoría de la evolución” no hay que considerarla ya una hipótesis, sino nada menos que una “teoría”. Ahora bien, puesto que la teoría, como reconoce el mismo Mensaje, debe también verificarse “a nivel de los hechos”, igual que la hipótesis, y ser “repensada” si llega el caso, no nos parece que el evolucionismo haya ganado mucho con tal promoción. Lo único que se consigue con eso es animar a la prensa a publicar titulares como el siguiente: Fe y ciencia / Satisfacción por las palabras del Papa, que rehabilitan la teoría de Darwin - Con alma o sin ella, ¡gracias mono! (La Nazione, 25 de octubre 1996).

Otro paso adelante y otra tergiversación

Con base en esta fragilísima premisa, Giovanni Basti se consideró autorizado a dar otro paso hacia adelante.

Juan Pablo II -recuerda- definió el evolucionismo como “más que una hipótesis”; Ahora bien, «una hipótesis puede ser verdadera o falsa -explica Basti-, y decir que es más que una hipótesis significa que hay pruebas [¡sic!] a favor de la evolución que hacen tender hacia una teoría científica bastante consolidada». Así, al Mensaje de Juan Pablo II, que había tergiversado a la Humani Generis, se le tergiversa ahora en la interpretación de monseñor Basti, con lo que el evolucionismo se vuelve “una teoría científica bastante consolidada” en virtud de no se sabe qué “pruebas” (5).       

Recuperación desesperada de “un mito hecho pedazos”

Sólo que ni siquiera la palabra de un Papa es suficiente para crear ex nihilo pruebas científicas a favor de una hipótesis que ya hace tiempo naufragó contra el escollo de la fijeza de las especies: «La ausencia de eslabones entre especie y especie no es una excepción: es la regla universal. Cuanto más han ido los investigadores en busca de formas de transición de una especie a otra, tanto más desilusionados han quedado», tuvieron que admitir los 160 científicos evolucionistas de todo el mundo que se reunieron en Chicago en 1980 (tomado de la revista científica Newsweek, del 3 de noviembre de 1980) (6). Y, más recientemente, el Corriere della Sera publicó, el 25 de agosto de 1992, un reportaje hecho en Londres titulado Científicos en congreso: no descendemos del mono/ Desafío a Darwin sobre la evolución. Se trataba del congreso anual de aquella misma asociación británica para el progreso de la ciencia donde se expuso por vez primera la teoría de la evolución; el desafío era del científico inglés Richard Milton, autor de Los hechos de la vida: el mito del darwinismo hecho pedazos. El Corriere della Sera añadía: «Milton no está solo en su desafío: muchos otros científicos han puesto ya en duda la tesis de Darwin».

En medio de esta atmósfera de “después de Darwin” (por decirlo con el genetista giuseppe Sermonti y el paleontólogo Roberto Fondi) es donde los eclesiásticos “aquejados de teilhardosis” (Teilhard de Chardin -recordémoslo- fue un mitómano del evolucionismo) creen “abrir” la Iglesia al mundo recogiendo los trozos de un “mito hecho pedazos”. Con razón escribía Sermonti lo siguiente:

«Las tentaciones del modernismo son peligrosas. Se corre el riesgo de capitular ante la modernidad precisamente cuando ésta está pasando de moda; de hacerse darwiniano cuando Darwin va de capa caída, y de basar la ética en el origen simiesco del hombre cuando esto se halla ya desmentido» (Il Tempo, 10 de julio de 1987) (7).

Notas del traductor:

(1) Un proceso estocástico es un proceso debido al azar, casual, aleatorio. Es falso que la Biología no considere a la evolución un proceso estocástico, pues el darwinismo y el neodarwinismo no hacen derivar la evolución de ninguna ley natural, sino que la consideran un mero producto del azar.

(2) Es fácil probar que la hipótesis creacionista del cuerpo humano es más conforme con la revelación divina que el evolucionismo teísta:

«No cabe duda alguna respecto de la creación de la nada del alma humana. Pero ¿es posible alejarse del sentido obvio del Génesis tocante a la formación del cuerpo? Es evidente que la narración bíblica presenta antropomorfismos (Dios formando a Adán del polvo de la tierra); los mismos Padres lo advirtieron; no obstante, todos afirmaron la intervención directa, particular, de Dios hasta en la formación del cuerpo humano a partir de la materia inorgánica (Card. E. Ruffini, La teoria dell'evoluzione). En realidad, el antropomorfismo es una metáfora: expresa algo que se infiere de los términos empleados. Cuando la Biblia habla del brazo de Dios, p. ej., todos entienden que se refiere a su omnipotencia.

Aquí la idea que se expresa es la siguiente: Dios creó el cuerpo y el alma del hombre.

Creación de la nada. El hagiógrafo se sirve de la metáfora susodicha para poner de relieve el elemento doble que se halla presente en el hombre: el cuerpo que se deshace (“eres polvo -dirá Yavé- y en polvo te convertirás”) en el suelo “del que fuiste tomado” (Gen 3, 19), y el soplo divino que da la vida, soplo divino que vuelve a Dios, que perdura más allá de la tumba.

Si se excluye la intervención especial, directa, de Dios para la formación del cuerpo, el antropomorfismo no expresa nada. Las mismas observaciones valen para la formación particular, directa, del cuerpo de Eva a partir de algo tomado del costado de Adán. Fue por eso por lo que el concilio de Colonia (1860), que fue aprobado por la Santa Sede, condenó la opinión de los que abandonaban el cuerpo de Adán a la pura evolución natural hasta el punto adecuado para la infusión del alma.

Y la Comisión Bíblica, por su parte, sancionaba lo siguiente el 30 de junio de 1909 (Enchiridion Biblicum, n. 338): «no puede ponerse en duda el sentido histórico-literal de los tres primeros capítulos del Génesis cuando se trate de los hechos que tocan a los fundamentos de la religión cristiana, entre los cuales figuran la creación particular del hombre y la formación de la primera mujer a partir del primer hombre»,  con lo cual condenaba la evolución mitigada que había sido adoptada entretanto por algunos autores católicos (S. G. Mivart en 1871 , M. D. Leroy en 1891, Zahm en 1896).

[...] Desde el punto de vista científico, el evolucionismo sigue siendo una mera hipótesis de estudio e investigación (cf. Lecomte de Nouy; el prof. Cotronei, Trattato di Zoologia e Biologia (Roma, 1949), al paso que las modernas investigaciones sobre el hombre fósil condenan el esquema que los evolucionistas habían fijado (cf. S. Sergi, en Biasutti, Razze e popoli della terra, Turín, 1941, pp. 127 ss.): simio, sinántropo (en el pleistoceno inferior); Hombre de L. N. (en el pleistoceno medio); Homo sapiens (en el pleistoceno superior o más tarde, en conexión con las razas humanas actuales).

En efecto, restos de hombres, tipo Sapiens, anteriores al Neanderthal se hallaron en Swanscombe (Inglaterra), en Keilor (localidad de Melbourne, Australia), en Crimea, en Kanam y Olirgesailie (África Oriental), en Olmo y Quinzano (Italia), y recientemente (1947) en Fontéchevade (Francia); por no hablar del Homo sapiens de Piltdown en Inglaterra (1912), que probablemente sea, junto con Kanam, el hallazgo fósil humano más antiguo, con lo que se verifica así la hipótesis de una transformación regresiva en la especie humana» (E. Ruffini, L’Osservatore Romano, ed. italiana, 3 de junio de 1950).

El texto sagrado enseña claramente el monogenismo: toda la humanidad desciende de Adán y Eva por vía de generación: Gen 2, 7-30; 4, 20; la verdad revelada del pecado original se vincula a tal hecho (Gen 3; Rom 5, 12-21); lo recuerda expresamente la encíclica Humani Generis (M. Flick, en Gregorianum n.28, 1947 §§555-63; F. Ceuppens, en Angelicum n.24, 1947 §§20-32). El poligenismo es contrario a la fe (Enchiridion Biblicum, nº 617).

(3) Sobre la posible implicación de Teilhard de Chardin en el fraude de Piltdown, véase Guy van Esbroeck, Pleine lumiére sur l'imposture de Piltdown, París, Les Éditions du Cèdre, 1973, así como M. Bowden, Los Hombres-simios/ ¿Realidad o ficción?, Terrassa (Barcelona): Clie, 1984. En este último libro pueden verse pruebas sobre el escamoteo de fósiles del “hombre de Pekín” en el que, al parecer, estuvo implicado Teilhard de Chardin (10 esqueletos desaparecidos en 13 días misteriosamente) y sobre otros fraudes, científicos (uno de los más sonados fue, sin duda, el de Haeckel, que no vaciló en falsificar ilustraciones de embriones humanos para así “demostrar” una ley que se había sacado de la manga, según la cual “la ontogenia recapitula a la filogenia” (que se presentó durante mucho tiempo como una prueba de la evolución).

(4) Nótese lo absurdo de esta explicación: no existen teorías científicas, pues una teoría es algo metacientífico; más aún: toda teoría falsea la realidad, pues enlaza unos hechos y datos independientes entre sí; esto es: la teoría no descubre una relación o un lazo entre hechos o datos, pues no existe tal cosa (los hechos y los datos son independientes entre sí), sino que es la propia teoría la autora de tal relación o lazo, es la teoría la que vuelve interdependientes unas realidades perfectamente desvinculadas entre ellas. Dicho con otras palabras: las leyes de la naturaleza no existen, sino que son creadas por las teorías.

(5) Las pruebas en que se basa el evolucionismo son sólo indicios, o sea, no son pruebas en el sentido fuerte del vocablo, tal y como reconocen sus mismos partidarios; pero, al decir de éstos, la interpretación evolucionista y sólo ella es la que encaja con los hechos, con todos los hechos, por lo que lo científico es aceptarla.

A esto pueden hacerse dos objeciones:

a) No es cierto que el evolucionismo sea una interpretación que encaje con los hechos, pues las discontinuidades del registro fósil refutan la hipótesis evolucionista; en efecto, Darwin había predicho que el numero de formas de transición entre las especies era mucho mayor que el número de éstas, por lo que el registro fósil sería abundantísimo en restos de formas intermedias. Pero, por desgracia para la mitología evolucionista, los fósiles de formas intermedias siguen sin aparecer por ningún lado bastante más de un siglo después de que Darwin y Wallace formularan su hipótesis.

b) El evolucionismo supone que la vida apareció espontáneamente, fruto del azar, a partir de materia inerte, hace millones de años: «De acuerdo con nuestros conocimientos actuales, la vida comenzó hace unos 3.500 millones de años, cerca de mil millones de años después de la formación de la tierra [...] Comenzó en los océanos, cuando un conjunto de ingredientes atmosféricos se vio sometido a altas temperaturas y a los rayos, produciendo los precursores de los aminoácidos. Los aminoácidos, que son los elementos componentes de las proteínas, se acumularon en los océanos. En este ‘caldo orgánico’, combinaciones de aminoácidos y otros materiales orgánicos formaron moléculas complejas. El paso más importante de la evolución fue la formación de cierta molécula que podía autorreplicarse [...]

Una vez que el material podía replicarse, la vida estaba lista para comenzar su singladura» (Robert Plomin, J., C. DeFries y G. E. McClearn, Genética de la conducta, Madrid: Alianza Editorial, 1984, pp. 55-56).

Pero la generación espontánea de la vida no es de recibo en Biología después de los trabajos de Louis Pasteur, quien demostró experimentalmente que, por vía natural, la generación de la vida a partir de la materia inerte es imposible.

(6) A pesar de reconocer las discontinuidades presentes, los evolucionistas sostienen que dichas discontinuidades no prueban nada porque «[...] el registro de fósiles es muy incompleto y hemos de aceptar que numerosísimas especies y aun grupos enteros de organismos desaparecieron sin dejar rastro» (Diether Sperlich). Las razones que aducen en sostén de esta aseveración son las mismas que alegó Darwin en los capítulos VI y X de su obra El origen de las especies.

No obstante, el biólogo Douglas Dewar desarrolló en 1947 un método para medir el grado de representatividad del registro fósil. Gracias a dicho método pudo comprobarse que «el registro fósil, contrariamente a las afirmaciones de los evolucionistas, está lo suficientemente completo, y que si hubieran existido formas de transición, éstas deberían ya haberse hallado» (Santiago Escuain, “Las discontinuidades del registro fósil”. En Oree T. Gish y otros, Creación, Evolución y el registro fósil, Terrassa (Barcelona): Clie, 1988, pp. 91-99.

En conclusión, el registro fósil no sólo no brinda datos en sostén de la mitología evolucionista, sino que la refuta.

(7) La posición del evolucionismo teísta no es cómoda: por un lado, el evolucionismo que propugnan los teístas es contrario a las fuentes de la Revelación, y, por el otro, se opone asimismo al darwinismo, como que pugna con el materialismo metódico de éste y con su interpretación de la evolución en función del azar; se trata, pues, de una posición rechazada por las dos partes en conflicto, los creacionistas y los neodarwinistas.

Por último, interesa consignar que la teoría de la evolución no era una novedad cuando Darwin y Wallace la formularon, pues el primero que habló de una evolución biológica que lleva de los peces al hombre fue el filósofo griego Anaximandro, discípulo Tales de Mileto (nació en el 610 a. de C., según Hipólito, obispo de Roma).

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PROPAGANDA DEL PROTESTANTISMO BAJO EL “PATROCINIO” DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Recibimos y apostillamos:

«Estimados amigos de sì sì no no:

También yo, como otros muchos católicos, me hice lector de Famiglia Cristiana, a título provisional, para poder adquirir los tomitos de la Storia del Cristianesimo que se le adjuntan. Pero veo con gran desilusión que el volumen décimo, que se consagra por entero a las “iglesias de la Reforma”, está enteramente redactado en clave protestante, es decir, desde su punto de vista, como se infiere, por lo demás, de los nombres de los autores de los capítulos, que remito adjuntos. Famiglia Cristiana dispensa así a los protestantes el gran favor de propagar, en gran escala, la doctrina de los “hermanos separados”, con el riesgo consiguiente -fundado, por desgracia- de que, en estos tiempos de falso irenismo, muchos católicos legos en la materia (¡y son tantos!), fiándose de la fuente, se convenzan de que una “confesión” vale tanto como la otra...».

Carta firmada

APOSTILLA

A decir verdad, huelga echar un vistazo a los autores de los capítulos: basta una mirada al “trío” que compone la “dirección de la obra” (Angelo Scola, Bruno Forte y Andrea Riccardi), además de leer el nombre del encargado de la edición del volumen décimo, Elio Guerriero.

¿Acaso podía venir algo bueno de estos cultivadores y divulgadores de la “neoteología” (neomodernismo)? Lo peor, sin embargo, es que esta Storia del Cristianesimo se presenta bajo el “patrocinio del Proyecto Cultural de la CEI”, es decir, de la Conferencia Episcopal Italiana. ¡Pobres católicos, entre los dientes de lobos disfrazados de “pastores”!

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EL BELÉN QUE ESCANDALIZA Y EL “TEÓLOGO” QUE LO DEFIENDE

Un lector nos escribe lo siguiente:

«Estimados amigos de sì sì no no:

Como publicaron los periódicos del 25 de noviembre pasado [2005], los artesanos beleneros de la famosa calle San Gregorio Armeno, de Nápoles (la calle de los pastores), no contentos con haber ideado desde hace años figuritas de terracota que representan a políticos, actores y personajes ajenos al ámbito del belén cristiano, ahora han colocado en él una mujer desnuda. Pero lo peor es que los defiende el teólogo napolitano don Gennaro Matino, párroco, publicista y autor de varias obras “progresistas”, el cual, con una exégesis enteramente personal, cita hasta la conocida sentencia de Jesús: ‘En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de Dios’ (Mt. 21, 31 ss.).

Agrego una apostilla que no carece de significado: Matino es el que relevó a Bruno Forte como colaborador del diario I1 Mattino cuando a Forte lo consagraron obispo».

Carta firmada

El Corriere del Mezzogiorno presenta a Matino como un «teólogo de cultura refinada» (25-XI-2005). Tan “refinada” que, a decir verdad, ni siquiera se la ve. En efecto, dice lo siguiente: «Sin la explicación de los artistas [o sea, los artesanos autores del belén] habríamos hablado de ofensa a la sacralidad del belén; mas las razones aducidas despejan toda sospecha». Pero, nos preguntamos, ¿qué es lo que vieron los fieles de las dos iglesias en que se expuso el belén (San Severo al Pendino, de Nápoles, y San Giacomo in Augusta, de Roma): el belén con las mujeres desnudas, los “afeminados”, etc., y, por consiguiente, la “ofensa a la sacralidad del belén”, o verán las “razones” y las “explicaciones” de los “artistas”? Unas explicaciones que, por lo demás, no valen un comino: “es más escandaloso” poner a políticos y cantantes en el belén –dicen (pero ¿desde cuando lo más grave exculpa a lo menos?) que un desnudo femenino, porque «estas escenas pertenecen a la realidad» (Corriere della Sera, 25 de noviembre del 2005). ¿Pues qué?, preguntamos, ¿acaso los políticos y los cantantes pertenecen a la irrealidad?

«Así pues, ¿van bien en el nuevo belén las mujeres en cueros, los afeminados y los camorristas?», insiste el periodista. Y Matino responde: «Me gustaría antes recordarme a mí mismo [un poco de humildad no le hace daño a nadie] que Jesús dijo que las prostitutas y los publicanos nos precederán en el reino de los cielos».

¡Más despacio! volvamos a colocar la frase de Jesús en su contexto, del cual la sacó Mattino.

Era la mañana del martes santo y Jesús estaba enseñando en el templo, del cual había echado a los vendedores. Sus enemigos cayeron sobre él: «¿Con qué poder haces tales cosas? ¿Quién te ha dado tal poder? Respondió Jesús y les dijo: Voy a haceros también yo una pregunta, y si me contestáis, os diré con qué poder hago tales cosas. El bautismo de Juan, ¿de dónde procedía? ¿Del cielo o de los hombres?». Los adversarios, desconcertados, guardaron silencio: «Ellos comenzaron a pensar entre sí: Si decimos que del cielo, nos dirá: ¿Pues por qué no habéis creído en él? Si decimos que de los hombres, tememos a la muchedumbre, pues todos tienen a Juan por profeta». Para salir del apuro contestaron: «No sabemos. Y Jesús les dijo a su vez: Pues tampoco os digo yo con qué poder hago estas cosas» (Mt. 21, 23-27).

Jesús no se sustrajo a la pregunta. Les había respondido cien veces sobre el asunto en cuestión, y a pique estuvo de morir lapidado por ello. Mas no hay peor sordo que el que no quiere oír: no quisieron aceptar su testimonio, igual que no aceptaron el de San Juan Bautista sobre Él. Jesús, entonces, les puso delante su doblez y culpabilidad con la breve parábola de los dos hijos, el mayor de los cuales le dijo «no quiero» a su padre cuando le mandó que fuera a trabajar a la viña, pero «después se arrepintió y fue»; el segundo, en cambio, le respondió: «Voy, señor; pero no fue». «¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?», les preguntó Jesús. «El primero», le contestaron sus enemigos, que aún no comprendían bien a dónde quería ir a parar. Y se lo explicó: «En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por el camino de la justicia, y no habéis creído en él [¡aquí está el busilis!], mientras que los publicanos y las meretrices creyeron en él. Pero vosotros, aun viendo esto, no os habéis al fin arrepentido, creyendo en él» (Mt. 21, 28-32).

Así, pues, los publicanos y las meretrices de que hablaba Jesús no eran ya ni publicanos ni meretrices, sino pecadores que trocaron su “no quiero” a Dios en “voy, señor”, como el primer hijo, al creer a Juan y hacer penitencia por sus pecados; y por esto, por ser pecadores arrepentidos y penitentes, no por el mero hecho de ser publicanos y meretrices (mejor dicho: no por el mero hecho de haberlo sido), es por lo que precedían a los fariseos, quienes aparentaban con hipocresía que le decían a Dios “voy, señor” cuando en realidad le habían respondido “no quiero” al rechazar, primero, el testimonio de Juan, que Dios había acreditado, y, luego, a Nuestro Señor Jesucristo, bien que el Padre había puesto su “sello” en Él con milagros que ningún otro hizo jamás. Y esta negativa que le habían dado a Dios los arrastró hasta el deicidio, que Jesús les profetizó, a sólo tres días de distancia de su ejecución, valiéndose de la parábola siguiente, la de los “viñadores homicidas” (Mt. 21, 33-46).

Se trata de textos evangélicos transparentes, que no necesitan exégesis (salvo para ser tergiversados), pero cuyo significado obvio parece haberse perdido en el mare magnum de la “cultura refinada” de Matino. Éste añade que quien se escandaliza del belén de marras muestra que no ha entendido «a dónde vino Cristo a encarnarse». ¡Oh, no! Vemos hoy demasiado mal en derredor nuestro así como en nosotros para que sea menester colocar en el belén a mujeres en cueros y pervertidos sexuales con objeto de que comprendamos «a dónde vino Cristo a encarnarse». Para lo único que sirve esta “novedad” es para escandalizar a la gente sencilla y a la instruida, que muestra tener, una vez más, más sentido común, humano y cristiano, que sus “pastores”

actuales. El belén tradicional se atiene al evangelio al poblar el paisaje de gente sencilla (no de pervertidos), y recuerda no “a dónde vino Cristo a encarnarse”, sino cuáles son las condiciones que se requieren para gozar de los frutos de su venida: volverse humilde y sencillo de corazón, justo como las “meretrices” y los “pecadores” que creyeron a Juan e hicieron penitencia. Pero ¿comprenden todavía estas verdades elementales del cristianismo los “neoteólogos”, que se las echan todos de poseedores de una “cultura refinada” y que quieren mandarnos a todos al paraíso a la fuerza: a los que quieren y a los que no, demonios inclusive?

Hirpinus

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