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sisinono

Enero 2006

UN HOMENAJE INVOLUNTARIO A LA TRADICIÓN: LA PRETENDIDA CONTINUIDAD ENTRE EL “VIEJO” Y EL “NUEVO” RUMBO ECLESIAL

Un lector nos escribe:

«Rvdo. Sr. Director:

Leo su revista con interés y reconocimiento cada vez mayores, y saco de ella luz y aliento para seguir adelante en esta ‘noche’ tan oscura.

Me gustaría muchísimo un comentario suyo sobre lo que los ambientes denominados ‘conservado­res’ o ‘moderados’ saludaron como un acontecimiento memorable, es decir, la publicación por la editorial Ares del libro de Luigi Negri: Pio IX - Attualitá e Profezia. Se dijo lo siguiente al respecto en varios círculos, sobre todo en los más críticos con el, por así llamarlo, rumbo postconciliar: ‘¡Por fin un texto que hace evidente la continuidad sustancial entre el pontificado de Pío IX y el de Juan Pablo II, entre el Sílabo y la Dominus Iesus!’.

Creo que la operación, más allá de la buena fe del autor, es sólo un espejuelo para cazar alondras, y esconde un grave peligro para todos los ‘perplejos’, muchos de los cuales creerán, llevados de su ingenuidad, en la continuidad que así se finge. Pero espero un comentario suyo que aclare cómo están las cosas en realidad...».

Carta firmada

Una tentativa desesperada

No hemos leído el libro sobre el que nuestro suscriptor nos llama la atención, pero leímos otro que intenta lograr la misma cuadratura del círculo, esto es, hallar una continuidad allí donde la ruptura da en los ojos.

Pensamos que conocemos lo bastante a Pío IX y el nuevo rumbo eclesial para poder dar por seguro que los autores de esta desesperada tentativa no podrán demostrar jamás que los principios inspiradores del nuevo rumbo eclesial son conciliables con los principios católicos tradicionales, de los cuales fueron campeones y defensores incansables Pío IX primero, y todos los romanos pontífices después, hasta el concilio Vaticano II exclusive.

En cuanto a nosotros, como no podemos escribir un libro, nos detendremos en algunos puntos fundamentales, suficientes para probar la “curva en U” que trazó el concilio (la expresión no es nuestra, sino de un “conciliar”, el padre Sesboüe, S. I.).

Pío IX y le liberalismo político

Pío IX fue un enemigo incansable del “liberalismo político” y, en particular, del “liberalismo” que daba entonces los primeros pasos y que celebró en nuestros días su triunfo en el Concilio y lo sigue celebrando en el postconcilio.

Reconoció en el liberalismo político, que propugnaba la separación de la Iglesia y el Estado la pretensión de dar vida a una “civilización” sin Dios, no fundada ya en el derecho divino na­tural y positivo, sino en la libertad para el error y el mal (excepción hecha tan sólo de las más ineludibles exigencias del orden público); quienes quieren al Estado separado de la Iglesia -dijo- «abren el camino a la separación del orden natural y el sobrenatural, y preparan así la ruina de las costumbres de los pueblos y de todos los estamentos sociales» Alocución Consisto­rial del 9 de diciembre de 1854), porque «una vez quitada la religión de la sociedad civil y repudiada la doctrina y la autoridad de la divina revelación, se ofusca y se pierde también el concepto de justicia y de derecho natural, que tiene el mismo origen que aquéllas» (Alocución Consistorial del 11 de diciembre de 1862).

Lo que se está consumando en nuestros días, diríamos con el cardenal Siri, le da toda la razón  a Pío IX (carta a Monseñor Piolanti de adhesión a la Asociación de Promotores de la causa de Pío IX); ¡tan incapaz se muestra el hombre, sin la gracia de Dios, hasta de respetar el orden ins­crito en la naturaleza y, por ende, de vivir como hombre!

Por eso Pío IX se mostró incansable y firme en recordar a los soberanos de su tiempo los deberes que tenían para con Dios y el bien común de sus pueblos, y señaló en la separación de la Iglesia y el Estado la causa de todos los males que afligirían cada vez más a la sociedad y aca­barían derrocando de los tronos a los propios reyes.

¿Puede pensar nuestro suscriptor que Pío IX aprobaría el texto conciliar Dignitatis Humanae, que pretende, en nombre de la conciencia subjetiva, que los Estados, los católicos inclusi­ve, aprueben que se profesen públicamente las religiones falsas, y les reconoce a los que yerran el “derecho” a propagar sus errores, excepción hecha tan sólo de las más ineludibles exigencias de orden público?

Pío IX y el “catolicismo liberal”

Pío IX ve también con claridad en el “catolicismo liberal”, que quería oficiar de mediador en­tre la Iglesia y la sociedad moderna” (léase: liberal) y se oponía por eso a toda definición dogmática y a toda prescripción disciplinar que contrariase al “espíritu de los tiempos”, ve en el “catolicismo liberal”, decíamos, al enemigo interno de la Iglesia, al que temía más que a los “demonios” de la comuna de Paris. No vaciló en llamar por su nombre a las “razones” de los sedi­centes “católicos liberales”: «temor de sufrir los reproches de la que hoy llaman opinión públi­ca» y «amor a la popularidad y a los aplausos» (Discurso del 24 de mayo de 1 870).

Pío IX se percató de que los “católicos liberales” estaban dividiendo profundamente al mundo católico: «ellos -dijo- son mucho más peligrosos y más funestos que los enemigos declarados [...] porque, retrayéndose de profesar ciertas opiniones reprobadas, aparentan probidad y pureza doctrinal, las cuales fascinan a los imprudentes amadores de la conciliación y engañan a los ho­nestos, que se opondrían al error declarado, y así dividen los ánimos, desgarran la unidad y enervan aquellas fuerzas que se deberían oponer unidas a los adversarios» (Per tristissima, 6 de marzo de 1873).

A Pío IX no le pasó inadvertido que los propios cardenales no se hallaban exentos del todo del “veneno pernicioso” del liberalismo (cardenal Pie); de ahí que les recordara lo siguiente, al res­ponder a las norabuenas del colegio cardenalicio con motivo de su 25º año de pontificado: «A vo­sotros y a mí Dios nos constituyó centinelas para velar día y noche por la seguridad de Sión [...] queremos decir de la Iglesia», pero «hay centinelas que creen, aduciendo vanos y especio­sos pretextos, que pueden acercarse al mundo y mostrarle que le aman [...] Los que desean ten­derle una mano amiga a este mundo, para establecer convenios con él, olvidan lo que el Apóstol San Juan nos dice claramente, a saber, que el mundo no conoce a Jesucristo [...] Y si el mundo no conoce a Jesucristo, o finge no conocerlo, ¿cómo es posible rendirle pleito homenaje y buscar sus favores?» (Discurso del 17 de junio de 1870).

¿Piensa nuestro suscriptor que Pío IX habría aprobado la “apertura al mundo” que quiso Juan XXIII? ¿Piensa que habría pronunciado alguna vez el discurso de apertura del Vaticano II, en el que el Papa Roncalli reprobó la lucha contra el liberalismo de todos sus predecesores? Se dis­tanció en dicho discurso (Gaudet Mater Ecclesia) de los «profetas de calamidades» que «no ven otra cosa que prevaricación y ruina en los tiempos modernos», y que no se percatan de que «es preciso reconocer los arcanos designios de la providencia divina en el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un nuevo orden de relaciones humanas»; exaltó, pues, como francamente ventajosa la separación de la Iglesia y el Estado, cosa que habían condenado sus predece­sores.

La “peor injuria” a la revelación divina

Con este discurso de apertura quedaba ya trazado el camino que iba a seguir el concilio: el del liberalismo político y del denominado “liberalismo católico”, que Pío IX había combatido y que acariciaba el propósito ni más ni menos que de conciliar la Iglesia con el “nuevo orden de cosas”, aunque éste se moviera en la línea del «alejamiento de un orden cristiano del mundo», según había advertido, en tiempos de Pío IX, incluso un anglicano como Benjamin Disraeli, famoso político inglés (Cf. si si no no del 15 de abril y 30 de abril del 2001: El Pontificado de Pío IX. Una Luz para nuestros Tiempos] ).

He aquí, en efecto, lo que pensaba Pío IX de los Estados aconfesionales (o pluriconfesiona­les), que el Vaticano II propugnó años adelante: «La igualdad de los derechos y de las confesio­nes religiosas [...] si se la quiere entender en el sentido de reconocer todas las religiones y tratarlas de mismo modo, infiere la peor injuria

que pueda hacerse jamás a la religión católica, única verdadera, fuera de la cual no hay salvación, y encierra el absurdo de revolver la verdad con el error, la luz con las tinieblas, con lo que pone por obra el monstruoso y fatídico prin­cipio del indiferentismo religioso, el cual [...] conduce necesariamente al ateísmo» (Carta al Emperador Francisco José del 19 de febrero del 1864).

¿Piensa nuestro suscriptor que Pío IX habría aprobado la Dignitatis Humane y la consiguiente liquidación de los últimos Estados católicos, entre los cuales se contaba Italia?

Pío IX y el ecumenismo

Pío IX escribió lo que sigue, al anunciar a todos los protestantes y acatólicos la convocato­ria del concilio Vaticano Iº: «Y en verdad, nadie puede negar ni poner en duda que Cristo, para aplicar a todas las generaciones humanas los frutos de su redención, estableció en la tierra sobre Pedro una sola y única Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica, y que le dio todo el poder necesario para que el depósito de la fe se conservara íntegro e inmaculado, y para que esta misma fe se comunicara a todos los pueblos, gentes y naciones [...] Empero, el que ahora considere y estudie atentamente la situación en que se encuentran las va­rias e incoherentes sociedades religiosas, separadas de la Iglesia católica [...] se convencerá fácilmente de que ninguna otra sociedad particular, ni todas juntas reunidas, constituyen ni son en manera alguna esta Iglesia una y universal que Cristo Nuestro señor estableció, constituyó y quiso que existiera, y de que ninguna de ellas puede considerarse tampoco como miembro o parte de esta misma Iglesia, pues que están visiblemente separadas de la unidad católica [...] Aprovechen, pues, todos los que no poseen la unidad y la verdad de la Iglesia católica, la ocasión de este Concilio, en que la misma Iglesia Católica, a la cual pertenecían vuestros padres, da una nueva prueba de su estrecha unidad y de su invencible vitalidad; y satisfaciendo las necesi­dades de su corazón, esfuércense por salir de ese estado, en el cual no pueden estar seguros de su propia salvación» (Iam vos omnes, 13 de septiembre de 1868).

El doctor Cumming, de Escocia, hizo preguntar si los disidentes podían presentar sus argumentos en el concilio. Pío IX respondió que «la Iglesia no puede permitir que se vuelvan a debatir errores que ya fueron cuidadosamente examinados, juzgados y condenados» y señaló en el Primado «el quid de la cuestión debatida entre los católicos y los protestantes; de tal disen­sión -dijo- fluyen como de su fuente todos los errores de los acatólicos» (Per ephemerides acce­pimus, dirigida a Monseñor Manning, 4 de septiembre de 1869).

¿Piensa nuestro suscriptor que Pío IX habría aprobado el diálogo ecuménico que puso en marcha el decreto Unitatis redintegratio, así como el diálogo interreligioso que empezó la declaración Nostra Aetate? ¿Piensa que habría aprobado el “malbaratamiento” ecuménico del Primado que se viene proyectando en las altas esferas desde hace algunos años?

Admisiones calificadas

Mas ¿por qué seguir documentando la ruptura? Ésta la admiten muchos sostenedores del concilio. Además del testimonio que referimos antes, el del jesuita Sesboüe, quien habla de “curva en U”, tenemos también el del entonces cardenal Ratzinger en Les principes de la théologie catholique, ed. Tequi, 1985. Escribe Ratzinger que la Gaudium et Spes (a la que se considera cada vez más como el «verdadero testamento del concilio») «es una revisión del Sílabo de Pío IX, una especie de contra-Silabo» (pp. 426 ss.); y luego de recordar que el Sílabo “trazó una línea de separación” con respecto al liberalismo imperante en el siglo XIX, precisa que la Gaudium et Spes (y, por ende, el concilio, cuyo “testamento” es) «desempeña», por el contrario, «el papel de un contra-Sílabo en cuanto que constituye una tentativa ofi­cial de reconciliación de la Iglesia con el mundo cual había llegado a ser éste después de 1789» [año de la Revolución Francesa], es decir, con el «espíritu de los tiempos

modernos» (vide sì sì no no, 31 de enero de 1986, ed. italiana, pp. 1 ss.: Vaticano II: Rottura o continuitá?).

Queda probado así que mientras que Pío IX declaraba al liberalismo inconciliable con la doc­trina católica (el Sílabo es un texto doctrinal), con lo que le cerraba el paso -igual que hi­cieron su predecesor Gregorio XVI y sus sucesores los Romanos pontífices todos hasta el concilio exclusive-, el Vaticano II, en cambio, fue una “tentativa oficial de reconciliación” con el mismo liberalismo. Las ruinas que se van acumulando en el mundo católico desde hace mas de 40 años evidencian la magnitud de su fracaso.

Así y todo, los esfuerzos que se realizan para hallar una continuidad allí donde es patente la ruptura tienen un significado: son un homenaje involuntario a la Tradición, cuya memoria se reconoce que la Iglesia católica no ha perdido ni perderá jamás.


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NO TENEMOS EL MISMO DIOS: UNA PRUEBA SENCILLÍSIMA

Recibimos y respondemos

«Rvmo. Sr. Director:

Me agradaría sobremanera que alguno de los valerosísimos articulistas de sì sì no no se encargara de comentar, en uno de los próximos números de la revista, la toma de posición de Su Santidad Juan Pablo II, quien afirmó públicamente y de manera inequívoca que cristianos, judíos y moros adoran al mismo e idéntico Dios, aunque bajo nombres diferentes, razón por la cual deben sentir que también la religión los hermana y los hace iguales en todo. Dejando aparte por el momento la enormidad de tamaña afirmación, que me turbó sobre todo encarecimiento, hago y les hago a ustedes humildemente una pregunta: a juzgar por lo que nos dicen al pie la letra los libros sagrados de las tres principales religiones monoteístas, ¿de veras tienen algo en común el Dios Padre de los cristianos, el Yahvé de los hebreos y el Alá de los musulmanes, aparte el hecho de imponer los tres a sus creyentes este mandamiento fundamental: “Yo soy tu único Dios y no te está permitido adorar a ningún otro Dios fuera de mi”?

Le doy las gracias por anticipado y le presento mis más devotas salutaciones en Cristo».

Carta firmada

Considerando que “libros sagrados”, es decir, libros escritos bajo el influjo de la inspiración divina, lo son nada más que los custodiados por la Iglesia Católica (Antiguo y Nuevo Testamento), hay un modo sencillísimo, sin necesidad de molestarse en consultarlos, de conocer y mostrar que nosotros, los cristianos, no tenemos “el mismo Dios” que judíos (la actual, que no cree en Jesucristo) y musulmanes: invitar a un judío o a un sarraceno a recitar el acto fe que recita todo cristiano y con el cual profesa las dos verdades principales de la fe cristiana, indispensables para la salvación: “Dios mío, creo firmemente todo lo que revelasteis y la santa Iglesia nos propone. Y creo expresamente en vos, único y verdadero Dios en tres personas iguales y distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y creo en Jesucristo, Hijo de Dios, que se encarnó y murió por nosotros, el cual retribuirá a cada uno, según sus meritos, con la vida o la pena eterna. Quiero vivir siempre según esta fe. ¡Señor! aumentad mi fe.

Ningún judío o mahometano aceptará recitar este acto de fe, bien porque ninguno de ellos le reconoce autoridad alguna a la Iglesia, a la cual encomendó el Verbo encarnado la custodia y explicación infalible del “deposito de la fe”, ya porque el primero rechaza como una herejía, y el segundo como una “blasfemia” (cf. Alcorán, azora 1, aleya 110), que Dios, siendo uno en naturaleza, sea también trino en personas, y que Jesucristo sea el Hijo de Dios verdadero (los musulmanes enseñan también, por añadidura, que no fue crucificado en realidad).

Está claro que, al no poder recitar el mismo acto de fe, cristianos, moros y judíos no tienen el mismo Dios ni la misma fe. La astucia ecuménica, que no engaña a nadie (excepto a algunos pobres cristianos), estriba en oscurecer las dos verdades principales de la fe cristiana, como si fuesen marginales y no necesarias para la salvación, limitándose a destacar la unidad de naturaleza en Dios, que es el único punto común a las tres religiones “monoteístas”.

Pero, si bien se mira, los cristianos tampoco tenemos el mismo “monoteísmo” que el judaísmo y el Islam, porque mientras el monoteísmo de éstos afirma que Dios es uno en naturaleza y uno también en cuanto a la persona, el monoteísmo cristiano, en cambio, lo confiesa uno en naturaleza y trino en personas.

Así que no nos dejemos engañar. Es tiempo de fe (casi heroica) y de fidelidad. Y tampoco es menester escrutar los libros sagrados (los verdaderos, se entiende) para permanecer fieles; basta el catecismo de San Pío X, que resume exacta y límpidamente la fe constante de la Iglesia, que se funda solidamente en los libros sagrados, además de en la tradición.

De todos modos, remitimos, para un tratamiento más amplio, a sì sì no no, 15 de octubre de 1990, pp. 1 y ss.; 28 de febrero de 1991, pp. 1 y ss., y 15 de junio de 1991, pp. 1 ss.

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EL PECADO ORIGINAL Y LA MISERICORDIA DE DIOS

Un lector nos escribe:

«Estimado director,

En su número de abril de 2004, a propósito de la Teología de Juan Pablo II, usted dice que este Papa ha eclipsado el dogma del pecado original. He de reconocer que, personalmente, nunca alcancé a comprender por qué Dios, a causa del pecado de nuestros primeros padres, ha castigado a sus hijos y a sus millones de descendientes. Pongamos un ejemplo: si en un país un hombre comete un crimen, asesinando a otro,¿condenará el juez, en consecuencia, a sus hijos a trabajos forzados a perpetuidad? ¿Es, por tanto, concebible, creíble, que el Soberano Juez haya tenido la idea de condenar a los millones de descendientes de Adán y Eva, castigándoles por el pecado de sus padres? ¿Es posible pensar que los jueces de este mundo sean más sabios que el Juez Supremo del Universo?».

Carta firmada

Estimado amigo,

Le respondemos encantados rogándole nos excuse por el retraso debido, como siempre, a razones de tiempo y de espacio.

Recordemos, en primer lugar, que el dogma del pecado original fue definido, por el Magisterio infalible de la Iglesia, de la siguiente manera:

«Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea anatema” (Concilio de Trento, sesión 5, canon 2).

La Iglesia, mediante una sentencia infalible, ha afirmado que la doctrina sobre el pecado original es una verdad revelada por Dios, contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición, y, en consecuencia, todo católico, si quiere seguir siéndolo, debe aceptarla – la comprenda o no – bajo la Palabra de Dios quien no puede engañarse ni engañarnos. Se trata del mérito de la fe.

De todos modos, la Iglesia no condena – la teología está ahí para demostrarlo – a aquellos que buscan penetrar lo más posible en el contenido del dogma, siempre que está búsqueda permanezca  fides quaerens intellectum, una fe que busca comprender; es decir, búsqueda de un espíritu que no suspende la adhesión de fe sino que continúa a creer, incluso “sin ver” (Jn 20, 29), que permanece decidido a creer bajo la sola palabra de Dios, propuesta por la Iglesia, también si él no llegara jamás a “comprenderla”.

Esto dicho, volvamos a su ejemplo.

Usted nos escribe:si en un país un hombre comete un crimen...,¿va el juez a condenar por ello a sus hijos a trabajos forzosos a perpetuidad?” Por supuesto que no. Sería, efectivamente, una injusticia el imputar a los hijos el pecado de su padre, como si se tratase de una falta personal. Pero si un hombre se juega sus bienes, nadie, en ningún país del mundo, clamará como injusticia el hecho de que sus hijos no hereden nada o hereden las deudas de su padre, consecuencia dolorosa de la falta personal de éste último. Aún más: si un rey promete a un sujeto un don (cualquier cosa que no le es debida), don que puede transmitir a sus hijos, a condición de realizar un acto personal de valor o de fidelidad; si el sujeto no cumple la condición impuesta, comportándose como un felón, nadie, en ningún país del mundo, acusaría al rey de injusticia si los descendientes de aquel hombre no heredasen el don y debiesen, consecuencia dolorosa de la falta paterna, ganar el pan con el sudor de su frente viviendo penosamente.

Este es, exactamente, el caso del “pecado original”.

Dios había prometido a Adán, no en tanto que individuo sino como cabeza del género humano, un don sobrenatural (que no le era, por tanto, debido), don que podía transmitir a sus descendientes: la visión de Dios cara a cara (a pesar de que el hombre, por naturaleza, no puede conocer a Dios más que a través de las cosas creadas); para ello había dotado a Adán con la Gracia, que le permitía alcanzar ese fin sobrenatural, además de los dones preternaturales (ciencia infusa, dominio de las pasiones, inmortalidad), los cuales, perfeccionando la naturaleza humana, la vuelven más apta para recibir y usar del don de la Gracia. Pero la promesa de Dios estaba condicionada a la victoria de Adán en la prueba ante la que, finalmente, sucumbió cometiendo el primer pecado. Sucumbió no solamente en tanto que individuo sino también como cabeza del género humano, perdiendo, para él mismo y para sus descendientes, el derecho a la visión beatífica, el don sobrenatural de la gracia y los dones preternaturales. De este modo, Adán, que hubiera debido transmitir una naturaleza humana intacta y en estado de gracia, transmitió, por el contrario, una naturaleza corrompida por la concupiscencia y en estado de pecado.

Adán cometió, por tanto, el pecado original y nosotros lo hemos recibido en herencia. Ahora bien, si para Adán fue un auténtico pecado para nosotros, como enseña el concilio de Trento, se trata de un pecado en tanto que “muerte del alma”, es decir, pecado en sentido analógico (no unívoco) porque, analógicamente al pecado personal, nos priva de la Gracia y de nuestro destino sobrenatural ; precisamente por ello no es suficiente ser “generados”, sino que debemos ser «regenerados” en el Bautismo por virtud de la Sangre de Cristo. Además, de modo análogo al pecado personal, el pecado original comporta un desorden en nuestra voluntad y su alejamiento (aversio) de Dios, dado que nacemos privados de esta “justicia” o rectitud original que facilitaba a Adán la sumisión a Dios, al mismo tiempo que facilitaba la sumisión de las facultades inferiores a su razón. De ahí la lucha ( y el mérito) por reestablecer en nosotros la rectitud perdida en Adán.

La doctrina del pecado original puede parecernos un poco misteriosa – aunque si se reflexiona sobre los lazos de la generación carnal no lo será tanto por lo que concierne a la ley de la solidaridad que une a todo el género humano con el primer hombre, pero esta doctrina no puede, bajo ningún aspecto, ser acusada de “injusticia”.

Habría injusticia si el pecado de Adán fuese imputado a sus descendientes como falta personal, pero no es el caso. Prueba de ello es que los condenados están en el infierno a causa de sus pecados personales y no a causa del pecado original heredado de Adán. Los niños y los disminuidos síquicos (no responsables), que mueren con sólo el pecado original, no van al infierno sino el limbo, donde ellos gozan del conocimiento y del amor naturales de Dios (poco importa que la nueva teología se esfuerce en eliminar, al mismo tiempo que la distinción entre natural y sobrenatural, la doctrina católica sobre el  limbo...).

¡No!, el Juez Supremo del universo no se deja ganar en sabiduría y justicia por los jueces de este mundo, ni en bondad por nadie, sea quien sea. Dios, efectivamente, castigó la falta de nuestros primeros padres  mucho menos severamente de lo que ellos merecían. Eva confía más en el demonio que en Dios; Adán da prioridad a su mujer frente a Dios; los dos desobedecen tras la ambición de volverse semejantes a Dios y, a parte las acusaciones recíprocas, ni la más leve petición de perdón sale de sus labios (¡a pesar de no sufrir, como nosotros, el aguijón de la triple concupiscencia!). Sin embargo, Dios hace brillar en sus ojos la esperanza de la Redención que va a devolver a la criatura humana la Gracia y el Cielo. En cuanto a las otras consecuencias del pecado original: muerte, sufrimiento, desorden de la concupiscencia, cosas que Dios no había creado sino que entraron en el mundo «por la envidia del diablo» (Sab. 2, 24), Dios las ha transformado, misericordiosamente, en medio de expiación y de elevación (del mismo modo que se saca remedio del veneno de la víbora) y, aún más misericordiosamente, ha tomado sobre El, haciéndose hombre, “los pecados del mundo”, desde el pecado de Adán hasta los pecados personales del último de sus descendientes, para satisfacer la Justicia divina mediante Su sufrimiento, Su humillación y Su muerte, y enseñarnos, a los hijos de Adán, que después del pecado original el camino de la Cruz es el camino de la Vida.

Hirpinus

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UN LIBRO-ENTREVISTA DEL FRANCISCANO R. FALSINI

Ha aparecido recientemente en las librerías un libro-entrevista del padre Rinaldo Falsini (1). El franciscano cuenta en él los años de su formación, su “ingreso” en el movimiento litúrgico y la opinión que le merece el decreto conciliar relativo a la liturgia; añade multitud de expecta­tivas para el futuro. Se hallan en el libro una sarta de informaciones y reflexiones que será bueno tomar en consideración.

Parece particularmente oportuno detenerse en aquellos aspectos que ayudan, por un lado, a va­lorar el camino que ya ha recorrido la “reforma litúrgica”, y por el otro, a delinear los con­tornos de lo que “se cuece en el puchero” mientras se espera a que sea asimilado para ejecutarlo luego sin provocar demasiadas sacudidas, ni, por ende, reacciones nocivas para la estrategia progresista.

 

¿Continuidad o “viraje que hizo época”?

No bien se impuso desde “arriba” el nuevo rito de la misa cuando creó desorientación y descon­tento generales. El tan cacareado “pueblo de Dios” se encontró con que tenia que aceptar una re­forma que no había deseado nunca, digan lo que digan los liturgistas, quienes protestan lo hi­cieron todo por motivos “pastorales”, para liberar al oprimido pueblo cristiano de la tiranía del clericalismo y del rubricismo barroco; de ahí que los “reformadores” se hayan visto en la necesidad de fabricar un arsenal de razones en defensa de su postura contra las criticas de los denominados “tradicionalistas”. El tema central de estas apologías de la neomisa estriba en que, al decir de ellas, ninguna de las modificaciones aportadas al misal de San Pío V comportó rup­tura alguna con la misa tridentina, por lo cual la reforma no introdujo elementos contrarios a la lex credendi o dañinos de algún modo para ella (p. ej., se justifica la ampliación de la de­nominada liturgia de la palabra haciéndola pasar por un realce legitimo de un elemento ya pre­sente en el misal de San Pío V).

Sin embargo, los liturgistas más abiertamente progresistas dan pruebas de mayor coherencia. Reconocen que lo que nació con la reforma litúrgica fue algo nuevo, harto distinto de cuanto existía antes. Y lo afirman con competencia, porque saben perfectamente que la reforma que vio la luz en 1969 fue, en realidad, el fruto de un largo trabajo que se inició en la década de los veinte y maduró en el seno del llamado “movimiento litúrgico”; de ahí que Falsini pueda decir con razón: “Creo que muchos no han comprendido a fondo las líneas del concilio, su voluntad innovadora. No han comprendido que se trató realmente de un viraje que hizo época” (2). Veamos los considerandos de tamaña afirmación.

 

La orientación geocéntrica de la liturgia católica

En enero de 1945, en el primer número de la revista La Maison-Dieu, uno de los pioneros del movimiento litúrgico, el benedictino dom Lambert Beauduin, escribió un articulo programático que contenía ya todos los elementos necesarios para subvertir el sentido litúrgico católico; dicha subversión tomaba cuerpo con base en una eclesiologia errónea, pero, a pesar de ello, se granjeó al cabo de veinte años la aprobación de las autoridades eclesiásticas más altas.

En la perspectiva de los padres de la renovación litúrgica auténticamente católica, San Pío X y dom Prosper Guéranguer en particular, se yergue un elemento que delinea la fisonomía del culto católico: toda la acción litúrgica se orienta hacia la glorificación de Dios, hacia su adora­ción, y, por tanto, hacia el olvido de si. En consecuencia, la participación activa de los fie­les, que San Pío X fue el primero en invocar en el motu proprio “Entre las solicitudes” y que Pío XII invocó también en la Mediator Dei, se inserta sobre todo en esta dinámica del culto ca­tólico, toda orientada a Dios (una dinámica extática en cierto modo, en el sentido literal del vocablo = “salir de sí”). Se comprende así que, en la concepción católica de la misa, la finali­dad didáctica y parenética de la liturgia se subordine a dicho aspecto primario y que, cosa aún más importante, tome forma partiendo de la orientación susomentada. Las almas que se dejen plasmar por el espíritu litúrgico católico asumirán la actitud interior que Ntro. Señor caracterizó como la única acepta al Padre: la adoración en espíritu y verdad; penetrarán cada vez más y me­jor en la adoración permanente de la Iglesia a su esposo y orientarán a Dios toda su existencia, convirtiéndola en “un sacrificio que le es grato”.

Se viene a los ojos que esta concepción de la liturgia se enraíza en una eclesiologia eminen­temente vertical (como debe ser), es decir, en la perspectiva de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, donde lo más esencial para todo bautizado estriba en hallarse unido a la cabeza, Ntro. Sr. Jesucristo, y a la Stma. Trinidad en Él: sólo gracias a esta realidad profunda, cristo­céntrica y teocéntrica, es posible hablar también de la dimensión horizontal de la Iglesia (16).

 

La subversión del orden

Lo que se verificó con la reforma litúrgica fue, ante todo, la subversión del orden: se insistió tanto en la función didáctica de la liturgia, que se hizo de ella el fin primario. Basta echar un vistazo a la neomisa para darse cuenta de lo que decimos. No afirmamos que la dimensión vertical haya desaparecido de la misa nueva, sino que ha sido destronada por la pastoral, si se nos permite la expresión. Y cuando los fines se invierten, el resultado ya no es el mismo; de ahí que no sorprenda en absoluto que el franciscano Rinaldo Falsini, quien creció en la escuela teológico-litúrgica que condujo a la neomisa, llegue a afirmar cosas como la si­guiente: “Parecen estar todos escayolados durante la celebración; se carece a menudo de auténti­cas posibilidades expresivas, no hay ni un mínimo de espacio para ello (...). Los párrocos (...) han previsto en algunas iglesias un espacio para el conocimiento mutuo; a continuación, todo el mundo se reporta y se pasa al momento de la acción litúrgica. Pero todo eso se verifica en el mismo lugar, al cual no se le concibe como 'lugar sagrado', sino como 'domus ecclesiae'. Entrar en el 'lugar sagrado', en el 'lugar místico', no sirve para nada; antes bien, aliena” (17).

Antes de pensar que Falsini es un exagerado y que todo lo que dice no constituye sino un abuso de la verdadera reforma litúrgica, conviene hacer una pequeña reflexión de naturaleza filosófi­ca. Cuando un sujeto realiza una acción, no es posible que quiera dos fines primarios al mismo tiempo; uno de los dos tiende, por fuerza, a prevalecer sobre el otro y lo subordina. Demos un ejemplo concreto, muy actual por desgracia. La neoteología del Vaticano II condujo a la parifi­cación de los fines del matrimonio. No ya un fin primario (procreativo) y otro secundario (uni­tivo), sino dos fines primarios ambos, según se dice. Tamaño planteamiento, que es, a la vez, un absurdo moral y una violación del orden establecido por Dios, ha llevado a una consecuencia pre­visible: la desnaturalización del matrimonio y, por ende, su crisis. Algo parecido sucedió en la liturgia. La atribución de un peso excesivo a la finalidad didáctica, en desmedro de la teocéntrica, causó un desorden que arruinó la naturaleza misma de la liturgia. El resultado de dicho desorden no tiene ya nada que ver, ni puede tenerlo, con la concepción católica de la liturgia; lo que resulta de ello es una realidad distinta. Pero entonces, una vez legitimado dicho paso, ¿cuál será el límite de este proceso? Si se nos responde positivisticamente que el limite lo constituyen “las decisiones de la autoridad”, entonces es obligado decir que ésta fue precisa­mente la estrategia que usó dom Beauduin in illo tempore y que condujo a la reforma litúrgica: “Será menester proceder jerárquicamente: no tomar iniciativas prácticas que vayan más allá de cuanto al presente se halle legítimamente concedido, sino más bien preparar el futuro infundien­do amor y deseo hacia las riquezas contenidas en la antigua liturgia (...). Hemos de proceder metódicamente, poniendo en circulación trabajos populares, aunque serios. Hemos de subrayar también los aspectos morales y prácticos, como la comunión frecuente, el ayuno eucarístico, los horarios de la misa: la Iglesia no teme cambiar su disciplina en bien de sus hijos”. En resumidas cuentas: la estrategia en cuestión consistía en crear gradualmente una nueva mentalidad para constreñir luego a la autoridad a tomar nota del cambio de situación que tenía a la vista, es decir, para obligarla a aceptar los hechos consumados.

Así que para valorar correctamente la reforma litúrgica es necesario darse cuenta de que no miró principalmente a la introducción de cambios puntuales, sino a la mudanza del orden de los fines, es decir, a un cambio mucho más profundo y radical, de consecuencias incalculables; de ahí que sea menester adquirir una visión sintética de la reforma litúrgica para que se revele el sentido de cada modificación particular, un sentido que declararon en varias ocasiones, sin demasiada ambigüedad, los precursores y artífices de la reforma de marras.

 

Se halla una concepción acatólica de la Iglesia en las raíces del “arqueologismo”

La Iglesia no deja de permanecer pura y sin mácula en si misma, a lo largo de los siglos, mer­ced a la asistencia del Espíritu Santo; del mismo modo, los dogmas que custodia y la liturgia que celebra se transmiten fielmente, sin variaciones, pero con un desarrollo homogéneo. Corola­rio de esta verdad es que no pueden darse saltos o “virajes memorables” en el curso de los si­glos.

Habría sido impensable, por consiguiente, además de inaceptable, tanto para dom Guéranger como para San Pío X, el “dogma” de todo protagonista de la revolución litúrgica. Dicho “dogma” lo etiquetó Pío XII con el nombre de “arqueologismo”. Consiste en una auténtica “manía”, como lo afirma la Mediator Dei, en una locura según la cual es necesario remontarse a los tiempos de la Iglesia primitiva para redescubrir el sentido verdaderamente cristiano de la liturgia: todo lo que vino después no fue, según parece, más que un alejamiento del espíritu litúrgico de los orí­genes, por no decir una auténtica traición;                                                                               de ahí que no se trate simplemente de amor a los orígenes de la Iglesia o de mera erudición. El vicio del arqueologismo es, una vez más, de na­turaleza eclesiológica. Dicho vicio asegura, en resumidas cuentas, que la Iglesia perdió duran­te siglos el auténtico sentido litúrgico, para recuperarlo sólo hoy gracias, como es obvio, al trabajo de los “liturgistas”. Hay páginas emblemáticas al respecto en el texto de Falsini, con­sagradas precisamente a la narración de su descubrimiento de los Padres de la Iglesia y a la pseudoconstatación de la distancia y divergencia que se dan entre el modo en que éstos entienden la liturgia y la manera en que lo hace el concilio de Trento, p. ej.

A caso la mayoría no se de cuenta de ello, pero el alma de la reforma litúrgica, lo que da forma cabalmente a todas las modificaciones introducidas en la liturgia tradicional es ni más ni menos que esta visión torcida de la Iglesia; es la presunta necesidad de tener que atravesar fa­tigosamente los siglos para poder hallar la fuente cristalina del espíritu litúrgico, una fuente cegada o inficionada con el correr del tiempo (a despecho de la infalibilidad de la Iglesia).

A causa de la gangrena constituida por el nuevo rito de la misa y de un conocimiento más exac­to de la verdadera dinámica de la reforma litúrgica, varias personas admiten que la modalidad y las intenciones de la reforma pugnan objetivamente con los principios católicos; pero, añaden a continuación, una cosa son las intenciones y otra el resultado. Ahora bien, preguntamos noso­tros, si el alma de la reforma litúrgica está viciada, según se ha visto, ¿cómo es posible que el resultado de su aplicación no esté contaminado por dicho vicio? Si, por un absurdo, se le uniese a un cuerpo un alma distinta de aquella con la que estuvo siempre unido, se seguiría manteniendo, ciertamente, la semejanza del primer hombre, pero habría cambiado la identidad pro­funda del individuo, que la da el alma precisamente; conque no tendríamos ya la primera persona, sino otra, total y esencialmente distinta de aquélla. Y así sucedió con la reforma litúrgica: se quiso mantener una estructura semejante a la de la liturgia tradicional para evitar oposiciones e impugnaciones, pero insertando un “espíritu” distinto, el cual se aleja tanto del católico, que da miedo.

 

El trastorno de las proporciones

Se ha visto que la mudanza del orden de los fines produjo una realidad distinta. Se ha visto asimismo que se da el mismo efecto cuando lo que se hiere es el alma misma de la liturgia. El tercer elemento que debe tomarse en consideración para comprender exhaustivamente la reforma li­túrgica es el desbarajuste de las proporciones entre sus partes. Bueno será referir un ejemplo muy claro que aduce el propio Falsini: 'El concilio afirma la importancia de la palabra en la celebración (...). Se trata de la superación de la visión protestante, que lo desequilibra todo por el lado de la palabra absoluta, pero también de la concepción católica, dado que subraya la visión unitaria que debe unir palabra y liturgia” (18). ¿Qué afirma Falsini? Que las modifi­caciones introducidas en la parte didáctica de la misa, llamada “liturgia de la palabra”, cons­tituyen una “superación” de la “concepción católica” de la misa. En la práctica, lo que se tiene hoy es algo no católico respecto a cuanto había antes. En efecto, en todo hay una proporción, la cual tiene sus razones (de orden funcional, estético...); la monstruosidad es el trastorno de dicho equilibrio. ¿Quién consideraría normal a un hombre con tres cabezas en vez de una, con un solo ojo o con cuatro piernas? ¿Quién no repararía en la monstruosidad de un hombre que tuviese, p. ej., las orejas en el lugar de la boca?

Pues bien, ante el desbarajuste de las partes de la santa misa y de sus proporciones en el to­do, hay quien se obstina, pese a ello, en declarar legítimo el resultado obtenido. Falsini ve en esto bastante mejor que muchos otros: la ampliación de la parte didáctica, la reducción drástica del ofertorio, la eliminación de los ritos introductorios, etc., constituyen ni más ni menos que una “superación” de la concepción católica de la misa. Lo que se ha creado es algo diferente de lo que la Iglesia ha custodiado y entregado de generación en generación.

 

Perspectivas reformadoras para el futuro. Su enemigo: Ratzinger

Si nos ayudamos de las reflexiones realizadas, que esperamos hayan puesto en claro el vuelco estructural que se le ha dado a la liturgia católica, no deberían ya maravillarnos gran cosa las propuestas que hace Falsini: “(estoy) convencido de que en la renovación litúrgica se verificó un auténtico tránsito del Espíritu Santo. No estoy igual de convencido de que su acción haya terminado; antes al contrario, creo que acaba de empezar, pese tanto a la tentación natural de resistir a tal acción con un reflujo en dirección al pasado, como a la de vanificarla mediante una comprensión y ejecución superficiales del decreto conciliar (...). El viraje memorable acaba de empezar; ojala que Dios siga suscitando el mismo Espíritu para que prosiga su acción; espere­mos que no se tope con demasiados obstáculos” (19). Y uno de tales obstáculos es, para Falsini, nada menos que el Papa actualmente reinante: “el cardenal Ratzinger es contrario a una concep­ción 'activa' de la participación: acepta la constitución litúrgica, pero critica fuertemente la aplicación de la reforma; sólo piensa en el pasado; la restauración es para él como un enlucido, y la liturgia es algo histórico; para él, la participación es la interior, la adoración, no la externa” (20).

Así que Falsini, harto consciente del alcance real de la reforma litúrgica, abre el camino a algunas nuevas reformas, que acaso hoy puedan parecer algún tanto excesivas, pero que, con el tiempo, si no se invierte radicalmente el rumbo, entrarán en los hábitos litúrgicos (la historia lo enseña: basta pensar en el caso de la comunión en la mano). Entre los arietes de Falsini se halla la propuesta de reformar la celebración de la penitencia, “el único sacramento en plena crisis (¡ojala!): falta por completo la asamblea a la escucha de la palabra (?!), que, sin embargo, es el dato primario (¡también en la confesión!),por lo que no pasa de ser un hecho meramente jurídico; no tiene nada de celebrativo” (21). Otra “joya”: “el problema del ejercicio de los ministerios por parte de las mujeres es, en realidad, un pesudoproblema. Basta examinar este asunto de las ministrantes: aún hoy, lo que las mujeres hacen (¡y que no deberían hacer!)es tan sólo una concesión, no un derecho; no se verifica ningún reconocimiento de su papel. Por consiguiente, prevalece la visión machista de la Iglesia...”(22). Tampoco faltan propuestas pa­ra que el “presidente” -nosotros, los cristianos, lo denominamos “sacerdote”- no se ponga dema­siado en el centro de la atención y le robe espacio a la “ministerialidad” de los seglares; ni otras que preveen un momento de encuentro de la comunidad después de la celebración de la misa, posiblemente en el mismo lugar en el que se la ha celebrado...

A decir verdad, no son tales propuestas lo que da miedo. Lo que le deja a uno atónito y cogi­tabundo es, en cambio, la incomprensión, por parte de quien no debería tenerla, de los propósi­tos reales de la reforma litúrgica, una reforma que ha subvertido ya esencialmente el culto ca­tólico (y que por tal motivo resulta inaceptable) y que jura que no puede detenerse.

Lanterius

 

Notas:

(1) Riforma liturgica e Vaticano II: un testimone racconta. Rinaldo Falsini a colloquio con G. Monzio Compagnoni, (Reforma Litúrgica y Vaticano II: un Testigo Cuenta. Rinaldo Falsini Charla con G. Monzio Compagnoni). Milán: Ed. Ancora, 2005.

(2) Falsini, ibidem, pp. 74-75.

(3) Nos parece útil recordar, para ser completos, que no fue por casualidad por lo que Pío XII, para remediar la difusión de los errores, hizo que la encíclica Mystici Corporis, sobre la Iglesia, precediera a la Mediator Dei, relativa a la liturgia.

(4) Falsini, op. cit., p. 91.

(5) Falsini, ibid, p. 64. Las negritas son nuestras.

(6) Falsini, ibid., p. 19.

(7) Falsini, ibid., pp. 71-72. Falsini no le ahorra otra estocada a Ratzinger: “No puedo olvi­dar la doble declaración del cardenal Ratzinger en 1997 a propósito de la prohibición de Pablo VI sobre el uso del misal de Pío V -definida como un trágico error, porque este representa la auténtica tradición de la fe y de la liturgia de la Iglesia- y su juicio sobre el misal de Pablo VI, como un producto de erudición de especialistas y de competencia jurídica. Mi réplica fue de presunción y de incompetencia” (p. 102).

(8) Falsini, ibid., p. 72.

(9) Falsini, ibid., p. 73.

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LOS TRES GRANDES MISTERIOS DE LA REDENCION EN LA NIEBLA DE LA “NEOTEOLOGIA”

Un lector nos escribe lo siguiente:

“Les ruego realicen un examen detenido de los tres grandes misterios de la cruz, la resurrec­ción y la ascensión de Ntro. Sr. Jesucristo, así como de la relación que media entre ellos, pues me percato cada vez más de que ya se les considera en la Iglesia casi como una única realidad (p. ej., según la neomisa, la resurrección goza de valor redentor junto con la cruz, mientras que a mi me parece que es victoria y consumación).

Bien conozco lo exhaustivos que saben ser ustedes, siempre fieles a lo que se ha creído y ado­rado desde el origen.

Les agradezco todo lo que hacen, sobre todo por nosotros, pobres seglares, confusos y abando­nados en la oscuridad de estos tiempos tan extraños.

Gracias de todo corazón”.

CARTA FIRMADA

 

Los grandes misterios de la cruz, la resurrección y la ascensión de Ntro. Sr. Jesucristo for­man los tres partes del plan divino de la redención, pero de valor harto distinto. La cruz tiene un valor satisfactorio y meritorio:

1) Satisfactorio porque, al aceptar libremente, por amor, la obediencia heroica de la cruz, Ntro. Sr. Jesucristo, nuevo Adán, reparó la ofensa que le había inferido a Dios la desobediencia del primer Adán.

2) Meritorio porque la cruz fundó el derecho a todas las gracias sobrenaturales que se nos distribuyen, especialmente por conducto de los sacramentos, para nuestra salvación individual (denominada también redención subjetiva o justificación). Esto constituye un dogma de fe: el concilio de Trento enseña que Ntro. Sr. Jesucristo “sua sanctissima passione (...) nobis iustificationem meruit” (D. 799) (“con su santísima pasión (...) nos mereció nuestra justificación”.

En efecto, aunque Ntro. Sr. Jesucristo comenzó a merecer desde el primer instante de su encar­nación (cf. Heb. X, 5-10), con todo y eso, nos mereció la salvación principalmente mediante su pasión y muerte, por ser voluntad del Padre y suya que su muerte rescatara nuestra muerte, y que por los méritos de su muerte muriésemos al pecado, a nuestras concupiscencias rebeldes y al de­sordenado amor de nosotros mismos. Por eso, hablando con rigor, “el género humano no fue redimi­do por los demás sufrimientos de Cristo, sino por su muerte” (Sto. Tomás, Quodlibet. 2, q. 1 a. 2), cosa que Ntro. Sr. Jesucristo afirmó repetidamente: “(...) pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 45; cf. Mt 20, 28); “Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los peca­dos” (Mt 26, 28), etc.

La resurrección y la ascensión son dos misterios que siguen a la muerte de Cristo. Ahora bien, Cristo cesó de merecer después de su muerte, como cualquier otro hombre. En efecto, el mérito, que es el derecho al premio por una obra cumplida, exige, entre otras cosas, que las obras se realicen en “estado de viador”; de ahí que la resurrección y la ascensión, las cuales siguieron a la muerte del Señor, no merecieran nada ni, para Él ni para nosotros, mientras que, por el con­trario, fueron meritorias, tanto para Él como para nosotros, las obras que ejecutó en vida, so­bre todo la muerte en la cruz, según ya se dijo.

Así que la resurrección no fue un mérito de Cristo, sino que constituyó para Éste la recom­pensa de la humillación que sufrió en su pasión y muerte: “(...) se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó (...)” (Filip 2, 8).

Cuanto a nosotros, el mérito de la cruz se nos aplica con el bautismo (D. 790), que nos incor­pora místicamente a Cristo al borrarnos el pecado original, de manera que, como miembros unidos a la cabeza, formamos “como una sola persona mística” con Aquél (Sto. Tomás, S. Th. III, q. 48, a. 2 ad 1). Se sigue de ahí que así como Cristo resucitó de entre los muertos y subió al cielo, así y por igual manera pasará también con nosotros, sus miembros, en virtud de la incorporación a Él que nos mereció su pasión y muerte. Ésta es la fe según la cual nos hace rezar la Iglesia: “para que lleguemos, por su pasión y cruz, a la gloria de la resurrección” (“ut per Passionem Eius et Crucem ad Resurrectionis gloriam perducamur” (Oremus del Angelus).

Por consiguiente, tampoco la resurrección de Cristo nos mereció nada, pero:

1) Es el prototipo de nuestra resurrección espiritual del pecado, que la cruz nos mereció: “Con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que, como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 4)

2) Es asimismo el modelo y la prenda de nuestra resurrección corporal, cosa que también nos la mereció la cruz de Cristo: “Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que duermen (en la muerte). Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán mueren todos, así también en Cristo serán todos vivificados” (I Cor 15, 20-22).

De semejante manera, la ascensión es la consumación gloriosa de la obra redentora de Ntro. Sr. Jesucristo, así como el tipo y la péñora de nuestra asunción a los cielos: “pero Dios (...) nos resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús (...) “ (Ef 2, 6). Iniciada en la cabeza, la ascensión seguirá en nosotros en virtud de nuestra mística unión con Él; de ahí que también la resurrección y la ascensión formen parte de la redención y tengan para nosotros, en el sentido que hemos ilustrado, un “valor soteriológico” o salvífico. Mas cuando queramos precisar el valor salvífico de los tres grandes misterios de nuestra redención, hemos de decir que sólo la cruz es “causa meritoria” de ésta, mientras que la resurrección y la ascensión son su “causa ejemplar y eficiente” (cf. S. Th. III, q. 56, a 1 ad 3, y q. 57, a. 6).

Se ve patente ahora por qué la santa misa constituye la re-presentación (repraesentatio, Con­cilio de Trento, D. 938) o renovación (instauratio, Catecismo Romano, It, 6 874), no de la resu­rrección ni de la ascensión, sino del sacrificio de la cruz, cuyos méritos nos aplica.

La táctica de los “novadores” comienza comúnmente por embrollar la terminología, pues una vez trastornada ésta resulta más fácil subvertir la doctrina. En el caso que nos ocupa, se empezó por abandonar la terminología que la escolástica había precisado con todo cuidado. No se distin­gue ya entre “causa meritoria” (la cruz) y “causa eficiente y ejemplar” (resurrección y ascen­sión) de nuestra redención, sino que se habla indistintamente de “redención” en general para dar a entender, con tal lenguaje nebuloso, que hemos sido redimidos por la cruz y por la resu­rrección a partes iguales (y acaso por ésta más que por aquélla, visto que la resurrección agra­da más que la cruz), y que, por ende, la santa misa no es ya el “memorial de la pasión” del Se­ñor, sino el “memorial de la pasión y resurrección” de Éste, según la nueva fórmula que se lee asimismo en la encíclica de Juan Pablo II sobre la eucaristía (cf. Si S No No, 30 de sept. del 2004, pp. 1 y ss.).

No obstante, Pío XII había remachado también, en la Mediator Dei (1947), tocante a este asun­to, la doctrina de la Iglesia contra las desviaciones del movimiento litúrgico, el cual afirmaba que se había ocultado al “Cristo glorificado” durante siglos: “Por eso -escribe Pío XII-, algu­nos llegan hasta el extremo de querer retirar de las iglesias las imágenes del divino Redentor sufriendo en la cruz. Mas estas falsas opiniones son absolutamente contrarias a la sagrada doctrina tradicional. (...)La sagrada liturgia nos propone (en el curso del año litúrgico) todo el Cristo, en los distintos aspectos de su vida (...). Y puesto que sus acerbos dolores constitu­yen el misterio principal del que proviene nuestra salvación, es conforme con las exigencias de la fe católica iluminarlo al máximo, dado que es como el centro del culto divino por ser el sacrificio eucarístico su representación (re-presentación) y renovación diarias, y por estar unidos a la cruz, con estrechísimo vinculo, todos los sacramentos (S. Thom., Summa Th. III. q. 49 y q. 62, a. 5)”.

Tras una ratificación tan clara de la “sagrada doctrina tradicional” de la Iglesia, habría debido cesar cualquier intento de subversión. No fue así, por desdicha. Las “termitas” neomoder­nistas continuaron su trabajo hasta que, al derrumbarse la fachada con el Vaticano II, quedaron al descubierto las ruinas que habían practicado en el dogma. Esto debería bastar para juzgar la obediencia al Papa de quienes hoy tachan de desobediencia a los verdaderos obedientes.

Una precisión para terminar: no atribuyamos nunca a la “Iglesia”, ni siquiera por imprecisión del lenguaje, los errores de la “neoteologia”: éstos son el fruto de una larga y obstinada resistencia al magisterio de la Iglesia, particularmente al de los Romanos Pontífices, que la sober­bia de los neoteólogos degradó, desde los tiempos de Pío IX, a mera “escuela de teología”. Es necesario tener clara esta precisión para no dejarse inquietar por los que quieren crearles ma­la conciencia a los católicos fieles a la Iglesia de siempre, como si fueran reos de desobedienci­a a “Iglesia” (de hoy): la verdadera Iglesia, hoy como ayer, no puede dejar de explicar y transmitir la fe que se le confió en “depósito” (para que la custodiara, por tanto, no para que seño­reara sobre ella). Quien, p. ej., excogitara “novedades” que contradijesen el teorema de Pitágo­ras tal como se ha enseñado hasta hoy, no explicaría dicho teorema, sino que lo corrompería; si, por el contrario, sacara a la luz algún aspecto nuevo, que no contradijese cuanto ya se sabe del teorema en cuestión, lo desarrollarla, lo explicaría (= lo desplegaría, es decir, lo sacaría de los pliegues donde ya estaba en su integridad) sin corromperlo. Lo mismo pasa con el dogma ca­tólico; el indicio de la corrupción del dogma es la contradicción de la “novedad” con la doctri­na de siempre. Está claro, a la luz de la doctrina católica sobre el desarrollo coherente del dogma, que hoy se pretende hacer pasar por desarrollos o explicaciones del dogma a muchas no­vedades que constituyen, por el contrario, la corrupción de éste.

Marcus

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Un suscriptor nos escribe lo siguiente:

Un suscriptor nos escribe lo siguiente:

«Estimadísimo Sr. Director:

Leí el artículo que le remito adjunto en el nº 28, del 13 de julio del 2003 de Famiglia Cris­tiana. Querría conocer su parecer al respecto, porque tengo por erróneas tanto la pregunta de un lector que figura en él cuanto la respuesta que le da un teólogo (!). De creerlos, se diría que la Iglesia no considera ya corredentora a la Virgen (entendida su corredención, claro está, sin perjuicio de que sea Cristo el redentor único del mundo).

Y luego, tocante al padre Pío, ¿es una ‘expresión’ fuera de lugar el calificativo de ‘corredentor’ aplicado a él, ‘misa viviente’?

Espero una respuesta suya clarificadora».

Carta firmada

Respecto de la corredención de la Virgen, respondimos ya en el número del 31 de enero del 2005, pp. 7-8 (rúbrica Semper Infideles; ed. italiana). Resta el “problema” de la “cooperación” de los san­tos, que no lo planteamos nosotros, sino la siguiente carta publicada por Famiglia Cristiana, a la cual se refiere nuestro suscriptor: «Oigo hablar del padre Pío como ‘corredentor’. Ni siquie­ra la Virgen es tal, por ser Cristo el único redentor. Pero resta el problema de la cooperación de los santos».

Ya, claro. Una vez dado por descontado que ni siquiera la Virgen es corredentora, ¿cómo nos las habemos con la “cooperación de los santos”? ¿Puede acaso reconocerse a éstos lo que se le niega a María? (v. si si no no, cit.). ¿Y es concebible que quien sigue a los “hermanos” protes­tantes en su “enemistad” para con la Virgen sea luego más tierno que ellos con los santos?

En efecto, el “teólogo” de turno en Famiglia Cristiana, Franco Ardusso, nada a la inequívoca profesión de fe luterana del lector católico: “Ni siquiera la Virgen es tal [Corredentora], por ser Cristo el único redentor”. Con todo, un teólogo católico sabe bien (o al menos debería saberlo) que la cooperación de María a la redención humana no menoscaba en absoluto la unicidad del redentor, a diferencia de lo que sostienen los protestantes, porque se trata de una cooperación secundaria y subordinada a la de Cristo, exactamente como lo fue la coopera­ción de Eva a nuestra ruina: «Eva no fue la causa directa de la calamidad: la salvación o la ruina dependían de Adán. Aun si Eva hubiera permanecido fiel, la culpa de Adán nos habría perdido; y si Adán no hubiese dado en la infidelidad, la culpa de Eva no nos habría perjudicado. ¿Diríamos por eso que Eva no cooperó a nuestra ruina? Ella fue la ocasión y la instigadora de ésta. Del mismo modo, no fue María la que nos salvó directamente: fue Jesús quien obró la redención; habría podido cumplirla sin María, pero María sin Él no habría podido hacer nada por nuestra salvación; mas, no obstante, ella fue el instrumento de la redención con su cooperación consciente y libre a los designios de Dios» (C. Bocazzi,Prontuario de teología mariana, Cremona: Librería Vescovile editora, 1944).

Con todo y eso, esta verdad inconcusa no es tal para el “teólogo” de Famiglia Cristiana, quien, sintiendo con Lutero en vez de hacerlo con la Iglesia, se ve constreñido por ello a enca­rar “el problema de la cooperación de los santos” (la cual, por cierto, jamás constituyó un pro­blema para ningún católico).

Empieza por manifestar que «decir que el Padre Pío es ‘corredentor’ es cosa, probablemente, de algún alma devota del santo, la cual, embargada por el entusiasmo, usa un lenguaje incontrola­do».

¡Ni pensarlo! Dicha expresión corresponde al primer director espiritual del padre Pío, el padre Benedetto de San Marco en Lamis, un religioso de cultura teológica no común, quien le es­cribió al padre Pío, con felicísima expresión, que Dios lo quería “redimido y corredentor” al mismo tiempo (vide Padre Pío de Pietrelcina, Epistolario I/ Corrispondenza con i direttori spiri­tuali).

Aquí está, de hecho, el quid de la cuestión: uno solo es el redentor, pero todos los cristia­nos están llamados a ser “redimidos y corredentores”. Escribe Pío XI: «la pasión expiadora de Je­sucristo se renueva y, en cierto sentido, se continúa en su cuerpo místico, la Iglesia. Con razón, pues, Cristo, que sigue sufriendo en su cuerpo místico, desea tenernos por compañeros de su expiación; ello exige también que nos unamos a Él» (Miserentissimus Redemptor). Y Pío XII: «Misterio tremendo que nunca se meditará lo bastante: la salvación de muchos depende de las ple­garias y las penitencias voluntarias de los miembros del cuerpo místico de Cristo [...] Nuestro Salvador quiere que los miembros de su cuerpo místico le ayuden en la ejecución de la obra de la redención» (Mystici Corporis, 1943). ¿Hemos de pensar que también estos Papas, embargados por el “entusiasmo”, usaron un lenguaje “incontrolado”?

Lo mismo afirma toda la teología católica, que el padre Spiazzi, O.P., resume así: «Toda la Iglesia es un sistema de ‘corredención’ en el que se prolonga la redención de Cristo, sea por la aplicación sacramental y la renovación sacrificial de la pasión y muerte del Salvador, sea por el carácter ‘comunicativo’ y el valor ‘social’ de las obras, de las plegarias, de los sufrimientos de los santos, que le aprovechan a toda la Iglesia y cuyos méritos pueden aplicarse a todo fiel como si él mismo se los hubiese granjeado. Todo cristiano es, en alguna medida, un ‘correden­tor’, y puede repetir con el Apóstol: Adimpleo ea quae desunt passionum Christi, in carne mea pro Corpore eius quod est Ecclesia (Col 1, 24) [“Estoy cumpliendo en mi carne lo que resta de padecer a Cristo en pro de su cuerpo, que es la Iglesia”]» (Padre Raimundo Spiazzi,O.P., La Mediatrice della riconciliazione umana. Studi Mariani, Roma: A. Belardetti, 1951). ¿Tenemos que de­cir que también todos los teólogos católicos se dejaron embargar por el “entusiasmo” y usaron un “lenguaje incontrolado”?

Luego de repetir que «la devoción popular está cargada de entusiasmo, por lo que debe procurar también ser auténtica sobre todo», el “teólogo” Ardusso apela al “magisterio de la Iglesia”, que «se interesó repetidamente por el culto a los santos: en el concilio segundo de Nicea (787), en el de Florencia (1439), en el de Trento (1563) y en el Vaticano IIº». Pero, como era fácil de prever, este último concilio es el único en que se detiene el “teólogo” de Famiglia Cristiana, embargado de “entusiasmo” -él sí que - por la “sobriedad” con que el Vaticano II trató, en su opinión, el culto a los santos y porque, en consecuencia, «volvió a colocar el misterio de la muerte y resurrección de Cristo en el centro de la vida litúrgica [cómo si antes del concilio hubiese estado colocado en otra parte]». Conclusión: puesto que uno es Dios, y «uno también el Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (I Tim 2, 5), cualquier otra mediación («de la Iglesia, de la Virgen, de los santos, de los ministros, etc.») tiene carácter “subordi­nado”; «por eso, atribuir al padre Pío el titulo de ‘corredentor’ es un abuso, y el Vaticano II [¡siempre él y nada más que él] les dice a los obispos: ‘cuando se infiltren abusos aquí y allá, por exceso o por defecto, ocúpense de suprimirlos o corregirlos’».

Preguntamos: -Pero ¿es que la Iglesia “preconciliar”, que, como vimos, hablaba de “correden­ción” respecto de la Virgen, los santos y hasta de todo cristiano (cf. padre Spiazzi, op. cit.), enseñó alguna vez que había varios redentores principales y coordinados? ¿O es que no enseñó siempre que “sólo Cristo es la causa principal” de nuestra salvación (cf. Suma teológica de Santo Tomás, q. 48, a. 5 ad 3) y que cualquier otra cooperación es secundaria y subordinada porque presupone la redención de Cristo y depende de ella? Y entonces, ¿dónde se encuentra el “abuso” que están llamados a elimi­nar los obispos, quienes harían mejor en suprimir y corregir otros muchos abusos (pero reales éstos, no fantásticos)? No hay “abuso” alguno cuando se da un sentido preciso al prefijo “co”, que de suyo es genérico porque denota cierta unión sin especificar ni la naturaleza ni el grado de ésta. En nuestro caso, el sentido preciso, conocido de cualquier católico, es la unión entre dos personas y dos acciones que no son de idéntico grado, sino tales que la inferior se subordi­na a la superior. Esta subordinación de cualquier otro “corredentor” al redentor único la expre­só muy bien, a nuestro juicio, el padre Benedetto di San Marco con la fórmula “redimido y corre­dentor”: los santos, redimidos con una redención ordinaria; María santísima, con una redención extraordinaria, absolutamente singular, que la preservó incluso del pecado original, como exigía su singular dignidad de Madre de Dios, en previsión de los méritos de su Hijo. También su corre­dención fue completamente singular: asociada estrechamente a Cristo en la lucha contra Satanás (Gen 3, 15: «Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu raza y la descendencia su­ya»), estuvo al lado de Aquél en la hora decisiva de la victoria(loc. cit.: «ella quebrantará tu cabeza»), cuando en el Calvario, junto al redentor, fue corredentora de los hombres al ofre­cer a su Hijo y ofrecer asimismo su propia compasión. Y eso sólo a ella le fue dado:

«Es una verdad manifestada por la revelación, transmitida por la Tradición desde el principio y enseñada por la teología con una precisión cada vez mayor, que María ocupa una posición absolutamente particular en el plan divino de la redención. Particular por el hecho de que, por arri­ba, se distingue de la de nuestro mediador único, Cristo Señor [de ahí que el “teólogo” de Fami­glia Cristiana se equivoque al temer que corra peligro la unicidad del mediador], y, por abajo, se distingue de la mediación secundaria de todos los santos [y por eso el “teólogo” de Famiglia Cristiana yerra cuando parece querer hacer desaparecer la corredención de María en la cooperación de todos los santos]» (B. Bartmann, Teologia dogmatica, vol. II, p. 178).

Aun entre los santos, sin embargo, desempeñan un papel especial las «almas víctimas», llamadas a abrazar heroicamente toda clase de padecimientos «en pro de sus hermanos», «consumando [así] su unión con Cristo» -como enseña Pío XI en la Miserentissimus Redemptor-, que se inició con la purificación de sus culpas, se perfeccionó con la participación en los padecimientos de Cristo y culminó con la participación en la «pasión expiadora de Jesucristo» en beneficio de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). El redimido se vuelve “corredentor” asimismo en la cima de esta unión, y nadie puede negar que el padre Pío sobresalió entre estos “corredentores”, entre otras cosas porque llevó los estigmas en su cuerpo nada menos que durante 50 años, caso único en la historia de la Iglesia. Dichos estigmas, fuente de fortísimos padecimientos físicos y morales, son el signo sensible «de la unión con el divino crucificado y de la participación en sus sufri­mientos», y «contribuyen poderosamente a ‘configurar’ el alma con Cristo (Fil 3, 10)» por «los ­sufrimientos que producen, a veces realmente espantosos»; por eso los estigmatizados, «imágenes vivientes de Cristo, continúan en el mundo su misión redentora, ‘completando’ lo que le falta a su pasión (Col 1, 24)», y «salvan muchas almas haciendo refluir sobre ellas un torrente de gracias y bendiciones» (como bien sabe quien conoció al padre Pío y experimenta hoy su poderosí­sima intercesión). Esto dice el Padre Royo Marín, O.P., en su Teología de la Perfección Cristiana. ¿O hemos de pensar que este excelente autor de teología ascética y mística fue otro de los que se dejó con­tagiar del “entusiasmo” de la devoción popular, por lo que él también usó de un “lenguaje incontro­lado”?

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