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Mayo 2004

EL ERROR FUNDAMENTAL DE LA TEOLOGÍA DE JUAN PABLO II

La “neoteología” de Juan Pablo II empaña al dogma del pecado original

El judaísmo sigue firme en su error de negar el pecado original

¿Una Iglesia judaizante?

Juan Pablo II, en línea con el Concilio

El absurdo de una redención inconsciente

La doctrina ortodoxa de la Iglesia

De una mala teología, un nuevo ecumenismo


La “neoteología” de Juan Pablo II empaña al dogma del pecado original

En su primera encíclica, Redemptor Hominis, del año 1979, Juan Pablo II mudó, valiéndose de un inciso de pocas palabras, la doctrina cristiana constante sobre la naturaleza del hombre y su relación con el Creador. En efecto, se lee en el § 13 de la encíclica que en el hombre «permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo». No se trata de una inserción casual; al contrario, la encíclica desarrolla coherentemente las consecuencias de dicho presupuesto, enunciado sin vacilaciones por el Papa. Pero ¿en dónde radica la mudanza, si es innegable que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios? La novedad consiste en la negación implícita de la consecuencia principal del pecado original: la corrupción hereditaria de la naturaleza humana, por la cual perdió el hombre la semejanza con Dios.

Citemos, para aclarar el problema, un texto escrito en vísperas del concilio Vaticano II: «Según la concepción cristiana, se le asignó al hombre un fin situado más allá de su naturaleza: consiste en la beatitud de la visión de Dios, que es superior a todo conocimiento. Para que alcanzara dicho fin, Dios le dio al hombre la vida sobrenatural de la gracia al crearlo. Desde que Adán perdió dicho don con el pecado original, todos sus descendientes vienen al mundo desprovistos de la gracia: se hallan en estado de pecado original. Con la pérdida del excelso fin sobrenatural sobrevino un desorden en el ordenamiento jerárquico de las distintas facultades del alma, de la inteligencia y la voluntad, del apetito natural y la sensibilidad, las cuales, degeneradas morbosamente de ahí en adelante, tienden desde entonces a fines particulares y hunden al hombre en el sufrimiento de una escisión íntima. Bien es verdad que el bautismo borra el pecado original, pero no por ello desaparece la tendencia al desorden (concupiscencia) sino que, por el contrario, la inclinación al mal sigue siendo objeto de la lucha moral, en la cual el cristiano debe desempeñarse como miles Christi (soldado de Cristo). Es posible alcanzar un estado moral pleno con ayuda del don sobrenatural de la gracia, aunque de hecho sólo llegan a él unos pocos perfectos, los santos. El «hombre viejo» debe crucificarse con Cristo en esta lucha, «morir al pecado», para resucitar como «hombre nuevo» y «nueva criatura» (1).

Si la imagen y semejanza con Dios permaneciera intacta en el hombre aún hoy, su naturaleza no estaría corrompida ni se hallaría inclinada al pecado, por lo que la intervención de la gracia no sería indispensable: la voluntad humana podría ser lo bastante fuerte como para vencer las tentaciones por sí sola y santificar al hombre, ganándole el paraíso (2).
La novedad que introduce el Papa en la tradición teológica contradice a un dato fundamental de la fe: la fragilidad de la naturaleza humana y su tendencia al pecado, ambas confirmadas también por la historia entera de la humanidad y por la experiencia personal de cada cual. El cristianismo considera al hombre como es realmente, no como a éste le gustaría ser. De ahí que sea imposible que dicho hombre pecador conserve intacta su “semejanza” con Dios, que el hombre caído se asemeje a Dios. Además, si el hombre pecador continuara pareciéndose a Dios, entonces también Dios se asemejaría al hombre pecador, por lo que el pecado estaría en Dios igual que está en el hombre: y puesto que Dios es la causa primera y el origen de todo, el mal derivaría eternamente de la naturaleza de Dios. Como mínimo, podría inferirse de ello un dualismo maniqueo de bien y mal en la divinidad.

El Génesis no abona en manera alguna esta interpretación. Adán y Eva desobedecieron una orden precisa de Dios, y el pecado de nuestros primeros padres engendró una humanidad de pecadores. Yahvé-Elohim había advertido a Adán: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día en que de él comieres, ciertamente morirás». El hombre quiso independizarse de su Creador adquiriendo la ciencia del bien y del mal, y «determinar, en virtud de su propia naturaleza, lo que está bien y lo que está mal» (Sto. Tomás). Este pecado de “autonomía ética” constituye el origen de todos los pecados y errores futuros, porque el hombre, allende hallarse sometido a las tentaciones de la carne y el espíritu, no es omnisciente y aprende poco a poco, trabajosamente; al respecto refiere san Agustín lo siguiente: «buscamos para encontrar, mas lo único que hallaremos será la posibilidad de buscar hasta el infinito». No es menester ser cristiano para constatar las consecuencias de un humanismo absoluto, en que el hombre sea “principio de sí mismo” y se considere fuente infalible de la ley. Por consiguiente, el castigo de nuestros primeros padres estribó en abandonarlos a las consecuencias de su libre elección: al haber elegido la autonomía ética se hicieron independientes de Dios y no pudieron permanecer en su presencia en el jardín del Edén.

¿Por qué Yahvé le dio al hombre libertad para elegir si sabía que le desobedecería? Porque lo había creado a su imagen y semejanza, es decir, libre y responsable; aunque no lo hizo autónomo: el hombre debía probar que merecía la libertad haciendo buen uso de ella, esto es, obedeciendo al Padre, que es el Bien en sí, el Bien perfecto. Así el hombre no habría errado jamás; pero, a despecho de la advertencia y la prohibición de Yahvé, el hombre prefirió elegirse a sí propio.

El judaísmo sigue firme en su error de negar el pecado original

El hebraísmo y el judaísmo no comprendieron en absoluto el problema y se limitaron a interpretar literalmente las palabras de Yahvé sobre el castigo de nuestros primeros padres: expulsados del paraíso terrenal y arrojados a un mundo en el que había entrado la muerte por efecto de su pecado, Adán debió ganarse el pan con el sudor de su frente y Eva parir con dolor y vivir sometida a su marido. En compensación, en medio del total extravío del género humano, Yahvé dictó a Moisés una ley eterna, válida y obligatoria para todos. Según los hebreos, el justo, si observa la Torá escrupulosamente, recibirá su recompensa en esta vida y en la otra; dicho de otro modo, el justo halla en su naturaleza fuerza suficiente para observar la ley y salvarse: la gracia no es indispensable, por lo que a los hebreos les resulta inconcebible la redención en el sentido cristiano.
Así pues, la antropología judaica es optimista tocante a la naturaleza del hombre:

1. el pecado no debilitó la naturaleza de la criatura de Yahvé, y

2. la ley salva. Tras diecinueve siglos de teología cristiana, la “neoteología” de Juan Pablo II da un giro de ciento ochenta grados y se almea de hecho con los hebreos, sin preocuparse de las consecuencias derivadas del desplazamiento del punto de partida de la historia de la humanidad. Los hebreos, en cambio, no se mudan: siguen decidios a seguir la Torá y a no seguir a Cristo, cuya necesidad no reconocen. Al decir de ellos, la alianza entre Yahvé e Israel, único pueblo de Dios, continua vigente porque nada ha cambiado; antes al contrario, constatan con satisfacción que la que ha cambiado es la Iglesia, visto que hoy les da la razón.

El judaísmo, pues, mantiene su coherencia interna, en cuya virtud rechaza a Jesucristo. «Los intérpretes cristianos, al adherirse al sentido literal de la narración del jardín del Edén -escribe Ben Zion Bikser (3)-, sacaron de allí, según parece, la doctrina que enseña una depravación fatalista. El pecado de Adán al comer el fruto del árbol de la ciencia se entendió como contaminación del género humano, descendiente de aquél, a lo largo de todas las generaciones que se sucedieran en el tiempo. En la concepción hebrea falta dicho fatalismo [...] El hombre dispone de la fuerza necesaria para combatir la tentación, vencerla y hacerse cada vez más acepto a Dios [...] Según la narración bíblica, el pecado de Adán no deriva de un impulso sustancial de su naturaleza, sino de causas accidentales, de una conspiración urdida contra él por un tentador eterno. ‘Es conforme a la razón -aclara rabí Kook- que un error debido a circunstancias accidentales sea susceptible de reparación, en cuya virtud el hombre pueda recobrar definitivamente su posición elevada’. La narración de la caída de Adán expresa alegóricamente la necesidad constante del hombre de abrir los ojos contra la tentación». Y además: «Puesto que la crucifixión de Jesús sucedió en el mismo periodo de la destrucción del templo, los teólogos cristianos elaboraron poco a poco la teoría según la cual Jesús era el sacrificio nuevo y más perfecto, capaz de obtener la gracia de Dios. Tal interpretación halla su expresión más radical en la misa católica, cuyo significado central es el de la renovación del sacrificio de Jesús. El sacerdote ofrece el cuerpo y la sangre de Jesús, resultado de la transformación milagrosa del agua y del vino: este sacrificio se repite a diario y constituye el único canal a través del cual el hombre puede obtener la gracia de Dios» (4).

Así que la fe cristiana en el Hombre-Dios, según Ben Zion Bokser y todos los hebreos, es particularmente repugnante desde el punto de vista de quien cree en un Dios uno, por lo que la muerte de Jesús no pudo haber sido exigida u ofrecida como sacrificio expiatorio para la consecución de la salvación de la humanidad. Lo único que pasó tras la destrucción del templo fue que muchos hebreos «perdieron los nervios», sobre todo entre los discípulos de Jesús. Paolo Sacchi observa, en la introducción al libro de Ben Zion Bokser (5), que según la interpretación cristiana, «la cual -dice- debe de tener precedentes sin duda en el ámbito judío», Adán, al pecar, «pervirtió su naturaleza y, en ella, la de todos sus descendientes, que se hicieron así masa de perdición. El hebraísmo rechazó esta interpretación desde los primeros siglos de la era cristiana. Es probable que no se hubiera planteado el problema con precisión antes de las tomas de posición cristianas».

¿Una Iglesia judaizante?

Lo que importa aquí es la conciencia que tienen los hebreos de la importancia de una valoración exacta de las consecuencias del pecado original: si la naturaleza humana sigue incorrupta y la ley salva, no es menester una intervención ulterior y extraordinaria de Yahvé en la historia, con la encarnación, la pasión, la Iglesia, la renovación diaria del sacrificio único de Cristo, la gracia santificante...: y, por último, hoy lo mismo que ayer, tampoco es menester Papa alguno. Ben Zion Bokser ha comprendido la lógica obligada e inmodificable del cristianismo una vez se cree en la corrupción de la naturaleza humana a causa del pecado original. ¿Cómo puede un Papa sustraerse a esta lógica de la fe, que los hebreos, en cambio, comprenden requetebién? ¿Acaso la Iglesia se ha convertido al judaísmo? ¿Serán los hebreos ‘nuestros hermanos mayores’ (título que les reconoce el Papa) en el sentido específico de que sigue vigente la elección de que fueron objeto, lo que los situaría en una posición de superioridad frente a Dios en la guía de toda la humanidad? Es menester interrogar a la encíclica, examinando si aquel pequeño y grave inciso se justifica teológicamente.

En realidad, Juan Pablo II no niega abiertamente que el pecado corrompiera a la naturaleza humana y que por ello hiciera indispensable la encarnación del Verbo, pero enuncia una doctrina nueva sobre el misterio de la redención, sin fundarla en las Escrituras, por otra parte, y aun menos en la teología católica. La encíclica se limita a citar Genesis 1, 28, que hace referencia a la vida de nuestros primeros padres antes de la caída; a san Pablo no se le cita, al paso que la “autoridad” que se aduce no es otra que la Gaudium et Spes, constitución pastoral sobre el mundo actual.

Juan Pablo II, en línea con el Concilio

Juan Pablo II, en efecto, cita el concilio Vaticano II para desarrollar las premisas de éste en apoyo de su peculiar concepción de la redención, que cambia el sentido de la historia al cambiar la relación entre el hombre y Dios (6). La encíclica cita, en el § 13, la constitución pastoral Gaudium et Spes (§ 22): “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (las cursivas son de la encíclica). Nótese que el concilio se expresó sin precisión dogmática, con lo que introdujo un factor de indeterminación e incertidumbre: la unión se verifica “en cierto modo”, pero ¿cuál y con qué consecuencias? Precisamente dicha indeterminación le permitió a Juan Pablo II definir su concepción personal de la redención en el texto que transcribimos íntegro a continuación: «Se trata de ‘cada’ hombre porque todo hombre se halla comprendido en el misterio de la redención y porque Cristo se ha unido con cada uno para siempre a través de dicho misterio. Todo hombre viene al mundo cuando se le concibe en el seno materno, nace de su madre y se le confía a la solicitud de la Iglesia precisamente con motivo del misterio de la redención. Tal solicitud abarca al hombre entero y se centra en él de una manera absolutamente particular. El objeto de dicha atención lo constituye el hombre en su irrepetible realidad humana, en la cual permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo. Justamente a esto es a lo que hace referencia el concilio cuando, al hablar de tal semejanza, recuerda que ‘el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma’ (7) [no por Sí mismo]».

Así que, al decir del concilio, Dios quiso que esta criatura excepcional, el hombre, tuviese la razón de su existencia en sí mismo, no en el Creador: Dios hizo al hombre no sólo libre, sino también autónomo. «Se trata -como alguien puso de manifiesto- de una afirmación absurda a todas luces e incompatible con la noción misma de una creación divina de la nada, la cual constituye un dogma de fe. Contiene un error teológico manifiesto porque Dios, según se ha enseñado siempre, creó todas las cosas, al hombre inclusive, ‘por Sí mismo’ , para su propia gloria, no a causa de un valor que poseyeran intrínseca y, por ende, independientemente de Dios que las hizo» (8).

A la zaga de las huellas del concilio, para el cual el hombre es, según parece, una criatura que tiene su fin en sí misma, no en Dios, Juan Pablo II pudo afirmar que el hombre sigue siendo imagen semejante a Dios. En efecto, si el hombre había sido creado “por sí mismo”, es decir, para sí propio, ¿por qué no habría debido actuar en armonía con su naturaleza, hacerse autónomo y determinar libremente lo que está bien o está mal? Parece, pues, que la serpiente no engañó a Adán y Eva cuando los tentó diciendo: «Elohim sabe que en el día en que comáis de él [el árbol de la ciencia] se abrirán vuestros ojos, y os haréis como Elohim, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 5). De ahí que la manducación del fruto prohibido correspondiera, según eso, a las finalidades y posibilidades de la criatura y no pudiera determinar su perversión. En conclusión, el pecado no tuvo consecuencias para la naturaleza del género humano.

El absurdo de una redención inconsciente

De acuerdo con el concilio y arrancando de éste, sin más reflexión, Juan Pablo II puede seguir adelante con seguridad para aclarar a su modo que no hay contradicción entre la concepción cristiana del pecado original hereditario y la afirmación de su inexistencia en el hombre de hoy: «El hombre, tal cual Dios lo ‘quiso’ [¡sic!], tal cual Aquél lo ‘eligió’ desde toda la eternidad, tal cual lo llamó, lo destinó a la gracia y a la gloria: precisamente éste es ‘todo’ hombre, el hombre más ‘concreto’, ‘el más real’; éste es el hombre en toda la plenitud del misterio del cual se hizo partícipe en Jesucristo, un misterio del que participa cada uno de los cuatro mil millones de hombres que viven en nuestro planeta desde el momento en que se les concibe en el seno materno». El § 14 siguiente llega al “por consiguiente” y acaba de perfilar el concepto: «(...) el hombre -todo hombre, sin excepción alguna- fue redimido por Cristo, porque con el hombre -con cada hombre, sin ninguna excepción- Cristo está unido de algún modo, aunque aquél no sea consciente de ello» Nos parece que aquí se condensa el significado de una encíclica que subvierte la lógica del cristianismo y, en cuanto está en su mano, disuelve a la Iglesia.

En pocas palabras: se siguen, embrollan y confunden diversos conceptos:

1. el hombre de hoy es el que Dios quiso en el origen, a despecho del pecado original,

2. eso es posible porque todo hombre, sin excepción alguna, ha sido redimido por Cristo;

3. la redención se verificó y se verifica porque Cristo se ha unido, en cierto modo, a todo hombre;

4. todo hombre está redimido desde el momento en que se le concibe en el seno materno, aun cuando dicho hombre no sea consciente de ello.
Con esta sucesión de afirmaciones apodícticas (sin correlato alguno en las Sagradas Escrituras, ni en la Tradición, ni en los dogmas, ni en la doctrina, ni en el sentido común), Juan Pablo II se supone que explica por qué permanecen intactas en el hombre la imagen y semejanza con Dios mismo.

Así pues, la redención de todo hombre se cumple ya en el momento de su concepción, aun cuando él no sea consciente de ella (¿cómo podría serlo un embrión?), porque Cristo se ha unido, “en cierto modo”, a todo hombre. Esta afirmación genérica y apodíctica no explica en absoluto el modo de unión entre Jesucristo y el hombre, ni, por ende, la redención.

¿Qué significa “redimido” para Juan Pablo II? La palabra es sinónima de “salvado”. Así pues, todo hombre tiene garantizada la salvación eterna, la visión beatífica de Dios en el paraíso, ya desde el instante de su concepción por el mero hecho de haber sido engendrado: concebido y redimido a la vez, sin que él ponga nada de su parte.

Dada la indeterminación de los conceptos de Juan Pablo II, resulta difícil saber a qué llama él “redención”, igual que conocer qué entiende por la locución “en cierto modo”, con que caracteriza la unión entre el Hijo de Dios y el hombre. La única explicación posible del pensamiento del Papa es que Cristo se une a todo hombre y lo redime porque, al encarnarse, asumió una naturaleza humana que le fue brindada por la Virgen María madre de Dios, y tal hecho, al hacerle entrar en la historia de la humanidad, determinó, según parece, que la humanidad entera se le uniera hasta el fin de los tiempos. Ninguna otra interpretación nos parece posible (9).

Si éste es el presupuesto fundamental del pensamiento del Papa (y ha de serlo por fuerza, dado que no son posibles otras hipótesis), choca contra dificultades lógicas insuperables. Mientras que la concepción de un hombre es un hecho natural, la concepción de Jesús de Nazaret, en cambio, fue sobrenatural: una mujer, la Virgen María, le proporcionó al Verbo la carne que tomó, y se hizo hombre verdadero por obra del Espíritu Santo; san José fue el padre putativo, Dios Padre el padre verdadero. El Verbo entró en la historia como hijo de María, una hebrea descendiente de David, pero sin dejar de ser el Hijo (natural) de Dios. Para que el hombre, a su vez, llegue a ser hijo (adoptivo) de Dios, necesita un segundo nacimiento (éste sobrenatural), que constituye el efecto del bautismo (v. Juan 3, 3-5). Además, la encarnación, es decir, el abajamiento y la humillación del Verbo en la carne, no determinó automáticamente la redención universal, sino que fue necesario que aceptara la muerte de cruz de manos de los hombres (vide Mt 20, 28; 56, 28-29; Denzinger S. pár. 790); tampoco nosotros resucitaremos con Cristo si no aceptamos padecer con él (v. Rom. 8, 17). Por último, la universalidad atañe a la redención objetiva, no a la subjetiva. La redención (que, según dijimos, no se reduce a la encarnación) es suficiente de suyo para salvar a todos los hombres, mas, para que se salve cada hombre en particular (eficacia subjetiva) es menester que coopere con la gracia: «aquel Dios que te hizo sin ti no te salva sin ti...»: fecit nescientem, iustificat volentem (San Agustin, Sermo 169, 3).

La unión de Cristo con los hombres, si hubiera sucedido en el plano de la naturaleza, habría determinado sólo un lazo genérico de parentesco biológico, como el que se tiene en mente cuando se dice que todos los hombres son hermanos por naturaleza y forman una familia. Pero ya en la denominada familia humana la unión natural no basta para hacer posible la comunión fraterna, porque todo hombre es irreductible a la especie natural. Los hombres no son iguales porque no constituyen un producto de la evolución de la materia en una especie natural (es el presupuesto materialista de la democracia moderna). Por el contrario, la humanidad viviente se halla fraccionada en miles de millones de individuos, que no constituyen una naturaleza colectiva, no se unen de manera natural, sino que se asocian a lo largo de la historia (según valores, principios, intereses inmutables) en Estados, sociedades civiles, religiones, etc. etc. Y la historia registra bastantes más conflictos que colaboraciones fraternales. Todo individuo de la especie humana es una unidad fraccionaria, una parte que no puede ser el todo. No hay unión en la carne (en la Iglesia menos que en ninguna otra parte: la unión con Cristo y con los demás miembros de la Iglesia es una comunión sobrenatural de vida divina y una comunidad de bienes sobrenaturales; misión de la Iglesia es conducir a todos los hombres por el camino de la conversión y de la comunión en Dios, por lo que presumir que todo hombre ha sido ya redimido sin que él lo sepa, sin la gracia y sin la Iglesia misma, es negar la razón de ser de la propia Iglesia, es querer que ésta se suicide.

La doctrina ortodoxa de la Iglesia

La encarnación, como asociación a la naturaleza divina de una naturaleza humana particular en la persona única del Verbo, no determina la comunión automática de toda naturaleza humana con la naturaleza divina, y ningún hombre se redime en virtud de un mero parentesco biológico. Al abajamiento y humillación del Hijo de Dios en la carne ha de corresponder un proceso voluntario de ascensión espiritual de todo hombre hacia Dios, en pos de Cristo. La encarnación no fue más que el inicio de un proceso (la vida y muerte de Jesucristo) que le permite; a todo hombre que sea consciente de él y dócil a la gracia, divinizarse en el bautismo por participación, tomar su cruz y seguir a Cristo. La Iglesia es una comunidad de bautizados (es increíble que hoy se deban recordar los principios elementales del cristianismo) y renueva cada día el sacrificio eucarístico (con el que todo bautizado crece en su unión con Cristo comiendo su carne y bebiendo su sangre) para remediar cada día las consecuencias actuales del pecado original. Así se había creído siempre al menos hasta que el Novus Ordo Missae de Pablo VI decretó que «la celebración del Señor o misa es la santa asamblea o reunión del pueblo de Dios que se congrega bajo la presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor». Así pues, la misa salida del concilio, a tenor de las palabras citadas del artículo 7 originario, no renueva el sacrificio del Señor, sino que se limita a celebrar su memoria: ¿se quiso decir con esto que se había cobrado conciencia de la inutilidad de la renovación del sacrificio del Señor porque se había verificado ya la redención universal subjetiva?

De una mala teología, un nuevo ecumenismo

La “neotelogía” de Juan Pablo II ha determinado la acción política de éste en el mundo contemporáneo. La unidad del género humano no puede alcanzarse ya sólo en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, porque existe una unidad natural y mayor: la del género humano, en quien están presentes los semina Verbi [semillas del Verbo], que fecundan a todas las religiones y las hacen instrumentos válidos de salvación. La Redemptor Hominis recuerda oportunamente (§ 12) que «podemos acercarnos juntos al magnífico patrimonio del espíritu humano que se manifiesta en todas las religiones, como dice la Declaración del concilio Vaticano II Nostra Aetate». El bautismo ha dejado de ser condición indispensable para borrar la mancha del pecado original, porque Jesucristo realiza a priori la redención de todo hombre desde su concepción en el seno materno. De aquí la “fe” en el diálogo, con el que se conoce y se reconoce a todos los cristianos, acaso anónimos, y todos se salvan (10). ¿No recuerda por ventura a la torre de Babel este confuso sueño universalista? Más sencillamente, se trata de la puesta al día de la Iglesia “renovada” en la filantropía humanitaria del iluminismo, de la masonería, de la Sociedad de Naciones de Wilson, de las Naciones Unidas (11), cuyo tiempo ya está cumplido. La Iglesia, para renovarse y “ponerse al día”, se precipita en el pasado, en el pasado peor, en el pasado más pasado.

Notas:

(1) La religione cristiana, por Oskar Simmel; Enciclopedia Feltrinelli Fischer, 1962, voz Uomo, pág. 377.

(2) Parece que reaparece el error de Pelagio en tamaña perspectiva.

(3) Ben Zion Bokser, Il Giudaismo, ed. Il Mulino, 1969, págs. 167-168.

(4) op. cit., pág. 233.

(5) op. cit., pág. XV.

(6) También en la Declaración Dominus Iesus, del año 2001, Juan Pablo II se basó en un texto del concilio para desviarse de la doctrina recta sobre el pecado original y sostener la doctrina heterodoxa de la “redención universal”, como puso de relieve Johannes Döermann en sì sì no no de Abril 2001, nº 106 (edición española): «El texto del Vaticano II aducido como documento justificativo de la Declaración (Gaudium et Spes, nº 22) no enseña, sin embargo, la doctrina católica. Al texto en cuestión se le cita así: el concilio Vaticano II afirma que Cristo, ‘nuevo Adán’, ‘imagen de Dios invisible (Col 1, 15) (...) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado’. Ahora bien, según la doctrina de la Iglesia, la semejanza sobrenatural de Adán con Dios no se ‘volvió deforme’ a causa del primer pecado, sino que, a causa de dicho pecado, se perdió para la descendencia de Adán. Si, por el contrario, tal semejanza con Dios no se hubiera perdido corno consecuencia del primer pecado, sino que tan sólo se hubiese ‘deformado’, entonces la semejanza con Dios habría permanecido en el hombre aun después del pecado original, aunque de una manera deficitaria. Pero tamaña doctrina no es católica: no es más que una variante de la teoría heterodoxa según la cual la gracia se da a priori a todos los hombres».

(7) Gaudium et Spes, § 24. El Papa nos da en la encíclica, de hecho, la interpretación auténtica de la afirmación del concilio.

(8) Paolo Pasqualucci, Politica e Religione, Antonio Pellicani Editor: Roma, 2001, pág. 59 (véase también Romano Amerio, Iota Unum, Madrid, 1ª reimpresión 2003, págs. 180s.).

(9) Johannes Döermann analizó el axioma de la redención universal, que constituye el fundamento de la teología y de la acción política de Juan Pablo II (La Théologie de Jean Paul II et l'Esprit d'Assise -Volumen II, Tomo 1- Redemptor Hominis, Publicaciones del Courrier de Rome, 1992), y cita el siguiente pasaje del § 14 de la encíclica «(...) este hombre es la primera senda que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión: constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia, un camino trazado por el propio Cristo, un camino que pasa inmutablemente a través del misterio de la encarnación y de la redención». Con todo, al haber afirmado antes Juan Pablo II que “Jesucristo es el camino principal de la Iglesia”, Johannes Döermann se pregunta cuál es el camino único de la Iglesia: ¿Cristo o el hombre? La solución estriba en la unificación de los dos caminos por efecto de la unión del Hijo de Dios con todo hombre, sin especificar en qué relación se hallan las dos partes por efecto de la encarnación. «Para el Papa -escribe J. Döermann- esta unión es la revelación a priori según la cual todo hombre posee a priori la ‘existencia en Cristo’ junto con su humanidad específica e integral. Por eso el hombre redimido constituye ‘la primera senda, la senda fundamental de la Iglesia’, y el fundamento de todas sus actividades. A la revelación a priori corresponde la revelación histórica a posteriori en Cristo. Ésta consiste en el hecho de que Cristo ‘manifiesta plenamente el hombre al propio hombre’, es decir, lo vuelve consciente de su humanidad verdadera y profunda. Y lo hace ‘en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor’». De ahí que concluya Döermann lo siguiente, tocante a este punto: «¿de qué debería aún preocuparse la Iglesia si el Redemptor hominis cumplió ya en todo hombre, esencial y ontológicamente, su obra sobrenatural?» (págs. 172 y sgte.). Así pues, parece que Juan Pablo II ha unificado los misterios de la encarnación y de la redención en una acción única de Dios, en virtud de la cual la vida, la enseñanza y la pasión del Hijo de Dios encarnado constituyen una enseñanza, un ejemplo que ha de ser imitado, y se resuelven en una función pedagógica. De ahí que el presente estudio no se presente corno una novedad; no hace más que resaltar la importancia de aquella palabras sobre la “imagen de Dios” que J. Döermann citó en su contexto sin pararse a analizar.

(10) Paolo Pasqualucci, op. cit., pág. 56 s.: «El art. 1 de la Lumen Gentium atribuye a la ‘Iglesia de Cristo’ la misión universal de ser ‘señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano’. Al proceso de unificación (exterior) del mundo, que se considera en vías de realización, la Iglesia debe contribuir, según parece, haciendo que el mundo consiga ‘también la plena unidad en Cristo’ (ivi y Gaudium et Spes, 42: “La promoción de la unidad” del género humano “concuerda con la misión íntima de la Iglesia”)».

(11) El ataque radical al cristianismo se inició precisamente con Rousseau, quien negó la depravación del hombre. La naturaleza humana era para él fundamentalmente buena, sólo la civilización la había corrompido al arrancar al hombre del estado originario de bondad natural. Juan Pablo II y la Iglesia postconciliar se hallan influenciados por la filosofía humanitaria, sentimental y falsa de J. J. Rousseau (puede que sin haberlo leído y, ciertamente, sin haber aprehendido su complejidad). Le agregaron después, en un sincretismo ideológico a lo M. Homais, la fe iluminista y positivista en el progreso de la razón.

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La perversión de la vida religiosa y el “silencio” de los “perros mudos”

«Estimado y reverendo hermano:

Quizás pueda interesarle lo que sigue para su sección Semper Infideles.
Ayer por la noche, por casualidad, me enteré de que la USMI (Unión de Superioras Mayores Italianas), en la víspera inmediata del Global Forum de Florencia, ha enviado a un centenar de Superioras (tres páginas densas de direcciones sólo para las que residen en Roma) un correo electrónico invitándolas al susodicho Forum, con el objeto de concurrir a la orientación del mismo en el sentido más siniestro de los “antiglobalización” y con la perspectiva de un espacio en el interior de Fortezza da Basso para debates y momentos de silencio. El correo puede leerse en la página web de la USMI.

Hoy, cuando hasta la asociación Agnoletto rechaza ser definida como “antiglobalización” -pues la globalización es un hecho y el problema ya no se refiere a ser “anti” o “pro”, sino a la «manera en que se globaliza»- sólo faltaba que las reverendas monjas se pusieran en primera línea con comportamientos incalificables desde el punto de vista del Decreto Perfectae Caritatis, para añadir confusión a más confusión y trastornar al buen pueblo de Dios. Habría entendido una propuesta de reflexión y oración para que se evitasen los precedentes de Génova y para que las mentes se orientasen hacia propuestas de paz y de justicia.

Me habría indignado, pero no escandalizado, si alguna cabeza caliente, a título individual, se hubiese “recalentado” en dicha ocasión; pero que precisamente las Superioras Mayores soliciten la participación en reuniones de política “comprometida”, sin pensar en el ambiente y el clima al que se verían expuestas durante varios días las Religiosas participantes y sobre todo trastocando las finalidades de la vida religiosa, esto es algo que realmente escandaliza. Pero el escándalo alcanza su culmen en el silencio de los «perros que deberían ladrar (véase Isaías 56, 10) y no ladran»

Respondemos

Estimado amigo,

Gracias por su indicación. Estamos completamente de acuerdo con usted, excepto en lo que se refiere a la inocencia del decreto Perfectae Caritatis sobre la vida religiosa. En este decreto, como en casi todos los documentos del Concilio, al lado de cosas buenas, mejor dicho excelentes, pero nada nuevas, encontramos cosas nuevas para nada positivas, mejor dicho pésimas. Lo hemos documentado en esta sección al examinar a fondo el Concilio (vea por ejemplo el sì sì no no del 30 de noviembre de 2002, La cattiva pastorale nella formazione dei Religiosi). Vuelva a leer el artículo 18 del Perfectae Caritatis y aplíquelo al caso que usted nos indica: «Para evitar luego el peligro de que la adaptación a las exigencias de nuestro tiempo sea sólo algo exterior... los religiosos... según las capacidades intelectuales y el carácter de cada uno deberán instruirse de manera conveniente conforma a la mentalidad y costumbres de la vida social moderna». Considere lo que podría significar tal artículo en un clima de “diálogo” deliberado con los errores (y ya no con los que yerran para convertirlos) y obtendrá la “adaptación a las exigencias de nuestro tiempo”, no “sólo algo exterior” sino también y sobre todo algo interior, lo que nos han probado de forma no muy loable (y probablemente tras la invitación de la USMI de la que usted nos habla) también las Clarisas de Jesi, según se lee en Il Messaggero del 10 de diciembre de 2002 (edición de la región de Le Marche ): «En Jesi manifestación contra la guerra / Las Clarisas junto a los anárquicos para decir “sí a la paz” / Las monjas de clausura saldrán de forma excepcional junto a asociaciones, partidos y antiglobalización». Y: «Manifestación para la paz en Jesi con anárquicos y Monjas de clausura». Hay que decir que la manifestación pretendía celebrar el 54º aniversario (10 de diciembre de 1948) de la masónica Declaración de los Derechos Humanos y que entre varios partidos, además de los Verdes, también estaba Refondazzione Communista. El mismo redactor de Il Messaggero parece no poder creérselo y escribe: «Clarisas y anárquicos marcharán juntos para la paz. ¿Un milagro? No. Es la pura realidad. Las monjas clarisas de Jesi violarán hoy por un día la clausura para manifestarse contra la guerra [...] desfilando al lado de los anárquicos del Centro de Estudios Libertarios ‘Luigi Fabbri’...».

Los jesuitas Molinari y Gumpel ilustraron hace algunos años el procedimiento pirata por el que los neomodernistas intentaron, durante el Concilio, hundir, sic et simpliciter, la Vida religiosa, sustituyendo el texto sobre los Religiosos por un texto que trataba solamente de la vocación de todos los cristianas a la santidad. Una historia increíble, llena de sorpresas dignas de la mejor película de espionaje (cf. Molinari-Gumpel, Il capitolo VI “De Religiosis” della Costituzione dogmatica sulla Chiesa ed. Ancora, Milano, y sì sì no no del 31 de diciembre de 1987, Gli illeciti del Concilio, ed. italiana). Aquí recordaremos lo esencial. El segundo texto, quasi furtivo modo... introductum [introducido... como furtivamente], como denunció el Secretario de la Comisión para los Religiosos en su Informe del 23 de octubre de 1963, fue justificado, entre otras cosas, por el motivo “ecuménico” de que los jefes de la Reforma protestante, aboliendo la vida religiosa, habían querido derrumbar el muro de separación erigido por la Iglesia católica entre una clase privilegiada, los religiosos, y la masa de fieles, y por lo tanto era necesario que también el Concilio destruyese la opinión de que la santidad fuese monopolio de los religiosos. Naturalmente, el camino a seguir era el mismo que el de Lutero, excepto la manera, pues se trataba de sepultar la vida religiosa en el silencio y en el olvido. Esto lo impidió, sin embargo, una coalición de Padres que, en contra de las disimuladas maniobras de los modernistas, defendieron “a cara descubierta” la vida religiosa, puesto que existe «en la Iglesia por explícita voluntad de Cristo». Pero, como ya observamos, si la odisea conciliar del texto dedicado a los religiosos acabó bien, en el sentido de que el Concilio no se calló en lo que se refería a la vida religiosa, la vida religiosa, sin embargo, acabó mal. Al Concilio le siguió “el espíritu del Concilio”, y los neomodernistas, haciendo volar lo que ellos mismos definieron “bombas de relojería” escondidas en los locuaces textos del concilio, han conseguido imponer en la práctica postconciliar incluso lo que no habían conseguido imponer descubiertamente en la teoría de los documentos conciliares.

En cuanto a los “perros que deberían ladrar pero no ladran”, es cierto, pero sólo hasta cierto punto, en Roma, ya que en ella se está efectuando tácitamente la “descentralización”, o sea la transferencia del poder central de la Sede de Pedro a cada Obispo por separado en nombre de la “colegialidad” (inventada durante el Concilio, frenada por Pablo VI bajo la presión de los Obispos fieles -con la Nota praevia a la Lumen Gentium- pero recuperada en el postconcilio: el Papado está reducido cada vez más a una oficina de mera representación y se disuade de presentar recursos a Roma dejándolos caer en el vacío). En las Diócesis las cosas funcionan de otra manera y existen “perros-pastores” que ladran, ¡y cómo! Por ejemplo, monseñor Noyer, Obispo de Amiens, tras haber reñido al abad Philippe Sulmont, párroco de Domqueur, por querer anunciar «una nueva cruzada contra el Islam y contra el mismísimo Corán” (sólo por haber documentado y recordado lo que todos saben sobre el Islam), le recuerda que «esto no es conforme a la posición de la Iglesia católica matizada por el Concilio en la declaración ‘Nostra Aetate’» (como si ésta hubiere felizmente “matizado” y no contradicho clamorosamente la posición de la Iglesia católica frente al Islam). Tras lo cual, el Obispo de Amiens se ha sentido autorizado a sustituir al abad Sulmont por un párroco más en la línea del Concilio Vaticano II. Como puede comprobar, hay “perros” que ladran (e incluso muerden), pero no contra los lobos, sino contra lo que queda del fiel rebaño.

1- Periódico italiano
2- Región italiana del centro-norte, siendo Jesi una de sus ciudades

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Familia y Sagrada Familia

Se sabe que, durante su juventud, Jean Guitton escribió un libro sobre la Virgen: «Había escrito que, en el momento de la Encarnación, la Virgen no conocía la divinidad de Cristo... creo que sólo hay una Encarnación, pero dos Anunciaciones». Según él, de hecho, en la Anunciación relatada por el Evangelio, el Ángel le dijo a la Virgen que iba a ser la Madre del Mesías, lo que no es lo mismo que ser la Madre de Dios.

Guitton, pues, dedujo que «un día la Virgen recibió otra Anunciación bien diferente». Jesús debía de tener aproximadamente tres años, y la Virgen «recibió la visita de un ángel que le comunicaba que su niño no era un hombre, sino Dios». Eso es todo. Se sabe que este libro iba a prohibirse, pero fue salvado por la intervención de Giovanni Battista Montini, quien lo consideraba «el texto más bonito escrito sobre la Virgen». (L’Infinito in fondo al cuore - Dialoghi su Dio e sulla fede con Francesca Pini [El Infinito en el fondo del corazón - Diálogos sobre Dios y sobre la fe con Francesca Pini], Mondadori, 1998).

Si la deducción de Guitton fuese verdadera, la Virgen, sin saber toda la verdad sobre los designios de Dios, no habría pronunciado un verdadero “Fiat”, sino solamente un “Fiat” a medias. ¿Qué valor tiene, de hecho, el “Fiat” que nos relata el Evangelio, si este consentimiento tuvo que completarse con un segundo “Fiat” del que, por otra parte, el Evangelio no dice nada? María, pues, no habría concebido al Verbo de Dios en el espíritu antes de concebirlo en la carne, según la bella expresión de San Agustín. Dios no suele hacer las cosas a medias pero Guitton, se sabe, siempre ha tenido una imaginación muy desbordante.

Estas ideas contrarias a la Fe católica me han llevado a aclarar las mías (véase la serie de artículos sobre la Santa Misa, sobre el sacerdocio, sobre la vida religiosa, sobre el matrimonio, la familia y la juventud) con pensamientos sobre la Sagrada Familia, la Virgen y San José. Ésta será mi manera de honrar más aún la Inmaculada, Virgen y Madre, y la familia católica.

El verdadero espíritu católico es un espíritu de familia: De hecho, Dios, cuando quiso salvar a la humanidad, restauró al hombre haciéndose hombre, restauró a la mujer, cuyo fin es la maternidad, haciendo de una mujer la Madre de Dios, pero también ha restaurado a la familia, haciendo nacer a su Hijo en una familia humana real. San José ha sido, de hecho, el esposo verdadero, aunque virgíneo, de la Madre de Dios, y el verdadero padre de Jesús, no según la carne sino verdadero padre con toda la autoridad ligada a la paternidad, con todos sus privilegios, sus deberes y sus derechos. Se ve, de hecho, que Dios siempre trata a San José como a la verdadera cabeza de la Sagrada Familia, y respeta su autoridad paterna: el ángel comunica las órdenes divinas a la Sagrada Familia a través de San José; la Virgen misma se subordina perfectamente a la autoridad de San José, dejándole decidir y gobernar a la familia. Es, pues, en el contexto natural de la familia donde Dios ha querido cumplir la obra de nuestra redención, y esta obra es perfecta sólo porque se cumple en una familia restaurada según el deseo primigenio de Dios. Y ahora, esta familia restaurada es el modelo de toda sociedad humana -civil o religiosa- en manos de una autoridad que debe ser paternal para seguir la voluntad de Dios. No es una casualidad que el nombre de “padre” se le dé a las dos autoridades más altas y verdaderas, las dos autoridades concedidas directamente por Dios a los hombres sin ninguna intervención humana: la autoridad en la familia y la autoridad espiritual en la Iglesia.

La paternidad, sin embargo, es una realidad demasiado grande y, en la familia humana, el padre solo no puede llevar a cabo todo lo que está contenido en el concepto de paternidad. Por eso la paternidad humana debe completarse con la maternidad. Esto está conforme a la naturaleza de las cosas creadas y humanas.

Pero cuando se trata de Dios, la cosa cambia. Alguien le ha atribuido a Tertuliano esta profunda expresión: «Nadie es tan madre como Dios»: nemo tam mater. La paternidad divina, de hecho, contiene de manera esencial lo que la paternidad humana no puede contener. Dios es espíritu purísimo, y no está caracterizado por el sexo. Por lo tanto no es, formalmente, ni padre ni madre, pero contiene en sí mismo todas las perfecciones de la paternidad y de la maternidad de las que Él es causa. Por lo tanto, si nadie es tan padre como Dios, (nemo tam pater), nadie es tan madre como Dios (nemo tam mater). Entre los hombres, el padre necesita a la madre, y el hijo necesita al padre y a la madre. Dios, en cambio, contiene en la simplicidad de su perfección tanto la maternidad como la paternidad: Dios basta para todo.

Estas reflexiones son necesarias también para tenerle una justa devoción a la Virgen. Cuando, por ejemplo, decimos: Dios es mi padre y la Virgen es mi madre, todo va bien, pero no debemos imaginar que la Virgen esté allí para completar a Dios: «Solo Dios basta», proclamaba Santa Teresa, y hemos visto en qué sentido se le puede atribuir a Dios incluso la maternidad. Nosotros los hombres, sin embargo, necesitamos que la maternidad de Dios se encarne en figura humana, en una madre que, como nuestras madres, sea una mujer. ¡Y he aquí a la Virgen!

Viendo así las cosas, todo adquiere un esplendor inesperado: Dios por encima de todo, Dios basta para todo, pero, ya que Dios es un misterio y habita en una luz inaccesible, necesitamos tener también en la vida sobrenatural a una madre hecha, por así decirlo, de carne y sangre, una madre que sea una mujer, así como lo son nuestras propias madres, y he aquí a la santa Virgen.

Ahora también podemos entender por qué y cómo la familia humana comporta y exige un reparto de papeles y de atribuciones. Si Dios, Padre divino, basta para todo, el padre humano no basta para todo. En la familia humana, incluso el padre más generoso y dedicado no puede bastar para todo. Pero tampoco la madre sola puede bastar. Hay, pues, un reparto necesario entre el padre y la madre en todo lo que concierne el matrimonio y la familia, y en particular la educación de los hijos. La paternidad del hombre exige su compleción en la maternidad de la mujer. La maternidad sale, si así podemos decir, de la paternidad como su ayuda más indispensable. Y ésta es la palabra de la Escritura: adiutorium. La primera madre, pues, la «madre de los vivientes», Eva, salió del corazón del primer padre, Adán. Por voluntad divina, la maternidad es, pues, una participación de la paternidad: proviene del corazón de la paternidad así como Eva fue extraída del corazón de Adán.
Siempre hace falta volver a estas nociones esenciales y primordiales para no confundirlo todo.

La familia será cristiana, católica, o no será. Sólo la Iglesia, sólo la doctrina católica puede garantizar y asegurar hasta el final incluso las verdades del orden natural. Sólo la Iglesia católica salvará la familia, devolviéndola a su institución divina, así como ella sola ha salvado el matrimonio. Jesús siempre refería a sus interlocutores al Edén cuando hablaba del matrimonio: ab initio non fuit sic, “al principio no era así”. Arrancaba, pues, al matrimonio y la familia de todos los compromisos humanos que estropeaban el designio divino, para restaurar el orden divino en las cosas humanas.

En la familia del Edén todo, pues, sale del corazón del padre, y la maternidad completa lo que la paternidad humana no puede dar o realizar por sí sola. En la Sagrada Familia, en cambio, San José es la cabeza del orden jerárquico, pero, en el orden de la gracia, todo nace del corazón de María. ¡Esto es realmente admirable! Así como el demonio había iniciado su obra de ruina por la mujer, Dios quiso iniciar en la mujer la obra de la Redención. Por eso, mientras el primer Adán fue creado en la edad adulta, el segundo Adán, Jesús, nació niño de una mujer. Nuestro Señor es obra entera de la Virgen, como ningún hijo fue ni será nunca obra de su madre: menos su alma, creada por Dios como todas las almas humanas; toda la humanidad de Jesús viene de María. María es la única progenitora de Jesús, que lo es todo: el Padre de los siglos, el Esposo de la humanidad, el Hijo de Dios, hijo del hombre, hijo de la mujer.

Pero del corazón de María también proviene San José. Hace falta resaltar este punto porque quizás sea uno de los aspectos más bellos de la devoción a San José. También hace falta decirlo para mayor gloria de la verdadera Madre de los vivientes, de la Madre de todos los santos que son los verdaderos vivientes, más vivientes cuanto más santos, y por lo tanto más hijos de esta única Madre.

Como muchos han dicho antes que yo, pero lo repito con profunda emoción, ¡San José es, en el orden invisible de la gracia, hijo de María! Es aquel que se ha entregado completamente a la acción santificadora de la Santísima Virgen. Sabía que era muy santa, perfectamente pura... la amaba con un amor incomparable y reverente, y lo ha recibido todo de su Corazón Inmaculado para establecerse en el nivel de virtud necesario para ser el jefe de aquella que sería la Sagrada Familia.
Como en el Edén, de hecho, toda familia debe constituirse antes de que lleguen los hijos porque el orden divino comporta que el hijo pueda florecer normal y legítimamente sólo en la familia. Éste es un principio universal que funda la necesidad del matrimonio antes de la concepción de los hijos. Es, por lo tanto, la familia la que debía nacer primero de María, y luego el Hijo. Para eso, hacía falta que del corazón de María primero saliese José, primer hijo de María, así como Eva había salido del corazón de Adán antes que los hijos.

En cuanto se vio delante de María, José sintió la plenitud de su gracia, de una gracia fecunda de tal sobreabundancia que todos habían de participar de ella, y él fue el primero en sentir que había de adecuarse a ella como el más fiel de sus siervos y el más fiel de sus hijos. Él sintió la desproporción inefable entre la gracia de María y la que le sería concedida en María y por María. Igual que Eva había sido dada a Adán como ayuda idónea prestada por la sabiduría divina, así José se dio cuenta de que había sido dado a María en calidad de adiutorium simile, según las palabras del Génesis. Todo fue así desde el comienzo, entre José y María. Luego tuvo lugar el anuncio de San Gabriel, sepultado en el silencio de María, y la prueba terrible de José, la cual podría haber provocado una reprobación en un alma menos santa. Luego, está la otra intervención angelical para revelarle la maternidad divina: «No temas en acoger en tu casa a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella es obra del Espíritu Santo». María es la Madre de Dios, la Madre del Redentor y de los redimidos y, por lo tanto, también es la madre de San José, que puede exclamar junto a todos los Santos, y más fuerte que ellos: Mater Dei, mater mea!

En cuanto supo que María era la Madre de Dios, se sometió más que nunca a su acción de gracia. Tenía la gran suerte de vivir siempre con ella, en su intimidad, en su casa, y la casa de María es la casa de la oración. La casa de José, la cual era la casa de María, era pues la casa de la oración, y José conoció y penetró este misterio de su casa, que era al mismo tiempo la casa de María y del Señor. Estando en la casa de la oración, delante de la que es oración viviente, testigo altísimo y humilde de este esplendor escondido de todos, adivinaba los abismos y las cimas de la oración de María, entraba tras ella y con ella en todos los secretos divinos. Decía y repetía la fervorosa oración que los apóstoles le rezarían un día a su Hijo: “Enséñanos, enséñame a rezar. Estoy en tu casa, que es casa de oración. Enséñame a rezar”. Desde aquel momento, ex illa hora, José se hace discípulo de María, discípulo obedientísimo. Se convierte en el hijo de María. La toma, como lo hará San Juan, en todas las intimidades de su vida de santo, accepit eam in sua [la recibió en su casa]; la toma como madre de la vida divina en él, pues todo le llevaba al: ecce mater tua! [he aquí a tu madre], sobre todo después de que Jesús se escondiera dentro de Ella.

En San José, que no conocemos bastante, en este admirable Santo que ya era santo y que se hizo santo cada vez más, toda la santidad venía del corazón de María. Es precisamente esta santidad la que le permitió ser el padre de la Sagrada Familia, ejercitar su autoridad, cumplir su sublime misión, olvidándose a sí mismo y abandonándose totalmente a la divina providencia. Es María quien le santificó. El esposo fue santificado por su santa esposa, según la ley que proclamará San Pablo. Todo, en él, viene de la plenitud de la gracia del Corazón Inmaculado de María. Sí, en verdad José es, en el orden temporal, el primer hijo de María, incluso antes de la Anunciación y del misterio de la Encarnación. Esto era necesario para constituir la Sagrada Familia, antes de la venida del Hijo, aunque Jesús, en el orden más alto de las causas, es el primer Hijo de María porque la maternidad divina de María sólo concierne a Jesús y la maternidad sobrenatural de María sobre todos los hombres y sobre cada hombre deriva, en ella, de su maternidad divina.

Ya que la paternidad de Adán y la maternidad de María son tan sublimes, nos podríamos preguntar cómo no bastaron para todo, así como la paternidad de Dios basta para todo.

En el orden humano, ya lo hemos dicho, ningún padre basta para todo. Dios, por eso, pone a Eva al lado de Adán. Además, lo que más puede sorprender: ninguna madre, ni María, basta para todo. Dios, por ello, pone a José al lado de María. Nada, parece ser, puede darnos una idea más alta de la constitución divina de la familia, pues esta constitución ha sido impuesta por Dios a la mismísima Sagrada Familia. María no era bastante y José era necesario para que la Sagrada Familia se constituyese. Era una parte integrante de ella, indispensable y, por ello, siervo fiel y prudente por excelencia, fue constituido sobre ella, sobre la familia de Dios, quem constituit Dominus super familiam suam [a quien Dios constituyó sobre su familia].

Es necesario reproducir en las familias cristianas los dos grandes modelos propuestos por la Sagrada Escritura. Todo ha de venir al mismo tiempo del corazón del padre y del corazón de la madre. Entonces tendremos la familia ideal, perfecta, el perfecto equilibrio entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, equilibrio que nunca se realiza y que siempre hay que buscar, sin cansarse, y con el deseo de mejorar siempre.

Todo esto nos llevará a considerar un aspecto muy importante de la devoción a María. Se considera en ella la Virgen en su pureza ideal. Esto es muy importante. ¿Pero en las familias se considera bastante a la Virgen como la Madre, la que debe ser nuestra Madre, Madre de los hijos, que debe reinar como Madre de nuestro hogar?

Desgraciadamente, la devoción a la Virgen no tiene siempre esta plenitud o esta amplitud.

Sólo la paternidad de Dios supera y domina la maternidad de María, y todo debe entrar bajo la influencia de esta maternidad, todo debe estar impregnado de ella. María es la Virgen, sí: Ecce virgo, pero sobre todo es la Madre: Ecce mater. Es así que Dios nos la ha presentado: Ecce mater tua, ecce filius tuus.

Es María quien debe hablarnos de estas realidades demasiado grandes para ser entendidas, para ser dichas y, aún más, para ser vividas. Ojalá su Corazón Inmaculado las estampe en el fondo de nuestros corazones y de nuestras almas, dándoles vida y haciéndonos fieles al vivirlas.

Un sacerdote

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