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Verano 2006

Una entrevista de consecuencias funestas

Probemos a figurarnos por un momento el trabajo de la carcoma en un bello armario de sacristía, antiguo y de madera preciosa.

El bicho trabaja desde dentro, lentamente, sin dar ninguna señal exterior, salvo algún pequeño rumor de vez en cuando. La gente pasa, admira o utiliza ese mueble, lo ve siempre igual, mientras el comején prosigue inexorablemente su trabajo.

Acaso solo el sacristán prueba a referirle al párroco esos extraños rumores, sin obtener más respuesta que movimientos de cabeza o alguna sonrisa compasiva por su “fijación”. Al cabo de un tiempo, dicho mueble, de apariencia sólida, se desploma.

Sustituyamos ahora el mueble antiguo por el antiguo dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, y el comején por el cardenal Georges Cottier, teólogo de la Casa Pontificia (sólo a titulo de comparación y sin querer faltarle en modo alguno al respeto a Su Eminencia): obtendremos así un fresco de la entrevista que concedió Su Eminencia a Roberto Beretta para las páginas de un informe sobre la Iglesia publicado por Il Timone (1). El cardenal, en efecto, salva sólo la fachada del dogma, pues lo vacía de su significado.Reproducimos el pasaje de la intervención para que nuestros lectores puedan tenerlo a la vista a lo largo de toda nuestra crítica.Así responde el cardenal a la petición del entrevistador de que aclare el sentido del principio Extra Ecclesiam Nulla Salus:

«El sentido es éste: el que rechaza a la Iglesia sabiendo lo que rechaza, tras haber visto claramente en su espíritu qué es la Iglesia, cuerpo místico y esposa de Cristo, querida por Él y nacida de su costado, ése está fuera de la salvación eterna porque se coloca fuera del misterio. Pero éste no es el caso de la masa inmensa de cuantos no conocen a la Iglesia porque son ignorantes, o bien a causa de algún malentendido; éstos no pueden ser condenados por el pecado de rechazar la luz, un pecado que no han cometido. Se les juzgará más bien a partir de la luz a la que fueron fieles en su conciencia. En este caso es más fundamental la afirmación de que Dios quiere la salvación de todos; y la salvación deriva siempre de la gracia de Cristo, la cual sigue caminos que no conocemos, dice el Concilio. Todos los que sigan de buena fe tales caminos, en el respeto a la [propia] conciencia, se salvarán incluso sin el bautismo de agua» (2).

Parece a primera vista que esta afirmación deja íntegro el dogma de la necesidad de la Iglesia para la salvación y que se refiere a la doctrina del bautismo de deseo. El propio entrevistador se queda casi “fascinado” por las explicaciones del cardenal Cottier: «Si es verdad que la capacidad de los verdaderamente “grandes” es la de explicar las cosas difíciles con sencillez y pasión, pues bien, entonces parece realmente que Georges Cottier tiene bien merecido el título de ‘eminencia’...» (3).Parece..., ¡pero a veces las apariencias engañan! Procedamos por ello al análisis de la afirmación de Cottier, procurando hacer emerger los puntos problemáticos y las insidias que esconde.

¿“Ver en el propio espíritu” o conocer?Ya las palabras introductorias suscitan cierta perplejidad: “el que rechaza a la Iglesia sabiendo lo que rechaza, tras haber visto claramente en su espíritu qué es la Iglesia, cuerpo místico y esposa de Cristo, querida por Él y nacida de su costado, ése está fuera de la salvación eterna”.Cótejese esta afirmación con la que nos transmite la Tradición:

«Nadie se salvará si, conociendo que la Iglesia fue fundada por Cristo, rechaza, con todo, someterse a ella» (4).

Se viene a los ojos, sin duda, la gran diferencia que media entre la expresión que usa el cardenal Cottier (“tras haber visto claramente en su espíritu”) y la afirmación directa del Santo Oficio (“conociendo”). Se considera en el primer caso la dimensión subjetiva (la aparición clara al espiritu); en el segundo se hace referencia a la certificación objetiva del conocimiento. Dicho con más claridad: según la línea tradicional, cualquiera que sepa, por medio de la predicación, que Jesucristo, Dios encarnado, fundó la Iglesia católica, está obligado en conciencia a someterse a ella, precisamente por el hecho de que la quiso Nuestro Señor de manera positiva.

Por otro lado, a quienquiera que albergue alguna duda tocante a este punto le corre el deber de salir de ese estado de incertidumbre, valiéndose de las pruebas que la apologética católica puede suministrarle para alcanzar una certeza razonable.

Tales pruebas son objetivamente suficientes para fundamentar el acto de sumisión de la voluntad.La expresión del cardenal, en cambio, es vaga como mínimo; ¿qué significa “ver claramente en su espíritu”? ¿En qué relación se coloca este género de conocimiento respecto del que se adquiere por conducto de los sentidos y de la inteligencia? En realidad, la expresión del cardenal induce a error porque deja en la sombra que el verdadero problema estriba en saber que Cristo fundó la Iglesia católica y, por ende, en adherirse a ella.

Esta adhesión de la voluntad puede verificarse en función de recorridos perfectamente diferentes: algunos muy breves, sin más que haber escuchado las palabras de un sacerdote, de los propios padres, de los catequistas, etc.; otros más largos y tortuosos. Pero el caso es que este elemento vinculante para la fe se presenta a la inteligencia por conducto de mediaciones (salvo casos excepcionales), cuya credibilidad puede examinar cada cual para llegar a una claridad suficiente. La claridad de la inteligencia se halla al final del recorrido, y si no se la alcanza de manera satisfactoria, la culpa es sólo nuestra por haber tenido a nuestra disposición todos los medios necesarios para conseguir dicho objetivo. No hay necesidad de ninguna iluminación especial del espíritu para conocer con certeza que Cristo fundó una iglesia y cuál fue la que fundó.
 

Cómo nadar y guardar la ropa

Sin embargo, el punto verdaderamente problemático es otro. El cardenal-teólogo sabe bien con cuánta continuidad y decisión la Tradición enseña, ratifica y advierte que “fuera de la Iglesia no hay salvación”.

Es en la encíclica Summo Jugiter donde el papa Gregorio XVI resume las afirmaciones decisivas de la Tradición al respecto: «San Ignacio mártir les decía en su carta a los fieles de Filadelfia:
 

‘No os engañéis, el que se adhiere al autor de un cisma no entrará en el reino de Dios’ (San Ignacio, Epist. ad Philadel., nº 3). San Agustín y los demás obispos del África, que se habían congregado en el año 412 en el concilio de Litra, dicen al respecto: ‘Quien está fuera del seno de la Iglesia católica no gozará de la vida eterna por laudable que sea su conducta, y la cólera de Dios está sobre él a causa del crimen de que es culpable, es decir, de vivir separado de Jesucristo’ (San Agustín, Epist. 141, 5) [...] San Gregorio Magno [...] atestigua expresamente que la doctrina católica sobre tal asunto es ésta: ‘La santa Iglesia universal, dice, enseña que no puede adorarse realmente a Dios más que en su seno; afirma que todos los que están separados de ella no podrán salvarse’ (San Gregorio, Moral, in Job. 14, 5). En el decreto sobre la fe publicado por otro de nuestros predecesores, Inocencio III, se declara asimismo, de acuerdo con el cuarto concilio ecuménico de Letrán, ‘que no hay sino una sola Iglesia universal, fuera de la cual nadie puede salvarse en modo alguno’ (Denzinger 430)» (5).El Santo Oficio intervino muy claramente sobre la necesidad de pertenecer a la Iglesia para salvarse y sobre las consecuencias de tal verdad: «nadie se salvará si, conociendo que la Iglesia fue divinamente fundada por Cristo, se niega, con todo, a someterse a ella, o bien se aparta de la obediencia al Pontífice Romano, vicario de Cristo en la tierra» (6). Ahora está claro que, siendo voluntad manifiesta de Dios que todos los hombres se salven, «cuando uno se halla en el estado de ignorancia invencible, Dios acepta un deseo implícito, que se llama así porque se incluye en esa buena disposición del alma según la cual desea uno conformar la propia voluntad con la de Dios» (7). En efecto, si el ignorante llegara a saber que la Iglesia católica la fundó Dios, se sometería de inmediato, supuesta su buena disposición, a la voluntad de Éste. «Sin embargo -advierte el Santo Oficio-, no se crea que baste para salvarse cualquier especie de deseo de entrar en la Iglesia. El deseo con que alguien se adhiere a la Iglesia debe hallarse vivificado por la caridad perfecta. Un deseo implícito no puede producir su efecto si no se posee la fe sobrenatural, ‘por cuanto el que se llega a Dios debe creer que Dios existe, y que es remunerador de los que le buscan’ (Heb 11, 6)» (8).

La Iglesia no ha pretendido nunca establecer cuántos y cuáles son los que están en tal situación de ignorancia invencible y de deseo sobrenatural implícito. El cardenal Cottier, en cambio, sabe a ciencia cierta, quién sabe en virtud de qué don particular, que ésa es la situación “de la masa inmensa de cuantos no conocen a la Iglesia”. Éstos, según el cardenal, o “no conocen a la Iglesia porque son ignorantes (afirmación que no pasa de ser una tautología, como que quien no conoce es ignorante por definición; de ahí que sea como decir que “son ignorantes por ignorancia”), o bien a causa de algún malentendido”.

¿Cuál es, en síntesis, la “táctica” de Cottier? Advierte la imposibilidad de negar el dogma Extra Ecclesiam Nulla Salus sin chocar abiertamente contra dos milenios de cristianismo: entonces reafirma el dogma, pero lo vacía de su significado real al presuponer, ilícitamente, la ignorancia invencible de la mayor parte de los que siguen fuera de la Iglesia. ¡Así se puede nadar (salvar el dogma) y guardar la ropa (salvar el diálogo ecuménico)!

Pero el cardenal Cottier no “siente con la Iglesia” al obrar de este modo, puesto que ésta, así como no juzga las conciencias de los individuos, así y por igual manera tampoco admite que estén limpios de culpa, en su situación objetivamente grave, todos los que se hallan fuera de la contextura visible de la Iglesia católica. Por eso la Iglesia no cesa de amonestarlos como una buena madre:

«Aprovechen, pues, todos los ‘que no poseen la unidad y la verdad de la Iglesia católica’ (S. August., Ep. LXI al. CCXXII), la ocasión de este Concilio, en que la misma Iglesia católica, a la cual pertenecían sus padres, da una nueva prueba de su estrecha unidad y de su invencible vitalidad; y satisfaciendo las necesidades de su corazón, esfuércense por salir de ese estado, en el cual no pueden estar seguros de su propia salvación»
(9).

Pío XII no hace sino seguir las huellas de su predecesor al escribir:

«Con ánimo desbordante de amor, invitamos a todos a secundar espontáneamente los impulsos interiores de la gracia divina y a hacer todo lo que esté en su mano para sustraerse a las condiciones actuales, con las cuales de cierto que no pueden sentirse seguros de su salvación [porque] se hallan privados de los muchos dones y ayudas celestiales que sólo en la Iglesia católica es dado gozar»
(10).

Aún más fuerte es el llamamiento del Santo Oficio a los que, otrora católicos, se oponen a la Iglesia o creen que pueden prescindir de ella:

«Los que corren el grave riesgo de oponerse a la Iglesia deben considerar seriamente que, una vez que ‘Roma ha hablado’, no pueden dejar de hacerle caso ni siquiera alegando que obran de buena fe
[...] Saben que son hijos de la Iglesia, la cual los alimenta afectuosamente con la leche de la doctrina y con los sacramentos, y que no pueden alegar ya la excusa de la ignorancia después de oír la voz de su madre: su ignorancia es culpable. Sepan éstos que se les aplica sin atenuantes el principio según el cual ‘la sumisión a la Iglesia católica y al Sumo Pontífice es necesaria para la salvación’» (11).

Una omisión pasmosa

La siguiente es otra afirmación muy peligrosa del cardenal Cottier (peligrosa porque juega con la ambigüedad de los términos):

“La gracia de Cristo sigue caminos que no conocemos, dice el Concilio. Todos los que sigan de buena fe tales caminos, en el respeto a la propia conciencia, se salvarán incluso sin el bautismo de agua”.

Lo problemático de esta aserción estriba en la primera proposición, de cuyo sentido depende la verdad o falsedad de todo el resto. Se atribuye de un tiempo a esta parte las cosas más increíbles a la inspiración del Espíritu Santo y a la de la gracia, desde el ecumenismo a las mismas religiones falsas, pasando por los encuentros interreligiosos. La frase no puede dejar de sonar algo siniestra con tal escenario de fondo.También esta vez cotejaremos la aserción de Cottier con la enseñanza tradicional.

«Es sabido de Nos y de vosotros -escribe Pío IX- que quien, por desgracia, ignora invenciblemente nuestra santísima religión, pero observa con diligencia la ley natural con sus preceptos esculpidos por Dios en el corazón de todos y está presto a obedecer a Aquél, llevando una vida justa y honesta, puede conseguir la vida eterna en virtud de la luz y la gracia divinas, porque Dios, que escruta, conoce y ve a la perfección la mente, el alma, los pensamientos y los hábitos de todos, no permite, en su suma bondad y clemencia, que sea castigado con las penas eternas quien no haya cometido culpa voluntaria» (12).

Según eso, la observancia de la ley natural (cosa que falta en la exposición del cardenal), cuyo conocimiento es accesible a las facultades humanas, es condición indispensable para que se salven cuantos se hallan, “por desgracia”, en la condición de ignorancia invencible.

Lo ponemos de relieve porque mientras Cottier subraya una vez más la dimensión subjetiva del “respeto a la [propia] conciencia”, la Iglesia no deja de resaltar la exigencia de un criterio objetivo, como lo es precisamente el respeto a la ley natural.

Bien es verdad que la gracia obra de una manera que ignoramos, pero los efectos que produce son constatables objetivamente.

¡La gracia no puede lanzar a nadie por sendas contrarias a la ley natural, o a la divina positiva, revelada por Dios abierta y explícitamente! En otras palabras, aunque la sinceridad de la conciencia es necesaria, con todo, no constituye un elemento suficiente.

A la sinceridad de la conciencia (dimensión subjetiva) se le debe unir la rectitud de ésta (elemento objetivo):

«Así pues
-escribe Santo Tomás-, si la razón o la conciencia es errónea por un error directa o indirectamente voluntario tocante a cosas que uno está obligado a saber, tal error no exime de pecado a la voluntad que sigue a la razón o a la conciencia errónea [...] Si la razón errónea afirmara, p. ej., que un hombre está obligado a yacer con la mujer de otro, la volición que se conformara con tal razón sería pecaminosa, puesto que tal error proviene de la ignorancia de la ley de Dios, que estamos obligados a conocer» (13).

Se puede comprender ahora por qué la Iglesia se ha negado siempre a afirmar que puede salvarse todo el que siga su religión con conciencia sincera. El Papa Pío IX excluye el criterio subjetivo como suficiente para la salvación, y no vacila en condenar un libro de Francisco de Paula González Vigil, que «enseña que cada cual es libre de adherirse a la religión que juzgue verdadera a la luz de la razón y, por ende, de profesarla» (14), y repite la condena de esta tesis en el Sílabo, nn. 40, 41 y 42.Son fundamentales estas precisiones sobre la exigencia de adherirse, como mínimo, a la ley natural, cognoscible de todos, por lo que sorprende que Cottier ni siquiera aluda a ellas.
 

La pertenencia a la iglesia

Después de haber hecho frente a la entrevista del cardenal Cottier con argumentos ad hominem, juzgamos útil una aclaración del problema de la pertenencia a la Iglesia.

La tradición nos declara tres condiciones necesarias y suficientes para pertenecer objetivamente a la Iglesia católica, condiciones muy claras, muy bien resumidas en la Mystici Corporis:

«Pero entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo y profesan la verdadera fe, y ni se han separado miserablemente ellos mismos de la contextura del Cuerpo, ni han sido apartados de él por la autoridad legítima a causa de gravísimas culpas
[...] Así que, como en la verdadera congregación de los fieles existe un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber más que una sola fe (Ef 4, 5); y, por tanto, quien rehusare oír a la Iglesia ha de ser tenido, según el mandato del Señor, por gentil y publicano (Mt 18, 17). Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por el gobierno no pueden vivir en este único Cuerpo y de este único Espíritu» (15).

Conque la pertenencia al cuerpo místico de Cristo es condición necesaria para estar unidos también a la cabeza y obtener así la salvación. Esta condición es necesaria, pero no suficiente, como que para salvarse es menester, además de pertenecer a la Iglesia, hallarse en estado de gracia.Esquematizando, se puede afirmar que:

a) Tres son las condiciones para pertenecer a la Iglesia:

- Estar bautizado:

«Lo que viene en primer lugar y se requiere principalmente para que alguien sea miembro de la Iglesia es el carácter bautismal, recibido realmente y no sólo en la imaginación. Es tal la fuerza de este carácter, que integra siempre al hombre en la unidad del cuerpo de la Iglesia católica...»
(16).

- Profesar la fe verdadera:

«aunque el carácter bautismal sea suficiente de suyo para incorporar al hombre a la verdadera Iglesia católica, con todo, para que tenga tal efecto se requieren dos condiciones en los adultos. La primera es que el vínculo de la fe no lo impida una herejía formal o incluso sólo material...»
(17).

- Sumisión a la autoridad legítima:

«La otra condición que se requiere para los adultos esque no se encuentre obstaculizado o disuelto el vinculo de la comunión, un vínculo que puede destruirse de dos maneras. La primera es por obra del propio hombre, es decir, por un cisma
[...] La segunda es por una sentencia de la autoridad eclesiástica, esto es, por una excomunión que tenga plena y perfecta razón de ser tal» (18).

b) Las condiciones para salvarse son dos:

- Pertenecer a la Iglesia.-

Hallarse en estado de gracia.

Mas antes de abordar el problema de quien no pertenece a la Iglesia sin culpa por su parte, importa aclarar algunos puntos para despejar toda confusión entre las dos condiciones para salvarse.

En efecto, dados el bautismo, la fe y la obediencia a la autoridad legítima, se pertenece siempre a la Iglesia; pero se puede ser miembro vivo de ésta (es el caso de quien se halla en estado de gracia), o bien miembro muerto (es el caso de quien se halla en pecado mortal y, por ende, privado de la gracia).Sin embargo, una cosa es ser miembro muerto de la Iglesia y otra muy distinta no formar parte de ella en absoluto. Más claro todavía: una cosa es ser católico en estado de pecado mortal y otra no ser católico en absoluto.

Para salvarse el primero sólo necesita arrepentirse y confesar sus pecados a fin de recibir la absolución sacramental; el segundo, en cambio, necesita o hacerse bautizar (si nunca hubiese recibido el bautismo), o abjurar de sus errores y volver al redil de Cristo si se tratara de un hereje público.Se suscitó una confusión tremenda con el concilio sobre este punto; baste pensar en el hecho de que se abrogó la obligación de abjurar para los que se convierten de sectas heréticas y/o cismáticas.

Volvamos ahora a cuantos no son miembros del cuerpo místico de Cristo porque no están bautizados.Si éstos se hallan en tal condición por ignorancia invencible (estado que sólo Dios conoce), pueden pertenecer a la Iglesia in voto (o bien, como se suele decir, pueden pertenecer al “alma” de la Iglesia):

«Es dogma de fe que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia. Sin embargo, quienes ignoran invenciblemente a Cristo y a su Iglesia no serán condenados a las penas eternas a causa de tal ignorancia. En efecto, ellos no son culpables de falta alguna a los ojos del Señor, que quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad, y que no se niegue la gracia que le permitirá alcanzar la justificación y la vida eterna a quien haga lo que esté de su parte. Dicha vida eterna, en cambio, no la obtiene quien sale de esta vida temporal separado, por su propia culpa, de la unidad de la fe y de la comunión con la Iglesia»
(19).

Es el Papa Pío IX quien delinea con mucha claridad, en un pasaje que se transcribió más arriba, en qué condiciones pueden salvarse los que ignoran invenciblemente a Cristo y a su Iglesia:

«Es sabido de Nos y de vosotros que quien, por desgracia, ignora invenciblemente nuestra santísima religión, pero observa con diligencia la ley natural con sus preceptos esculpidos por Dios en el corazón de todos y está presto a obedecer a Aquél, llevando una vida justa y honesta, puede conseguir la vida eterna en virtud de la luz y la gracia divinas...»
(20).

A estos dos elementos se añade un tercero: «Para que una persona alcance la salvación eterna, no siempre es necesario que esté incorporada de hecho a la Iglesia como miembro, pero es menester que se halle unida a la Iglesia al menos con el deseo o el voto [...] Cuando se encuentra uno en el estado de ignorancia invencible Dios acepta un deseo implícito, llamado así porque se incluye en la buena disposición del alma según la cual se desea conformar la voluntad propia con la de Dios» (21).

No obstante, el Santo Oficio añade que no basta un deseo cualquiera para obtener la salvación, sino que «el deseo con que alguien se adhiere a la Iglesia debe hallarse vivificado por la caridad perfecta. Un deseo implícito no puede producir su efecto si no se posee la fe sobrenatural [...] sin la cual es imposible agradar a Dios y contarse entre sus hijos» (22).

Recapitulando, hay tres condiciones necesarias para que pueda salvarse quien no pertenece a la Iglesia:

1. Seguir la ley natural.

2. Estar dispuesto a obedecer a Dios en todo.

3. Tener un deseo sobrenatural, implícito al menos, de adherirse a la Iglesia.Conque no se trata tan sólo de tener “buena fe” o de respetar la propia conciencia, dicho sea sin ánimo de incomodar al cardenal Cottier; de ahí que los buenos pastores hayan amonestado siempre a cuantos no pertenecen a la Iglesia para que se conviertan, para que vuelvan al redil único, fuera del cual se hallan en peligro de salvarse. Ésta es la doctrina que objetivamente nos transmite la Iglesia y de la cual a nadie le es lícito apartarse.

Tampoco es lícito indagar sobre lo que no ha sido revelado por Dios ni enseñado por la Iglesia, como reza la clara admonición de Pío IX:

«Hay que admitir que es de fe que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia apostólica romana
[...]; por otro lado, es menester reconocer con certeza que quienes ignoran invenciblemente la religión verdadera carecen de toda culpa a los ojos del Señor. Ahora bien, ¿quién, en verdad, osaría en su presunción trazar las lindes de tal ignorancia...? [¡el cardenal Cottier!]. No cabe duda de que cuando nos liberemos de estas ataduras corporales y veamos a Dios tal cual es, comprenderemos qué lazos traban y mantienen unidas a la misericordia y la justicia; pero mientras nos hallemos en esta morada terrenal [...] creamos firmemente, según la doctrina católica, que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo; no es lícito ir más allá en las propias investigaciones» (23).

¿Y la misión?

Una vez aceptada la posición del teólogo de la Casa Pontificia, no debemos asombrarnos de los malos resultados relativos a la necesidad apremiante de las misiones de la Iglesia. Si no se advierte hoy tal necesidad apremiante, salvo en el ámbito social y humanitario, es porque estamos “autorizados” a relativizar las condiciones objetivas de la salvación y a presumir que todos (o poco menos) obran de buena fe; ni qué decir tiene que tamañas autorizaciones no provienen de Jesús, Nuestro Señor, cuyo corazón lo movió, por el contrario, a inmolarse cruentamente a sí mismo para salvara las almas (¡es probable que si el cardenal Cottier hubiese estado a los pies de la cruz, le hubiese echado en cara al Señor su exceso de celo!).

El Señor Jesús no quiso revelarnos los caminos extraordinarios por los que puede llegar a las almas que están en estado de ignorancia invencible (en efecto, para que pueda pertenecer a la Iglesia, al menos in voto, quien no la conoce sin culpa por su parte, es necesario que Dios use medios extraordinarios).

Ahora bien, no se nos ha revelado cuántos son los que se salvan por tales caminos, por donde se ve que no es lícito indagarlo. Lo cierto, sin embargo, es que la predicación constituye el camino ordinario de la fe: Fides ex auditu (“la fe proviene del oír”] (Rom 10, 17); de ahí el mandamiento de Cristo (no una mera invitación): Euntes ergo docete omnes gentes [“Id, pues, y enseñad a todas las gentes”] (Mt. 28, 19).¡Corolario de esto es que el mundo se salvará al precio de nuestro celo para promover su salvación! ¡Esta apremiante responsabilidad, unida al lamento pesaroso de Jesús: Alias oves habeo, quae non sunt ex hoc ovili [“Tengo otras ovejas, que no son de este redil”] (Jn 10, l6), explican que durante siglos y siglos escuadras de predicadores y misioneros no vacilaran en ofrecer su vida por la difusión del evangelio y la edificación de la Iglesia! ¡

Por este motivo es por el que religiosos, religiosas y muchas almas de buena voluntad inmolaron su vida en sostén de este opus magnum!Bien expresa el Papa Pío XII este espíritu apostólico:

«Nos, meditando ante Dios sobre esta enorme multitud de hombres que aún no conoce la verdad del evangelio, y considerando al mismo tiempo, como es justo, el grave peligro hacia el cual muchos son impelidos por la difusión del materialismo ateo, o por cierta doctrina que usurpa el nombre cristiano
[...], nos sentimos movidos con apremiante necesidad y anhelo a promover por doquiera, y sin escatimar esfuerzos, las obras de apostolado, reconociendo como dirigida a Nos la exhortación del profeta: ‘Clama, no ceses: haz resonar tu voz como una trompeta’ (Is 58, 1)» (24). ¿Por qué ese anhelo? ¿Por qué esa vehemencia sino para «difundir la luz de la doctrina evangélica y los beneficios de la civilización cristiana a los pueblos que aún ‘yacen en las tinieblas y en la sombra de la muerte’» (25)?

El alma auténticamente católica se siente impelida sin cesar hacia cuantos no conocen al Señor Jesús y se hallan fuera de la Iglesia, porque sabe bien que éstos se encuentran objetivamente en un estado de grave peligro. Implora de Dios sin cesar, para dichas almas, el don de la fe y de la conversión.

Cuán católica sea de veras tal actitud la propia Virgen santísima lo confirmó más tarde en sus apariciones de Fátima: «Muchas almas van al infierno porque no hay quien ruegue y se sacrifique por ellas»

¡Todo lo contrario de la conciencia supuestamente buena!ConclusiónEn verdad que espanta que no sea un hombre cualquiera, sino un hijo de Santo Domingo, un príncipe de la Iglesia, el teólogo de la Casa Pontificia, quien se aleje tan pavorosamente de la enseñanza de la Iglesia.A esta “latitancia” de los pastores le oponemos un bello testimonio de parte de dos grandes apóstoles del siglo pasado. Se trata de una carta (13 de enero de 1 950) que don G. Calabria escribió al cardenal Schuster, en la cual se transparentaba el verdadero celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas que ardía en estos dos hombres de Dios:

«Eminencia
[...] como me hizo mucha, pero que mucha impresión lo que dijo usted, a saber, que fuera de la Iglesia no hay salvación, me parece que ésta debe ser una buena oportunidad para nosotros de apreciar y estimar el gran privilegio de estar en la sola Iglesia verdadera y no darnos reposo mientras haya una sola alma que siga fuera de este arca de salvación; esto me parece que consolará mucho a Jesús» (I. Schuster - G. Calabria, L'epistolario (1945-1954), Milán, 1989, p. 52).

Lanterius 

Notas:
(1) I1 Timone, febrero del 2005, pp. 42-43.(2) Ibid., p. 43.(3) Ibid., p. 42.(4) Carta de la Sagrada congregación del Santo Oficio al arzobispo de Boston, 8 de agosto del 1 949, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. II, § 1256.(5) Encíclica Summo jugiter studio, a los obispos de Baviera., 27 de mayo del 1 832, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, §§ 158-159.(6) Carta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio al arzobispo de Boston, cit., § 1 257.(7) Ibid., § 1259.(8) Ibid., § 1261.(9) Carta Apostólica Iam vos omnes, a todos los protestantes y acatólicos, 13 de septiembre de 1868, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, § 318.(10) Carta Encíclica Mystici Corporis Christi, 29 de junio de 1943, § 1104.(11) Carta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio al arzobispo de Boston, cit., § 1262. (12) Epístola Encíclica Quanto Conficiamur Moerore, 10 de agosto de 1863, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, § 242.(13) Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 19, a. 6.(14) Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1 851, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, § 212.(15) Carta Encíclica Mystici Corporis Christi, cit., § 1 022.(16) L. Billot, De Ecclesia Christi, q. VII, th. X.(17) Billot, ibid., th. XI.  (18) Billot, ibid., th. XII. Con todo, lo que dice Billot vale tan sólo, según la doctrina general de los teólogos, para los excomulgados que la Iglesia declara vitandos (v. L. Ott, Compendio de Teología Dogmática, ed. Herder).(19) Esquema de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia preparado para el concilio Vaticano I, cap. VII, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, p. 711.(20) Epístola Encíclica Quanto conficiamur moerore, cit., § 242.(21) Carta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio al arzobispo de Boston, cit., §§ 1258-1259.

(22) Ibid., 1261.

(23) Alocución Singulari Quadam, 9 de diciembre de 1854, citado en La Tentation de l'Oecuménisme. Actes du III Congrés Théologique de Sì Sì No No, Courrier de Rome, 1999, pp. 40-41. (24) Carta encíclica Evangelii Praecones, 2 de junio de 1951.(25) Pío XI, Carta Encíclica Rerum Ecclesiae, 28 de febrero de 1926

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BENEDICTO XVI: INFORME SOBRE EL VATICANO II

El Papa Benedicto XVI aprovechó la felicitación que dirigió a la curia romana, el 22 de diciembre del 2005 (1), para hacer un balance del Vaticano II en la segunda parte de su discurso (había consagrado la primera a los sucesos del año que iba a finalizar: la muerte de Juan Pablo II, la elección de su sucesor, la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia y el Sínodo sobre la Eucaristía en Roma).

A nadie se le escapa el interés de tal tentativa, sobre todo si para uno mientes en la constatación inicial del Papa en su discurso.

«Nadie puede negar que la recepción del concilio se verificó de manera bastante difícil en vastas partes de la Iglesia” (L'Osservatore Romano, ed. española, 30 de diciembre de 2005).

No se puede dejar de considerar tal discurso de Benedicto XVI como un discurso programático. Por tanto, es menester que nos esforcemos en comprenderlo con exactitud; se trata, además, de un texto denso y muy estructurado, que nos brinda una interpretación auténtica del Concilio Vaticano II.En presentándose la ocasión, citaremos los textos paralelos del que fue en su momento el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Pensamos, en particular, en la entrevista que concedió al periodista italiano Vittorio Messori (la cual se publicó en forma de libro con el titulo de Informe sobre la Fe) y en su discurso a los obispos chilenos el 13 de julio de 1988, que pronunció como respuesta a las consagraciones episcopales que se habían realizado en Ecône el 30 de junio de 1988.

Podremos comprender entonces lo que el pensamiento actual del Sumo Pontífice tiene en común con las reflexiones del cardenal que fue antaño, así como lo que tiene de propio; seremos capaces asimismo de ver en qué medida el discurso del Papa aclara algo.

La parte del discurso de Benedicto XVI sobre la aplicación del Vaticano II abarca cinco parágrafos y se extiende a lo largo de unas cuatro páginas impresas.El discurso empieza con una breve introducción, a manera de estado de la cuestión, que se resume en estos términos:

«¿Por qué la recepción del concilio se ha verificado hasta ahora de una manera tan difícil en grandes partes de la Iglesia?».

El Papa introduce a continuación la idea que desarrollará a lo largo de todo el discurso: «Pues bien, todo depende de la justa interpretación del concilio o, como diríamos hoy, de su justa hermenéutica, de la clave correcta de lectura y aplicación».

Ahora bien, hay, según el Papa, dos hermenéuticas en competencia: la de la discontinuidad y la ruptura, por un lado, y la de la reforma, por el otro.

Benedicto XVI termina recordando, por último, que a la Iglesia le corre el deber de seguir siendo un signo de contradicción, aunque procurando resolver el «perenne problema de la relación entre fe y razón, que no deja de presentarse siempre en formas nuevas».

1. EL ESTADO DE LA CUESTIÓN

El Papa se interroga tocante al «resultado del concilio» aprovechando la ocasión que le brinda el cuadragésimo aniversario de la clausura del concilio Vaticano II.

1.1 La aplicación del Vaticano II

Nótese bien, desde el principio, que el problema planteado no concierne al concilio en sí mismo, ni a su desarrollo, ni a sus objetivos. Benedicto XVI no parece percibir problemas por este lado (2). Antiguo perito conciliar él mismo, no ve en dicho concilio pastoral nada atípico. No, lo que le preocupa es la aplicación del concilio (3) o su aceptación (4). El concilio Vaticano II es para él un hecho ineludible e innegociable. Existe, así, sin más. Bien es verdad que hay dificultades, confusiones, clamores, pero al concilio mismo no se le impugna. La solución propuesta es, pues, un problema interpretativo: la buena interpretación posibilita una buena aceptación, la mala tiene el efecto contrario.

1.2 El Vaticano II y Nicea

Esta impresión de que lo que se impugna no es el concilio en sí, sino ciertas falsas interpretaciones que dificultan su aplicación (o su aceptación) la confirma la cita del pasaje de San Basilio en que éste describe la situación de la Iglesia tras el concilio de Nicea. Aunque es verdad que el Papa no fuerza la comparación (5), con todo eso no vacila en parangonar la confusión en la Iglesia después del concilio de Nicea con la que siguió al concilio Vaticano II.Dicho parangón no es nuevo puesto que lo hallamos explícitamente en la carta remitida a Monseñor Lefebvre el 11 de octubre de 1976, en la que el Papa Pablo VI hablaba del concilio Vaticano II y decía de él «que no tiene menos autoridad que el de Nicea, y que en ciertos aspectos es realmente más importante aún que éste». Tal parangón no facilitará el diagnóstico que Benedicto XVI quiere hacer de la confusión actual. En efecto, ¿cómo puede parangonarse la autoridad de un concilio dogmático, como el de Nicea, con la de un concilio pastoral, cual el Vaticano II? (6).

¿Dónde está la doctrina de fe propuesta por el Vaticano II que pudiera dar lugar a falsificaciones por exceso o por defecto, como parece insinuarse al citar el texto susomentado de San Basilio?Por otro lado, el concilio de Nicea había sido convocado para definir la doctrina católica sobre la divinidad de Cristo contra la herejía arriana; así que la confusión existía ya en la Iglesia antes del concilio de Nicea, y éste había sido el instrumento elegido para salir de tal confusión, aunque el efecto no debía ser inmediato. En el caso del concilio Vaticano II, por el contrario, la confusión es posterior al concilio, y habría que preguntarse si no fue generada por él.

Bien es verdad que las tendencias deletéreas del modernismo y de la neoteología ya se habían hecho sentir mucho antes del Vaticano II: basta recordar las condenas de los Pontífices (7). Pero ¿cuál fue la actitud del Vaticano II al respecto? ¿Tomó sus distancias, es decir, condenó dichos errores? ¿O bien, por el contrario, los asumió? ¿Y en qué medida?Por último, más allá de los problemas de lengua debidos a las diferencias entre el griego y el latín, las dificultades al término del concilio de Nicea no se debieron a una cuestión de hermenéutica, sino a un problema de adhesión al dato revelado que se había definido en Nicea con el término consustancial.Aunque Benedicto XVI afirma con prudencia su parangón entre Nicea y el Vaticano II, subsiste el hecho de que este mismo parangón nos revela sus convicciones íntimas: el Vaticano II no se discute; sólo su aplicación es la que se hace difícil por causa de una mala hermenéutica.

1.3 La solución propuesta

Esta difícil aplicación del Vaticano II, semejante a la del de Nicea, según el Papa, lleva al Pontífice a plantearse la pregunta que intentará responder a continuación: «Pues bien, todo depende de la justa interpretación del concilio o, como diríamos hoy, de su justa hermenéutica, de la clave correcta de lectura y aplicación».2. LAS DOS HERMENÉUTICASEl desarrollo del discurso del Papa consistirá en la descripción de las dos hermenéuticas coexistentes y en el intento de separarlas. Cometido difícil si se considera el hecho de que la hermenéutica de la reforma se evidencia también como una ruptura, lo que parece que daría la razón a los sostenedores de la hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura.

2.1 La hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura

2.1.1 Su presentaciónSegún Benedicto XVI, la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura se presenta así:- causa confusión (8);- se beneficia del apoyo de los medios de comunicación de masas y de una parte de la teología moderna (9);- corre el riesgo de provocar una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la Iglesia postconciliar (10);- preconiza un espíritu del concilio que supera la letra del Vaticano II, el cual no fue, al decir de dicha hermenéutica, nada más que el resultado de componendas que se ordenaban a la sazón a obtener la unanimidad de los Padres conciliares (11);- interpreta en sentido lato este espíritu del concilio y abre de par en par las puertas a cualquier fantasía (11).

2.1.2 Su críticaEl Pontífice deja entrever, en un segundo tiempo, que no comparte tal hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura, porque «malinterpreta en su raíz la naturaleza de un concilio como tal», ya que «lo considera como una especie de asamblea constituyente, que elimina una constitución y crea otra nueva»; pero una «asamblea constituyente necesita una autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es decir, del pueblo al que la constitución debe servir».

Ahora bien, los Padres conciliares:- no tenían tal mandato;- no lo habían recibido de nadie;- no podían recibirlo de nadie.¿Por qué? «Porque la constitución esencial de la Iglesia viene del Señor», por lo que los obispos no son sino los «fiduciarios del Señor» y los «administradores de los misterios de Dios» (I Cor 4, 1).

Estos argumentos, que nos parecen interesantes, hay que cotejarlos con lo que el cardenal Ratzinger decía a los obispos chilenos en julio de 1988:

«No cabe duda de que se da una actitud miope que aísla al Vaticano II y provoca el rechazo. Muchas exposiciones dan la impresión de que todo ha cambiado desde el Vaticano II y de que carece de valor cuanto le precedió, o, en el mejor de los casos, de que lo precedente puede tener valor sólo a la luz de dicho concilio.No se trata al concilio Vaticano II como parte de la totalidad de la Tradición viva de la Iglesia, sino como el fin de la Tradición y como un nuevo comienzo a partir enteramente de cero. La verdad es que el propio concilio no definió ningún dogma y quiso expresarse conscientemente a un nivel más modesto, nada más que como concilio pastoral; cierto, muchos lo interpretan como si fuese poco menos que un superdogma que le resta importancia a todo lo demás» (Il Sabato, 30 de julio - 5 de agosto de 1988).

2.2 La hermenéutica de la reforma

Es en el contexto delimitado por el dinamismo y la finalidad en el que Benedicto XVI presenta la hermenéutica de la reforma que hace suya.2.2.1 Su presentaciónSegún Benedicto XVI, la hermenéutica de la reforma se presenta así:

- trajo y trae frutos, de forma silenciosa pero cada vez más visible (13);- procede a la renovación, dentro de la continuidad, del sujeto-Iglesia único (14);

- ha dado y sigue dando buenos frutos (15).

2.2.2 Su fundamento

¿Esta hermenéutica de la reforma es propia de Benedicto XVI? ¿Constituye una explicación ideada ad hoc por éste? El Papa rechaza esta objeción y recurre para ello a la intención del concilio tal como la definieron Juan XXIII, el Papa que inauguró el concilio, en su alocución de apertura del 11 de octubre de 1962, y Pablo VI, el Papa que clausuró el concilio, en su alocución de clausura del 7 de diciembre de 1965.El círculo se cierra, pues; el sol sale por el este.

El Vaticano II obedeció a una misma intención de principio a fin, una intención que el Pontífice actual asume en su hermenéutica de la reforma, la cual permitirá la aplicación (o la aceptación) adecuada del Vaticano II.

2.2.3 La aportación de Juan XXIIII

¿En qué consiste, al decir de Benedicto XVI, la aportación de Juan XXIII a la interpretación correcta del Vaticano II? El Papa hace referencia a la afirmación central de la alocución de Juan XXIII sobre la distinción entre el depósito de la fe y el modo de enunciarlo (16).

Otros se aplicaron ya antes al examen de dicha distinción (17), familiar y extraña a la vez.Familiar porque frente a Dios y al misterio siempre hay que buscar la manera de procurarse el instrumento adecuado para hablar de lo inefable (18). A este respecto, el último concilio no se las había con nada nuevo en comparación con los precedentes.

La necesidad de adaptar el lenguaje propio al auditorio, bien que sin traicionar nunca el contenido revelado, es una experiencia común a todos los predicadores y a todos los misioneros. Así que no era ésta materia para un nuevo concilio. En consecuencia, se hace menester buscar en otra parte.

Distinción extraña porque, según los términos mismos de Juan XXIII, se trata de que «esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo».

Ahora bien, se halla en Pío XII un pasaje que se refiere al asunto de la adaptación de la fe al espíritu y a los filósofos modernos:

«Oponen, además, que la filosofía perenne no es más que la filosofía de las esencias inmutables, mientras que la mentalidad moderna debe interesarse por la ‘existencia’ de los síngulos individuos y de la vida en continuo devenir. Sin embargo, al paso que desprecian esta filosofía, exaltan las demás, sean antiguas o recientes, tanto las de los pueblos orientales como las de los occidentales, de manera que parecen querer insinuar que todas las filosofías u opiniones -con la adición de alguna corrección o de algún complemento- se pueden conciliar con el dogma católico» (19); pero es para condenar de inmediato y sin apelación dicha tentativa de adaptar la fe al espíritu y a la filosofía modernos: «todo eso es falso, especialmente cuando se trata de sistemas como el inmanentismo, el idealismo, el materialismo (tanto histórico cuanto dialéctico), o también como el existencialismo cuando éste profesa el ateísmo o niega el valor del razonamiento en el campo metafísico» (20).

La explicación que Benedicto XVI brinda de ello no puede tranquilizarnos: la expresión nueva de una verdad determinada exige «una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella», que presuponen «una comprensión consciente de la verdad expresada» y «que se viva dicha fe». ¿Qué significa eso? Según Benedicto XVI, es el modo de garantizar “la síntesis de fidelidad y dinamismo” que se mencionó más arriba.Para aclarar un poco las ideas, pueden releerse las reflexiones que se hicieron otrora sobre la conciencia en el Vaticano II (21) y lo que decía San Pío X sobre la experiencia de la fe en el sistema modernista (22).

Así que remisión a la filosofía moderna, insistencia en la conciencia en detrimento del ser, mención de la fe vivida de sabor modernista y blondeliano: nada hay que pueda tranquilizarnos en esta alocución de Juan XXIII o en la cita de éste como criterio de una hermenéutica de la reforma por obra de Benedicto XVI.2.2.4 La aportación de Pablo VI¿En qué estriba, según el parecer de Benedicto XVI, la aportación de Pablo VI a la interpretación correcta del Vaticano II?La Iglesia se consagró, durante el concilio, a la «gran disputa sobre el hombre que caracteriza el tiempo moderno», a «la antropología», a la «relación entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo actual, por otra», a la «relación entre Iglesia y época moderna». Volveremos un poco más adelante sobre la opinión que tiene el Papa de dicha disputa, de su genealogía, de sus etapas y de su estado actual (cf. 2.3).

Digamos por ahora sencillamente que volvemos a encontrar en ella la intención inicial de Juan XXIII: es menester que «esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo».

Fuerza es decir, una vez más, que esta difícil relación entre la Iglesia y el mundo, moderno o no, no es nueva: es propia de todas las épocas de la Iglesia. Puede resolverse esencialmente de dos modos: o el mundo, midiendo su alejamiento de Dios, procura elevarse al ideal que le brinda la Iglesia; o la Iglesia, por una caridad mal entendida (23), se vuelca en el mundo adoptando sus ideales, sus santos y señas y sus máximas, y se aleja en la misma medida de su propia misión divina.No es difícil entender cuál fue la opción elegida por el Vaticano II para corresponder a las «exigencias de nuestro tiempo» y al «cometido que exige nuestra época».

2.3 Presentación de la disputa entre la Iglesia y el mundo moderno

La alocución de clausura que pronunció Pablo VI merece una atención particular. Benedicto XVI le dedica tres largos parágrafos en su discurso del 22 de diciembre del 2005.En efecto, «la gran disputa sobre el hombre que caracteriza el tiempo moderno», a la que el Vaticano II constituyó en el objeto principal de sus debates, parece suministrar argumentos a los sostenedores de una hermenéutica de la discontinuidad (24).

Llegados a este punto, nos asiste el derecho de preguntar: ¿quiénes son los sostenedores de una hermenéutica de la discontinuidad a los que se alude aquí?Directamente se trata, sin duda, de aquellos a quienes primero se describió como deseosos de ir más allá de la letra del concilio en nombre de un espíritu de éste, de los que están a pique de provocar una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la postconciliar, de los que abren las puertas de par en par a cualquier fantasía.

Pero, indirectamente, no puede dejarse de ver aquí una respuesta a otros sostenedores de la discontinuidad, que la consideran no como un ideal que ha de alcanzarse, sino como un mal al que se debería poner remedio. Salta a la vista que queremos hablar de los denominados «tradicionalistas». Precisamente son ellos quienes hacen referencia a las condenas de Pío IX; ellos los que deploran el laicismo estatal; ellos quienes condenan la libertad religiosa definida por la Dignitatis Humanae; ellos los que sacan a colación las condenas del modernismo y las decisiones de la Comisión Bíblica.

Benedicto XVI reduce a un asunto de hermenéutica las dificultades surgidas a raíz del Vaticano II, sin que parezca darse cuenta de que los “tradicionalistas” impugnan el contenido mismo de ciertos textos bien determinados del concilio (en particular, Gaudium et spes, Dignitatis humanae, Nostra aetate, Unitatis redintegratio) y denuncian el espíritu que informó la redacción de su conjunto. No se trata para ellos de un asunto de hermenéutica, sino ni más ni menos que de contenido objetivo, al que reputan por heterogéneo respecto de las definiciones anteriores del magisterio.

¿Estamos ante un caso de inadvertencia involuntaria, de ignorantia elenchi o de incomprensión? La continuación de las relaciones entre la Hermandad Sacerdotal San Pío X y las autoridades vaticanas podría depender mucho de la respuesta a esta cuestión fundamental.

No obstante, intentemos comprender la opinión que tiene el Papa actual de la relación entre Iglesia y mundo moderno.

2.3.1 Etapas históricas de un conflictoSegún Benedicto XVI, el conflicto entre el mundo moderno y la Iglesia fue in crescendo a lo largo de tres etapas:

- un inicio problemático con el proceso que se hizo a Galileo (25);
- una ruptura total con la religión cuando Kant la puso dentro de los límites de la razón pura (26);
- una exclusión de la Iglesia y de la fe de la vida social con la Revolución Francesa (27).

Esto supuesto, sería interesante confrontar las etapas de este conflicto secular entre la Iglesia y el mundo moderno con la enseñanza de los Papas precedentes, que hablaban:

- del protestantismo (28);
- de las sociedades secretas, en particular de la masonería (29);
- de la Revolución Francesa (30),
- y del comunismo (31)como de las grandes fases de esta maniobra de cerco de la Iglesia por parte de las fuerzas de la ciudad de Satanás (32).

La perspectiva es harto diferente (33):

la primera, la de Benedicto XVI, deja que los temas de la controversia se los imponga un espíritu humano cada vez más corrupto en sus fundamentos naturales;

la segunda, la de los Papas precedentes, evalúa de manera aproximada la degradación del ideal cristiano, tanto individual como social, y pretende poner en guardia a los pastores y a los fieles.2.3.2

La reacción de la Iglesia

La oposición entre la fe de la Iglesia y el liberalismo y el cientificismo condujo, según Benedicto XVI, a las severas condenas de Pío IX.

Detengámonos un momento sobre esta reacción de la Iglesia tal y como la ve el Papa.Ante todo, puede uno preguntarse sobre la oportunidad de reducir tan sólo a Pío IX la oposición a los daños provocados por la Revolución en todos los campos (34).

¿Qué hay de las enseñanzas de Pío VI contra la constitución civil del clero (35), de las condenas del liberalismo católico por parte de Gregorio XVI (36) y León XIII (37), de las condenas del laicismo (38), del modernismo (39) y del Sillon (40) por parte de San Pío X, de la condena del comunismo (41) y del falso ecumenismo (42) por parte de Pío XI, de la condena de la neoteología por parte de Pío XII (43)?

Aislar a Pío IX de toda la serie de pontífices que lucharon contra la revolución en todos los campos, significa pasar en silencio la continuidad del magisterio durante un siglo y medio, y convertir a Pío IX en una enojosa excepción.

El Pontífice insiste con fuerza en el carácter radical de las ideologías condenadas en el siglo XIX. Su insistencia en el término “radical” se vuelve pesada a la larga: lo que provocó la reacción de Pío IX fue «la fase radical de la Revolución Francesa», «el liberalismo radical» (dos casos), «unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines», «las tendencias radicales que emergieron en la segunda fase de la Revolución Francesa», las ciencias naturales, deseosas de comprender «la totalidad de la realidad».

¿Para qué insistir? Lo que Pío IX condenó en el siglo XIX fue, a lo que parece, un determinado radicalismo científico, naturalista, liberal o escriturario. ¡Aún se puede salvar todo si se remueve dicho radicalismo de mal gusto!Lo notable, en el sentido estricto del vocablo, es que, según parece, incluso el Papa Pío IX se dejó llevar por el radicalismo en sus condenas: el radicalismo liberal y científico «había provocado por parte de la Iglesia, en el siglo XIX, bajo Pío IX, ásperas y radicales condenas de tal espíritu de la edad moderna».

Así se comparten las injusticias en esta historia. ¡Uno contra uno, y la pelota en el centro!2.3.3 Evolución positiva de las dos partesEsta primera fase del conflicto, en que el radicalismo era típico de ambas partes, desemboca en una fase de acercamiento, que se sitúa sobre todo en el segundo tercio del siglo XX, a la que Benedicto XVI juzga positiva:

- por un lado, la revolución americana ofrecía «un modelo de estado moderno», no inficionado de radicalismo, al paso que «estadistas católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico», permeable a los valores y que «vive bebiendo en las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo»;

- por el otro, las ciencias naturales, «que hacían profesión de su método sin reservas, un método en el que Dios no tenía cabida, se daban cuenta cada vez con mayor claridad de que dicho método no abarcaba la totalidad de la realidad y, por tanto, le abrían de nuevo las puertas a Dios».

No se puede dejar de notar, porque abulta, la ausencia del magisterio de la Iglesia en esta evolución positiva de las dos partes.

¿Es que los Papas Pío XI y Pío XII no se dieron cuenta de dicha evolución positiva?Por otra parte, la cita de la revolución americana nos deja perplejos.

Que la revolución americana fuese menos agresiva que su joven hermana francesa en su fanatismo contra la Iglesia no significa que no mereciera menos el apelativo de revolución, es decir, de inversión del orden natural y sobrenatural establecido por Dios (44).

Tocante a los estadistas católicos, sobre cuya identidad nos vemos reducidos a conjeturas, sería menester considerar atentamente en qué medida estaban también ellos contaminados de liberalismo católico.

Esto (su liberalismo) podría entonces explicar fácilmente aquello (su demostración de que puede existir un Estado moderno laicista).

2.3.4 La problemática que se le ofrecía al Vaticano IIEn vísperas del Vaticano II, se le presentaba a la Iglesia una triple problemática que había de ser resuelta:

1) la relación entre fe y ciencias modernas (ciencias naturales y ciencias históricas) (45);

2) la relación entre Iglesia y Estado moderno en el marco de una relación pacífica entre diversas religiones e ideologías en el seno de un mismo Estado;

3) la relación entre fe cristiana y religiones del mundo (o problema de la tolerancia) (46).

Se puede compartir o no este status quaestionis en vísperas del Vaticano II, pero lo que no puede dejar de preocupar, en la presentación de Benedicto XVI, es la insistencia en la novedad (47).

¿Fue el concilio Vaticano II el primero y el único en interesarse en estos problemas?

Leyendo a Benedicto XVI se diría que si. Así como Pío IX era el único Papa citado en la condena de los principios modernos, así y por igual manera parece que no había ningún elemento de respuesta en el magisterio precedente para las cuestiones que, en vísperas del Vaticano II, estaban sin resolver.

Nos contentamos con suministrar aquí algunos documentos del magisterio que podrían aclarar, ciertamente, tales cuestiones cruciales:

- sobre la fe y las ciencias modernas en general: Vaticano I, Constitución Dei filius, 24 de abril de 1870 (cap. 4);

- sobre el método histórico-crítico en materia bíblica: las numerosas decisiones de la Comisión Bíblica, así como las encíclicas en materia bíblica de León XIII (Providentissimus Deus, del 18 de noviembre de 1893), de Benedicto XV (Spiritus Paraclitus, del 15 de septiembre de 1920) y de Pío XII (Divino afflante, del 30 de septiembre de 1943);

- sobre la Iglesia y el Estado: León XIII, encíclica Immortale Dei, del 1 de noviembre de 1885;

- sobre la tolerancia: León XIII, Libertas, del 20 de junio de 1888;

- sobre la fe cristiana y las religiones del mundo: Pío XI, encíclica Mortalium animos, del 6 de enero de 1928.No cabe duda alguna de que estos documentos del magisterio no lo dijeron todo sobre todas las cosas, como tampoco lo hizo Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica, tan elogiada de los Papas.

Pero así como la Suma Teológica asentó los principios racionales que permitirían resolver los problemas nuevos que se presentaran con el tiempo, así y de igual manera el magisterio tradicional puso las bases para brindar buenas respuestas a los nuevos problemas que surgieran.

Cuando, después del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, hubo que deliberar sobre aquellos hombres hasta entonces desconocidos, sobre su naturaleza, sobre sus derechos naturales y sobrenaturales, esa problemática nueva se afrontó con base en los principios de siempre.

Ahora bien, no es eso lo que se echa de ver aquí: se trata de definiciones nuevas, pero que prescinden de la enseñanza precedente del magisterio.

¿Es que el mundo comenzó con el Vaticano II?

2.4 La solución aportada por el Vaticano II

Puede que la conciliación de los opuestos nos parezca más clara leyendo la explicación que el Pontífice da de ella.2.4.1 El principio:

la novedad en la continuidadDice el Papa que «podría emerger alguna forma de discontinuidad» de las nuevas definiciones que dio el Vaticano II sobre las relaciones entre la fe y las ciencias modernas, entre la Iglesia y el Estado moderno, y entre la fe cristiana y las religiones del mundo (unas definiciones en las que se prescindía del magisterio precedente); más aún: que se «manifestó de hecho una discontinuidad».

¿Cómo fue posible tal cosa? Pues porque, «hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios (hecho este que fácilmente se escapa a una consideración superficial). Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad a niveles diversos es en lo que estriba la naturaleza de la verdadera reforma».

Según Benedicto XVI, el Vaticano II nos hizo comprender mejor que antes que

«las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes [...] también ellas debían de ser contingentes por fuerza, precisamente porque se referían a una realidad determinada mudable en sí misma. [...] Sólo los principios expresan el aspecto duradero de tales decisiones [...].En cambio, no son igual de permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por ende, pueden sufrir mudanzas. Así, el fondo de las decisiones puede seguir siendo válido, mientras que pueden cambiar las formas de su aplicación a contextos nuevos».

Es por esto por lo que «el concilio Vaticano II revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno; pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su naturaleza íntima y su verdadera identidad».

Aquí volvemos a hallar un tema que el cardenal Ratzinger había ya desarrollado en su momento:

«Afirma éste [el texto sobre la vocación eclesial del teólogo] -acaso por vez primera con tanta claridad- que hay decisiones del magisterio que pueden no constituir la última palabra sobre un asunto en cuanto tal, sino que, sin dejar de hallarse ancladas sustancialmente en el problema, son ante todo nada más que una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisional. Su núcleo sigue siendo válido, pero los detalles particulares sobre los cuales han influido las circunstancias de los tiempos pueden necesitar rectificaciones ulteriores. Al respecto, puede pensarse tanto en las declaraciones de los Papas del siglo pasado sobre la libertad religiosa como también en las decisiones antimodernistas de comienzos de este siglo, sobre todo en las decisiones de la Comisión Bíblica de entonces. Siguen estando plenamente justificadas en tanto que grito de alarma ante adaptaciones apresuradas y superficiales; una personalidad como Johann Baptist Metz, p. ej., dijo que las decisiones antimodernistas de la Iglesia brindaron el gran servicio de preservarla del hundimiento en el mundo liberal-burgués. Pero fueron superadas en los detalles de las determinaciones del contenido después de que cumplieran su cometido pastoral en su momento particular» (48).

Son tres los ejemplos que aduce el cardenal Ratzinger en relación con esas decisiones que constituyen «un anclaje sustancial en el problema, una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisional»: las declaraciones de los Papas decimonónicos sobre la libertad religiosa, las decisiones antimodernistas de principios del siglo XX y las decisiones de la Comisión Bíblica de la misma época.

El Papa Benedicto XVI se refiere explícitamente a las mismas enseñanzas del magisterio en su discurso del 22 de diciembre del 2005.

Así, pues, se da una homogeneidad total de pensamiento en Ratzinger hasta en las explicaciones que da para facilitar la comprensión de su postura.
Antes de pasar al examen más detallado del ejemplo aducido y explicado por el Papa, reflexionemos un poco sobre el principio. Es un principio elemental de la lógica que la conclusión de un razonamiento sigue la premisa más débil.

Así, de una mayor universal y de una menor particular no puede derivar sino una conclusión particular. En tal sentido, es imposible no compartir la afirmación de Benedicto XVI según la cual «las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes [...] también ellas debían de ser contingentes por fuerza, precisamente porque se referían a una realidad determinada mudable en si misma».

No creemos que la Iglesia esperara al concilio Vaticano II para saber esto. Así que es menester buscar en otra parte.Resulta asimismo evidente que sólo el principio es inmutable en la aplicación de un principio universal a una situación concreta: la conclusión es contingente.

Pero, mucho cuidado, contingente no significa falible, provisional, mudable. Lutero fue condenado en el siglo XVI por sus numerosas herejías:el magisterio aplicó entonces los principios inmutables de la fe católica al caso concreto constituido por las 95 tesis de Lutero fijadas en Wittenberg.

Si hoy apareciera un nuevo Lutero, el cometido del magisterio consistiría de nuevo en aplicar esos mismos principios inmutables de la fe católica al nuevo heresiarca, y la conclusión seria idéntica. Mutatis mutandis, se llega a la misma conclusión tocante a las declaraciones sobre la libertad religiosa, sobre el modernismo y sobre la crítica bíblica.

Ahora bien, Benedicto XVI no parece compartir nuestra convicción, puesto que, al decir de él, el concilio Vaticano II «revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas».

¿Es suficiente levantar la excomunión a los ortodoxos para que ya no sean cismáticos?

¿Es suficiente proclamar un derecho natural a la libertad religiosa para que el error tenga derechos? ¿Basta con decir que las comunidades separadas, heréticas o cismáticas, no están privadas de significado en el plano salvífico para que cambien de naturaleza?

¿Basta con enseñar que el pueblo judío no es culpable de deicidio para cancelar la enseñanza evangélica a este respecto?Nos parece que lo que domina en todo esto no es ya el criterio de la verdad objetiva de los hechos, por desagradables que sean, sino un principio de oportunismo.

¿El protestantismo es acaso menos condenable hoy, después de 500 años, que en el 1517? ¿Por ventura es menos grave el cisma ortodoxo en el siglo XXI que en el año 1054?

¿Es que los judíos tienen menos culpa en la actualidad de la muerte de Cristo que hace 2000 años?

¿Es que Cristo no debe reinar ya hoy (I Cor 15, 25) porque las sociedades se alejan cada vez más de Él? Colocadas en la historia y contingentes por eso mismo, ¿cesarían acaso estas decisiones de obedecer a un principio de conformidad con la verdad revelada?

Llegados a este punto, ¿no sería también «un anclaje sustancial en el problema, una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisional», la excomunión de Monseñor Lefebvre en 1995, después de la consagración de cuatro obispos sin mandato pontificio?

¿No sería posible hoy, casi veinte años después de los hechos, remover dicha sanción canónica sin tomar conciencia en ningún momento del estado de necesidad objetiva en que se debatían y se siguen debatiendo numerosas almas católicas? ¿Sería aceptable para los tradicionalistas una solución semejante?

2.4.2 Un ejemplo: la libertad religiosaEl Papa aduce un ejemplo concreto de su explicación: la libertad religiosa. Esta vez el ejemplo concierne a los tradicionalistas y sólo a ellos, puesto que los sostenedores de la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura no ven en aquélla dificultad alguna, sino, como mucho, un ejemplo que justifica su hermenéutica de la ruptura.Al decir de Benedicto XVI, la libertad religiosa es condenable en la medida en que:

- «se la considera como expresión de la incapacidad del hombre para hallar la verdad»;- «se convierte en una canonización del relativismo»;- «se la eleva impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico».Benedicto XVI vuelve implícitamente a las condenas de Pío IX, en lo que tenían de “radical”, al condenar a su vez cierta forma de libertad religiosa.

En efecto, según él, la libertad religiosa no es condenable sino en razón de sus fundamentos posibles o reales (el agnosticismo o el relativismo) y no por causa de su objeto.

Remitimos aquí al lector a las numerosas demostraciones de que la libertad religiosa es condenable en sí misma, independientemente de sus fundamentos habituales (agnosticismo y relativismo) (49).

En cuanto a la mención que se hace del paso impropio al ámbito metafísico de una necesidad social e histórica, es exacta. Sólo hay un problema: ¡que eso es precisamente lo que hace la Dignitatis Humanae al basar la libertad religiosa en la naturaleza y al hacer de ella un principio exigible de derecho, mientras que la doctrina católica hablaba de tolerancia regida por la prudencia y la caridad!Para Benedicto XVI, por el contrario, la libertad religiosa es aceptable en la medida en que: - es «una necesidad que deriva de la convivencia humana»;- es «como una consecuencia intrínseca de la verdad, la cual no puede imponerse desde fuera, sino que el hombre debe asumirla sólo convenciéndose de ella».La afirmación de la necesidad que deriva de la coexistencia humana es aceptable en la medida en que el bien común exija, en una situación dada (no universalmente), el ejercicio de la tolerancia en materia religiosa. Es lo que los Papas han enseñado siempre, pero ya no el Vaticano II.

El segundo punto citado confunde la libertad del acto interno de fe con el ejercicio público del culto. Que el acto de fe deba ser libre para ser humano y meritorio lo ha enseñado siempre toda la Tradición.

Que deba permitirse la profesión pública de cualquier culto es harina de otro costal, y no siempre es verdad. También es una afirmación impugnable la de que la verdad no puede imponerse desde fuera.

Si así fuera, ¿podrían los padres cristianos seguir bautizando y catequizando a sus hijos sin que parezca que les imponen la verdad desde fuera?Según Benedicto XVI, al definir así la libertad religiosa el Vaticano II:

- reconoce y asume un principio esencial del Estado moderno;

- vuelve a hallar el patrimonio más profundo de la Iglesia, que se encuentra en plena sintonía con la enseñanza del propio Jesús (cf. Mt 22, 21) y con la Iglesia de los mártires.

En efecto, parece que la iglesia antigua nos dio el ejemplo en materia de libertad religiosa en la medida en que:

a) «rechazaba claramente la religión del Estado»;

b) sus mártires «murieron asimismo por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede asumirse con la gracia de Dios, en la libertad de la conciencia».Mas ¿qué le importa a la Iglesia adoptar un principio esencial del Estado moderno si es falso?

Cierto, esto dará la impresión de que la Iglesia se acerca al mundo moderno y a su concepción del Estado; pero ¿de qué sirve si es al precio del alejamiento de Dios? «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mt 16, 26).

Si la Iglesia trabajó a lo largo de numerosos siglos por instituir una sociedad cristiana, ¿sería, según parece, por infidelidad a Cristo y a la Iglesia de los mártires por lo que el Uno y la otra predicaron y obraron claramente contra la religión del Estado y en aras de la libertad de conciencia?

He aquí a donde ha llegado la Iglesia a fuerza de querer adoptar un principio esencial del Estado moderno: ¡hasta los mártires de la Iglesia primitiva murieron, a lo que parece, por afirmar lo que la Iglesia ha esperado al Vaticano II para enseñar!

Esto se llama leer la Tradición a la luz del Vaticano II.¿Se puede hablar todavía de iglesia misionera en tales condiciones?El Papa responde que la iglesia misionera «debe comprometerse a favor de la libertad de la fe». ¿Qué fe?La Iglesia misionera:

- «quiere transmitir el don de la verdad, que existe para todos», en el respeto a la identidad y a las culturas de los pueblos;

- «les lleva una respuesta que esperan en lo más intimo de su ser».Bien es verdad que la fe católica puede asumir todo lo que de verdadero o bueno hay en todas las culturas, pero no puede respetar todos los aspectos de todas las culturas.

Piénsese en particular en los sacrificios humanos de los aztecas, en la antropofagia, en el infanticidio, en las supersticiones animistas, en la poligamia de los moros y los paganos, etc.

En cuanto a considerar que la Iglesia lleve una respuesta que los pueblos esperan en lo más intimo de su ser, eso es ir demasiado deprisa.

Cierto es que todos los hombres están llamados a la salvación y al conocimiento de la verdad (I Tim 2, 4). En este sentido se puede decir que están predispuestos al respecto en lo más intimo de su ser porque son radicalmente capaces de ello. ¡Pero cuántos vicios y pecados, consecuencia del pecado original y de las cuatro heridas de la naturaleza humana, vuelven inoperante esta disposición de fondo si es que no la obstaculizan!

Para concluir este examen de la novedad en la continuidad recomendada por el Vaticano II y encarnada por la libertad religiosa, es menester decir, con todo, que la novedad y la ruptura las vemos, pero que la continuidad sigue ocultándosenos obstinadamente.

La novedad viene de la adopción de una problemática nueva nacida fuera de la Iglesia y de la asunción de principios en ruptura con el magisterio constante de los Papas. Por eso se hace imposible garantizar la continuidad.

2.5 La Iglesia, signo de contradicción

A despecho de esta novedad en la continuidad que constituye la enseñanza esencial del Vaticano II, el Papa afirma que la Iglesia sigue siendo la misma Iglesia una a través de los años, tanto antes como después del concilio.

Cierto, Benedicto XVI lo reconoce, dicha apertura al mundo ha fracasado en parte.

¿De quién es la culpa? De las «tensiones interiores y [...] contradicciones de la misma edad moderna», así como de la «peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que [...] es una amenaza para el camino del hombre». Estos dos aspectos, al parecer, fueron infravalorados por el concilio (50).

En otras palabras, se infravaloró tanto el poder destructivo de la Revolución, que hizo nacer el mundo moderno, cuanto las debilidades del hombre herido. Los Pontífices supieron reconocer, durante muchos siglos, al demonio, sus pompas y sus obras, y con sus advertencias impidieron a los hombres, siempre débiles, que sucumbieran a sus cantos de sirena. A esta visión sobrenatural le siguió una visión naturalista y humanista.

El resultado no se hizo esperar: «Los padres comieron el agraz y a los hijos les dio dentera» (Jer 31, 29).

¿No sería esto un motivo para corregir tales orientaciones equivocadas? ¡Pues claro que no! El Papa vuelve a la intención del concilio, que es no ya la de «abolir esta oposición del Evangelio a los peligros y los errores del hombre», sino la de «desentenderse voluntariamente de contradicciones erróneas o superfluas para presentar al mundo actual las exigencias del evangelio en toda su grandeza y pureza».

He aquí una afirmación que obtendrá la adhesión de todos. Pero apenas se baja a los detalles, se da uno cuenta, al leer el discurso de Benedicto XVI, de que su significado estriba en tirar al olvidadero de la historia las condenas de la libertad religiosa, del modernismo y del racionalismo en materia bíblica, porque constituyeron, a lo que parece, decisiones contingentes y disposiciones provisionales (!).

¡Y con esto ya no estamos de acuerdo en modo alguno!El final del discurso vuelve a la problemática que afrontó el Vaticano II: el problema perenne de la relación entre fe y razón se presenta bajo formas siempre nuevas.Para ilustrar el carácter perenne de este problema, Benedicto XVI cita:

- el encuentro de la fe bíblica con la cultura griega en tiempos de San Pedro;

- el encuentro de la fe y de la filosofía aristotélica en tiempos de Santo Tomás de Aquino;

- el encuentro de la fe y de la razón moderna después de Galileo.

El parangón histórico nos parece débil, por no decir faIso.

En efecto, ya se considere la cultura griega en general o la filosofía aristotélica en particular, se trata siempre de valores humanos derivados del sentido común y nacidos fuera de la fe.

En cambio, cuando se habla del mundo moderno se habla de valores derivados del idealismo y nacidos en oposición a la fe. Se puede bautizar a un pagano: es lo que hicieron San Pedro y Santo Tomás; pero no se puede bautizar a un apóstata: es la misión imposible intentada por el Vaticano II.El Papa concluye su discurso con palabras de esperanza en el papel que desempeñará el Vaticano II en la renovación siempre necesaria de la Iglesia.

Al término de este análisis de la estructura y el contenido del discurso de Benedicto XVI pronunciado el 22 de diciembre del 2005, es llegado el momento de concluir con algunas reflexiones.

Como hemos visto desde el principio, lo que se impugna en dicho discurso del papa no es el concilio Vaticano II en sí mismo, sino, como mucho, su interpretación.

Leyendo al cardenal Ratzinger, se tiene la impresión de que su diagnóstico de las dificultades se repite año tras año.(51): no impugna el concilio, sino que, al decir de él, todo lo malo ha de achacarse a una interpretación falsa de aquél.Como quiera que sea, tenemos el derecho de preguntarnos, pasados cuarenta años de la clausura del concilio:

¿Se ha identificado en realidad la causa (o las causas) de los problemas?

¿Cómo es posible que todo se reduzca a una cuestión de interpretación?

Por otra parte, ¿desde cuándo un concilio necesita una interpretación ulterior? ¿No nos asiste el derecho de esperar de una asamblea tan numerosa y solemne de obispos, que, como media, no se celebra sino una vez cada siglo, que nos imparta una enseñanza ayuna de equívocos?

¿No es éste el signo de que el contenido objetivo de los textos del pasado concilio no es claro en sí?

Dado que al concilio Vaticano II no se le impugna aún en sí mismo, ni tocante a alguno de sus documentos en particular ni por lo que toca a su espíritu en general, Benedicto XVI sólo ve una posibilidad para salir de la crisis que dura ya 40 años: suministrar una interpretación auténtica del concilio.

Tiempo ha el cardenal Ratzinger opinaba que había tres opiniones sobre el concilio:

la derecha (es decir, los “tradicionalistas”), la izquierda (esto es, los “progresistas”) y el centro (él) (52).

Hoy el esquema se simplifica: no hay más que dos hermenéuticas frente a frente, la de la discontinuidad y la ruptura y la de la reforma (53). Tertium non datur.

Puesto que la primera la rechaza el Pontífice, sólo queda, por eliminación, la segunda, que en este caso es la suya. ¿Es la buena por eso?Tuvimos el «consenso diferenciado» en 1999 con vistas a lograr que coincidieran dos doctrinas inconciliables en materia de justificación (la católica y la protestante).

Tuvimos las consideraciones sobre «la unidad en la diversidad» firmadas por Walter Kasper para justificar el ecumenismo actual. Hay que agregarles ahora «la novedad en la continuidad» de Benedicto XVI como principio explicativo de la hermenéutica de la reforma.

Podemos afirmar, sin mucho riesgo de equivocarnos, de que mientras se siga jugando con las palabras en vez de examinar objetivamente la situación, la crisis de la Iglesia no dejará de agravarse.

Consenso diferenciado, unidad en la diversidad, novedad en la continuidad: otros tantos juegos de palabras que no significan nada y que sirven para esconder lo inexplicable, es decir, el principio de identidad.No cabe duda de que la Iglesia no saldrá de la situación dramática en que se encuentra desde hace casi medio siglo mientras se busque en una hermenéutica la interpretación de la crisis en que se debate. Es a la verdad, a la Verdad de Nuestro Señor a lo que hay que volver. El cardenal Ratzinger veía en ella, en 1988, un medio para salir de la crisis (54).

Su divisa episcopal y pontificia nos lo recuerda.ArbogaftusNotas:(1) Detalle curioso que importa notar: también Juan Pablo II eligió un 22 de diciembre (de 1986) para pronunciar un discurso ante la curia romana, en el que justificaba y explicaba la reunión interreligiosa que se había celebrado en Asís en octubre de 1986.2) Es la postura de siempre del cardenal Ratzinger:

«Lefebvre había reconocido, en la parte fundamental de los acuerdos, que debía aceptar el Vaticano II y las afirmaciones del magisterio postconciliar según la autoridad propia de cada documento» (Discurso a los obispos chilenos, 13 de julio de 1988).«Es un cometido necesario defender el concilio Vaticano II, contra Monseñor Lefebvre, como válido y vinculante para la Iglesia» (ivi).«No veo futuro alguno para una posición que se obstina en rechazar por principio el Vaticano II. Constituye de hecho una postura ilógica en sí misma» (Informe sobre la Fe, B.A.C., Madrid 1985, p. 37 s.).(3)«Nadie puede negar que la recepción del concilio se verificó de manera bastante difícil en vastas partes de la Iglesia...». «Los problemas de la recepción nacieron del hecho de que dos hermenéuticas opuestas se hallaban frente a frente...».(4) «¿Fue recibido de manera correcta?».«¿Qué hubo de bueno en la recepción del concilio? ¿Qué de insuficiente o erróneo?». «¿Por qué la recepción del concilio se ha verificado hasta ahora de una manera tan difícil en grandes partes de la Iglesia?».(5) «[...] aun sin querer aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace el gran doctor de la Iglesia, san Basilio, de la situación de ésta tras el concilio de Nicea...». «Nos no queremos aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del postconcilio, aunque, con todo y eso, algo de lo que ha sucedido se refleje en ella».(6)

Sin embargo, parece que el crdenal Ratzinger percibió a su tiempo la diferencia que media entre concilio dogmático y concilio pastoral: «La verdad es que el propio concilio no definió dogma alguno y quiso expresarse conscientemente a un nivel más modesto, nada más que como concilio pastoral».(7) San Pío X, encíclica Pascendi, 8 de septiembre de 1907; Pío XII, encíclica Humani generis, 12 de agosto de 1950.(8) «Una ha causado confusión».(9) «Ha podido gozar a menudo de la simpatía de los medios de comunicación de masas, así como de una parte de la teología moderna».(10) «La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de terminar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia postconciliar». «Es necesario oponerse decididamente a est esquematismo de un antes y un después en la historia de la iglesia, al que nada abona en absoluto. En los propios documentos del Vaticano II: éstos no hacen sino ratificar la continuidad del catolicismo. No se da una Iglesia ‘preconciliar’ y otra ‘postconciliar’: no hay más que una sola y única Iglesia que camina hacia el Señor [...]. El concilio no pretendía en modo alguno intro­ducir una división del tiempo de la Iglesia».(11)

«Asegura que los textos del concilio como tales no llegaron a ser la expresión auténtica del espíritu de éste: fueron el resultado de componendas en las que, para alcanzar la unanimidad, hubo que seguir cargando con muchas cosas ya inútiles y revalidarlas [...]. En pocas palabras: es menester seguir, a lo que parece, no los textos del concilio, sino su espíritu». «Según este pernicioso antiespíritu -Konzils-Ungeist, por decirlo en alemán-, todo lo que surja de ‘nuevo’ (o que por tal se tenga: ¡cuántas antiguas herejías han reaparecido en estos años so co­lor de novedad!), todo lo que surja de ‘nuevo’, decía, será mejor, siempre y en cualquier circunstancia, que lo pasado y lo presente. Es el antiespíritu según el cual hay que datar la historia de la Iglesia a partir del Vaticano II, al que se considera como una especie de punto cero» (Informe sobre la Fe, cit., p. 40-41).(12)

«Es obvio que así se deja un amplio margen de posibles respuestas a la pregunta de cómo se define entonces dicho espíritu, con lo que se da entrada a cualquier capricho».(13) « [...] la otra ha dado frutos en silencio, pero de manera cada vez más visible». «Vemos hoy que la semilla buena crece a pesar de todo, aunque se desarrolle lentamente, y con ello crece también nuestra profunda gratitud por la obra que realizó el concilio».(14)

«Por otra parte está ‘la hermenéutica de la reforma’, de la renovación del sujeto-Iglesia único que el Señor nos dio; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, aunque sin dejar nunca de ser el mismo, sujeto único del pueblo de Dios en marcha».(15)

«Cuarenta años después del concilio podemos notar que lo positivo es mayor y está más vivo de lo que podía parecer en la agitación de los años en torno al 1968».(16) «Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, que debe ser fielmente respetada, se profundice y presente de manera que corresponda a las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades contenidas en nuestra veneranda doctrina, y otra el modo en que se expone a éstas, bien entendido que dicho modo debe preservar su mismo sentido y alcance» (Juan XXIII, Alocución de apertura del concilio Vaticano II, 11 de octubre de 1962).

Se observa que el texto difundido en la “traducción” española brindada por la BAC es bastante diferente, de manera que puede uno preguntarse si los traductores italiano y español tenían a la vista el mismo texto a la hora de verterlo a sus lenguas respectivas:

«Sin embargo, de la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión, como todavía aparecen en las actas conciliares de Trento y del Vaticano sobre todo, el espíritu cristiano, católico y apostólico de todos espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales. Una cosa es la sustancia del depositum fidei, es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral» (Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. Documentos Pontificios Complementarios, Madrid: BAC, 1965, p. 749; se trata del nº 252 de la colección ‘BAC normal’).(17)

Véase Raoul Martin, Validité ou non validité de l'opposition roncallienne entre la forme e le fond, en el Primer Simposio Teológico de Paris: La Religión de Vatican II, 4-6 de octubre del 2002, París: ed. Cercles de Tradition de Paris, 2003, pp. 332-356. [pedidos a nuestra redacción](18) Santo Tomás de Aquino, Summa Teologica, 1-13.(19) Pío XII, encíclica Humani Generis, 12 de agosto de 1950.(20) Ibidem.(21) Véase el Segundo Simposio Teológico de París, La conscience dans la religion de Vatican II, 9-11 de octubre del 2003. Ed. Cercles de Tradition de Paris, 2004. [pedidos a nuestra redacción](22) San Pío X, encíclica Pascendi, 8 de septiembre de 1907(23) Piénsese especialmente en la parábola del buen samaritano citada explícitamente por Pablo VI en su Discurso de Clausura para describir las relaciones del Vaticano II con el humanismo moderno:

«El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al concilio. La religión del Dios que se hizo hombre se ha encontrado con la religión -porque tal es- del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas -y son tanto mayores cuanto más grande se hace el hijo de la tierra- ha absorbido la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros -y más que nadie- rendimos culto al hombre».(24) «Pablo VI indicó también, en su discurso de clausura del concilio, una motivación específica que podría hacer que pareciera convincente una hermenéutica de la discontinuidad».(25) «Esta relación había tenido un inicio muy problemático con el proceso a Galileo».(26) « [Dicha relación] se quebró luego por completo cuando Kant definió la 'religión dentro de la razón pura' [...] ».(27) « [Dicha relación] se quebró luego por completo cuando, en la fase radical de la Revolución Francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que no quería conceder ya casi ningún espacio a la Iglesia y a la fe».(28) «Para disipar a los ojos de la sana razón este fantasma de una libertad ilimitada, baste decir que este fue el sistema de los valdenses y los begardos, que fueron condenados por Clemente V con la aprobación del concilio ecuménico de Viena; que los wiclefitas y, por último, Lutero se sirvieron de la misma ficción de una libertad desenfrenada para acreditar sus errores: ‘¡Somos libres de cualquier clase de yugo!’, gritaba a sus secuaces este hereje insensato» (Pío VI, Carta Quod aliquantum del 10 de marzo de 1791). Se puede leer también a Pío VI, Alocución al Consistorio, del 17 de junio de 1793; a Gregorio XVI, Mirari vos, del 15 de agosto de 1832; a León XIII, Quod Apostolici, del 28 de diciembre de 1878, Diuturnum, del 29 de junio de 1881, e Immortale Dei, del 1 de noviembre de 1885; a Pío XII, Summi Pontificatus, del 20 de octubre de 1939.(29)

«En efecto, tan luego empezaron a formarse las sociedades clandestinas en cuyo seno se fomentaban ya entonces las semillas de los errores que hemos mencionado, los Romanos Pontífices Clemente XII y Benedicto XIV no omitieron el descubrir los impíos proyectos de estas sectas y avisar a los fieles de todo el orbe de la suma de males que ocultamente se tramaba» (León XIII, Quod Apostolici).(30) «Pero después que aquellos que se gloriaban con el nombre de filósofos atribuyeron al hombre cierta desenfrenada libertad, y se empezó a formar y sancionar un derecho nuevo, como dicen, contra la ley natural y divina, el Papa Pío VI, de feliz memoria, mostró al punto la perversa índole y falsedad de aquellas doctrinas en públicos documentos, y al propio tiempo anunció, con una previsión apostólica, las ruinas a que iba ser conducido el pueblo, miserablemente engañado» (ibidem).(31) «Sin dificultad alguna conocéis, Venerables Hermanos, que Nos hablamos de aquella secta de hombres que, bajo diversos y casi bárbaros nombres de socialistas, comunistas o nihilistas, esparcidos por todo el orbe estrechamente coligados entre sí por inicua federación, ya no buscan sus defensas en las tinieblas de sus ocultas reuniones, sino que, saliendo a pública luz, confiados y a cara descubierta, se empeñan en llevar a cabo el plan, que ya ha tiempo concibieron, de trastornar los fundamentos de toda sociedad civil» (ibidem). «[Los masones] hacen con esto expedito el camino a aquellos no pocos [sectarios], más audaces que ellos y más desatinados en el mal, que anhelan la igualdad y comunidad de todos los bienes, borrando así del mundo toda distinción de fortunas y de condiciones sociales» (León XIII, Humanum genus, 20 de abril del 1884; Pío XI, Divini Redemptoris, 19 de marzo de 1937, Introducción).(32) León XIII, Humanum genus, 20 de abril de 1884, Introducción.(33)

Igual que son diferentes la filosofía que comienza por el problema crítico antes de pasar a la metafísica y la que conoce ante todo lo real antes de interrogarse tocante a la validez de su conocimiento.(34) Ya en la obra Los Principios de la Teología Católica, el cardenal Ratzinger veía en Pío IX y en el Syllabus un Papa y un documento significativos en la historia de las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno: « [Gaudium et spes] es (junto con los textos sobre la libertad religiosa y sobre las religiones en el mundo) una revisión del Sílabo de Pío IX, una especie de contra-Sílabo» (ed. Tequi París, 1982, p. 426).(35) Pío VI, Alocución al Consistorio, 17 de junio de 1793.(36) Gregorio XVI, encíclica Mirari vos, 15 de agosto de 1832.(37) León XIII, encíclica Libertas, 20 de junio de 1888.(38) San Pío X, encíclica Vehementer nos, 11 de febrero de 1906.(39) San Pío X, encíclica Pascendi, 8 de septiembre de 1907.(40) San Pío X, Carta Apostólica Notre Charge Apostolique, 25 de agosto de 1910.(41) Pío XI, encíclica Divina Redemptoris, 19 de marzo de 1937.(42) Pío XI, encíclica Mortalium animos, 6 de enero de 1928.(43) Pío XII, encíclica Humani generis, 12 de agosto de 1950.(44) Léanse a este respecto los comentarios del Papa León XIII en su carta Longinqua oceani, del 6 de enero de 1895.(45)

En particular, la crítica bíblica.(46) En particular, la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.(47) «Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas...». «En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la iglesia y el Estado moderno...». «En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo». «El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó...».(48) L'Osservatore Romano, 27 de junio de 1990, pág. 6.(49) Monseñor Marcel Lefebvre, Le destronaron, Ed. Voz en el desierto, México 2002, Obras Completas Vol. 1 [pedidos a nuestra redacción]; Abate Bernard Lucien, Études sur la liberté religieuse dans la doctrine catholique, Tours: ed. Forts dans la foi, 1990, pp. 19-21, 34, 187, 223-231, 295.(50)

Aquí también el Papa Benedicto conserva una coherencia intelectual con las enseñanzas del cardenal Ratzinger: «El Vaticano II tenía razón al auspiciar una revisión de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. En efecto, hay valores que, aunque nacieron fuera de la Iglesia, pueden hallar un puesto en su visión con tal que se criben y corrijan. Se ha provisto a dicho cometido en estos años. Pero mostraría no conocer ni a la Iglesia ni al mundo quien pensara que estas dos realidades pueden encontrarse sin conflicto o identificarse sin más ni más» (Informe sobre la Fe, ibidem, p. 42).(51) El cardenal Ratzinger hacía el siguiente diagnóstico en el libro Informe sobre la Fe: «Estoy convencido de que los males que hemos experimentado en estos veinte años no se deben al concilio ‘verdadero’, sino que obedecen, por un lado, al desencadenamiento, en el interior de la Iglesia, de fuerzas latentes agresivas, centrífugas, puede que irresponsables o bien meramente ingenuas, que ponen un énfasis tal en la modernidad, que confunde el progreso técnico actual con un progreso auténtico, integral; y, por el otro, al choque, en el exterior de la Iglesia, con una revolución cultural: la afirmación en Occidente del estamento medio-superior, de la nueva ‘burguesía del terciario’ con su ideología liberal-radical de impronta individualista, racionalista y hedonista».(52)

Véase, p. ej., el diagnóstico de 1975, resumido en 1985 (Ratzinger-Messori, pp. 25-26) y repetido en el 2005.(53) Cf. Ratzinger-Messori, 27, 28, 29, 20 y ss.(54) Benedicto XVI nos asegura que estas dos hermenéuticas son contrarias: «Los problemas de la recepción nacieron del hecho de que dos hermenéuticas contrarias se hallaban frente a frente y luchaban entre sí».

Nos gustaría recordar aquí un principio de lógica que enseña que dos proposiciones o interpretaciones contrarias pueden ser falsas ambas.