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SUBVERSIÓN Y CONVERSIÓN

Subversión universal y totalitaria

Dotado de una serie de medios técnicos, con una variedad y potencia sin precedentes, el laicismo moderno que tiende a eliminar todo tipo de influencia de la Iglesia y por lo tanto de la religión católica en la vida social, no esconde su carácter totalitario y su ambición universal. Con habilidad, y usando una táctica de dominación progresiva, ha llegado a imponer su ideología y sus instituciones en todo el universo. Actualmente domina la vida personal de los individuos y la de las colectividades, envolviéndolas y cercándolas, bajo el imperialismo y la obligación de un pensamiento único, a través de la mediación de poderes que ha instalado por doquier, bajo formas más o menos diversificadas, lo que le permite mezclar tácticas y evitar la vulnerabilidad de una dirección centralizada, demasiado ostensible.

La conquista del poder espiritual

Podemos decir que alrededor de 1950 la conquista de los poderes temporales estaba prácticamente acabada y que los frágiles islotes de resistencia que todavía existían se encontraban sabiamente minados en su interior. Sólo quedaba por conquistar el poder espiritual.

Víctima de su propia trampa a causa de la separación de la Iglesia y del Estado, que el laicismo no había dejado de predicar durante todo el siglo XIX, pudo comprobar éste durante los Pontificados de Pío IX, San Pío X y Pío XII que en realidad había contribuido bastante para purificar y realzar la autoridad espiritual del Catolicismo. Se hacía necesario por tanto cambiar de táctica para obtener un resultado más rápido y completo.

El laicismo empezó a maniobrar en dos direcciones. La primera consistió en una política de “tender la mano” a la Iglesia. La Historia nos lo muestra: este acuerdo de fachada (en diversas fases sucesivas) iba a manifestar un aspecto unilateral flagrante ya que la parte civil se alzaba con el derecho absoluto de imponer su laicismo mientras que a la parte eclesial se le “rogaba” que, en compensación de las limitadas ventajas materiales, escondiese su misión divina en el secreto de la conciencia individual, previamente condicionada por la supremacía del “libre examen”.

La segunda táctica consistiría en apoderarse de las riendas del poder eclesiástico, gracias a una penetración interior sutilmente gestionada. Una especie de “entendimiento cordial y práctico” sólo podía proporcionarles en verdad numerosas connivencias en gran parte del clero y de los fieles, siempre proclives a conceder al enemigo que sonríe las mejores intenciones.

En 1958, es decir cuando muere Pío XII, la Iglesia Católica era el único baluarte que impedía la expansión del materialismo liberal o totalitario en el mundo. Más todavía: permanecía como la gran referencia estable de la Palabra de Dios después de dos guerras mundiales que habían dejado a la Humanidad en un total desarraigo. Los poderes temporales, lacayos dóciles de un laicismo omnipotente en el que se inspiraban, no podían aceptar esta primacía infalible y molesta, siempre dispuesta a recordarles su responsabilidad ante Dios y ante los hombres. Conocemos lo que pasó: la opinión fue ampliamente manipulada, las instituciones eclesiásticas zarandeadas, la doctrina y la pastoral “reinterpretadas”, la Curia romana y los episcopados renovados sin piedad alguna, en resumidas cuentas el poder espiritual, establecido por el Salvador y entregado a la fragilidad de los hombres, se convertía, con la anuencia del laicismo triunfante, en una pareja útil con la que se podía finalmente dialogar y sobre todo cooperar. Hoy en día se olvida a menudo esto: estar a bien con Dios y con los hombres representa una de las formas más despreciables de rechazar a la Cruz.

Los medios

No es difícil señalar el paralelismo de los medios empleados en la subversión laicista para la conquista de los dos Poderes.

El poder de la mentira no sería completo si no se extendiese a todo lo que constituye el ser y la acción del hombre. Como consecuencia de esto el empleo simultáneo o sucesivo, según los casos, de los procedimientos de seducción y de violencia capaces de dominar al hombre, cuerpo y alma. Resumámoslos: primacía ideológica de los derechos del hombre contemplados desde una óptica deformada y hostil respecto a las realidades naturales y sobrenaturales; exaltación al mismo tiempo de las pasiones entre las masas y las élites; odio del pasado y un futuro expuesto con color de rosa; insurrección “legalizada” o violenta asegurando la toma del poder; confiscación y “enmohecimiento” del poder temporal y espiritual en provecho de una minoría debidamente “adoctrinada”, respecto a la cual se tomará la elemental precaución de proporcionar un apoyo ficticio y mayoritario fruto de la propaganda y de consultas pre-orientadas.

Teniendo a ambos Poderes entre las manos, se encontrarán comprometidos en un misma ideología dominante y en unos procedimientos técnicos de manipulación, disimulados en un proceso evolutivo y sincronizado. Acoplados convenientemente en este paralelismo, los dos Poderes obtienen una fuerza muy por encima del nivel vulgar pero esclava en sí misma. Se les proporciona una conducta perfectamente “asistida” pero a condición de que no se separen de la dirección impuesta.

Los frutos

Este imperialismo horizontal puede indudablemente satisfacer a colaboracionistas situados tanto en un campo como en otro. No puede ser aceptado de ninguna manera desde el punto de vista de la Fe revelada, se trate del poder temporal o espiritual. La Sagrada Escritura habla muy claro sobre la mirada que el Dios de Verdad dirige a los regímenes deliberada y totalmente laicizados: son rechazados ciertamente por la Majestad divina. El giro a la izquierda de la Iglesia (sus representantes) hacia una secularización laicizante no puede ser agradable a Dios.

Todos los poderes se encuentran fundamentalmente viciados desde el momento en que se separan conscientemente de la voluntad creadora y redentora del Dios vivo; sus malvadas connivencias se asemejan a un desafío, o lo que es lo mismo a una rebelión contra su Ley. La observación del día a día nos lo muestra sobremanera; cuando la enseñanza sobrenatural transmitida por Cristo se esfuma debido a la hostilidad de los unos y a la relajación de los otros, la ley natural se diluye y los sueños bárbaros empiezan a surgir por todas partes. El laicismo lanza a la libertad a todas las variantes del mal.

Poderes que se desvían de su objeto y de su verdadero fin; transmisión falsificada o parcial de los valores cristianos; burla de la Voluntad Con la santa Tradición “cabeza abajo”, lo único que han hecho los poderes humanos es traernos el “viento” de sus fatuos discursos. Pero sin duda hay algo más grave: nuestra época guarda una analogía con aquella que vio, hace 2000 años, la Encarnación de Cristo. Los dirigentes del laicismo saben que no pueden alcanzar a Dios: lo que intentan es “anularlo” en el espíritu de los hombres. La Resurrección se producirá cuando crean que han ganado la partida. Sea lo que sea de su malicia y de los que les han favorecido en la misma Iglesia, digamos sencillamente que no se puede anunciar al Dios uno y trino favoreciendo las alteraciones de la Fe ni aceptando la supremacía del laicismo negador de la Fe. No hay una tercera vía capaz de producir milagros.

El “nuevo Cristianismo”

La verdadera Fe es espíritu y vida; supone e impone las dos exigencias de fidelidad y perfección tanto a los simples creyentes como a las autoridades que los guían. No hay ninguna ambigüedad en los consejos de San Pablo a sus discípulos en cuanto a este punto. Todos deben guardar una fidelidad absoluta a la Revelación que nos ha aportado el Verbo Encarnado, Luz única e insuperable sobre nuestra existencia y nuestro destino, así como la Tradición que nos ha sido dada por sus testigos inmediatos y privilegiados. Éstos han recibido el mandamiento expreso de difundir la enseñanza del divino Maestro en su pureza y plenitud hasta las extremidades de la tierra. Como corolario lógico y necesario su vida deberá ser ejemplar como lo exige el Dios tres veces santo del que se proclaman creyentes.

Es cierto que cuanto más se aleja el tiempo de la Encarnación en el curso de la Historia más se hace necesaria la fidelidad a este misterio, pues existen continuamente múltiples factores susceptibles de alterarlo o debilitarlo en la memoria humana: la ignorancia, el error, la relajación moral, las pasiones, la inestabilidad y el deseo de novedades, en una palabra enemigos por doquier. Desde los primeros siglos el espíritu humano acometió la tarea de fabricar conceptos fantasiosos incluso sobre verdades fundamentales como por ejemplo la naturaleza de Dios, de Cristo o del Espíritu Santo.

Las cosas apenas han cambiado; nadie se cree nunca más inteligente que cuando pone en interrogación las afirmaciones dogmáticas; se sitúa al Padre en un monismo inaccesible, al Hijo en una humanidad sublime y al Espíritu Santo en función de... nuestras inspiraciones. La promoción abusiva de los derechos del hombre hace que las nuevas generaciones desconozcan que llegan a este mundo en el mismo estado de ignorancia, de suficiencia y codicia que las que les han precedido. En este contexto el verdadero Dios y la verdadera Revelación ya no se enseñan; un nuevo “Cristianismo” viciado se extiende con la ayuda de un mundo secularizado en extremo en donde se han perdido a la vez su unidad, su santidad y su impulso misionero.

El carácter específico de la crisis actual

Pero el carácter específico de la presente crisis reside sin duda en el hecho de que los dirigentes espirituales de la cristiandad han pactado con esta inversión alarmante; dan la impresión de preferir los compromisos con los peores enemigos y de querer acelerar la desaparición del Dios vivo que penetra sus interioridades más secretas y trastorna sus turbias maquinaciones.

Esta mezcla impura de verdadero y falso, de bien y de mal, tan contraria a la verdadera Tradición cristiana, no puede en absoluto favorecer la apertura de las almas ante las exigencias de la santificación por medio de la Cruz. Por el contrario los bautizados caen en una especie de infidelidad práctica por la que les son distorsionados los caminos de la salvación e incluso, al amparo de tantos seguidores de falsas religiones, ¡se creen justificados cuando hacen el mal! Estamos pues en el polo opuesto de lo que el honor y la gloria de Dios nos exigen, especialmente desde “este hecho único, sin similitud posible, que es la Encarnación” (Gabriel Marcel). No se dirá nunca lo suficiente: la ascensión espiritual es inseparable de la fidelidad doctrinal.

Nuestro deber

En su famosa obra, Jesucristo, vida del alma, el gran abad de Maredsous, dom Marmion, subraya la siguiente verdad y su importancia capital: “Dios habría podido contentarse aceptando de nosotros el culto de una religión natural... Dios no lo ha juzgado suficiente. Porque ha decidido hacernos partícipes de su vida infinita, porque nos ha dado su gracia. Dios nos pide que nos unamos a Él con una unión sobrenatural que tenga esta gracia por principio. Fuera de este plan sólo nos queda una pérdida eterna”.

Estas líneas, puro reflejo de toda la Tradición cristiana, adquieren un relieve especial en nuestro tiempo en el que tantos autoproclamados doctores religiosos reducen la Revelación a un nivel humano cada vez más horizontal, acorde con el modernismo que “disuelve literalmente el dogma de la Redención” (Initiation théologique, tomo IV, pg. 181). Viene a la memoria el minimalismo teológico manifestado por algunos en el transcurso del Vaticano II. El Papa Pablo VI, a pesar de sus tendencias liberales, sintió que debía reaccionar si no quería ver cómo la doctrina se iba degradando para después ser negada. Proclamó a la Santísima Virgen Madre de la Iglesia, mientras que algunos no se escondían al decir que la Virgen debería ser puesta “en el lugar que le corresponde”, según la expresión tristemente célebre de uno de ellos.

Era sólo hacer justicia. ¿Quién como Ella ha comprendido su vocación y su misión sobrenatural en este mundo? La Virgen está en esa conjunción humano-divina en tanto que Madre de Dios. Y sin embargo los espíritus rebeldes no cejan. Le niegan el título de Corredentora (pronunciado con toda naturalidad por los fieles), basándose en que Cristo es el único Redentor, lo que ningún cristiano pone en duda. Ciertamente la Co-redención que atribuimos a María se deriva y está subordinada a la de su divino Hijo, pero –nos dice dom Marmion- “Ella ha entrado tanto en los sentimientos de Jesús que puede ser llamada co-redentora”. Digamos que es nuestro lenguaje y no la Fe el que da la impresión de introducir una idea de igualdad en lo que no es sino un prefijo adjunto. Además, y aunque lo quisiéramos, nos sería sin duda alguna imposible traducir con nuestro pobre lenguaje la inseparable comunión de los dos Corazones en la obra de la Redención. ¡Oh buena y santa Madre, sin duda porque sentís que estamos dispuestos a limitar osadamente vuestra co-redención, es por lo que os habéis adelantado a decir en 1846 a los pastorcillos de La Salette: “Por más que hagáis nunca podréis recompensar mi afán por vosotros”.

Mutatis mutandis, estamos llamados a una vocación parecida; nuestra participación co-redentora, por ser de nivel inferior, no es optativa: “El que quiera venir en pos de Mí que tome su cruz y me siga”. Una vez más conviene repetir que la partícula co traduce una idea de cooperación, un poco como la ayuda realizada por Simón de Cirene en el camino del Calvario, pero nunca una idea de igualdad entre Dios y nosotros. Sabemos bien que incluso en el orden puramente humano nuestra ayuda en el trabajo o el esfuerzo de alguien no significa igualdad de valor, de competencia o de energía por parte de ninguno de los cooperantes. A más fuerte razón, es debido a la divinidad de Nuestro Redentor que nuestra co-redención adquiere tal importancia. Así lo expresa con exactitud Tanquerey: “Este mismo Jesús que ha venido a sufrir en María y a divinizar sus dolores, viene también a vivir en nosotros para divinizar los nuestros. A nosotros nos toca aceptar generosamente el participar en sus sufrimientos para tener parte en su gloria”. En realidad se nos hace raro el término “co-redención” porque no nos decidimos a entrar en este camino, mientras que el divino Maestro ha expresado formalmente que su yugo es suave y su carga ligera. Las razones gramaticales con tinte teológico guardan el peligro de esconder una falsa cuestión. Bossuet decía que todos nosotros “somos inagotables en buenos pretextos”. El Cielo no nos pide ni una humildad mal comprendida que nos alejaría de la acción redentora ni una injerencia pretenciosa que nos llevaría a cierta presunción en este punto.

Sin duda que estamos muy lejos de la dignidad de la Santísima Virgen que “pertenece a un orden trascendente en el que está asociada como Madre a la paternidad de Dios Padre sobre Jesucristo” (R. P. Lagrange). Pero cada uno de nosotros, debido a su Bautismo, no deja de estar llamado a participar en la Cruz redentora. Esta cooperación, más activa que pasiva, nos hace comunicar mediante la gracia con la divinidad del Salvador y merecer el Cielo. Comprometiéndonos con ello contribuimos a salvar muchas almas debido precisamente a esta unión con el Verbo encarnado. La acción misionera del Cuerpo místico tiene por objeto y por fin llevar esta ayuda “compensadora” a los pecadores y a los infieles limitados a su impotencia natural. Podemos por lo tanto e incluso debemos dar la vuelta sin temor al dudoso sofisma de los innovadores en esta materia. Únicamente Cristo es fuente de todas las gracias de la Redención pero reclama la ayuda de nuestra co-redención, por pobre e ínfima que sea, para unirla a su Amor infinito y otorgar así un valor de alguna manera divino a esta aporte humano lleno de su gracia y transfigurado por su poder.

Sólo en el Cielo comprenderemos todo el alcance de esta misteriosa participación. El Salvador no ha dispensado a su Iglesia de anunciarlo y vivirlo, ya que de esto ha hecho condición necesaria de la Fe en este mundo y de salvación en el otro. “Non est in alio aliquo salus” (Acta A.).

De esta forma comprenderemos mejor la catástrofe espiritual que representa la ignorancia generalizada de esta necesaria corredención. Inmersos en el naturalismo y la secularización que nos rodean, ¿acaso los cristianos conceden a todo esto la atención requerida? La esperanza permanece a pesar de todo pues esta “causa” es más querida por Nuestro Dios tres veces santo que por nosotros mismos. En este sentido podemos sostener legítimamente que el actual combate por la verdadera Fe y por la verdadera Misa se inscribe en lo más hondo del corazón de esta perspectiva salvadora. No dudemos en dar a este término de “co-redención” el sentido más cierto, pleno y fuerte, pensando en la Voluntad del Salvador que instituyó esta extraordinaria conexión entre su Sacrificio y los miembros de su Cuerpo místico, por poco que en éstos su deseo de oblación esté por encima de sus deficiencias.

Sacar a la luz este misterio de participación redentora constituye una condición totalmente prioritaria para hacer resurgir realmente en nuestra época la vida religiosa y social.

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