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LA ÚNICA RELIGIÓN VERDADERA Y LAS FALSAS 'RELIGIONES'

El verdadero Dios no está al alcance del hombre

De Deo Vero! ¡Cuestión sobre la que han meditado con unción muchos teólogos!

Para todo hombre presente en este mundo la búsqueda del Dios vivo y verdadero constituye, lo quiera o no, la preocupación esencial de su existencia a la que no podrá atribuir otra causa ni finalidad diferentes. Así pues no tendrá fácil el camino.

¿Acaso no tiene que hacer un considerable esfuerzo para captar correctamente las realidades materiales que sin embargo le son accesibles a través de los sentidos y los medios técnicos de que dispone? El Dios vivo y verdadero no está a su alcance: incluso antes del pecado original Dios se manifiesta a la primera pareja creada por Él mediante visitas espaciadas en el Paraíso terrenal. Basta con esta familiaridad, por otra parte inconcebible, para que el espíritu de insumisión se haga presente.

Tal frívola presunción sólo podía conducir a indisponerse con el Todopoderoso que se alejó por largo tiempo, hundiendo a nuestra inteligencia en una noche que no hubiera tenido remedio si el Amor incesante del verdadero Dios no hubiera prevalecido sobre la necesidad de justicia que se desprende de su Santidad, y así se anunciaba la venida de un Salvador que restablecería la amistad perdida. El Dios vivo y verdadero no miente. La promesa se confirmó a lo largo de los siglos por medio de los profetas y escritos divinamente inspirados. Finalmente el anhelado Mesías se hizo presente entre nosotros “lleno de gracia y de verdad”.

El Único

Sin embargo la Historia nos demuestra que son muchos los que no aceptan este Don de Dios. La actitud rebelde aparece en cada generación, multiplicándose impugnaciones y negaciones, traduciéndose éstas últimas por un laicismo negador de la Divinidad que se nos ha revelado y las primeras mediante falsas o imaginarias religiones que nos retrotraen a las tinieblas de los primeros tiempos. Un extraordinario caos de errores y mentiras se enfrentan hoy al anuncio del verdadero Dios con el apoyo de los poderes civiles, paganizados por doquier en su gran mayoría. Por esta razón sentimos actualmente, y con más fuerza que nunca, la necesidad de recurrir al Dios vivo y verdadero, el único que nos puede enseñar en verdad el camino de la salvación, pues únicamente la Verdad, la Santidad y la Omnipotencia divinas, las tres juntas, pueden a la vez iluminar y curar nuestra pobre inteligencia que se debate entre sus límites e inconsecuencias. Estas notas de trascendencia no se encuentran, en grado tan excepcional, más que en Aquel que ha aceptado encarnarse en nuestra condición humana.

Ha sido San Agustín el que mejor ha glosado este carácter ÚNICO del Verbo de Dios en un texto admirable de su obra De Trinitate: “Era necesario que la multitud, ante la voluntad y el mandato de un Dios misericordioso, clamase con sus gritos por la venida del Único; necesario era que Él viniese en medio de los gritos de la multitud, Él, el Único, y que, libres de la pesada carga de la multitud, vengamos a Él, el Único, y que, muertos en el espíritu bajo la multitud de los pecados, consagrados a la muerte en nuestra carne por el hecho del pecado, amemos a Aquel que, sin pecado, ha muerto por nosotros en su carne, el Único, y preciso nos era, teniendo fe en su Resurrección, y por la Fe resucitando en el espíritu con Él, ser justificados en el Único justo, congregados en la unidad, y no desesperar de resucitar nosotros también, incluso en nuestra carne después de haber visto, nosotros diversidad de miembros, cómo nos precede la única Cabeza; que podamos en Ella, purificados ahora por la Fe, más tarde restaurados por la visión, y reconciliados con Dios Padre por el Mediador, unirnos al Único, gozar del Único, permanecer en el Único”.

La mediación única y necesaria de Cristo Salvador es la realidad divina esencial respecto a la cual todas las búsquedas y razonamientos humanos son actos supererogatorios o inútiles; ella es el criterio absoluto que separa sin piedad la Verdadera Fe de la incredulidad, así como de las falsas religiones. El Verbo Encarnado permanece hasta el final de los tiempos como Aquel a quien se puede pedir y por quien se puede obtener ya, desde este mundo, el Reino de Dios.

Frente a la infidelidad de Israel que se obstina en rechazar al Divino Mesías, frente a la revelación imaginaria de un Mahoma o frente al empecinamiento de todos los cismas y herejías, la actitud del alma fiel sólo puede permanecer en la constante adoración del Único Salvador y en la fidelidad a la única Iglesia que vive del Espíritu Santo. Igualmente la vida y extensión del Cuerpo Místico no pueden separarse de las palabras y promesas que le han sido entregadas con la infalibilidad y la transmisión de los poderes requeridos a este efecto.

La misión única de la Iglesia

Nos complace volver a leer estas líneas del Papa San Gelasio (siglo V después de Cristo) en las que subraya que la confesión de Fe por parte de la Sede Apostólica “no podría soportar el contagio de ninguna doctrina falsa, el contacto con error alguno. Si tal desgracia se produjese entre nosotros, aunque tenemos la firme confianza de que esto no es posible, ¿podríamos enfrentarnos con alguna esperanza a cualquier error que nos invadiese o cómo cabría la posibilidad de enderezar los errores ajenos?” Esta breve cita, exclusiva del Papa San Gelasio, resume los derechos y deberes del sucesor de Pedro.

La Iglesia docente nunca proclamará en exceso que el fundamento, la vida y el cumplimiento de la Revelación residen en la intervención inigualable –Única, decía San Agustín- del Verbo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, para esclarecer, santificar y salvar a la Humanidad perdida. La marcha misionera de los Apóstoles no ofrece ambigüedad alguna: “Id y enseñad a todas las Naciones, bautizando en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Señala el camino santo y real, imitando a “Aquel que ha salido del Padre para venir a nuestro mundo y que ha salido de este mundo para volver a su Padre” (San Juan), de Aquel también que, el Único, podía afirmar, sin engañarse ni engañarnos, que su Padre nos ama porque hemos creído que Él ha salido de Dios.

Vemos como resultado un cambio radical de perspectiva. Desde la caída original la historia del mundo no ha sido nada más que una larga y dolorosa agonía a la espera de Cristo Salvador. Desde su advenimiento, si aceptamos seguir fielmente su Palabra y su ejemplo, nuestro destino consiste en otro sufrimiento transfigurado por el Bautismo y por nuestra justificación en Cristo Resucitado.

Una verdad corrompida aleja al hombre de Dios

Llegamos aquí al segundo aspecto de estas reflexiones: el Dios vivo y verdadero es el Dios “tres veces Santo”. La Fe verdadera del que cree, sin importar el grado jerárquico en que se encuentre, conlleva la misma exigencia. La búsqueda sincera de la Verdad está ligada a nuestra victoria interior sobre el mal, y sólo puede desembocar en una elevación espiritual que, entre los mejores, se llama santidad.

Cuando la criatura llega a este grado de lucidez que le hace reconocer su incapacidad para elevarse hasta su Señor y Salvador, entonces la criatura se humilla con una humildad que atrae sobre ella la gracia divina y la conduce por el camino de una vida íntegra, de buena voluntad y de creciente purificación. La “vera fide” es espíritu de vida, doctrina e imitación del Dios santísimo del que proceden todas las perfecciones inherentes a la Divinidad. La Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, está llena de esta llamada a la perfección. La Iglesia, a su vez, no cesa de proclamar la Santidad de Dios e invita a los fieles a reverenciar este océano de grandeza, pureza y bondad indecibles.

Las consecuencias son inevitables. Nuestro Señor nos lo ha hecho saber: “El árbol se juzga por sus frutos”. Este criterio no nos engaña nunca, incluso si los innovadores y los falsos reformadores no lo toman demasiado en cuenta. Puede asegurarse que una “reforma” es engañosa o está equivocada cuando quiere hacer compatible la Divinidad con imperfecciones notorias o promulga una doctrina que es fuente de preceptos abusivos e inmorales, o incluso cuando sus promotores se comportan de forma totalmente condenable, tanto en el plan natural como en el plan de la auténtica Revelación sobrenatural. La mezcla de misticismo y pecado o la quimérica ilusión vicia de raíz cualquier “reforma” con pretensiones espirituales. Solamente el Dios santo es el verdadero, y una verdad corrompida aleja al hombre de Dios. Pero el falso reformador no se da cuenta de que su irresponsabilidad llega hasta sus últimas consecuencias, llenando el universo con su cizaña envenenada. Y así un pensamiento pervertido puede pervertir a una multitud de almas, conduciéndolas a una mala vida de la que se desprenden sin cesar sufrimientos, guerras y muerte.

El monoteísmo puramente racional y el monoteísmo islámico son un empobrecimiento de la realidad divina

La Iglesia, depositaria de la plena Verdad revelada, está perfectamente capacitada para denunciar estos errores fundamentales que se esconden, desde hace siglos, en estas verdades espirituales deformadas y no para intentar reunir entre todas ellas una serie de elementos que nunca serán compatibles. Por ejemplo veamos el problema que se plantea con el vocablo politeísmo, vocablo que él solo ahonda un abismo infranqueable entre millares de seres humanos abandonados en la ignorancia de la realidad divina expresada con este término.

Mientras tanto, y oponiéndose al politeísmo pagano, el pensamiento de los antiguos descubrió, sin duda bajo la influencia de la religión judía, que la Divinidad no podía ser múltiple. Pero el Verbo de Dios, que habitó entre nosotros, nos ha enseñado que esta Unicidad poseía una superabundancia de vida de carácter trinitario de la que el hombre no puede hacerse una idea aquí abajo.

Sólo algunas décadas después de la aparición del Islam, San Juan Damasceno, doctor de la Iglesia, puntualizaba que en realidad la unidad numérica atribuida por los musulmanes a Dios no era sino un empobrecimiento a escala humana, refutando igualmente la acusación de un triple asociacionismo, injustamente imputado a los cristianos, que confiesan su Fe en un solo Dios sin que la Unidad de su naturaleza divina sea afectada al manifestarse real y no especulativamente en su acción trinitaria de Creador, de Redentor y de Santificador respecto a nosotros.

El monoteísmo puramente racional no acerca el hombre a Dios pues, según decía el gran San Hilario de Poitiers, “las analogías humanas no son capaces de dar cuenta de las realidades divinas”, y criticaba a los herejes arrianos de su tiempo que pretendían imponer a Dios las leyes de la procreación humana según las cuales son necesarios dos los que engendren, diciendo a este respecto: “Dios tiene el poder de dar nacimiento sin sufrir cambio alguno. Se otorga crecimiento de ser sin perder su naturaleza. En razón de la similitud de una naturaleza idéntica a la suya, el Padre pasa al Hijo al que ha engendrado y el Hijo, que vive nacido del viviente, no tiene al nacer otra naturaleza que la naturaleza divina”.

Una capa de plomo

A partir de estas alturas en las que el alma sencilla y humilde reconoce la absoluta Soberanía del Dios Santo, Vivo y Verdadero, puede apreciarse la caída y el empobrecimiento que envuelven al que niega la Revelación proveniente del Verbo de Dios. Esta reflexión parecía tan indigente a los cristianos de Oriente Medio, hace ya trece siglos, que consideraban los textos del Corán como una recopilación de historias bíblicas mal traídas y peor comprendidas, según afirma un historiador de crédito. No sospechaban entonces que el error que se comenzaba a propagar iba a crearles esa situación insostenible que dura ya 1300 años. No es raro que infidelidades tan profundas, en el orden de la Fe, se traduzcan en el tiempo en situaciones insuperables e intrincadas; el ser humano que se deja seducir por ellas es presa de sombríos y falsos razonamientos, cayendo en la seducción de los vicios y en los excesos del poder cuando tiene la oportunidad de acceder al mando espiritual o temporal. Su conciencia no vive ya en la presencia del Dios vivo, santo y verdadero. Incluso cuando admira el bien que encuentra en su caminar, su voluntad no tiene ya la fuerza para librarse de los lazos que le tienen prisionero del error. Tomemos un ejemplo entre varios: uno de los pensadores del Islam más interesantes de la Edad Media escribió esta frase harto conocida: “El Cristianismo sería la expresión más absoluta de la verdad si no fuera por el dogma de la Trinidad y su negación de la misión divina de Mahoma”. Tal juicio dice mucho del callejón sin salida en el que se encuentran los espíritus más selectos cuando son presa de las falsas premisas sociales dominantes, encontrándose desasistidos para comprometerse radicalmente con una Fe auténticamente revelada. El citado pensador se inclinaba sin duda alguna ante la egregia figura de Cristo y sus heroicos santos que mediante la gracia y la imitación del Maestro han llenado los primeros siglos de la Cristiandad. Quizá incluso ha experimentado, en el silencio de sus reflexiones, un cierto pesar de que el Islam no tenga esos ejemplos, aunque sepultado por esa capa de plomo que pesaba sobre él, no ha caído en ese encuentro necesario entre verdad y santidad que caracteriza a una auténtica relación de Dios con el hombre..

El neopaganismo

Al empezar el tercer milenio se dibuja un horizonte poco halagüeño tanto en lo que se refiere al orden temporal como a nuestra vida eterna. Los enemigos acérrimos del Dios vivo y verdadero prácticamente han monopolizado el poder político y mediático en todo el mundo, y esto valiéndose de medios de los que se puede afirmar, sin ironía ni temor a engañarse, que la santidad es la gran ausente de todos ellos. Dos siglos de revoluciones sangrientas y de guerras mundiales, más terribles que nunca, no han hecho nada más que paganizar en alto grado todas las instituciones, vaciándolas de todo contenido espiritual. Peor todavía: los poderes así secularizados no dejan de favorecer a las confesiones religiosas más condenables en detrimento de la única y verdadera Revelación.

El hombre moderno, lejos de estar libre del error y del mal, se encuentra hoy entregado en alma y cuerpo, podemos decirlo sin temor a exagerar, a una dogmática racionalista o pseudorreligiosa de substitución que le deja inerme ante los ataques violentos, mientras que por su parte los fieles del Dios vivo y verdadero son llamados por sus propios pastores (en connivencia establecida) para pedir un sospechoso perdón en cuanto a las faltas de un lejano pasado, puesto de actualidad de forma artificial, que deja curiosamente en la sombra situaciones de más gravedad y además más recientes.

El paso obligado, único, de la salvación

Ante esta conjunción de desgracias la proclamación del Dios vivo, verdadero y tres veces santo se convierte en un objetivo prioritario. Los Padres de la Iglesia comprendieron perfectamente que la explicación y adoración del misterio trinitario debían ocupar el centro de la Fela Humanidad. Así pues este Dios trino y uno que supera todos los límites de comprensión y de lenguaje susceptibles de aplicarse a este misterio, es también el que se humilla ante nosotros con una humildad que nunca hubiéramos podido imaginar y ante la cual los no cristianos siguen sintiéndose desconcertados. Pero Dios no ha venido para que nos alejemos de Él ni para que deformemos lo que Él es o lo que ha dicho. Su exigencia para todos es ser dulces y humildes de corazón: la inteligencia espiritual tiene este precio y así la Redención se torna superabundante. San Jerónimo decía: “O miserabilis humana conditio, et sine Christo vanum omne quod vivimus! ¡Cuán miserable es la condición humana y cuán vano es todo lo que llevamos a cabo sin Cristo!” revelada y manifestaba de forma única una gracia portadora de gracias a favor de toda

Para todos, cristianos o infieles, la Divinidad de Nuestro Señor es el paso obligado, único, de la salvación. Él lo ha dicho y lo ha probado: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. He aquí la conclusión de la auténtica Revelación que anula todas las demás.

Un vínculo indisoluble

Mas insistamos sobre el vínculo substancial que prohibe la disociación entre verdad y santidad divina.

La santidad es inherente a la santidad divina. Es la fuente misma de las demás santidades: la de la Santísima Virgen María, la de los ángeles, la de los santos, la de la Iglesia y la de los dones sagrados que no cesa de otorgar a la Humanidad. Todo ataque consciente o inconsciente a este atributo divino es fruto de la profanación o del sacrilegio, bien como consecuencia de una alteración, de una deformación o de una negación de este carácter inviolable.

En tiempos de grave relajación moral, como los nuestros, los individuos experimentan una desasosiego en ajustarse a la santidad de Dios, olvidando que no puede haber mancha alguna en Él ni en sus obras: nulla macula in divinis! Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que las herejías, los cismas declarados o camuflados y las falsas creencias tienen su causa original en esta especie de ceguera que desde el principio acompaña a sus fundadores, entre los cuales no es difícil hallar las peores perversiones: orgullo, concupiscencia, crueldad, defectos que vician gravemente su inteligencia, su acción y también las de sus discípulos.

Es evidente que en un clima en el que la santidad no es un objetivo deseado, las malas pasiones proliferan como la cizaña, provocando un derrumbe moral que además no es incompatible con un furor acorde con el deseo de entregarse a las empresas más ambiciosas de este mundo. Cuando se considera demasiado exigente el camino estrecho de la santidad, las generaciones se hunden precipitadamente en el pozo abierto por los pseudorreformadores, no sin antes sucumbir ante las trampas de las aparentes buenas intenciones para acallar, sin duda alguna, el reproche de sus conciencias. Bebiendo mil venenos y contradicciones que fluyen de ese comportamiento, el hombre se agota intentando conciliar lo que es inconciliable en una atmósfera turbada y malsana en donde el alma se aleja cada vez más de la plena claridad que exige la divina pureza.

Únicamente la verdad religiosa auténtica engendra la santidad y, recíprocamente, la santidad es prueba de la verdad cristiana pues las dos provienen del Dios vivo y verdadero, del Dios tres veces santo.

El imperativo de la tolerancia universal flatus vocis y ruina de las almas

Cuando este vínculo se rompe, la Fe y la práctica se debilitan hasta desaparecer permaneciendo únicamente en la persecución y en las catacumbas, mientras que las episódicas y multitudinarias manifestaciones de religiosidad se derraman en una gregaria participación tan alejada del Sinaí como del Sermón de la Montaña, de la Cruz y de la Resurrección, substituyendo las Postrimerías con el imperativo de la tolerancia universal. La Fe divinamente revelada conduce a la santidad, es decir al Dios verdadero de toda santidad; las creencias, fruto de la imaginación humana y aceptadas como tales, desvían de la santidad.

La misión esencial de la Iglesia en la llamada incesante de esta alternativa fundamental hasta el fin del mundo. Cualquier desviación de este primer deber es sólo un banal “flatus vocis” acompañado de una infidelidad que llega a ser gravemente peligrosa para la salvación de las almas. Por eso el Cristianismo se alimenta a la vez de la verdad y de la santidad divinas, de suerte que un gran teólogo, Bernard Bartmann, ha llegado a escribir que el Cristianismo es “en su expresión auténtica la religión absoluta e insuperable”. Esta afirmación, que ni el poder infernal puede hacer tambalear, con la parte que hemos hecho resaltar en negrita, quiere indicar la responsabilidad culpable de los acercamientos, intercambios y compromisos preconizados por los espíritus víctimas del error y del pecado.

Entre los falsos reformadores el desorden de la vida coincide con el desvío de su conciencia o tal vez lo contrario. No se hace necesario refutar las desviaciones doctrinales: los perversos efectos dan testimonio en contra de ellas. Se comprende esto mejor cuando los dirigentes civiles y religiosos acaban en la opresión como consecuencia de sus excesos personales. Su culpabilidad saca a la luz el odio que sienten por la verdad y la santidad. No quieren ni pueden imitar al Verbo de Dios en su vida y en sus obras y entonces imponen lo contrario con una audacia, una perseverancia y una maldad que dicen mucho sobre el espíritu que los anima. En el extremo opuesto escribía San Agustín en la Ciudad de Dios: “ Bonus verusque Mediator ostendit peccatum esse malum”; “el Mediador bueno y verdadero muestra que el pecado es un mal”, con lo que concluye lógicamente que debemos estar unidos a Él en santa sociedad, gracias al mérito de la Encarnación Redentora, fuente divina y camino de salvación.

Pyrenaicus

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