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JÓVENES Y MAYORES

Después del Encuentro Mundial de la Juventud en Toronto (2002) y de todas las manifestaciones que celebran los jóvenes del mundo, hasta el punto de dar a los “no jóvenes” (¿quiénes son? ¿Cuando se deja de ser joven?) ganas de desaparecer o de sonrojarse de la vergüenza por no ser lo suficientemente jóvenes para ser alabados por el Papa, quizás podamos reflexionar sobre este extraño fenómeno que querría hacer de la juventud una virtud.


 

Aun teniendo sesenta años, no me avergüenzo de rezar cada día en el momento de subir al altar, al Dios que “alegra mi juventud”. Y debo confesar que, cuando veo tantos jóvenes a quienes el heroísmo de la santidad da miedo, jóvenes que hacen cálculos para “ganar” su vida, mientras Jesús nos invita a “perderla” por El, jóvenes que escogen una vida mediocre con tal de que sea sin sorpresas y sin incomodidades, incluso con todas las comodidades de la técnica moderna, jóvenes que no saben escoger ni el matrimonio ni la vida consagrada o sacerdotal, por miedo a las renuncias necesarias, jóvenes sin entusiasmo, sin esperanza, sin ambición ni siquiera aquella de hacer mejor de “viejos”, jóvenes a los cuales se les pide siempre demasiado (“No se debe exagerar, Dios no exige tanto!. Es verdad, Dios no exige tanto, Dios lo exige todo para poder llenarse de su gloria!), jóvenes que fingen la felicidad, ya que solo saben gozar y para los que no hay más que los sentidos y los placeres sensibles. Como quiera que sea, cuando veo a estos jóvenes, decía, me vienen ganas de enorgullecerme de ya no ser joven.

 

 

Estoy contento de no haber sido un joven así, y de haber envejecido en mi juventud de hace cuarenta años, que me hace mirar al mañana con la sed de hacer que el mañana sea mejor que el presente, que mañana sea un paso más en el conocimiento y en el amor de Jesús; con el deseo de que haya siempre un mañana para poder profundizar lo poco que he aprendido y descubrir nuevas maravillas, comprendiendo que no podré nunca entender ni amar perfectamente y que es mejor para mí no entenderlo todo, porque así hay lugar para una adoración más bella, purificada por la humildad.


 

 

Sin pretender ser santo, ni tener todas las virtudes, siento dentro de mí la misma sed de mis veinte años: la sed de amar (y quizás también de ser amado para calmar un poco esta sed en la amistad de almas santas), la sed de hacer cosas bellas y bonitas para Dios y para los hombres, para que así todos los corazones puedan reposar en el orden y en la paz, la sed de dar mi vida por realidades más altas y más bellas que yo; el ansia de amar mejor y de dar todo aquello que tengo y soy, a pesar de mis límites, mis defectos, mis pecados, el ansia de dar lo que no he sabido dar todavía.

 

 

Esta sed la he recibido de la gracia de Dios, pero también de mis santos padres, porque no me han criado en el culto a mi juventud, pero sí en el culto a la caridad, en el culto al servicio por amor, en el culto a las cosas más bellas. Y esta sed, siempre viva y ardiente, nunca satisfecha, es mi tormento y mi gozo. Me atormenta porque nunca será satisfecha sobre esta tierra, y me alegra porque es la juventud de mi corazón y de mi alma, empujándoles a buscar siempre aquello que podría hacer para que el hoy sea mejor que el ayer. Estoy seguro, además, que es esta sed de amar hasta dar mi vida, este afán de vivir solo para amar de un modo absoluto lo que me ha hecho dejarlo todo para encontrar el Principio de todo, el Principio de la vida absoluta por amor. Me imagino que todos aquellos que han hecho lo mismo que yo, también lo han hecho porque no han encontrado en el mundo y en el amor humano, aun el más puro, el modo de satisfacer esta sed. Esta sed es un don de Dios, y le doy las gracias cada día, aunque el amor propio se hace notar todavía demasiado a menudo y me impide aumentar esta sed como crece la caridad con los actos.

 

Por todo esto me siento mucho más joven que todos estos jóvenes que bailan delante del Papa y creen ser la octava maravilla del mundo. Pobres jóvenes, engañados por verdaderos viejos que buscan rejuvenecerse con estos abrazos a los jóvenes del mundo, y con estos modos de actuar denominados “modernos”, ¡pero viejos como el pecado del mundo!

 

Escribía en 1935 E. Wilson, filósofo católico: «los jóvenes son fascinantes, son simpáticos, tienen todas las cualidades y todos los derechos que queráis; pero permitidme decir que entre todos los ídolos cuyo culto se envenena, entre todas las modas que siguen con ardor los que quieren a toda costa ‘estar a la moda’, el culto a la juventud es hoy uno de los más absurdos y de los más nocivos. Este es un punto sobre el que es necesario explicarse. No dejará de tener interés indagar por qué clase de primitivismo hemos llegado a esta extraña ilusión que nos hace esperar de los menores de veinte años la palabra que oriente nuestra vida. Hasta qué punto esto es ridículo, se ve bien en los relanzamientos que son la esencia del sistema, porque si son los jóvenes quienes poseen la verdad, nunca se será suficientemente joven, y también los veinte años pronto nos parecerán una edad avanzada. ¿Por qué no quince? ¿Por qué no diez? Un joven siempre encuentra uno más joven que admirar, y no hay ningún motivo para pararse. La abdicación total de los adultos ante los jóvenes es uno de los fenómenos más extraños de que nuestra época es testimonio, y nunca se dirá lo suficiente el daño que ha hecho a los mismos jóvenes, aún más que a los adultos. Debemos a este fenómeno generaciones de exacerbados, de viejos que nunca han sido jóvenes, y que en consecuencia, ni siquiera sabrán envejecer. ¿Qué es un joven? Es uno que hace su oficio de joven, es decir que se prepara para ser un adulto. Treinta años de vida escondida, tres años de vida pública y una buena fórmula; no se ha necesitado más para salvar al mundo. Hoy, no se quieren más vidas escondidas; por esto tantas vidas públicas no son otra cosa que lastimosos fracasos. Un fruto que madura en primavera se marchita en verano; no se encontrará entre la cosecha del otoño. Pedir a un joven de veinte años que piense como si tuviera cuarenta, es pedirle renunciar a sus veinte años y condenarle a no tener nunca cuarenta. El fracaso al que se le empuja y que no es otro que una absurda apuesta, será siempre para él el fracaso de su vida: quedará condenado a la esterilidad porque no habrá sabido esperar el tiempo de traer su fruto. Así, con el pretexto de las atenciones debidas a la juventud, nos olvidamos de la primera de todas, que es la de respetar la juventud, y el culto que damos a los jóvenes consiste en tratarlos como a viejos.

Católicos, vosotros que lleváis en vuestras manos el tesoro de un sabiduría de veinte siglos, y todavía siempre nueva, ¿de verdad podríais preguntar a estos jóvenes las cosas que vosotros tenéis la misión de transmitirles? Entonces, empezad a enseñar a los jóvenes a imponerse la disciplina necesaria para madurar el hombre que llevan dentro y que tomará vuestro lugar, cuando sea el momento. Pero haced sobre todo que haya para ellos un lugar que ocupar y que engrandecer. No les dejéis en herencia el vacío con el cual vosotros os conformáis».

 

He aquí palabras fuertes y veraces, que podrían meditar aquellos que dicen querer el bien de los jóvenes.

En el mismo orden de pensamientos, ahora os propongo releer los discursos de los “viejos” Papas a los jóvenes de entonces. San Pío X, por ejemplo, hablando el 8 de Diciembre de 1903 a los miembros de la Sociedad de la Gioventú Cattólica Italiana, cuyo programa era “Oración-Acción-Sacrificio”, habló así:

 

«En todos los tiempos los mayores fueron las cabezas y los dirigentes de los pueblos, y los jóvenes los brazos y los ejecutores fieles. Pero el tiempo presente querría invertido este orden. ¿Cómo es posible que consiga la victoria un ejército cuya dirección esté en manos de aquellos que, aun siendo generosos, no tienen un juicio maduro y profunda experiencia? La historia sacra nos recuerda el suceso de Roboam, que abandonó el consejo dado por los viejos, y siguió el de los jóvenes, que habían sido criados con él: vivió siempre dividido su reino, y obligado por Dios mismo a la inacción de sus milicias (IIIº Reyes, cap. 12). Procurad por tanto, oh amadísimos, recomendar encarecidamente a los jóvenes aquellas palabras del apóstol, de no querer adaptarse al espíritu del siglo, pero sí de reformar el siglo con las santidad de la vida (Rom.12, 2). Que no pretendan ser independientes, ni sustituir su presunción por aquella sabiduría que sólo puede ser dada por los superiores, por los experimentados consejeros y por los verdaderos amigos. Entonces, para vuestro gran consuelo, prosperarán todas las buenas obras y a cada uno de los jóvenes se podrá atribuir el elogio del Espíritu Santo al hijo de la tribu de Neftalí, que aun siendo el más joven de todos, nada hizo de pueril, y alejándose de aquellos de su edad, que llevaban incienso a los ídolos, se retiraba fielmente al templo para adorar al Señor y para ofrecerle los frutos y las primicias de su vida (Tob. 1, 4-6)».

 

 

El 25 de Septiembre de 1904, recibiendo a los miembros de la Jeunesse Catholique Française, cuyo programa era “Piedad-Estudio-Acción”, San Pío X les dio el ejemplo de Tobías; y en 1905, recibiendo a jóvenes deportistas, les dio estos consejos para inducirles a la fortaleza y a la piedad:

 

«Sed fuertes para custodiar y defender vuestra fe, cuando tantos la pierden; sed fuertes para conservaros hijos devotos de la Iglesia, cuando tantos le son rebeldes; sed fuertes para mantener en vosotros la palabra de Dios y manifestarla con las obras cuando tantos la han expulsado del alma; sed fuertes para vencer todos los obstáculos que encontrareis en el ejercicio de la acción católica, para vuestro mérito y para ventaja de vuestros hermanos. No tengáis miedo de que la Iglesia con estos consejos quiera imponeros grandes sacrificios o prohibiros los lícitos recreos; solamente quiere haceros notar el valor de vuestra edad, que es la edad de las bellas esperanzas y de los santos entusiasmos; de manera que en el otoño de vuestra vida podáis coger copiosos frutos, de cuyas flores estuvo llena vuestra primavera; y por esto sólo os recomiendo que pongáis como fundamento de todas vuestras obras el santo temor de Dios y la cristiana piedad. La piedad os es necesaria, porque debiendo ejercitar sobre vuestros compañeros un apostolado, necesitáis la ayuda que el Señor no otorga ordinariamente más que a los buenos que se la piden. La piedad os es necesaria para alcanzar el fin de vuestras obras con el buen ejemplo, porque dice el poeta: son más lentas en excitar los ánimos las cosas que entran por los oídos que las que se presentan a los ojos. A lo que añade el filósofo: el camino largo que se recorre con los preceptos se vuelve breve con los ejemplos. Que no se pueda aplicar a vosotros el conocido proverbio: predica bien, pero razona mal. La piedad os es necesaria no sólo para conservaros buenos cristianos, si no también para no degradar vuestra naturaleza de hombres. Estoy bien lejos de juzgar con severidad el tiempo presente, porque hay hombres óptimos en cada clase, en cada condición, en cada edad; pero sangra el corazón al ver a tantos jóvenes que habiendo olvidado ser cristianos, tienen por lo menos disminuida la dignidad humana. Alguien podrá decir que es exagerada esta proposición porque, si todos reconocen en muchos la indiferencia por la religión, y una casi total inobservancia de las prácticas cristianas, no todos consideran que se haya socavado la dignidad humana. ¿Quizás se encuentren, a pesar de todo, en muchos de estos indiferentes e inobservantes por lo menos las virtudes naturales? ¿Dónde está la razonable obediencia, el respeto a la autoridad, la justicia severa e independiente, el patriotismo desinteresado, la libertad respetada y, con estos principios insertados por Dios en nuestros corazones, aquél fundamental de no hacer a los otros lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros mismos?

¡Oh! Persuadiros, queridos jóvenes, que sin una buena base religiosa aun la simple honestidad natural se desvanece; y por lo tanto os aconsejo nuevamente que améis la piedad, que practiquéis la religión, y entonces estaréis fuertes también para vencer los respetos humanos, para no avergonzaros de ser cristianos católicos no solo de palabra sino con obras, y de este modo conservando en vosotros la palabra de Dios: es decir, siempre viva la fe recibida en el Santo Bautismo, volveréis fructífero vuestro apostolado porque vuestros mismos adversarios, que aparentemente os escarnecen, para sus adentros harán homenaje a vuestra virtud, y vosotros sin casi daros cuenta obtendréis en su conversión el más espléndido de los triunfos».

 

Tras estas santas palabras que me gustaría oír en la actualidad de Juan Pablo II, que quiere tanto a los jóvenes, no hay más que decir: “¡Así sea!”.

 

Un sacerdote

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