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Una entrevista de consecuencias funestas

Probemos a figurarnos por un momento el trabajo de la carcoma en un bello armario de sacristía, antiguo y de madera preciosa.

El bicho trabaja desde dentro, lentamente, sin dar ninguna señal exterior, salvo algún pequeño rumor de vez en cuando. La gente pasa, admira o utiliza ese mueble, lo ve siempre igual, mientras el comején prosigue inexorablemente su trabajo.

Acaso solo el sacristán prueba a referirle al párroco esos extraños rumores, sin obtener más respuesta que movimientos de cabeza o alguna sonrisa compasiva por su “fijación”. Al cabo de un tiempo, dicho mueble, de apariencia sólida, se desploma.

Sustituyamos ahora el mueble antiguo por el antiguo dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, y el comején por el cardenal Georges Cottier, teólogo de la Casa Pontificia (sólo a titulo de comparación y sin querer faltarle en modo alguno al respeto a Su Eminencia): obtendremos así un fresco de la entrevista que concedió Su Eminencia a Roberto Beretta para las páginas de un informe sobre la Iglesia publicado por Il Timone (1). El cardenal, en efecto, salva sólo la fachada del dogma, pues lo vacía de su significado.Reproducimos el pasaje de la intervención para que nuestros lectores puedan tenerlo a la vista a lo largo de toda nuestra crítica.Así responde el cardenal a la petición del entrevistador de que aclare el sentido del principio Extra Ecclesiam Nulla Salus:

«El sentido es éste: el que rechaza a la Iglesia sabiendo lo que rechaza, tras haber visto claramente en su espíritu qué es la Iglesia, cuerpo místico y esposa de Cristo, querida por Él y nacida de su costado, ése está fuera de la salvación eterna porque se coloca fuera del misterio. Pero éste no es el caso de la masa inmensa de cuantos no conocen a la Iglesia porque son ignorantes, o bien a causa de algún malentendido; éstos no pueden ser condenados por el pecado de rechazar la luz, un pecado que no han cometido. Se les juzgará más bien a partir de la luz a la que fueron fieles en su conciencia. En este caso es más fundamental la afirmación de que Dios quiere la salvación de todos; y la salvación deriva siempre de la gracia de Cristo, la cual sigue caminos que no conocemos, dice el Concilio. Todos los que sigan de buena fe tales caminos, en el respeto a la [propia] conciencia, se salvarán incluso sin el bautismo de agua» (2).

Parece a primera vista que esta afirmación deja íntegro el dogma de la necesidad de la Iglesia para la salvación y que se refiere a la doctrina del bautismo de deseo. El propio entrevistador se queda casi “fascinado” por las explicaciones del cardenal Cottier: «Si es verdad que la capacidad de los verdaderamente “grandes” es la de explicar las cosas difíciles con sencillez y pasión, pues bien, entonces parece realmente que Georges Cottier tiene bien merecido el título de ‘eminencia’...» (3).Parece..., ¡pero a veces las apariencias engañan! Procedamos por ello al análisis de la afirmación de Cottier, procurando hacer emerger los puntos problemáticos y las insidias que esconde.

¿“Ver en el propio espíritu” o conocer?Ya las palabras introductorias suscitan cierta perplejidad: “el que rechaza a la Iglesia sabiendo lo que rechaza, tras haber visto claramente en su espíritu qué es la Iglesia, cuerpo místico y esposa de Cristo, querida por Él y nacida de su costado, ése está fuera de la salvación eterna”.Cótejese esta afirmación con la que nos transmite la Tradición:

«Nadie se salvará si, conociendo que la Iglesia fue fundada por Cristo, rechaza, con todo, someterse a ella» (4).

Se viene a los ojos, sin duda, la gran diferencia que media entre la expresión que usa el cardenal Cottier (“tras haber visto claramente en su espíritu”) y la afirmación directa del Santo Oficio (“conociendo”). Se considera en el primer caso la dimensión subjetiva (la aparición clara al espiritu); en el segundo se hace referencia a la certificación objetiva del conocimiento. Dicho con más claridad: según la línea tradicional, cualquiera que sepa, por medio de la predicación, que Jesucristo, Dios encarnado, fundó la Iglesia católica, está obligado en conciencia a someterse a ella, precisamente por el hecho de que la quiso Nuestro Señor de manera positiva.

Por otro lado, a quienquiera que albergue alguna duda tocante a este punto le corre el deber de salir de ese estado de incertidumbre, valiéndose de las pruebas que la apologética católica puede suministrarle para alcanzar una certeza razonable.

Tales pruebas son objetivamente suficientes para fundamentar el acto de sumisión de la voluntad.La expresión del cardenal, en cambio, es vaga como mínimo; ¿qué significa “ver claramente en su espíritu”? ¿En qué relación se coloca este género de conocimiento respecto del que se adquiere por conducto de los sentidos y de la inteligencia? En realidad, la expresión del cardenal induce a error porque deja en la sombra que el verdadero problema estriba en saber que Cristo fundó la Iglesia católica y, por ende, en adherirse a ella.

Esta adhesión de la voluntad puede verificarse en función de recorridos perfectamente diferentes: algunos muy breves, sin más que haber escuchado las palabras de un sacerdote, de los propios padres, de los catequistas, etc.; otros más largos y tortuosos. Pero el caso es que este elemento vinculante para la fe se presenta a la inteligencia por conducto de mediaciones (salvo casos excepcionales), cuya credibilidad puede examinar cada cual para llegar a una claridad suficiente. La claridad de la inteligencia se halla al final del recorrido, y si no se la alcanza de manera satisfactoria, la culpa es sólo nuestra por haber tenido a nuestra disposición todos los medios necesarios para conseguir dicho objetivo. No hay necesidad de ninguna iluminación especial del espíritu para conocer con certeza que Cristo fundó una iglesia y cuál fue la que fundó.
 

Cómo nadar y guardar la ropa

Sin embargo, el punto verdaderamente problemático es otro. El cardenal-teólogo sabe bien con cuánta continuidad y decisión la Tradición enseña, ratifica y advierte que “fuera de la Iglesia no hay salvación”.

Es en la encíclica Summo Jugiter donde el papa Gregorio XVI resume las afirmaciones decisivas de la Tradición al respecto: «San Ignacio mártir les decía en su carta a los fieles de Filadelfia:
 

‘No os engañéis, el que se adhiere al autor de un cisma no entrará en el reino de Dios’ (San Ignacio, Epist. ad Philadel., nº 3). San Agustín y los demás obispos del África, que se habían congregado en el año 412 en el concilio de Litra, dicen al respecto: ‘Quien está fuera del seno de la Iglesia católica no gozará de la vida eterna por laudable que sea su conducta, y la cólera de Dios está sobre él a causa del crimen de que es culpable, es decir, de vivir separado de Jesucristo’ (San Agustín, Epist. 141, 5) [...] San Gregorio Magno [...] atestigua expresamente que la doctrina católica sobre tal asunto es ésta: ‘La santa Iglesia universal, dice, enseña que no puede adorarse realmente a Dios más que en su seno; afirma que todos los que están separados de ella no podrán salvarse’ (San Gregorio, Moral, in Job. 14, 5). En el decreto sobre la fe publicado por otro de nuestros predecesores, Inocencio III, se declara asimismo, de acuerdo con el cuarto concilio ecuménico de Letrán, ‘que no hay sino una sola Iglesia universal, fuera de la cual nadie puede salvarse en modo alguno’ (Denzinger 430)» (5).El Santo Oficio intervino muy claramente sobre la necesidad de pertenecer a la Iglesia para salvarse y sobre las consecuencias de tal verdad: «nadie se salvará si, conociendo que la Iglesia fue divinamente fundada por Cristo, se niega, con todo, a someterse a ella, o bien se aparta de la obediencia al Pontífice Romano, vicario de Cristo en la tierra» (6). Ahora está claro que, siendo voluntad manifiesta de Dios que todos los hombres se salven, «cuando uno se halla en el estado de ignorancia invencible, Dios acepta un deseo implícito, que se llama así porque se incluye en esa buena disposición del alma según la cual desea uno conformar la propia voluntad con la de Dios» (7). En efecto, si el ignorante llegara a saber que la Iglesia católica la fundó Dios, se sometería de inmediato, supuesta su buena disposición, a la voluntad de Éste. «Sin embargo -advierte el Santo Oficio-, no se crea que baste para salvarse cualquier especie de deseo de entrar en la Iglesia. El deseo con que alguien se adhiere a la Iglesia debe hallarse vivificado por la caridad perfecta. Un deseo implícito no puede producir su efecto si no se posee la fe sobrenatural, ‘por cuanto el que se llega a Dios debe creer que Dios existe, y que es remunerador de los que le buscan’ (Heb 11, 6)» (8).

La Iglesia no ha pretendido nunca establecer cuántos y cuáles son los que están en tal situación de ignorancia invencible y de deseo sobrenatural implícito. El cardenal Cottier, en cambio, sabe a ciencia cierta, quién sabe en virtud de qué don particular, que ésa es la situación “de la masa inmensa de cuantos no conocen a la Iglesia”. Éstos, según el cardenal, o “no conocen a la Iglesia porque son ignorantes (afirmación que no pasa de ser una tautología, como que quien no conoce es ignorante por definición; de ahí que sea como decir que “son ignorantes por ignorancia”), o bien a causa de algún malentendido”.

¿Cuál es, en síntesis, la “táctica” de Cottier? Advierte la imposibilidad de negar el dogma Extra Ecclesiam Nulla Salus sin chocar abiertamente contra dos milenios de cristianismo: entonces reafirma el dogma, pero lo vacía de su significado real al presuponer, ilícitamente, la ignorancia invencible de la mayor parte de los que siguen fuera de la Iglesia. ¡Así se puede nadar (salvar el dogma) y guardar la ropa (salvar el diálogo ecuménico)!

Pero el cardenal Cottier no “siente con la Iglesia” al obrar de este modo, puesto que ésta, así como no juzga las conciencias de los individuos, así y por igual manera tampoco admite que estén limpios de culpa, en su situación objetivamente grave, todos los que se hallan fuera de la contextura visible de la Iglesia católica. Por eso la Iglesia no cesa de amonestarlos como una buena madre:

«Aprovechen, pues, todos los ‘que no poseen la unidad y la verdad de la Iglesia católica’ (S. August., Ep. LXI al. CCXXII), la ocasión de este Concilio, en que la misma Iglesia católica, a la cual pertenecían sus padres, da una nueva prueba de su estrecha unidad y de su invencible vitalidad; y satisfaciendo las necesidades de su corazón, esfuércense por salir de ese estado, en el cual no pueden estar seguros de su propia salvación»
(9).

Pío XII no hace sino seguir las huellas de su predecesor al escribir:

«Con ánimo desbordante de amor, invitamos a todos a secundar espontáneamente los impulsos interiores de la gracia divina y a hacer todo lo que esté en su mano para sustraerse a las condiciones actuales, con las cuales de cierto que no pueden sentirse seguros de su salvación [porque] se hallan privados de los muchos dones y ayudas celestiales que sólo en la Iglesia católica es dado gozar»
(10).

Aún más fuerte es el llamamiento del Santo Oficio a los que, otrora católicos, se oponen a la Iglesia o creen que pueden prescindir de ella:

«Los que corren el grave riesgo de oponerse a la Iglesia deben considerar seriamente que, una vez que ‘Roma ha hablado’, no pueden dejar de hacerle caso ni siquiera alegando que obran de buena fe
[...] Saben que son hijos de la Iglesia, la cual los alimenta afectuosamente con la leche de la doctrina y con los sacramentos, y que no pueden alegar ya la excusa de la ignorancia después de oír la voz de su madre: su ignorancia es culpable. Sepan éstos que se les aplica sin atenuantes el principio según el cual ‘la sumisión a la Iglesia católica y al Sumo Pontífice es necesaria para la salvación’» (11).

Una omisión pasmosa

La siguiente es otra afirmación muy peligrosa del cardenal Cottier (peligrosa porque juega con la ambigüedad de los términos):

“La gracia de Cristo sigue caminos que no conocemos, dice el Concilio. Todos los que sigan de buena fe tales caminos, en el respeto a la propia conciencia, se salvarán incluso sin el bautismo de agua”.

Lo problemático de esta aserción estriba en la primera proposición, de cuyo sentido depende la verdad o falsedad de todo el resto. Se atribuye de un tiempo a esta parte las cosas más increíbles a la inspiración del Espíritu Santo y a la de la gracia, desde el ecumenismo a las mismas religiones falsas, pasando por los encuentros interreligiosos. La frase no puede dejar de sonar algo siniestra con tal escenario de fondo.También esta vez cotejaremos la aserción de Cottier con la enseñanza tradicional.

«Es sabido de Nos y de vosotros -escribe Pío IX- que quien, por desgracia, ignora invenciblemente nuestra santísima religión, pero observa con diligencia la ley natural con sus preceptos esculpidos por Dios en el corazón de todos y está presto a obedecer a Aquél, llevando una vida justa y honesta, puede conseguir la vida eterna en virtud de la luz y la gracia divinas, porque Dios, que escruta, conoce y ve a la perfección la mente, el alma, los pensamientos y los hábitos de todos, no permite, en su suma bondad y clemencia, que sea castigado con las penas eternas quien no haya cometido culpa voluntaria» (12).

Según eso, la observancia de la ley natural (cosa que falta en la exposición del cardenal), cuyo conocimiento es accesible a las facultades humanas, es condición indispensable para que se salven cuantos se hallan, “por desgracia”, en la condición de ignorancia invencible.

Lo ponemos de relieve porque mientras Cottier subraya una vez más la dimensión subjetiva del “respeto a la [propia] conciencia”, la Iglesia no deja de resaltar la exigencia de un criterio objetivo, como lo es precisamente el respeto a la ley natural.

Bien es verdad que la gracia obra de una manera que ignoramos, pero los efectos que produce son constatables objetivamente.

¡La gracia no puede lanzar a nadie por sendas contrarias a la ley natural, o a la divina positiva, revelada por Dios abierta y explícitamente! En otras palabras, aunque la sinceridad de la conciencia es necesaria, con todo, no constituye un elemento suficiente.

A la sinceridad de la conciencia (dimensión subjetiva) se le debe unir la rectitud de ésta (elemento objetivo):

«Así pues
-escribe Santo Tomás-, si la razón o la conciencia es errónea por un error directa o indirectamente voluntario tocante a cosas que uno está obligado a saber, tal error no exime de pecado a la voluntad que sigue a la razón o a la conciencia errónea [...] Si la razón errónea afirmara, p. ej., que un hombre está obligado a yacer con la mujer de otro, la volición que se conformara con tal razón sería pecaminosa, puesto que tal error proviene de la ignorancia de la ley de Dios, que estamos obligados a conocer» (13).

Se puede comprender ahora por qué la Iglesia se ha negado siempre a afirmar que puede salvarse todo el que siga su religión con conciencia sincera. El Papa Pío IX excluye el criterio subjetivo como suficiente para la salvación, y no vacila en condenar un libro de Francisco de Paula González Vigil, que «enseña que cada cual es libre de adherirse a la religión que juzgue verdadera a la luz de la razón y, por ende, de profesarla» (14), y repite la condena de esta tesis en el Sílabo, nn. 40, 41 y 42.Son fundamentales estas precisiones sobre la exigencia de adherirse, como mínimo, a la ley natural, cognoscible de todos, por lo que sorprende que Cottier ni siquiera aluda a ellas.
 

La pertenencia a la iglesia

Después de haber hecho frente a la entrevista del cardenal Cottier con argumentos ad hominem, juzgamos útil una aclaración del problema de la pertenencia a la Iglesia.

La tradición nos declara tres condiciones necesarias y suficientes para pertenecer objetivamente a la Iglesia católica, condiciones muy claras, muy bien resumidas en la Mystici Corporis:

«Pero entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo y profesan la verdadera fe, y ni se han separado miserablemente ellos mismos de la contextura del Cuerpo, ni han sido apartados de él por la autoridad legítima a causa de gravísimas culpas
[...] Así que, como en la verdadera congregación de los fieles existe un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber más que una sola fe (Ef 4, 5); y, por tanto, quien rehusare oír a la Iglesia ha de ser tenido, según el mandato del Señor, por gentil y publicano (Mt 18, 17). Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por el gobierno no pueden vivir en este único Cuerpo y de este único Espíritu» (15).

Conque la pertenencia al cuerpo místico de Cristo es condición necesaria para estar unidos también a la cabeza y obtener así la salvación. Esta condición es necesaria, pero no suficiente, como que para salvarse es menester, además de pertenecer a la Iglesia, hallarse en estado de gracia.Esquematizando, se puede afirmar que:

a) Tres son las condiciones para pertenecer a la Iglesia:

- Estar bautizado:

«Lo que viene en primer lugar y se requiere principalmente para que alguien sea miembro de la Iglesia es el carácter bautismal, recibido realmente y no sólo en la imaginación. Es tal la fuerza de este carácter, que integra siempre al hombre en la unidad del cuerpo de la Iglesia católica...»
(16).

- Profesar la fe verdadera:

«aunque el carácter bautismal sea suficiente de suyo para incorporar al hombre a la verdadera Iglesia católica, con todo, para que tenga tal efecto se requieren dos condiciones en los adultos. La primera es que el vínculo de la fe no lo impida una herejía formal o incluso sólo material...»
(17).

- Sumisión a la autoridad legítima:

«La otra condición que se requiere para los adultos esque no se encuentre obstaculizado o disuelto el vinculo de la comunión, un vínculo que puede destruirse de dos maneras. La primera es por obra del propio hombre, es decir, por un cisma
[...] La segunda es por una sentencia de la autoridad eclesiástica, esto es, por una excomunión que tenga plena y perfecta razón de ser tal» (18).

b) Las condiciones para salvarse son dos:

- Pertenecer a la Iglesia.-

Hallarse en estado de gracia.

Mas antes de abordar el problema de quien no pertenece a la Iglesia sin culpa por su parte, importa aclarar algunos puntos para despejar toda confusión entre las dos condiciones para salvarse.

En efecto, dados el bautismo, la fe y la obediencia a la autoridad legítima, se pertenece siempre a la Iglesia; pero se puede ser miembro vivo de ésta (es el caso de quien se halla en estado de gracia), o bien miembro muerto (es el caso de quien se halla en pecado mortal y, por ende, privado de la gracia).Sin embargo, una cosa es ser miembro muerto de la Iglesia y otra muy distinta no formar parte de ella en absoluto. Más claro todavía: una cosa es ser católico en estado de pecado mortal y otra no ser católico en absoluto.

Para salvarse el primero sólo necesita arrepentirse y confesar sus pecados a fin de recibir la absolución sacramental; el segundo, en cambio, necesita o hacerse bautizar (si nunca hubiese recibido el bautismo), o abjurar de sus errores y volver al redil de Cristo si se tratara de un hereje público.Se suscitó una confusión tremenda con el concilio sobre este punto; baste pensar en el hecho de que se abrogó la obligación de abjurar para los que se convierten de sectas heréticas y/o cismáticas.

Volvamos ahora a cuantos no son miembros del cuerpo místico de Cristo porque no están bautizados.Si éstos se hallan en tal condición por ignorancia invencible (estado que sólo Dios conoce), pueden pertenecer a la Iglesia in voto (o bien, como se suele decir, pueden pertenecer al “alma” de la Iglesia):

«Es dogma de fe que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia. Sin embargo, quienes ignoran invenciblemente a Cristo y a su Iglesia no serán condenados a las penas eternas a causa de tal ignorancia. En efecto, ellos no son culpables de falta alguna a los ojos del Señor, que quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad, y que no se niegue la gracia que le permitirá alcanzar la justificación y la vida eterna a quien haga lo que esté de su parte. Dicha vida eterna, en cambio, no la obtiene quien sale de esta vida temporal separado, por su propia culpa, de la unidad de la fe y de la comunión con la Iglesia»
(19).

Es el Papa Pío IX quien delinea con mucha claridad, en un pasaje que se transcribió más arriba, en qué condiciones pueden salvarse los que ignoran invenciblemente a Cristo y a su Iglesia:

«Es sabido de Nos y de vosotros que quien, por desgracia, ignora invenciblemente nuestra santísima religión, pero observa con diligencia la ley natural con sus preceptos esculpidos por Dios en el corazón de todos y está presto a obedecer a Aquél, llevando una vida justa y honesta, puede conseguir la vida eterna en virtud de la luz y la gracia divinas...»
(20).

A estos dos elementos se añade un tercero: «Para que una persona alcance la salvación eterna, no siempre es necesario que esté incorporada de hecho a la Iglesia como miembro, pero es menester que se halle unida a la Iglesia al menos con el deseo o el voto [...] Cuando se encuentra uno en el estado de ignorancia invencible Dios acepta un deseo implícito, llamado así porque se incluye en la buena disposición del alma según la cual se desea conformar la voluntad propia con la de Dios» (21).

No obstante, el Santo Oficio añade que no basta un deseo cualquiera para obtener la salvación, sino que «el deseo con que alguien se adhiere a la Iglesia debe hallarse vivificado por la caridad perfecta. Un deseo implícito no puede producir su efecto si no se posee la fe sobrenatural [...] sin la cual es imposible agradar a Dios y contarse entre sus hijos» (22).

Recapitulando, hay tres condiciones necesarias para que pueda salvarse quien no pertenece a la Iglesia:

1. Seguir la ley natural.

2. Estar dispuesto a obedecer a Dios en todo.

3. Tener un deseo sobrenatural, implícito al menos, de adherirse a la Iglesia.Conque no se trata tan sólo de tener “buena fe” o de respetar la propia conciencia, dicho sea sin ánimo de incomodar al cardenal Cottier; de ahí que los buenos pastores hayan amonestado siempre a cuantos no pertenecen a la Iglesia para que se conviertan, para que vuelvan al redil único, fuera del cual se hallan en peligro de salvarse. Ésta es la doctrina que objetivamente nos transmite la Iglesia y de la cual a nadie le es lícito apartarse.

Tampoco es lícito indagar sobre lo que no ha sido revelado por Dios ni enseñado por la Iglesia, como reza la clara admonición de Pío IX:

«Hay que admitir que es de fe que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia apostólica romana
[...]; por otro lado, es menester reconocer con certeza que quienes ignoran invenciblemente la religión verdadera carecen de toda culpa a los ojos del Señor. Ahora bien, ¿quién, en verdad, osaría en su presunción trazar las lindes de tal ignorancia...? [¡el cardenal Cottier!]. No cabe duda de que cuando nos liberemos de estas ataduras corporales y veamos a Dios tal cual es, comprenderemos qué lazos traban y mantienen unidas a la misericordia y la justicia; pero mientras nos hallemos en esta morada terrenal [...] creamos firmemente, según la doctrina católica, que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo; no es lícito ir más allá en las propias investigaciones» (23).

¿Y la misión?

Una vez aceptada la posición del teólogo de la Casa Pontificia, no debemos asombrarnos de los malos resultados relativos a la necesidad apremiante de las misiones de la Iglesia. Si no se advierte hoy tal necesidad apremiante, salvo en el ámbito social y humanitario, es porque estamos “autorizados” a relativizar las condiciones objetivas de la salvación y a presumir que todos (o poco menos) obran de buena fe; ni qué decir tiene que tamañas autorizaciones no provienen de Jesús, Nuestro Señor, cuyo corazón lo movió, por el contrario, a inmolarse cruentamente a sí mismo para salvara las almas (¡es probable que si el cardenal Cottier hubiese estado a los pies de la cruz, le hubiese echado en cara al Señor su exceso de celo!).

El Señor Jesús no quiso revelarnos los caminos extraordinarios por los que puede llegar a las almas que están en estado de ignorancia invencible (en efecto, para que pueda pertenecer a la Iglesia, al menos in voto, quien no la conoce sin culpa por su parte, es necesario que Dios use medios extraordinarios).

Ahora bien, no se nos ha revelado cuántos son los que se salvan por tales caminos, por donde se ve que no es lícito indagarlo. Lo cierto, sin embargo, es que la predicación constituye el camino ordinario de la fe: Fides ex auditu (“la fe proviene del oír”] (Rom 10, 17); de ahí el mandamiento de Cristo (no una mera invitación): Euntes ergo docete omnes gentes [“Id, pues, y enseñad a todas las gentes”] (Mt. 28, 19).¡Corolario de esto es que el mundo se salvará al precio de nuestro celo para promover su salvación! ¡Esta apremiante responsabilidad, unida al lamento pesaroso de Jesús: Alias oves habeo, quae non sunt ex hoc ovili [“Tengo otras ovejas, que no son de este redil”] (Jn 10, l6), explican que durante siglos y siglos escuadras de predicadores y misioneros no vacilaran en ofrecer su vida por la difusión del evangelio y la edificación de la Iglesia! ¡

Por este motivo es por el que religiosos, religiosas y muchas almas de buena voluntad inmolaron su vida en sostén de este opus magnum!Bien expresa el Papa Pío XII este espíritu apostólico:

«Nos, meditando ante Dios sobre esta enorme multitud de hombres que aún no conoce la verdad del evangelio, y considerando al mismo tiempo, como es justo, el grave peligro hacia el cual muchos son impelidos por la difusión del materialismo ateo, o por cierta doctrina que usurpa el nombre cristiano
[...], nos sentimos movidos con apremiante necesidad y anhelo a promover por doquiera, y sin escatimar esfuerzos, las obras de apostolado, reconociendo como dirigida a Nos la exhortación del profeta: ‘Clama, no ceses: haz resonar tu voz como una trompeta’ (Is 58, 1)» (24). ¿Por qué ese anhelo? ¿Por qué esa vehemencia sino para «difundir la luz de la doctrina evangélica y los beneficios de la civilización cristiana a los pueblos que aún ‘yacen en las tinieblas y en la sombra de la muerte’» (25)?

El alma auténticamente católica se siente impelida sin cesar hacia cuantos no conocen al Señor Jesús y se hallan fuera de la Iglesia, porque sabe bien que éstos se encuentran objetivamente en un estado de grave peligro. Implora de Dios sin cesar, para dichas almas, el don de la fe y de la conversión.

Cuán católica sea de veras tal actitud la propia Virgen santísima lo confirmó más tarde en sus apariciones de Fátima: «Muchas almas van al infierno porque no hay quien ruegue y se sacrifique por ellas»

¡Todo lo contrario de la conciencia supuestamente buena!ConclusiónEn verdad que espanta que no sea un hombre cualquiera, sino un hijo de Santo Domingo, un príncipe de la Iglesia, el teólogo de la Casa Pontificia, quien se aleje tan pavorosamente de la enseñanza de la Iglesia.A esta “latitancia” de los pastores le oponemos un bello testimonio de parte de dos grandes apóstoles del siglo pasado. Se trata de una carta (13 de enero de 1 950) que don G. Calabria escribió al cardenal Schuster, en la cual se transparentaba el verdadero celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas que ardía en estos dos hombres de Dios:

«Eminencia
[...] como me hizo mucha, pero que mucha impresión lo que dijo usted, a saber, que fuera de la Iglesia no hay salvación, me parece que ésta debe ser una buena oportunidad para nosotros de apreciar y estimar el gran privilegio de estar en la sola Iglesia verdadera y no darnos reposo mientras haya una sola alma que siga fuera de este arca de salvación; esto me parece que consolará mucho a Jesús» (I. Schuster - G. Calabria, L'epistolario (1945-1954), Milán, 1989, p. 52).

Lanterius 

Notas:
(1) I1 Timone, febrero del 2005, pp. 42-43.(2) Ibid., p. 43.(3) Ibid., p. 42.(4) Carta de la Sagrada congregación del Santo Oficio al arzobispo de Boston, 8 de agosto del 1 949, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. II, § 1256.(5) Encíclica Summo jugiter studio, a los obispos de Baviera., 27 de mayo del 1 832, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, §§ 158-159.(6) Carta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio al arzobispo de Boston, cit., § 1 257.(7) Ibid., § 1259.(8) Ibid., § 1261.(9) Carta Apostólica Iam vos omnes, a todos los protestantes y acatólicos, 13 de septiembre de 1868, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, § 318.(10) Carta Encíclica Mystici Corporis Christi, 29 de junio de 1943, § 1104.(11) Carta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio al arzobispo de Boston, cit., § 1262. (12) Epístola Encíclica Quanto Conficiamur Moerore, 10 de agosto de 1863, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, § 242.(13) Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 19, a. 6.(14) Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1 851, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, § 212.(15) Carta Encíclica Mystici Corporis Christi, cit., § 1 022.(16) L. Billot, De Ecclesia Christi, q. VII, th. X.(17) Billot, ibid., th. XI.  (18) Billot, ibid., th. XII. Con todo, lo que dice Billot vale tan sólo, según la doctrina general de los teólogos, para los excomulgados que la Iglesia declara vitandos (v. L. Ott, Compendio de Teología Dogmática, ed. Herder).(19) Esquema de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia preparado para el concilio Vaticano I, cap. VII, en Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, vol. I, p. 711.(20) Epístola Encíclica Quanto conficiamur moerore, cit., § 242.(21) Carta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio al arzobispo de Boston, cit., §§ 1258-1259.

(22) Ibid., 1261.

(23) Alocución Singulari Quadam, 9 de diciembre de 1854, citado en La Tentation de l'Oecuménisme. Actes du III Congrés Théologique de Sì Sì No No, Courrier de Rome, 1999, pp. 40-41. (24) Carta encíclica Evangelii Praecones, 2 de junio de 1951.(25) Pío XI, Carta Encíclica Rerum Ecclesiae, 28 de febrero de 1926

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