LOS PRIMEROS CHOQUES DE LA BATALLA APOCALÍPTICA
“Todo el mundo ve que eso es totalmente contrario a la doctrina católica transmitida por todos hasta hoy, enseñada y propugnada por los Romanos Pontífices”.
Cardenal Quiroga y Palacios
Han pasado exactamente veinte años desde que S.E. Monseñor Lefebvre pronunció una brillante conferencia sobre el nuevo código de derecho canónico en el teatro Carignano de Turín. Tocó varias veces, en dicha ocasión, el falso “derecho” a la libertad religiosa que introdujo el Vaticano II, así como las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Monseñor Lefebvre mostró, durante la fase inicial de su intervención, dos opúsculos que llevaba consigo: se trataba de los diferentes esquemas que se presentaron, tocante a los puntos susodichos, en la fase preparatoria del concilio: el esquema de la Comisión Teológica, presidida por el Cardenal Ottaviani, y el del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, con el Cardenal Bea al frente.
Monseñor afirmó a boca llena y proféticamente que la contienda entre esas dos posiciones, que se saldó en el aula conciliar con la victoria de la segunda, constituía el inicio de la gran batalla en la Iglesia entre católicos y “liberales”. Ilustraremos en este artículo ambos esquemas y los debates que suscitaron a lo largo de la fase preparatoria del Concilio, con lo que tomaremos el hilo de la conferencia de Monseñor Lefebvre, una conferencia en la que vibraba una advertencia a la par que un llamamiento a no deponer las armas sobre un punto de tanta importancia para la edificación del reinado social de Jesucristo. Los propios enemigos de la Iglesia reconocen la importancia de la realeza social de Nuestro Señor, como lo demostraron al poner a contribución todas sus fuerzas para laicizar los Estados otrora católicos e imponer el “dogma” de la libertad religiosa.
El examen que sigue nos permitirá recordar, así lo esperamos, la doctrina católica que los Papas defendieron contra el liberalismo, “católico” o no, a costa de lágrimas y sangre, y refutar al mismo tiempo las doctrinas de los novadores que, por desgracia, constituyen hoy la forma mentis de la casi totalidad del mundo católico, el cual se ha vuelto “liberal” mas o menos conscientemente.
1. EL ESQUEMA DE LA COMISIÓN TEOLÓGICA: “DE TOLERANTIA RELIGIOSA”
El primer esquema, De relationibus inter Ecclesiam et Statum necnon de tolerantia religiosa (1), es una obra maestra de síntesis sobre la doctrina católica relativa al asunto de que se ocupa. Puede considerarse como su artífice principal al Cardenal Ottaviani, presidente de la Comisión teológica que se encargó de redactar los esquemas preparatorios (2).
El esquema principia con la afirmación de la existencia de dos poderes: la sociedad civil y la Iglesia, ambos necesarios y supremos en su orden. La finalidad propia de cada uno de los dos órdenes constituye el fundamento de la distinción entre ambas sociedades, y tal distinción integra a su vez la garantía de su potestad real y efectiva. Y dado que entre el fin terrenal, propio de la sociedad civil, y el espiritual, privativo de la Iglesia, se da una relación de subordinación del primero al segundo, en cuanto que de nada valdría la felicidad temporal si no se alcanzara la eterna, se sigue de ahí que el fin propio de la sociedad civil no puede ni debe ser perseguido “excluso vel laeso fine ultimo: salute videlicet aeterna” [con exclusión en detrimento del fin último, es decir, de la salvación eterna] (3).
De ahí que la Iglesia no intervenga en los asuntos puramente temporales; pero lo que interesa tanto al ámbito natural cuanto al sobrenatural (como, por ej., el matrimonio, la educación de la juventud, etc.) debe tratarlo el Estado de manera que no se dañen, a juicio de la Iglesia, los bienes superiores del orden sobrenatural. La salvaguarda y promoción de tales bienes, aunque propias de la misión de la Iglesia, resultan harto ventajosas también para el Estado, puesto que favorecen la formación de buenos ciudadanos.
LOS DEBERES RELIGIOSOS DEL ESTADO
El parágrafo que trata de los deberes religiosos del poder civil puede reputarse por el más importante de todos, y, ciertamente, fue el blanco de las críticas más acerbas por parte de los novadores. Se abre con una sentencia lapidaria: “Potestas civilis erga religionem indifferens esse nequit” [el poder civil no puede ser indiferente en punto a la religión] (4).
En efecto, el poder civil lo instituyó Dios a fin de que ayudara a los hombres a conseguir la perfección humana, no sólo mediante la justa adquisición de los bienes temporales y materiales, sino, además, favoreciendo la circulación de los bienes espirituales y el cumplimiento de los deberes religiosos. Entre tales bienes, ninguno es más importante que conocer al Dios verdadero y cumplir los propios deberes para con Él. Eso lo exige el mismo orden natural, expresión de la sabiduría y voluntad divinas, rechazar tal doctrina “daña sobremanera el bien público y privado” (5).
Llegados a este punto, el esquema sustenta una afirmación de importancia capital: “No sólo los síngulos individuos han de llenar los deberes referidos para con Dios, sino que también al poder civil, que representa a la sociedad civil en los actos públicos, le corre la misma obligación hacia la majestad divina. Con efecto, Dios es el autor de la sociedad civil y fuente de todos los bienes que afluyen a los miembros de ésta por su conducto. Así, pues, la sociedad civil debe honrar y venerar a Dios” (6). Dios, en efecto, no creó a los hombres como individuos aislados; antes al contrario: quiso que el hombre fuese un animal social. Al inscribir en la naturaleza humana la característica de la socialidad instituyó también la potestatem civilem: “Es inherente a la naturaleza del hombre ser social y creado para ser regido por leyes sociales, viviendo agregado a otros, mucho más de lo que se observa en los demás animales (...) El hombre (...) puede procurarse recursos, más no por sí solo, porque por sí solo sería insuficiente para acudir al remedio de todas las necesidades de su vida. Natural es, pues, que el hombre viva en sociedad (...).
Siendo natural que el hombre viva en sociedad, debe haber en ella todo cuanto sea necesario para su gobierno; porque si en una sociedad nadie se ocupara más que de sí propio, pronto se disolvería, a no ser que hubiera uno que la detuviera en su perdición, consagrándose al régimen y dirección de los intereses comunes...” (7).
Aún falta algo por decir sobre los deberes del poder político para con Dios: “El modo en que se debe honrar a Dios en la presente economía no puede ser más que el que Dios mismo estableció como obligatorio en relación con la verdadera Iglesia de Cristo” (8).
Así, pues, el primer punto sustentado por el esquema es que Dios es el autor de la sociedad civil y del poder político; de aquí el poder que le incumbe al mismo poder político de “dar a Dios lo que es de Dios” (Lc 20, 25) (9).
El segundo punto atañe al modo en que la sociedad civil ha de honrar a Dios. En efecto, Dios no dejó al hombre sin guía ni freno: fundó una sola religión verdadera y una única y auténtica Iglesia, la Católica, que no ha dejado nunca de señalar los deberes de la sociedad civil para con Dios. Por eso se recalca en el esquema que “también al poder civil, como a los ciudadanos, le corre el deber de reconocer la revelación propuesta por la Iglesia” (10).
El tercer punto es el siguiente: Dios no se limitó a fundar la Iglesia; manifestó además al mundo entero el origen divino de ésta (11): “Cuál es la verdadera religión, lo ve sin dificultad un juicio imparcial y prudente, toda vez que tantas y tan preclaras demostraciones, como son la verdad y cumplimiento de las profecías, la frecuencia de los milagros, la rápida propagación de la fe aun al través de potestades enemigas y de barreras humanamente insuperables, el testimonio sublime de los mártires y mil otras hacen patente que la única religión verdadera es aquella que instituyó Jesucristo en persona, confiándola a su Iglesia para que la mantuviese y dilatase en todo el universo (12). Se sigue de ahí el deber, para el poder civil, de defender la libertad plena de la Iglesia y no permitir que nadie pueda impedirle que cumpla su misión (13).
APLICACIÓN A LOS ESTADOS CATÓLICOS Y ACATÓLICOS
Una vez mostrados claramente los principios doctrinales, el esquema infiere de ahí las aplicaciones.
En los Estados donde los ciudadanos profesan en su mayoría la religión católica, “el poder civil no goza en modo alguno del derecho a constreñir las conciencias [de los acatólicos] para que acepten la fe revelada por Dios” (14); de ahí no se infiere, sin embargo, que el Estado no tenga derecho a intervenir “negativamente”, es decir, a impedir que se difundan religiones falsas y principios contrarios a la religión católica: “para proteger a los ciudadanos de la seducción del error, para conservar al Estado en la unidad de la fe, bien supremo y fuente de numerosos beneficios, temporales inclusive, el poder civil puede usar de su autoridad para regular y moderar las manifestaciones públicas de los demás cultos y defender a los ciudadanos de la difusión de doctrinas falsas que, a juicio de la Iglesia, pongan en peligro su salvación eterna” (15). Por eso Monseñor Lefebvre afirmaba también: “Naturalmente, el poder civil no puede constreñir a nadie a abrazar la religión católica (ni, con mayor razón, otra religión), como dice el Código de Derecho Canónico, can. 1351; pero puede, en cambio, prohibir o moderar el ejercicio público de las otras religiones” (16).
El Estado puede promulgar asimismo, con la mira puesta en el bien de la Iglesia y en el suyo propio, leyes que se inspiren en la tolerancia de las religiones falsas. Eso puede darse “pera evitar males mayores, como el escándalo o la discordia civil, un obstáculo para la conversión a la fe verdadera...” (17). El Papa Pío XII abordó magistralmente este tema en una audiencia concedida a los participantes en el V Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos: “El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, por tanto, una norma última de acción. Debe estar subordinado a normas más altas y más generales, las cuales en determinadas circunstancias permiten e incluso hacen aparecer a veces como mejor camino no impedir el error, a fin de promover un bien mayor.
Con esto quedan aclarados los dos principios de los cuales hay que deducir en los casos concretos la respuesta a la gravísima cuestión de la conducta del jurista, del hombre político y del Estado soberano católico ante una fórmula de tolerancia religiosa y moral del contenido antes indicado (...). Primero: lo que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción. Segundo: el no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, hallarse justificado por el interés de un bien superior y más vasto” (18).
Tocante a los Estados católicos, el esquema recuerda el deber que tiene el Estado de conformarse con la ley natural como mínimo, por ende, el Estado debe garantizar la libertad civil a todos aquellos cultos que no se opongan a la religión ni a la moral natural (19).
EL DERECHO-DEBER DE ANUNCIAR EL EVANGELIO
Al esquema visto hasta aquí, que se insertaba en el esquema De Ecclesia. Pars Secunda (cap. IX), se agregaba el capítulo siguiente, el X: De necessitate Ecclesiae annuntiandi Evangelium omnibus gentibus et ubique terrarum (20).
El oficio de la Iglesia de evangelizar a todas las gentes deriva de los poderes mismos de Cristo, quien ordenó: “id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado”. (Mt. 28, 19-20). Por donde “la Iglesia goza en todas partes, independientemente de cualquier poder humano, del derecho inalienable a enviar nuncios del evangelio, establecer comunidades cristianas, incorporarse a los hombres mediante el bautismo y ejercer sobre sus súbditos tanto el poder de enseñar cuanto el de regir y santificar” (21).
El Estado católico no sólo no debe impedir este derecho-deber de la Iglesia Católica, sino que debe facilitarlo, por otra parte, el poder civil de un Estado acatólico debe abstenerse de prohibirlo por lo menos, y ha de reconocer que la doctrina católica no contiene nada que discorde de la religión natural, nada contrario a la dignidad humana y que no redunde en ventaja así de la vida individual como de la social. Tampoco le es lícito a poder alguno oponerse a la predicación evangélica para defender sus tradiciones, puesto que todo cuanto hay en ellas de bueno y justo la obra evangelizadora de la Iglesia lo conservará y elevará.
La Iglesia, por su parte, no puede renunciar a su misión por motivo alguno, y resistirá hasta el martirio si fuere necesario: “Por este motivo el santo sínodo proclama solemnemente, ante el mundo universo, el derecho que asiste a la Iglesia de anunciar el evangelio a todos los hombres en el orbe entero y brindarles los medios de salvación, e insta a cuantos están constituidos en autoridad sobre los pueblos a que no estorben la libertad plena de la Iglesia en el cumplimiento de ese su deber, sino que más bien favorezcan el ejercicio de éste entre los pueblos que les ha confiado la providencia divina” (22).
II. EL ENFRENTAMIENTO
OPOSICIONES AL ESQUEMA DE LA COMISION TEOLOGICA
La primera oposición relevante fue la de S. Em. el Cardenal Frings. Este afirmó que la revelación divina tiene por destinatarios a los individuos, no a la comunidad civil. Por tanto, aun sosteniendo firmemente que existe una verdad religiosa, a las personas se las debe dejar en libertad de seguir la religión que reputen por verdadera. La intervención del Estado se justifica, al decir de aquél, sólo cuando la opción religiosa lesione el bien público (23). Al Cardenal Frings le hizo eco el Cardenal Léger: también para este último el Estado ha de abstenerse de todo punto de favorecer la religión verdadera en menoscabo de las falsas (24), puesto que tal elección pertenece exclusivamente a la conciencia de los individuos.
Los dos príncipes de la Iglesia olvidaban, sin embargo, que tal posición la había condenado Pío IX de manera circunstanciada: “Sabéis perfectamente, venerables hermanos, que hay hombres en la actualidad que, aplicando al Estado el impío y absurdo principio del llamado naturalismo, tienen la osadía de enseñar que ‘la forma mas perfecta del estado y el progreso civil exigen imperativamente que la sociedad humana se constituya y gobierne sin consideración alguna a la religión, y como si ésta no existiera, o por lo menos, sin hacer diferencia alguna entre la verdadera religión y las religiones falsas’. Y contradiciendo la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no temen afirmar que ‘el mejor gobierno es aquel en el que no se reconoce al poder político la obligación de reprimir con sanciones penales a los violadores de la religión católica, salvo cuando la tranquilidad pública así lo exija’.” (25).
S. Em. el Cardenal Doepfner añadió otras “motivaciones” (26). Después de haber afirmado que no todos los teólogos católicos concuerdan tocante al deber que le incumbe al poder civil de honrar a Dios con culto público, acoger la fe católica y limitar la libertad de cultos (pero entonces dudamos de que se trate de teólogos verdaderamente católicos), el Cardenal Doepfner declara: “Parece claramente inoportuno que el Concilio enuncie el derecho de las naciones católicas a negar la libertad del culto público a las religiones acatólicas. Eso ofendería mucho a los acatólicos [?!] y estorbaría la colaboración de los católicos con los acatólicos para realizar el bien común...” (27). Por eso el cardenal rechazaba el esquema propuesto por la Comisión Teológica; en efecto, “debemos tener siempre presente el hecho de que no podemos esperar que nos traten, en los Estados con mayoría de ciudadanos acatólicos, de manera diferente a aquella en que nosotros tratamos a los acatólicos en los Estados de mayoría católica. Por tanto, el mismo bien de la Iglesia universal parece exigir que nos abstengamos de reprimir las demás religiones” (28).
Observemos, ante todo, que en la intervención del Cardenal Doepfner no hay ni sombra de distinción entre la religión verdadera y las falsas. En segundo lugar, notemos que el deber que le corre a la sociedad civil de rendir culto público a Dios lo consideraba él una “opinión teológica discutida”, aunque el magisterio, fundándose en la revelación y el derecho natural, se hubiese pronunciado al respecto varias veces con toda claridad: “Considerada en el Estado la libertad de cultos [reivindicada también por los ‘católicos liberales’], pide que éste no tribute a Dios culto alguno público, por no haber razón que lo justifique; que ningún culto sea preferido a los otros; y que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto alguno al pueblo, dado caso que éste haga profesión de católico. Para que todo esto fuera justo habría de ser verdad que la sociedad civil no tiene para con Dios obligaciones algunas, o que puede infringirlas impunemente; pero no es menos falso lo uno que lo otro: No puede dudarse, en efecto, de que la sociedad establecida entre los hombres, ya se mire a sus partes, ya a su forma, que es la autoridad, ya a su causa, ya a la gran copia de utilidades que acarrea, existe por voluntad de Dios (...). Así es que la sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios, y reverenciar y adorar su poder y su dominio. Veda, pues, la justicia, y védalo también la razón, que el Estado sea ateo, o lo que viene a parar en el ateísmo, que se haya de igual modo con respecto a las varias que llaman religiones, y conceda a todas promiscuamente iguales derechos. Siendo, pues, necesario al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la verdad” (29).
Así, pues, andaba sobrado de razón el Cardenal Ottaviani cuando dijo, contra las objeciones alegadas en la fase preparatoria del Concilio, que el punto clave estribaba en comprender si la sociedad civil debe honrar a Dios, colere Deum (30), o no; lo que significaba también que había que decidir si seguir o rechazar todas las declaraciones del magisterio al respecto.
LA DEFENSA DEL MAGISTERIO CONSTANTE DE LA IGLESIA
Dejemos que sea el propio Cardenal Ottaviani quien responda, en un tono justamente encendido, al Cardenal Doepfner y a los demás “compañeros de infortunio” de éste: “Ya dije –y no quisisteis escucharlo o bien no lo entendisteis- que en el Estado en que los católicos son mayoría y rige el principio democrático (...) los mismos católicos pueden exigir que el estado obre según los principios de los ciudadanos. En el Estado en que hay varias religiones (...) la Iglesia está por la paridad de cultos, y en el Estado donde hay una enorme mayoría de acatólicos (...) dije que se les debe [a los católicos] la tolerancia, como pedía Tertuliano cuando los católicos eran pocos” (31). Así que el Cardenal Ottaviani enunció de manera realista el modo en que se han de plantear las relaciones Iglesia-Estado con base en las diferentes situaciones en que los católicos se hallen, sin reconocer por esto derecho alguno a la libertad religiosa, lo que habría sido contrario a la enseñanza de la Iglesia; una enseñanza que Pío XII recalcó hasta la víspera del concilio, por decirlo así: “Ante todo es preciso afirmar claramente que ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna Comunidad de Estados, sea el que fuere su carácter religioso, pueden dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o de hacer lo que sea contrario a la verdad religiosa o al bien moral. Un mandato o una autorización de este género no tendrían fuerza obligatoria y quedarían sin valor. Ninguna autoridad podría darlos, porque es contra la naturaleza obligar al espíritu y a la voluntad del hombre al error y al mal, o considerar al uno y al otro como indiferentes. Ni siquiera Dios podría dar un mandato positivo o una positiva autorización de tal clase, porque estaría en contradicción con su absoluta veracidad y santidad” (32).
El Cardenal Ottaviani afirma, además, con vigor: “Se ha hablado de la impresión que recibirían los protestantes, los paganos, etc.; pero debemos tener asimismo a la vista lo que dirían los católicos en Italia, en España, en Portugal, en Irlanda, en Hispanoamérica (...), y me dirijo en particular a los obispos de la América Hispana: saben qué batalla han emprendido los protestantes en esas zonas contra la unidad de la religión. ¿Le daremos, pues, a los protestantes, por conducto del concilio Vaticano II, un arma para atacar al catolicismo o para contrarrestar lo que hacen las autoridades civiles –y hacen mucho- en favor del catolicismo? (...). Así que no es de recibo decir, como hizo un obispo, ‘salva reverentia erga Magisterium ecclesiasticum’ [salva la reverencia debida al magisterio eclesiástico]; ¡el magisterio enseña lo que está expuesto [en el esquema], por lo que no podemos decir: ‘seamos reverentes’, y luego actuar contra él!” (33).
El Cardenal Alfrink atinó a percibir la diferencia sustancial que separa a la doctrina tradicional, representada por el esquema de la Comisión Teológica, de la “liberal”, expuesta en el esquema del Secretariado para la Unidad de los Cristianos: “Nos creará dificultades bastante grandes ya el mero hecho de que se hable de tolerancia religiosa en el primer esquema, no de libertad religiosa, como en el otro...” (34). Pero el Cardenal Alfrink, aun reconociendo en tal diferencia de términos una diferencia de doctrina, avala la posición “liberal”, porque del primer esquema “los acatólicos inferirán que la Iglesia Católica, en cuanto goce de mayoría en sus países, privará a los ciudadanos acatólicos de la libertad civil de profesar su religión, y, como mucho, los tolerará como un mal” (35). Al hablar de esa guisa, el cardenal exhibe una incomprensión absoluta así de los fundamentos de la doctrina católica cuanto del derecho natural. En efecto, ¿desde cuándo el error puede reivindicar derechos?, ¿desde cuándo el arbitrio personal puede reivindicar derechos absolutos? Sólo según la reflexión filosófica moderna, ciertamente, que se inspira en el pensamiento liberal-masónico y ha sido siempre condenada por la Iglesia. Preguntamos entonces: ¿qué deben hacer los cardenales en el concilio: enseñar la verdad perenne que Dios les confió o hacer propaganda de los delirios de cuantos reivindican para el hombre derechos absolutos que sólo le competen a Aquél? ¿No se escucha aquí el eco de la tentación original: eritis sicut Deus [seréis como Dios]?
S. Em. el Cardenal Larraona puso en guardia contra cualquier cesión en materia doctrinal para “favorecer” a los acatólicos: “si creemos que la conversión se hará más fácil por el hecho de que nos acerquemos a ellos de manera que no subsista ya diferencia alguna, nos equivocamos de medio a medio (...) creer que debemos ceder en la doctrina (como han cedido muchos, ¡oh dolor!) –en esa doctrina que, por desgracia, no se reverencia ya públicamente en Europa-, o que hemos de ceder también en la disciplina, constituye, a mi juicio, un error que ha de rechazarse...” (36). El Cardenal Browne sostuvo asimismo que el esquema de la Comisión Teológica era impecable y notó de “infantilismo” el suponer que la doctrina expuesta admirablemente en la Immortale Dei de León XIII fuera una doctrina contingente y no inmutable (37).
lodo lo expuesto delata a la clara la existencia de una fisura en el seno de las mismas comisiones preparatorias, una fractura que saldría definitivamente a flor de agua en el aula conciliar. Por una parte, hallamos a los que tan sólo querían reelaborar y exponer fielmente la doctrina católica de siempre, procurando dar directrices prácticas de acción pastoral, por otra, se configuraba cada vez más la voluntad de recurrir a la pastoral para insertar una modificación sustancial en la concepción católica de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La nueva orientación deletérea, que por desgracia terminó prevaleciendo, se manifiesta con claridad en el esquema del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, presidido por el Cardenal Bea.
III. LAS “NOVEDADES” DEL ESQUEMA DEL SECRETARIADO PARA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS DE LIBERTATE RELIGIOSA
EL MAGISTERIO “REPENSADO”
El primer dato que desconcierta a quien le eche aunque sólo sea un vistazo al esquema en cuestión estriba en la omisión de un aparato de notas que remita a los textos del magisterio, mientras que en el esquema de la Comisión Teológica, por el contrario, figura uno que ocupa páginas y más páginas.
El propio Cardenal Bea es quien nos dice qué peso ha de atribuirse al esquema De libertate religiosa. El presidente del Secretariado para la Unidad de los Cristianos declaró, en la presentación del esquema susomentado (38), que se redactó teniendo presente la situación de entonces, que se caracterizaba, por un lado, por las acusaciones de intolerancia que los acatólicos vertían contra la Iglesia Católica (¡sic!), y, por el otro, por el hecho de que no existía ya nación alguna que pudiera considerarse católica (afirmación que provocó la reacción del Cardenal Larraona [39]); sin embargo –y esto es lo que a nosotros nos interesa-, el Secretariado quiso expresarse también en términos teológicos (de principiis theologicis cogitavit [40]), o sea, quiso repensar la posición católica presentada ininterrumpidamente por el magisterio de todos aquellos Papas que debieron hacer frente a las ideas liberales. Las novedades de tal “repensamiento” son de capital importancia.
DOS “TIME BOMBS” (“BOMBAS DE RELOJERÍA”)
El esquema asevera, ante todo, que la Iglesia debe ocuparse no sólo de las verdades que deben creerse, sino, además, de las personas que han de adherirse a tales verdades, precisamente de “todos aquellos a quienes mueve el Espíritu Santo por caminos diversos a fin de que accedan libremente a la casa del Padre común” (41).
Encontramos ya en esta afirmación dos elementos que se desarrollarán abundantemente en el postconcilio (a esas novedades “escondidas” en los textos, de arte que constituyan las avanzadillas y los pretextos en que estribar para desarrollar ampliamente doctrinas heterodoxas en tiempos más oportunos, se las llama con toda razón “time bombs” en los ambientes anglosajones, es decir, bombas diseñadas a conciencia para explotar a su debido tiempo).
Hallamos in primis la idea según la cual el Espíritu Santo se sirve positivamente de caminos distintos a los establecidos por Nuestro Señor Jesucristo en la Iglesia Católica (viis diversis a Spiritu Sancto moventur), unos caminos que la reflexión postconciliar identificará explícitamente con las religiones falsas, cosa que previó con vista de lince S. Em. el Cardenal Quiroga y Palacios, quien pidió se aclarara que si bien el Espíritu Santo mueve también, en efecto, a quienes andan por otros caminos que la Iglesia Católica, con todo y eso, “no lo hace para que anden por dichos caminos, sino aunque anden por ellos, es decir, a despecho de que discurran por tales senderos. Por eso no podrá inferirse nada de ahí en favor de la libertad religiosa, sino tan sólo en favor de la tolerancia” (42). El cardenal había explicado en el mismo sentido la parábola del grano y la cizaña, aducida torcidamente en el esquema del Secretariado como presunto testimonio evangélico en favor del derecho a la falsa “libertad religiosa”. En efecto, el Señor Jesús dice explícitamente que fue el enemigo quien sembró la cizaña, mientras dormía el que debía velar. Por tanto, no le reconoce derecho alguno al enemigo sembrador, porque actuó a ocultas y con dolo. Por donde esta parábola sugiere la tolerancia y le niega todo derecho al error (43).
En segundo lugar, en el esquema del Cardenal Bea se insinúa que la libertad es, en su esencia, ausencia de constricción externa, por lo que exige que nadie limite la expresión de la interioridad del sujeto, el único límite consiste, al decir de aquél, en no obstaculizar la libertad de otros. También aquí se opuso el Cardenal Quiroga y Palacios, pues aunque sea verdad que cada uno tenga derecho a formar libremente su conciencia y a tomar sus decisiones en función de ésta, con todo, no es verdad asimismo que el status mentis errantis (la conciencia errónea) pueda reivindicar derechos sociales para sí o lamentarse de las intervenciones de la autoridad legítima encaminadas a evitar daños al bien de la Iglesia y de la sociedad (44).
EL PUNTO CLAVE
Con toda razón se le reconoce a la persona, en el esquema, el derecho a seguir su conciencia, aun si ésta yerra (“En materia religiosa, se debe respetar el derecho a seguir la propia conciencia, el cual asiste no sólo a los creyentes [...] sino a todos los hombres y todas las sociedades humanas sin restricción” [45]); pero el Secretariado para la Unidad de los Cristianos extrae de ello consecuencias erróneas, especialmente para la libre expresión de la religión que la conciencia reputa por verdadera. Este punto es de una importancia extrema. Sin pretender abusar de la paciencia del lector, nos parece necesario seguir paso a paso cómo trata Sto. Tomás este asunto: “Puesto que el objeto de la voluntad es lo que la razón le propone a ésta, si aquélla le presenta algo como malo, la voluntad se hará mala al procurarlo. Eso no se verifica sólo en las cosas indiferentes, sino también en las buenas o malas por naturaleza. En efecto, no sólo la cosa indiferente puede asumir accidentalmente naturaleza de bien o de mal, sino que el bien mismo puede asumir aspecto de mal, y el mal aspecto de bien, en virtud de la apreciación de la razón. Abstenerse de la fornicación, p. ej., es un bien; con todo, la voluntad no puede moverse hacia él en tanto que bien sino con base en la presentación de la razón. Así que si la razón yerra y se lo presenta como un mal a la voluntad, ésta tenderá a él bajo el aspecto de mal y, por ende, será mala puesto que querrá un mal (no un mal que sea tal por sí mismo, sino un mal que es tal accidentalmente en virtud de la presentación de la razón). Y así creer en Cristo es algo esencialmente bueno y necesario para la salvación; pero la voluntad no puede tender a ello sino con base en la presentación de la razón. Por donde si la razón se lo presentara como un mal, la voluntad por fuerza lo querría como un mal; no porque fuera un mal en sí mismo, sino porque sería un mal en la consideración de la razón. De ahí que sea menester concluir, hablando en términos absolutos, que toda volición que se aparte de la razón, ya recta, ya errada, siempre es pecaminosa” (46). Se sigue de ahí que nadie debe constreñir a una persona a creer en Jesucristo: “La doctrina católica y la Iglesia se pronunciaron siempre, y lo siguen haciendo hoy, a favor de la más amplia libertad de conciencia en la búsqueda de la verdad revelada y en su aceptación integral mediante el acto de fe. El principio que enunció otrora San Agustín a este respecto, según el cual el hombre no puede acercarse a la fe religiosa “nonnisi volens”, fue siempre la norma a la que se adecuó constantemente la praxis de la Iglesia en punto a los infieles, igual que se conforma con ella al presente la postura que mantiene tocante a los disidentes, nacidos y crecidos en el seno de confesiones religiosas que desertaron tiempo ha de la unidad querida por Cristo” (47).
Conque el principio de la no constricción, especialmente en el ámbito religioso, deriva de la obligación que le corre a la voluntad de seguir a la conciencia: “la aceptación de la verdad ha de ser espontánea: la fuerza o la constricción pueden producir un conformismo externo, pero nunca la adhesión espiritual a una doctrina (...). Se sigue de ahí entonces que quien yerra, especialmente si lo hace de buena fe, tiene derecho a no sufrir violencia externa o presión moral encaminada a hacerle mudar de opinión o profesión religiosa (...). Derecho de libertad interior, que excluye categóricamente el ejercicio de cualquier tiranía sobre las conciencias, tanto en el campo político cuanto en el religioso; pero se trata de un derecho no del error, sino de la persona humana en su dignidad de ser racional en la cual se anda con firmeza” (48). Sobre tal dignidad del ser racional se funda el principio de la tolerancia religiosa, defendido siempre por la doctrina católica. Pero la Iglesia jamás reputó por absoluta tal dignidad, es decir, por suelta, por desligada de todo límite extrínseco e intrínseco; antes al contrario, enseñó siempre que el derecho a la libertad del ser racional está intrínsecamente limitado por la ley moral y la justicia, y que se halla circunscrito extrínsecamente por las exigencias de la vida social (donde choca con el derecho de otros). De ahí que la conciencia errónea, aunque obligue a la voluntad, no puede ufanarse de poseer derecho alguno en cuanto que el derecho se liga ontológicamente sólo a la verdad y al bien objetivamente determinados y, por ende, a la conciencia verdadera, es decir, conforme con la verdad objetiva: “Nos gustaría preguntar a los sostenedores de los derechos de la conciencia subjetiva qué responderían a un amigo que se presentara en su casa y los invitara a abandonarla porque tiene la certeza subjetiva de que dicha casa le pertenece. No cabe duda de que lo entregarían a la policía, si es que no a los loqueros derechamente. ¿Cómo se explica tamaño comportamiento si la conciencia subjetiva [la conciencia errónea inclusive] goza del derecho a hacerse valer? Se explica a la perfección por la naturaleza de las relaciones sociales, las cuales se fundan en el derecho objetivo, ante el cual ha de batirse en retirada cualquier persuasión personal” (49).
Tampoco la voluntad que sigue los dictados de la conciencia errónea se exime siempre de pecado: “Si la razón o la conciencia son erróneas a causa de un error directa o indirectamente voluntario tocante a cosas que uno está obligado a saber, tal error no exime de pecado a la voluntad que sigue a la razón o a la conciencia erróneas. Pero si, por el contrario, se trata de un error que produce involuntariedad en cuanto que lo provoca, sin que medie negligencia alguna por parte del sujeto, la ignorancia de circunstancias particulares, entonces tal error de la razón o de la conciencia exime de pecado a la voluntad” (50).
Saquemos ahora las consecuencias de nuestro análisis: “Al ser una facultad moral, el derecho no puede germinar sino sobre el terreno de la verdad y del bien (...). Ahora bien, al estar la conciencia subjetiva en el error, aunque se profese éste de buena fe [es decir, aun en el caso de que la conciencia presente a tal error como un bien, aunque en realidad sea un mal], no puede engendrar por sí misma derecho alguno. Por tanto, el derecho acompaña únicamente a la conciencia objetiva, o sea, a la conciencia que se conforma con la verdad objetiva en la aceptación de la religión” (51).
Las desviaciones doctrinales del Cardenal Bea no acaban aquí. El esquema afirma más adelante que la Iglesia no ha admitido jamás ni puede admitir la doctrina del indiferentismo religioso; sin embargo, alaba a las sociedades civiles modernas que dispensan idéntico trato a todas las religiones (52). Bea sostuvo igualmente, en la relación que defendió, que el Estado ha de ocuparse tan sólo del bonum communem humanum, el único que el Estado puede reconocer a la luz de la razón (¡el Cardenal Bea excluyó ya entonces, por principio y contra el Vaticano I, que pueda reconocerse el origen divino de la religión católica mediante las pruebas externas, accesibles a la razón humana!), y que de poco serviría multiplicar citas de otros tiempos, porque el Concilio, según la voluntad de Juan XXIII, debía tener la mira puesta en ponerse al día.
EL HIATO
Es evidente el hiato que se da entre el esquema y la doctrina tradicional: “la doctrina antigua (...) se funda en dos premisas reveladas: que la religión verdadera no puede ser más que una y que ésta es exclusivamente la católica, en cuyo favor convergen todas las pruebas históricas y dogmáticas. A estas premisas se añadía luego un principio de orden racional, o sea, que el derecho se vincula ontológicamente nada más que a la verdad. Y puesto que la religión católica es la única verdadera, deducía de ello que al Estado, particularmente si la mayoría de su población es católica, le urge el deber de proteger la religión revelada con todos los medios a su alcance (...). Se sigue de ahí (...) que no se puede sostener en línea de tesis el laicismo del Estado y su separación de la Iglesia (...) sin poner antes patas arriba ese sólido baluarte llamado dogma” (53). A ello se añade que “no sólo el bien común constriñe al Estado a salir de la neutralidad propuesta, sino que también lo hace la obligación indeclinable que le corre, precisamente en cuanto Estado, de rendir culto público al Dios verdadero en la única forma que éste estableció mediante la revelación” (54). ¡Exactamente lo mismo que sostenía el Cardenal Ottaviani y toda la enseñanza del magisterio infalible!
Por tanto, pueden advertirse varios errores graves en la posición que tomaba Bea:
1) Negación del derecho natural, según el cual también la sociedad civil, pues tiene a Dios por autor, debe rendirle a éste el culto debido.
2) Negación de la Redención, que fija cuál es el único culto verdadero y grato a Dios.
3) Negación del concepto filosófico de la verdad, entendida como adecuación del intelecto a la realidad, cognoscible universal y objetivamente.
4) Negación del concepto verdadero de libertad humana, “limitada intrínsecamente por la ley moral y la justicia, y circunscrita extrínsecamente por las exigencias de la vida social” (55).
Así, pues, con razón dijo el Cardenal Quiroga y Palacios del esquema presentado por Bea: “Nemo non videt omnia haec esse omnino contraria doctrinae catholicae usque adhuc tradiate ab omnibus et a Summis Pontificibus expositae et propugnata [Nadie hay que no vea que todo eso es contrario a la doctrina católica transmitida hasta hoy por todos y expuesta y propugnada por los Sumos Pontífices]” (56).
CONCLUSIONES
Empezamos este artículo ponderando la clarividencia de Monseñor Lefebvre. Acaso ahora será más fácil apreciarla.
Pensándolo bien, todo el debate relativo a los dos esquemas propuestos gira en torno a un punto decisivo: ¿Es absoluta la dignidad humana y la libertad que se debe a tan preciosa dignidad? ¿O bien es Dios lo Absoluto? (La existencia de dos absolutos, en efecto, es imposible por contradictoria, y lo que no es posible no puede ser real). La pregunta puede parecer banal y fácil de responder; pero no es así. El castillo elaborado por el Cardenal Bea y sus colaboradores se sostiene sólo si se niega la indivisible conexión del derecho con la verdad, a cuyas exigencias debe adaptarse la libertad humana, pues procede aquélla de un orden objetivo de valores cuya fuente última es la voluntad del ordenador y legislador supremo. Así, pues, en nada se ofende a la libertad al negar que la conciencia subjetiva tenga derechos; como mucho, se manifiesta con ello una oposición irreductible a un concepto erróneo de libertad, entendida ésta como la facultad de hacer todo lo que a uno le venga en gana: un concepto con el cual jamás podrá llegar a compromiso alguno una doctrina moral” (57).
La negación del vínculo de la libertad con la verdad lleva a la liquidación de lo Absoluto divino, fuente del orden de la verdad, fuera del Cual todo lo demás no puede ser sino relativo, no en el sentido de un medio respecto del fin, sino en el sentido de un fin segundo (el hombre) respecto del fin último (Dios). Ésta es la tentación original: eritis sicut Deus, seréis como Dios; es la locura del anticristo, quien “se alza sobre todo lo que se llama Dios o es objeto de veneración hasta el punto de sentarse él mismo en el templo de Dios, proclamándose Dios a sí propio” (II Tes. 2, 4); es la lucha de las dos ciudades: la ciudad de Dios, que ama a Éste hasta el desprecio de sí, y la del hombre, que se ama a sí mismo hasta el punto de menospreciar a Dios.
No le faltaba razón a Monseñor Lefebvre: los primeros choques de la batalla apocalíptica en el seno de la Iglesia se produjeron a propósito de la libertad religiosa. Que el Concilio Vaticano II era el primer baluarte conquistado por cuantos, a sabiendas o no, le hacen el caldo gordo a Satanás, su anticristo y su ciudad, lo dijo Pablo VI, de manera desconcertante, en un increíble discurso pronunciado en la ONU, precisamente al acabar el concilio mismo: “El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión –porque tal es- del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo... Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, reconocedle siquiera este mérito [al Concilio] y reconoced asimismo nuestro nuevo humanismo también nosotros –y más que nadie- somos promotores del hombre” (58).
San Juan, en cambio, dice lo siguiente: “Ellos son del mundo: por eso dicen las cosas del mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios; quien no es de Dios no nos escucha; por eso distinguimos el espíritu de verdad del espíritu de error” (I Jn. 4, 5-6). ¡Escuchemos, pues, al Espíritu de verdad!
Aloysius
Notas:
1) Acta et Documenta Concilio Oecumenico Vaticano II Apparando. Series II Praeparatoria II. 4; pp. 657 ss.
2) El cardenal había terminado hacía poco una obra en dos volúmenes sobre el derecho público de la Iglesia.
3) Acta et Documenta... cit., p. 658.
4) Ibidem.
5) Leo PP. XIII, Litterae encyclicae Libertas de libertate humana, 20 de junio de 1888.
6) Acta et Documenta... cit., p. 658.
7) Sto. Tomás de Aquino, De regimine principum, I, 1.
8) Acta et Documenta... cit., Pp. 658-659.
9) Precisamente este pasaje evangélico será muy mal entendido por los liberales, quienes lo utilizarán para sostener (erróneamente, como es obvio) la separación entre la Iglesia y el Estado.
10) Ibidem, p. 659.
11) Cf. Ibidem.
12) Leo PP. XIII, Epistola encyclica Immortale Dei de civitatum constitutione christiana, 1 de noviembre de 1885.
13) Cf. Acta et Documenta... cit., p. 659.
14) Ibidem, p. 660.
15) Ibidem.
16) M. Lefebvre, Accuso el Concilio (Acuso al concilio), Editorial Ichthys: Albano Laziale, 2002, p. 78, nota 5.
17) Acta et Documenta... cit., p. 600.
18) Pius PP. XII, Nazione e comunitá internazionale nella Allocuzione ai Giuristi Cattolici Italiani (Nación y comunidad internacional en el discurso a los juristas católicos italianos), 6 de diciembre de 1953, en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pio XII (Discursos y radiomensajes de Su Santidad Pío XII), tipografía Políglota Vaticana, 1954, vol. XV, pp. 488-489.
19) Acta et Documenta... cit., p. 660.
20) Cf. Acta et Documenta... cit., pp. 672 ss.
21) Ibidem, pp. 672-673.
22) Ibidem, p. 673.
23) Cf. Acta et Documenta... cit., pp. 692-693.
24) Ibidem, pp. 695-701.
25) Pius PP. IX, Cuanta cura, 8 de diciembre de 1864.
26) Cf. Acta et Documenta... cit. pp. 701-706.
27) Ibidem, p. 705.
28) Ibidem.
29) Leo PP. XIII, Litterae encyclicae Libertas de libertate humana, 20 de junio de 1888.
30) Cf. Acta et Documenta... cit., pp. 719-721.
31) Ibidem, p. 720.
32) Pius PP. XII, Nazione e comunità internazionale..., 6 de diciembre de 1953, en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII cit., p. 487.
33) Acta et Documenta... cit., p. 721.
34) Ibidem, p. 707.
35) Ibidem.
36) Ibidem, p. 710.
37) Cf. Ibidem, pp. 710-712.
38) Cf. Acta et Documenta..., pp. 688-691.
39) Cf. Ibidem, p. 710.
40) Ibidem, p. 689.
41) Ibidem, p. 677.
42) Ibidem, p. 727.
43) Ibidem.
44) Ibidem.
45) Ibidem, p. 678.
46) Summa Theologiae, I-II, q. XIX, a. 5.
47) A. Messineo, S. I., La libera ricerca della verità (La libre búsqueda de la verdad), “La Civiltà Cattolica”, IV (1950), p. 57.
48) A. Messineo, S. I., Soggettivismo e libertà religiosa (Subjetivismo y libertad religiosa), “La Civiltá Cattolica”, III (1951), p. 16.
49) A. Messineo, S. I., La coscienza soggetiva e la vita sociale (La conciencia subjetiva y la vida social), “La Civiltà Cattolica”, II (1950), p. 510.
50) Summa Theologiae, I-II, q. XIX, a. 6.
51) A. Messineo, S. I., Soggettivismo e libertà religiosa cit., p. 5.
52) Cf. Acta et Documenta... cit., pp. 680-681.
53) Cf. Ibidem, pp. 689-690.
54) A. Messineo, S. I., Democrazia e laicismo dello Stato (Democracia y laicismo del estado), “La Civiltà Cattolica”, II (1951), p. 588.
55) Ibidem, p. 589.
56) A. Messineo, S. I., Soggettivismo e libertà religiosa cit., p. 15.
57) Acta et Documenta cit., p. 728. Intervención de S. Em. el Cardenal Quiroga y Palacios.
58) A. Messieneo, S. I. Soggettivismo e libertà religiosa cit., p. 15. I Documenti del Concilio Vaticano II (Los documentos del concilio Vaticano II), Edit. Gregoriana, Padua, 1967, pp. 1155-1156.
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