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HEMOS LEIDO PARA USTEDES

¡Oh, lo veo y lo comprendo harto claramente! La inmensa mayoría de los hombres de nuestros días te condena a muerte otra vez, y mucho más atrozmente que cuando fuiste condenado por el propio Pilato. Pilato, al menos, reconocía tu inocencia, mientras que el mundo de hoy te juzga verdaderamente culpable, puesto que tu ley se le opone diametralmente, por lo que ha jurado anonadarla, o, cuando menos, desnaturalizarla, cueste lo que cueste.

Contra ti, contra ti solo, se dirigen todas las conjuras de los malos; están resueltos a no darse reposo hasta que todos tus verdaderos adoradores sean sus aliados. (...)

Pero hay una herida oculta que te resulta más amarga todavía; un velo tupido me esconde el secreto de amor de tu corazón.

Mi corazón está desgarrado y te sigo por doquier para compartir tu pena; pero casi no oso hablarte de ella sino con mi llanto. Soy como un tierno infante que recibe, sin saber explicarlo, ciertas confidencias de su papá; si te pido explicaciones parece que, juzgándome demasiado débil para entenderlas, te contentas con mis lágrimas y con mostrarme la vehemencia de tu dolor.

Sí, lo entiendo; se trata de tus sacerdotes, mil veces más queridos para tu corazón que lo es la esposa más amada para su marido. Nada consuela a un amor herido, ni puede resolverse a castigar; y, sin embargo, ninguna compensación puede resarcirlo. (...)

¡Oh dignidad real de los sacerdotes! ¡Vuestra sola presencia aplastaría al ejército de los filisteos si tuvieseis la fe que merece de vuestra parte el “Rey de Reyes”!

Considerad, pues, lo que sois, lo que son los impíos, lo que son los cristianos, lo que es la Iglesia y lo que es la sociedad, lo que todos vamos a llegar a ser si Jesucristo no se revela.

Reconoced vuestra injusticia para con el Salvador, de quien lo habéis recibido todo, al cual nada le habéis dado, de quien todo podéis esperarlo, al cual no pedís casi nada.

Cesad, cesad de apoyaros en criaturas mortales, de esperar en los hombres, sean quienes fueren y cualesquiera que fueren sus recursos, para esperar sólo en Dios, que salvó al mundo y es el único que puede salvarlo aún. Apresuraos a llamar a la puerta del tabernáculo para decirle a Jesús que se levante y haga justicia a su Iglesia.

Sacerdotes, no retraséis más la liberación del pueblo de Dios, el consuelo de la Iglesia, la salvación del pueblo, con cifrar vuestra esperanza en los recursos de la política de los hombres; no obliguéis más al Señor, que no puede resistiros, a retrasar la gran intervención de su misericordiosa justicia.

¿De qué sirve repetirle siempre: “Señor, danos buenos magistrados, diputados honestos y ministros concienzudos”?

Decid, decid más bien: “Señor, ven tú mismo en nuestra ayuda. Tú solo eres el Salvador; no hay otro sino tú”.

Con la cruz, con lo que había de más vil en el universo, abatiste una vez a todos los poderes de la tierra y del infierno juntos. ¿Acaso te sirve hoy un instrumento mejor? Danos sólo una señal, y toda la tierra temblará; los impíos obstinados morderán el polvo, y los hijos de Dios se alegrarán. ¿Hasta cuándo, Gran Rey, soportarás que los enemigos de tu santo nombre insulten la piedad de tus fieles adoradores y exclamen con insolencia: “¿Dónde está, pues, su Dios?”.

Paolina Maria Jaricot

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