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Noviembre 2004

EL MENSAJE OCULTO (AUNQUE NO DEMASIADO) DE LAS CELEBRACIONES CON MOTIVO DEL CUADRAGÉSIMO ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN SACROSANCTUM CONCILIUM

Últimamente han aparecido en la prensa de signo católico diversas declaraciones con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium sobre Sagrada Liturgia. En el presente artículo vamos a examinar dos de esas declaraciones, dentro de las más importantes e interesantes. La primera es de Su Excelencia Monseñor Piero Marini, Maestro de ceremonias en las celebraciones papales, publicada en su día por el Osservatore Romano el 6 de diciembre de 2003[i]; la segunda fue publicada por la Civiltà Católica el 20 de diciembre de 2003, firmada por el Padre Giraudo, S. J.

Una mentira

Monseñor Marini comienza mintiendo cuando afirma: “Hay que reconocer que el deseo de situar a la liturgia en un primer plano es altamente significativo, deseo que llevó a promulgar como primer documento del Vaticano II la Constitución Sacrosanctum Concilium. El Papa Pablo VI, plenamente consciente del valor y de la significación de este momento, se erigió en intérprete de la alegría de toda la Iglesia: En esto reconocemos el respeto debido a la escala de valores y deberes. Dios en un primer plano... la liturgia como primera fuente divina que debe ser comunicada”[ii].

En realidad la aprobación del documento sobre Sagrada Liturgia, como primera etapa del Concilio, se debió a otros motivos. En efecto “tras la primera Congregación general, en la mañana del 13 de octubre de 1962, cuando apenas los Padres se habían ausentado de la sala, tuvo lugar la reunión del Consejo de Presidencia, formado por diez Cardenales nombrados por el Papa. En esta reunión los representantes de la Alianza europea, los Cardenales Frings, Liénart y el holandés Alfrink, apoyaron firmemente la proposición del episcopado holandés (Padre Schillebeecks) de someter en primer lugar a discusión el esquema sobre Sagrada Liturgia, dejando para más tarde el estudio de la Constitución dogmática sobre la Revelación. El consejo de Presidencia aprobó tal proposición. Más tarde fueron recibidos por el Papa en audiencia privada, el lunes 15, y los diez obtuvieron sin dificultad alguna el visto bueno a su decisión que fue comunicada a la Asamblea al empezar la segunda Congregación general, el 16 de octubre”[iii].

De esta forma se postergó la discusión de los cuatro primeros esquemas elaborados durante la fase preparatoria del Concilio (además del esquema sobre las fuentes de la Revelación había un esquema sobre la defensa del depositum fidei, otro sobre el orden moral cristiano y finalmente uno sobre la castidad, el matrimonio, la familia y la virginidad), esquemas que serán más tarde rechazados in toto por ser “demasiado esolásticos”, “poco pastorales”, con pocas citas bíblicas, en desacuerdo con la mentalidad de nuestro tiempo, etc. La discusión en primer lugar de la Constitución sobre Sagrada Liturgia fue la segunda victoria del frente neomodernista (la primera fue el rechazo del voto para la formación de las comisiones). Si se decidieron por el debate de esta Constitución en primer lugar fue porque aparecía, respecto a las otras, como la menos “conservadora”; nada que ver con “el deseo de situar a la liturgia en un primer plano”.

Un criterio no católico

Hay un punto sobre el que Monseñor Marini insiste de forma especial y que nos parece importantísimo. Veamos su explicación: “Remontarse a la Constitución Sacrosanctum Concilium significa acercarse no sólo a un documento conciliar sino también al fruto maduro de esa larga y esforzada marcha que ha llevado a la Iglesia Católica hasta las fuentes mismas de su liturgia para poder efectuar una reforma general y detallada del culto litúrgico (SC, 21)”[iv]. Más tarde vuelve sobre el tema y dice. “Para comprender la Constitución sobre la Liturgia hay que saber de qué fuentes ha brotado su verdadero espíritu. La Constitución ha sido realmente modelada en las fuentes bíblicas y patrísticas de las que ha brotado... La Sagrada Escritura ha sido tomada como regla y criterio para comprender la liturgia y reformar su práctica. Si la Sagrada Escritura es la fuente de donde brota la renovación litúrgica, la práctica litúrgica primitiva de las Iglesias de los Padres, es decir la pristina Sanctorum Patrum norma, debe ser considerada como norma y regla inspiradora de esta reforma. La práctica litúrgica de las Iglesias de los Padres constituye la forma original de la liturgia cristiana, junto a la cual la vida litúrgica de la Iglesia de cualquier época debe modelarse y estructurarse. Por esa razón la liturgia debe volver a su sencillez original”[v].

Así pues el sentido de la reforma litúrgica es éste: volver a las fuentes primitivas de la liturgia que serían la Sagrada Escritura y la práctica litúrgica de los Padres de la Iglesia, ignorando en su conjunto (de hecho ya lo habíamos advertido aunque estamos “contentos” de que Monseñor Marini nos lo haya hecho ver) todo lo que la Iglesia ha decidido, prohibido o estipulado desde entonces (es decir ¡durante 1500 años!). Está claro que todo lo que ha ocurrido desde aquella época dorada de los orígenes hasta el “renacimiento” del Vaticano II es considerado como una especie de “edad media” obscurantista, que no ha sabido guardar y transmitir la verdadera liturgia, de suerte que todo eso no ha sido considerado como digno de constituir una fuente para la renovación litúrgica. Ha tenido lugar como una especie de paréntesis, todo menos legítimo, de quince siglos de aportaciones litúrgicas, como si el Vaticano II constituyese el despertar tras un largo período en el que “el espíritu litúrgico auténtico” hubiese estado como adormecido.

No nos detendremos en estas consideraciones ya que la Iglesia ha juzgado estas actitudes a través del magisterio de S. S. Pío XII: “Volver con el espíritu y el corazón a las fuentes de la sagrada liturgia es ciertamente algo sabio y laudable, pues el estudio de esta disciplina, remontándose a sus orígenes, es de una utilidad considerable para penetrar con más profundidad y cuidado la significación de los días festivos, el sentido de las fórmulas al uso y de las ceremonias sagradas; pero no sería sabio ni loable reconducir todo a la antigüedad. Y así, por ejemplo, sería desviarse del recto camino querer que el altar volviese a su forma primitiva de mesa, o suprimir radicalmente el negro de los colores litúrgicos, o bien hacer desaparecer de los templos los cuadros religiosos y las imágenes (el Padre Santo no pudo encontrar mejores ejemplos...). Y así también ningún católico que se precie de este nombre puede, bajo el pretexto de volver a las antiguas fórmulas empleadas en los primeros Concilios, marginar las expresiones de la doctrina cristiana que la iglesia, bajo la inspiración y guía del Espíritu Santo, ha creado en épocas más recientes, bajo obligación de guardarlas, con gran proveo para las almas... cuando se trata de la sagrada liturgia, si alguien quisiera volver a los antiguos ritos y costumbres, rechazando las normas introducidas por la acción de la Providencia, apelando a que las circunstancias han cambiado, tal actitud no sería evidentemente fruto de una solicitud sabia y justa. Tal forma de pensar y actuar sería revivir esta excesiva y malsana pasión por las cosas antiguas que movía al Concilio ilegítimo de Pistoya”[vi].

Por lo tanto el Concilio utilizó un criterio no católico para la reforma litúrgica, considerando como necesario volver a la Sagrada Escritura y a los Padres de la Iglesia para reencontrarse con el verdadero espíritu de la liturgia, olvidado total o parcialmente en la liturgia de los siglos posteriores, Misa tridentina incluida. Insistimos sobre este punto porque si se ha visto necesario remontarse a los Padres de la Iglesia y a la Sagrada Escritura para reencontrarse con el verdadero espíritu litúrgico, eso significa que durante 1500 años que han transcurrido entre tanto, ¡el Espíritu Santo no ha asistido a su Iglesia! Este modus cogitandi que intenta demostrar que el Concilio ha vuelto a descubrir esa pureza que sólo existió en los primeros tiempos de la vida de la Iglesia, nos da la impresión que se asemeja al pensamiento del Siglo de las Luces que no ha dudado en presentar como Edad Media (edad de en medio) todo lo ocurrido entre el Siglo de las Luces y la gloriosa época clásica, considerando este “intermedio” como un tiempo obscuro, negativo, incapaz de expresar al espíritu humano. Esto nos recuerda también el cisma protestante que acusó a la Iglesia de haberse olvidado del espíritu de los primeros tiempos y de la Sagrada Escritura, reivindicando a favor propio la fidelidad a las fuentes.

Una utilización personal

Este criterio, tan ensalzado él, de retorno a los Padres de la Iglesia y a la sencillez de los orígenes, ha sido utilizado de forma harto personal. En efecto, se ha llevado a cabo una prudente selección entre las tradiciones patrísticas. Por ejemplo, nadie se atreve a recordar que un Papa del siglo III, san Eutiquiano, escribió lo siguiente: “Nullus praesumat tradere communionem laico faeminae ad referéndum infirmo” (“Que nadie permita que un laico o una mujer lleven la Comunión a un enfermo”)[vii]. ¡Por lo tanto nada de ministros, o ministras, extraordinarios de la Eucaristía! Nadie se acuerda tampoco del ayuno guardado en las largas vigilias de las primeras comunidades cristianas por aquellos que deseaban acercarse el día siguiente a la Sagrada comunión. Nadie habla de los iconostasios que fueron frecuentemente usados para velar a los ojos del cuerpo el Misterio que sólo podía ser contemplado por los ojos de la Fe. ¿Por qué todas estas tradiciones de los Padres que se encuentran substancialmente presentes en la Misa tridentina (y decimos substancialmente ya que si es cierto que no hay ya iconostasios existe sin embargo la obligación de recitar el Canon en voz baja, y si han desaparecido las largas vigilias, todavía queda un ayuno eucarístico importante...), han desaparecido tales tradiciones en la Nueva Misa? Por ejemplo, ¿a qué tradición litúrgica patrística se vincula el Ofertorio del nuevo rito, cuando lo que parece es más bien un himno a los labradores (con todo el respeto que nos merecen)?

En resumen: tendremos un criterio no católico si pretendemos que durante siglos y siglos el verdadero espíritu litúrgico se ha difuminado u olvidado en la Iglesia, lo que hará que no tengamos un verdadero retorno a las tradiciones patrísticas. Y si esto no fuese suficiente se acusa también a los que permanecen fieles a la Misa tridentina de no aceptar el Espíritu (¿cuál?) que mueve a la Iglesia. En efecto, este último criterio, traído a colación por Pío XII, aunque ignorado por el Concilio y por la reforma de Pablo VI, de nuevo es sacado a la luz, como por encanto, para acusar a los católicos opuestos al rito de Pablo VI, quienes en realidad no son susceptibles de tal acusación ya que no es el acto de reforma en sí lo que no aceptan, sino el hecho de que la reforma de Pablo VI no se conforma a un punto fundamental que ha sido admirablemente expresado por Pío XII: “la Sagrada Liturgia está en unión íntima con los principios doctrinales enseñados por la Iglesia como principios de verdad manifiesta, por el hecho mismo de que debe conformarse a los principios de la Fe católica emanados del Magisterio Supremo para asegurar la integridad de la religión revelada por Dios”[viii]

Santa “pasividad”

Monseñor Marini saca a colación también la cuestión de la participación activa de los fieles. Habla de “la condición de extrema pasividad a la que se veían reducidos los fieles al participar en la llamada Misa tridentina”[ix]. Es cierto que Monseñor se lamenta también de los excesos de espontaneidad y creatividad actuales y recomienda a la “pastoral litúrgica” que “vuelva a ofrecer una liturgia que sea un tiempo propicio para la acogida y la interiorización de la Palabra de Dios, escuchada y meditada en la oración”[x].

Que la liturgia sea lo que afirma Monseñor Marini nos parece más bien novedoso. La Santa Misa no es el lugar en donde se medita y se interioriza la Palabra de Dios. El recogimiento, el silencio, la dignidad en el comportamiento no tienen ese fin. Su objetivo es “hacer pensar en la majestad de este sacrificio, llevar el espíritu de los fieles, mediante los signos visibles de piedad y religión, a la contemplación de las excelsas realidades escondidas en este sacrificio”[xi]. En cuanto a la pasividad de los “pobres” fieles que participan en la Misa tridentina, responderemos con Pío XII que la verdadera participación de los fieles consiste en “inmolarse como víctimas”[xii] y tener un “ardiente deseo de configurarse estrechamente con Jesucristo que ha sufrido crudelísimos dolores (...), ofreciéndose con y por Jesucristo, Sumo Sacerdote, como una hostia espiritual”[xiii]. Por eso es necesario que un sagrado silencio sea el protagonista de las celebraciones, en especial durante la Consagración. Pío XII nos recuerda que no todos encuentran esta disposición interior de la misma forma. Y así es posible que asistamos también “meditando piadosamente los misterios de Jesucristo, llevando a cabo otros ejercicios de piedad y otras oraciones que, aunque difieran de los ritos sagrados por la forma, sin embargo se conforman con ellos por su naturaleza”[xiv].

Bendita sea pues la pasividad de la Misa tridentina que nos recuerda otra santa “pasividad”, la de la Santísima Virgen en la Anunciación y al pie de la Cruz. ¿Qué tendría que haber hecho la Virgen en el Calvario? Contemplaba y adoraba a su divino Hijo mientras Él se inmolaba por la salvación del mundo y la gloria del Padre; la Virgen unía su alma virginal a la ofrenda de la “Víctima pura, santa e inmaculada”. Por eso cuando se peguntaba al santo Padre Pío cómo había que asistir a la Santa Misa, no dudaba en señalar a la Virgen al pie de la Cruz como modelo sublime e incomparable. ¡Aquí está la verdadera educación litúrgica, no se trata precisamente de participación activa y de corresponsabilidad ministerial!

Cualidades del “presidente”

He aquí una última perla de Monseñor Marini concerniente a la “presidencia litúrgica”: “las condiciones de los signos exigen sobre todo cualidades en la presidencia de la celebración. El que preside (!) frente a la asamblea no es alguien a quien solamente se mira, sino alguien a quien se aprueba y juzga en el cumplimiento de su función in persona Christi. Y sin embargo esta presidencia no se puede ejercer sin tener en cuenta las cualidades de la asamblea, y sin ser capaz de responder a las expectativas del pueblo de Dios”[xv]. Aquí tenemos al sacerdote transformado en un presidente que debe ser algo psicólogo para captar las impresiones y los juicios de la asamblea que le observa, un poco sociólogo para responder a las expectativas del pueblo de Dios y quizá incluso un poco modelo de pasarela ¡ya que todo el mundo lo mira! Dios nos libre de estos “presidentes” y por el contrario nos dé santos sacerdotes que se identifiquen con el misterio de pasión, muerte, redención, expiación y adoración que celebran.

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El segundo artículo al que hemos aludido está firmado por el Padre Cesare Giraudo S. J.[xvi]. Este artículo ha sido ya objeto de un excelente comentario[xvii]; nos vamos a permitir algunas puntualizaciones respecto a la estructura general del mismo.

Una ridiculización injusta e interesada

La primera parte está consagrada a una pretendida reconstitución histórica de las celebraciones de la Santa Misa antes de la reforma litúrgica. Algunos párrafos nos darán una idea del tono de esta “evocación”. “La fisionomía de la celebración en esos años es siempre la misma... Los fieles están sentados en la nave a la que una reja, a menudo con dos portezuelas casi siempre cerradas, separa del espacio reservado al sacerdote. Más allá de esta reja... durante los oficios, los seglares no pueden acceder, sobre todo las mujeres... Y los hombres, ¿dónde están?, nos preguntamos. Miramos y los vemos al fondo de la iglesia, apoyados contra la puerta y como pegados a la pared... Sea como fuere, no son muchos los hombres. Los hemos visto entrar en pequeños grupos, a menudo tarde. Están allí, junto a la cancela de la iglesia, un tanto aburridos, de pie, con ganas de salir... El sacerdote, ante el altar, dando la espalda a los fieles, dice la Misa en latín, casi siempre en un tono de voz tan bajo que ni el monaguillo llega a oírlo... Los gestos del celebrante están bien calculados, medidos. Cuando dice Dominus vobiscum separa los brazos y los junta enseguida, cuando bendice parece que a veces corta el aire con la mano, con ángulos geométricos. La Misa está ordenada por un conjunto de normas precisas que cada sacerdote conoce a la perfección. Todos celebran de la misma forma. No hay liugar para ninguna improvisación... El sacerdote que describimos está tan habituado a hacerlo que es él quien lo hace todo: las lecturas, por supuesto en latín, las oraciones, en latín, limitándose con frecuencia a mover los labios...”[xviii].

¿A quién interesa esta descripción que va de lo dramático a lo satírico y cuyas evidentes exageraciones se unen a puntos de verdad mal comprendidos e injustamente ridiculizados? ¿Por qué ha querido unirse, por ejemplo, la imagen de esos hombres que iban a la Misala Iglesia en los detalles mínimos de la celebración, aunque presentado como un factotum y moviéndose como un robot...? El fin de esta descripción es acentuar el contraste con lo que a continuación se señala: “Entonces (en tiempos de los Padres de la Iglesia) las cosas eran diferentes. Entonces los fieles participaban activamente en la Misa. Entonces celebraban la Misa con su sacerdote. Entonces los fieles comprendían lo que se decía en las lecturas, lo que el sacerdote rezaba en las oraciones, en especial en la plegaria eucarística... En tiempos de Jerónimo, en las iglesias de Roma, el Amén retumbaba como el trueno entre las nubes. Los fieles asentían con fuerza porque habían comprendido bien lo que el presidente de la asamblea decía a Dios Padre en su nombre”[xix] distraídos, aburridos, y la del sacerdote obediente a

Conclusión: en tiempos de los Padres los fieles participaban con entusiasmo porque comprendían; después los fieles se distrajeron, aburridos, porque no comprendían nada. En tiempo de los Padres el sacerdote era “un presidente de la asamblea” implicando al pueblo; después dio la espalda al pueblo, ¡qué mal educado!, y se puso a hacerlo todo él solo, ¡dejando a los fieles que se aburriesen!

Un modelo revolucionario

“Sin embargo hay que reconocer que entonces (antes de la reforma de Pablo VI) los sacerdotes decían la Misa con gran devoción y los cristianos oían la Misa con piedad sincera”[xx], admite el jesuita Giraudo. ¡Qué generosidad! Los cristianos han conseguido, durante más de quince siglos, a sacar frutos piadosos de la Misa y los sacerdotes han llegado a celebrar con devoción a pesar de las malas disposiciones litúrgicas de la Iglesia. Estos “héroes” reciben hoy la recompensa de sus esfuerzos al resistir frente al desvío litúrgico de todos estos siglos, ¿y saben ustedes un poco cómo ha sido? Evidentemente gracias a la Constitución Sacrosanctum Concilium que “sin duda alguna ha abierto unos horizontes que estaban cerrados desde hacía un largo tiempo”[xxi]. Es el mismo esquema adoptado por Monseñor Marini en el artículo analizado anteriormente. Es el esquema utilizado por todos los novatores que se ven obligados a justificar sus obras ante la historia como fidelidad a los orígenes, sobre todo porque los frutos de sus obras constituyen para ellos un testimonio adverso.

Giraudo, forzado por ciertas evidencias (algo no ha funcionado, admite en el último párrafo de su artículo) se ha visto obligado, también él, a preparar el terreno para una elegante pars destruens, con el fin de ridiculizar la posición de los que frente a la situación actual “culpan a la reforma litúrgica y oponen de forma polémica el Misal de Pío V frente al Misal de Pablo VI... claman para que vuelva el uso del latín... querrían de nuevo ver el altar junto a la pared o muro...verían con agrado la reposición de las rejas incluso en las nuevas iglesias (respecto a este último punto diremos que nos bastaría con que las nuevas iglesias se parecieran un poco más a lugares de culto y no a salas cinematográficas y que las rejas se conservasen al menos en las antiguas iglesias)[xxii]. Así pues no es posible volver hacia atrás ya que el pasado es peor que el presente: tal es el mensaje subliminal pero insistente de todo el discurso (mensaje claramente dirigido también y especialmente a las altas jerarquías que, in alto loco, se habrían propuesto una “reforma de la reforma”). Las causas de la situación actual sólo pueden encontrarse en una mala interpretación, en una traición de las intenciones reales de la reforma.

No hay revolución digna de este nombre que no haya procedido de esta forma: demolición-burla del reciente pasado; presunto retorno a una época dorada; supuesta irreversibilidad del proceso. Y todo esto naturalmente en nombre del pueblo.

Si la Civiltà Católica ha perdido su ponderada actitud científica hasta el punto de adoptar un modelo típico de lenguaje revolucionario, está claro que el descontento respecto a la reforma litúrgica actual y los daños que ha provocado están a punto de alcanzar niveles alarmantes.

Lanterius



[i] El artículo está tomado del Prólogo escrito por Monseñor Marini para el libro Renovación litúrgica – Documentos de base, Centro Nacional de Pastoral litúrgica, París, Ediciones du Cerf, Colección litúrgica nº 14, 2004.

[ii] Una “consigna” siempre actual para la pastoral litúrgica que debe ser tomada en cuenta junto a un compromiso renovado, Osservatore Romano, 6 de diciembre de 2003, pg. 7.

[iii] F. Spadafora, La Tradición contra el Concilio, Roma Volpe Editore, 1989, pgs. 38-39.

[iv] Una “consigna” siempre actual... cit.

[v] Ibidem

[vi] Pío XII, Encíclica Mediator Dei, 20 de noviembre de 1947

[vii] PL., V. 163-168

[viii] “Lex credendi legem statuat supplicandi”, Mediator Dei, cit.

[ix] Una “consigna” siempre actual...” cit.

[x] Ibidem

[xi] Concilio de Trento, ses. XXII, c. 5

[xii] Pío XII, Encíclica Mediator Dei, cit.

[xiii] Ibidem

[xiv] Ibidem

[xv] Una “consigna” siempre actual... cit.

[xvi] La Constitución Sacrosanctum Concilium: el primer gran don del Vaticano II. La Civiltà Católica, 20 de diciembre de 2003, pgs. 521-533

[xvii] Puede encontrarse en www.unavox.it.

[xviii] La Constitución Sacrosanctum Concilium... cit. pgs. 521-523.

[xix] Ibidem

[xx] Ibidem, pg. 523

[xxi] Ibidem, pg. 525

LA ÚNICA RELIGIÓN VERDADERA Y LAS FALSAS 'RELIGIONES'

El verdadero Dios no está al alcance del hombre

De Deo Vero! ¡Cuestión sobre la que han meditado con unción muchos teólogos!

Para todo hombre presente en este mundo la búsqueda del Dios vivo y verdadero constituye, lo quiera o no, la preocupación esencial de su existencia a la que no podrá atribuir otra causa ni finalidad diferentes. Así pues no tendrá fácil el camino.

¿Acaso no tiene que hacer un considerable esfuerzo para captar correctamente las realidades materiales que sin embargo le son accesibles a través de los sentidos y los medios técnicos de que dispone? El Dios vivo y verdadero no está a su alcance: incluso antes del pecado original Dios se manifiesta a la primera pareja creada por Él mediante visitas espaciadas en el Paraíso terrenal. Basta con esta familiaridad, por otra parte inconcebible, para que el espíritu de insumisión se haga presente.

Tal frívola presunción sólo podía conducir a indisponerse con el Todopoderoso que se alejó por largo tiempo, hundiendo a nuestra inteligencia en una noche que no hubiera tenido remedio si el Amor incesante del verdadero Dios no hubiera prevalecido sobre la necesidad de justicia que se desprende de su Santidad, y así se anunciaba la venida de un Salvador que restablecería la amistad perdida. El Dios vivo y verdadero no miente. La promesa se confirmó a lo largo de los siglos por medio de los profetas y escritos divinamente inspirados. Finalmente el anhelado Mesías se hizo presente entre nosotros “lleno de gracia y de verdad”.

El Único

Sin embargo la Historia nos demuestra que son muchos los que no aceptan este Don de Dios. La actitud rebelde aparece en cada generación, multiplicándose impugnaciones y negaciones, traduciéndose éstas últimas por un laicismo negador de la Divinidad que se nos ha revelado y las primeras mediante falsas o imaginarias religiones que nos retrotraen a las tinieblas de los primeros tiempos. Un extraordinario caos de errores y mentiras se enfrentan hoy al anuncio del verdadero Dios con el apoyo de los poderes civiles, paganizados por doquier en su gran mayoría. Por esta razón sentimos actualmente, y con más fuerza que nunca, la necesidad de recurrir al Dios vivo y verdadero, el único que nos puede enseñar en verdad el camino de la salvación, pues únicamente la Verdad, la Santidad y la Omnipotencia divinas, las tres juntas, pueden a la vez iluminar y curar nuestra pobre inteligencia que se debate entre sus límites e inconsecuencias. Estas notas de trascendencia no se encuentran, en grado tan excepcional, más que en Aquel que ha aceptado encarnarse en nuestra condición humana.

Ha sido San Agustín el que mejor ha glosado este carácter ÚNICO del Verbo de Dios en un texto admirable de su obra De Trinitate: “Era necesario que la multitud, ante la voluntad y el mandato de un Dios misericordioso, clamase con sus gritos por la venida del Único; necesario era que Él viniese en medio de los gritos de la multitud, Él, el Único, y que, libres de la pesada carga de la multitud, vengamos a Él, el Único, y que, muertos en el espíritu bajo la multitud de los pecados, consagrados a la muerte en nuestra carne por el hecho del pecado, amemos a Aquel que, sin pecado, ha muerto por nosotros en su carne, el Único, y preciso nos era, teniendo fe en su Resurrección, y por la Fe resucitando en el espíritu con Él, ser justificados en el Único justo, congregados en la unidad, y no desesperar de resucitar nosotros también, incluso en nuestra carne después de haber visto, nosotros diversidad de miembros, cómo nos precede la única Cabeza; que podamos en Ella, purificados ahora por la Fe, más tarde restaurados por la visión, y reconciliados con Dios Padre por el Mediador, unirnos al Único, gozar del Único, permanecer en el Único”.

La mediación única y necesaria de Cristo Salvador es la realidad divina esencial respecto a la cual todas las búsquedas y razonamientos humanos son actos supererogatorios o inútiles; ella es el criterio absoluto que separa sin piedad la Verdadera Fe de la incredulidad, así como de las falsas religiones. El Verbo Encarnado permanece hasta el final de los tiempos como Aquel a quien se puede pedir y por quien se puede obtener ya, desde este mundo, el Reino de Dios.

Frente a la infidelidad de Israel que se obstina en rechazar al Divino Mesías, frente a la revelación imaginaria de un Mahoma o frente al empecinamiento de todos los cismas y herejías, la actitud del alma fiel sólo puede permanecer en la constante adoración del Único Salvador y en la fidelidad a la única Iglesia que vive del Espíritu Santo. Igualmente la vida y extensión del Cuerpo Místico no pueden separarse de las palabras y promesas que le han sido entregadas con la infalibilidad y la transmisión de los poderes requeridos a este efecto.

La misión única de la Iglesia

Nos complace volver a leer estas líneas del Papa San Gelasio (siglo V después de Cristo) en las que subraya que la confesión de Fe por parte de la Sede Apostólica “no podría soportar el contagio de ninguna doctrina falsa, el contacto con error alguno. Si tal desgracia se produjese entre nosotros, aunque tenemos la firme confianza de que esto no es posible, ¿podríamos enfrentarnos con alguna esperanza a cualquier error que nos invadiese o cómo cabría la posibilidad de enderezar los errores ajenos?” Esta breve cita, exclusiva del Papa San Gelasio, resume los derechos y deberes del sucesor de Pedro.

La Iglesia docente nunca proclamará en exceso que el fundamento, la vida y el cumplimiento de la Revelación residen en la intervención inigualable –Única, decía San Agustín- del Verbo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, para esclarecer, santificar y salvar a la Humanidad perdida. La marcha misionera de los Apóstoles no ofrece ambigüedad alguna: “Id y enseñad a todas las Naciones, bautizando en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Señala el camino santo y real, imitando a “Aquel que ha salido del Padre para venir a nuestro mundo y que ha salido de este mundo para volver a su Padre” (San Juan), de Aquel también que, el Único, podía afirmar, sin engañarse ni engañarnos, que su Padre nos ama porque hemos creído que Él ha salido de Dios.

Vemos como resultado un cambio radical de perspectiva. Desde la caída original la historia del mundo no ha sido nada más que una larga y dolorosa agonía a la espera de Cristo Salvador. Desde su advenimiento, si aceptamos seguir fielmente su Palabra y su ejemplo, nuestro destino consiste en otro sufrimiento transfigurado por el Bautismo y por nuestra justificación en Cristo Resucitado.

Una verdad corrompida aleja al hombre de Dios

Llegamos aquí al segundo aspecto de estas reflexiones: el Dios vivo y verdadero es el Dios “tres veces Santo”. La Fe verdadera del que cree, sin importar el grado jerárquico en que se encuentre, conlleva la misma exigencia. La búsqueda sincera de la Verdad está ligada a nuestra victoria interior sobre el mal, y sólo puede desembocar en una elevación espiritual que, entre los mejores, se llama santidad.

Cuando la criatura llega a este grado de lucidez que le hace reconocer su incapacidad para elevarse hasta su Señor y Salvador, entonces la criatura se humilla con una humildad que atrae sobre ella la gracia divina y la conduce por el camino de una vida íntegra, de buena voluntad y de creciente purificación. La “vera fide” es espíritu de vida, doctrina e imitación del Dios santísimo del que proceden todas las perfecciones inherentes a la Divinidad. La Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, está llena de esta llamada a la perfección. La Iglesia, a su vez, no cesa de proclamar la Santidad de Dios e invita a los fieles a reverenciar este océano de grandeza, pureza y bondad indecibles.

Las consecuencias son inevitables. Nuestro Señor nos lo ha hecho saber: “El árbol se juzga por sus frutos”. Este criterio no nos engaña nunca, incluso si los innovadores y los falsos reformadores no lo toman demasiado en cuenta. Puede asegurarse que una “reforma” es engañosa o está equivocada cuando quiere hacer compatible la Divinidad con imperfecciones notorias o promulga una doctrina que es fuente de preceptos abusivos e inmorales, o incluso cuando sus promotores se comportan de forma totalmente condenable, tanto en el plan natural como en el plan de la auténtica Revelación sobrenatural. La mezcla de misticismo y pecado o la quimérica ilusión vicia de raíz cualquier “reforma” con pretensiones espirituales. Solamente el Dios santo es el verdadero, y una verdad corrompida aleja al hombre de Dios. Pero el falso reformador no se da cuenta de que su irresponsabilidad llega hasta sus últimas consecuencias, llenando el universo con su cizaña envenenada. Y así un pensamiento pervertido puede pervertir a una multitud de almas, conduciéndolas a una mala vida de la que se desprenden sin cesar sufrimientos, guerras y muerte.

El monoteísmo puramente racional y el monoteísmo islámico son un empobrecimiento de la realidad divina

La Iglesia, depositaria de la plena Verdad revelada, está perfectamente capacitada para denunciar estos errores fundamentales que se esconden, desde hace siglos, en estas verdades espirituales deformadas y no para intentar reunir entre todas ellas una serie de elementos que nunca serán compatibles. Por ejemplo veamos el problema que se plantea con el vocablo politeísmo, vocablo que él solo ahonda un abismo infranqueable entre millares de seres humanos abandonados en la ignorancia de la realidad divina expresada con este término.

Mientras tanto, y oponiéndose al politeísmo pagano, el pensamiento de los antiguos descubrió, sin duda bajo la influencia de la religión judía, que la Divinidad no podía ser múltiple. Pero el Verbo de Dios, que habitó entre nosotros, nos ha enseñado que esta Unicidad poseía una superabundancia de vida de carácter trinitario de la que el hombre no puede hacerse una idea aquí abajo.

Sólo algunas décadas después de la aparición del Islam, San Juan Damasceno, doctor de la Iglesia, puntualizaba que en realidad la unidad numérica atribuida por los musulmanes a Dios no era sino un empobrecimiento a escala humana, refutando igualmente la acusación de un triple asociacionismo, injustamente imputado a los cristianos, que confiesan su Fe en un solo Dios sin que la Unidad de su naturaleza divina sea afectada al manifestarse real y no especulativamente en su acción trinitaria de Creador, de Redentor y de Santificador respecto a nosotros.

El monoteísmo puramente racional no acerca el hombre a Dios pues, según decía el gran San Hilario de Poitiers, “las analogías humanas no son capaces de dar cuenta de las realidades divinas”, y criticaba a los herejes arrianos de su tiempo que pretendían imponer a Dios las leyes de la procreación humana según las cuales son necesarios dos los que engendren, diciendo a este respecto: “Dios tiene el poder de dar nacimiento sin sufrir cambio alguno. Se otorga crecimiento de ser sin perder su naturaleza. En razón de la similitud de una naturaleza idéntica a la suya, el Padre pasa al Hijo al que ha engendrado y el Hijo, que vive nacido del viviente, no tiene al nacer otra naturaleza que la naturaleza divina”.

Una capa de plomo

A partir de estas alturas en las que el alma sencilla y humilde reconoce la absoluta Soberanía del Dios Santo, Vivo y Verdadero, puede apreciarse la caída y el empobrecimiento que envuelven al que niega la Revelación proveniente del Verbo de Dios. Esta reflexión parecía tan indigente a los cristianos de Oriente Medio, hace ya trece siglos, que consideraban los textos del Corán como una recopilación de historias bíblicas mal traídas y peor comprendidas, según afirma un historiador de crédito. No sospechaban entonces que el error que se comenzaba a propagar iba a crearles esa situación insostenible que dura ya 1300 años. No es raro que infidelidades tan profundas, en el orden de la Fe, se traduzcan en el tiempo en situaciones insuperables e intrincadas; el ser humano que se deja seducir por ellas es presa de sombríos y falsos razonamientos, cayendo en la seducción de los vicios y en los excesos del poder cuando tiene la oportunidad de acceder al mando espiritual o temporal. Su conciencia no vive ya en la presencia del Dios vivo, santo y verdadero. Incluso cuando admira el bien que encuentra en su caminar, su voluntad no tiene ya la fuerza para librarse de los lazos que le tienen prisionero del error. Tomemos un ejemplo entre varios: uno de los pensadores del Islam más interesantes de la Edad Media escribió esta frase harto conocida: “El Cristianismo sería la expresión más absoluta de la verdad si no fuera por el dogma de la Trinidad y su negación de la misión divina de Mahoma”. Tal juicio dice mucho del callejón sin salida en el que se encuentran los espíritus más selectos cuando son presa de las falsas premisas sociales dominantes, encontrándose desasistidos para comprometerse radicalmente con una Fe auténticamente revelada. El citado pensador se inclinaba sin duda alguna ante la egregia figura de Cristo y sus heroicos santos que mediante la gracia y la imitación del Maestro han llenado los primeros siglos de la Cristiandad. Quizá incluso ha experimentado, en el silencio de sus reflexiones, un cierto pesar de que el Islam no tenga esos ejemplos, aunque sepultado por esa capa de plomo que pesaba sobre él, no ha caído en ese encuentro necesario entre verdad y santidad que caracteriza a una auténtica relación de Dios con el hombre..

El neopaganismo

Al empezar el tercer milenio se dibuja un horizonte poco halagüeño tanto en lo que se refiere al orden temporal como a nuestra vida eterna. Los enemigos acérrimos del Dios vivo y verdadero prácticamente han monopolizado el poder político y mediático en todo el mundo, y esto valiéndose de medios de los que se puede afirmar, sin ironía ni temor a engañarse, que la santidad es la gran ausente de todos ellos. Dos siglos de revoluciones sangrientas y de guerras mundiales, más terribles que nunca, no han hecho nada más que paganizar en alto grado todas las instituciones, vaciándolas de todo contenido espiritual. Peor todavía: los poderes así secularizados no dejan de favorecer a las confesiones religiosas más condenables en detrimento de la única y verdadera Revelación.

El hombre moderno, lejos de estar libre del error y del mal, se encuentra hoy entregado en alma y cuerpo, podemos decirlo sin temor a exagerar, a una dogmática racionalista o pseudorreligiosa de substitución que le deja inerme ante los ataques violentos, mientras que por su parte los fieles del Dios vivo y verdadero son llamados por sus propios pastores (en connivencia establecida) para pedir un sospechoso perdón en cuanto a las faltas de un lejano pasado, puesto de actualidad de forma artificial, que deja curiosamente en la sombra situaciones de más gravedad y además más recientes.

El paso obligado, único, de la salvación

Ante esta conjunción de desgracias la proclamación del Dios vivo, verdadero y tres veces santo se convierte en un objetivo prioritario. Los Padres de la Iglesia comprendieron perfectamente que la explicación y adoración del misterio trinitario debían ocupar el centro de la Fela Humanidad. Así pues este Dios trino y uno que supera todos los límites de comprensión y de lenguaje susceptibles de aplicarse a este misterio, es también el que se humilla ante nosotros con una humildad que nunca hubiéramos podido imaginar y ante la cual los no cristianos siguen sintiéndose desconcertados. Pero Dios no ha venido para que nos alejemos de Él ni para que deformemos lo que Él es o lo que ha dicho. Su exigencia para todos es ser dulces y humildes de corazón: la inteligencia espiritual tiene este precio y así la Redención se torna superabundante. San Jerónimo decía: “O miserabilis humana conditio, et sine Christo vanum omne quod vivimus! ¡Cuán miserable es la condición humana y cuán vano es todo lo que llevamos a cabo sin Cristo!” revelada y manifestaba de forma única una gracia portadora de gracias a favor de toda

Para todos, cristianos o infieles, la Divinidad de Nuestro Señor es el paso obligado, único, de la salvación. Él lo ha dicho y lo ha probado: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. He aquí la conclusión de la auténtica Revelación que anula todas las demás.

Un vínculo indisoluble

Mas insistamos sobre el vínculo substancial que prohibe la disociación entre verdad y santidad divina.

La santidad es inherente a la santidad divina. Es la fuente misma de las demás santidades: la de la Santísima Virgen María, la de los ángeles, la de los santos, la de la Iglesia y la de los dones sagrados que no cesa de otorgar a la Humanidad. Todo ataque consciente o inconsciente a este atributo divino es fruto de la profanación o del sacrilegio, bien como consecuencia de una alteración, de una deformación o de una negación de este carácter inviolable.

En tiempos de grave relajación moral, como los nuestros, los individuos experimentan una desasosiego en ajustarse a la santidad de Dios, olvidando que no puede haber mancha alguna en Él ni en sus obras: nulla macula in divinis! Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que las herejías, los cismas declarados o camuflados y las falsas creencias tienen su causa original en esta especie de ceguera que desde el principio acompaña a sus fundadores, entre los cuales no es difícil hallar las peores perversiones: orgullo, concupiscencia, crueldad, defectos que vician gravemente su inteligencia, su acción y también las de sus discípulos.

Es evidente que en un clima en el que la santidad no es un objetivo deseado, las malas pasiones proliferan como la cizaña, provocando un derrumbe moral que además no es incompatible con un furor acorde con el deseo de entregarse a las empresas más ambiciosas de este mundo. Cuando se considera demasiado exigente el camino estrecho de la santidad, las generaciones se hunden precipitadamente en el pozo abierto por los pseudorreformadores, no sin antes sucumbir ante las trampas de las aparentes buenas intenciones para acallar, sin duda alguna, el reproche de sus conciencias. Bebiendo mil venenos y contradicciones que fluyen de ese comportamiento, el hombre se agota intentando conciliar lo que es inconciliable en una atmósfera turbada y malsana en donde el alma se aleja cada vez más de la plena claridad que exige la divina pureza.

Únicamente la verdad religiosa auténtica engendra la santidad y, recíprocamente, la santidad es prueba de la verdad cristiana pues las dos provienen del Dios vivo y verdadero, del Dios tres veces santo.

El imperativo de la tolerancia universal flatus vocis y ruina de las almas

Cuando este vínculo se rompe, la Fe y la práctica se debilitan hasta desaparecer permaneciendo únicamente en la persecución y en las catacumbas, mientras que las episódicas y multitudinarias manifestaciones de religiosidad se derraman en una gregaria participación tan alejada del Sinaí como del Sermón de la Montaña, de la Cruz y de la Resurrección, substituyendo las Postrimerías con el imperativo de la tolerancia universal. La Fe divinamente revelada conduce a la santidad, es decir al Dios verdadero de toda santidad; las creencias, fruto de la imaginación humana y aceptadas como tales, desvían de la santidad.

La misión esencial de la Iglesia en la llamada incesante de esta alternativa fundamental hasta el fin del mundo. Cualquier desviación de este primer deber es sólo un banal “flatus vocis” acompañado de una infidelidad que llega a ser gravemente peligrosa para la salvación de las almas. Por eso el Cristianismo se alimenta a la vez de la verdad y de la santidad divinas, de suerte que un gran teólogo, Bernard Bartmann, ha llegado a escribir que el Cristianismo es “en su expresión auténtica la religión absoluta e insuperable”. Esta afirmación, que ni el poder infernal puede hacer tambalear, con la parte que hemos hecho resaltar en negrita, quiere indicar la responsabilidad culpable de los acercamientos, intercambios y compromisos preconizados por los espíritus víctimas del error y del pecado.

Entre los falsos reformadores el desorden de la vida coincide con el desvío de su conciencia o tal vez lo contrario. No se hace necesario refutar las desviaciones doctrinales: los perversos efectos dan testimonio en contra de ellas. Se comprende esto mejor cuando los dirigentes civiles y religiosos acaban en la opresión como consecuencia de sus excesos personales. Su culpabilidad saca a la luz el odio que sienten por la verdad y la santidad. No quieren ni pueden imitar al Verbo de Dios en su vida y en sus obras y entonces imponen lo contrario con una audacia, una perseverancia y una maldad que dicen mucho sobre el espíritu que los anima. En el extremo opuesto escribía San Agustín en la Ciudad de Dios: “ Bonus verusque Mediator ostendit peccatum esse malum”; “el Mediador bueno y verdadero muestra que el pecado es un mal”, con lo que concluye lógicamente que debemos estar unidos a Él en santa sociedad, gracias al mérito de la Encarnación Redentora, fuente divina y camino de salvación.

Pyrenaicus

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¿Ésta es la presencia real?

¡A propósito! Transcribo aquí a continuación lo que dijo de la presencia real el decano de la facultad de teología de Estrasburgo:
 
«También nosotros hablamos de presencia de un orador o de un actor, significando con ello una cualidad diferente de la mera presencia geográfica. Después de todo, alguien puede estar presente en virtud de un acto simbólico que no cumple físicamente, sino que otras personas realizan por fidelidad creativa a sus intenciones fundamentales. Por ejemplo, el festival de Bayreuth [renombrado festival de música sinfónica] hace presente, sin duda, a Richard Wagner de una manera harto superior a la que puede verificarse con recitales o conciertos ocasionales dedicados a su música. Me parece que deberíamos colo­car la presencia de Cristo dentro de esta última perspectiva».

¿Ésta es la presencia real? ¿Ésta es la Iglesia Católica? ¿Dónde está Roma? ¡Un decano de una facultad teológica afirma que la presencia real de Nuestro Señor en la santa misa puede parangonase a la de Wagner en el festival de Bayreuth! Pero, ¿es que han perdido el seso?

Lutero y el concilio

La Documentation Catholique y otros documentos diocesanos franceses refieren que la Comisión Católico-Luterana declaró lo siguiente: «En las ideas del concilio Vaticano II podernos ver mucho de cuanto Lutero demandaba, como la descripción de la Iglesia en tanto que ‘pueblo de Dios’ [idea asumida también por el Nuevo Código de Derecho Canónico: una idea democrática, no ya jerárquica, de la Iglesia]; el énfasis marcado en el sacerdocio de todos los bauti­zados; el derecho del individuo a la libertad de religión. Otras exigencias de Lutero en su tiempo fueron aceptadas por la teología y la praxis de la iglesia actual: uso de la lengua vulgar en la liturgia, posibilidad de comulgar bajo las dos especies, así como una teología y una celebración renovadas de la eucaristía».

Me pregunto al respecto: ¿no declararon herético y cismático al protestantismo el concilio de Trento y los papas siguientes?

Si paramos mientes en el razonamiento citado, echaremos de ver que no son los protestantes y / o sus comunidades los que retornan a la Iglesia Católica, sino que es ésta la que se está protestantizando lentamente (!).

Cuando triunfa el antitriunfalismo

No se hacen ya procesiones en muchos países, no porque los fieles carezcan de interés, o debido a alguna decisión política, sino a causa de las nuevas teorías pastorales, las cuales, embargo, no dejan de sostener, curiosamente, que es urgente se tomen iniciativas para lograr la participación activa del “pueblo de Dios”. En 1969, un párroco de la región de Oise (Fran­cia) fue destituido sin más ni más por su obispo, quien había prohibido la tradicional procesión del Corpus Christi.

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