Familia y Sagrada Familia
Se sabe que, durante su juventud, Jean Guitton escribió un libro sobre la Virgen: «Había escrito que, en el momento de la Encarnación, la Virgen no conocía la divinidad de Cristo... creo que sólo hay una Encarnación, pero dos Anunciaciones». Según él, de hecho, en la Anunciación relatada por el Evangelio, el Ángel le dijo a la Virgen que iba a ser la Madre del Mesías, lo que no es lo mismo que ser la Madre de Dios.
Guitton, pues, dedujo que «un día la Virgen recibió otra Anunciación bien diferente». Jesús debía de tener aproximadamente tres años, y la Virgen «recibió la visita de un ángel que le comunicaba que su niño no era un hombre, sino Dios». Eso es todo. Se sabe que este libro iba a prohibirse, pero fue salvado por la intervención de Giovanni Battista Montini, quien lo consideraba «el texto más bonito escrito sobre la Virgen». (L’Infinito in fondo al cuore - Dialoghi su Dio e sulla fede con Francesca Pini [El Infinito en el fondo del corazón - Diálogos sobre Dios y sobre la fe con Francesca Pini], Mondadori, 1998).
Si la deducción de Guitton fuese verdadera, la Virgen, sin saber toda la verdad sobre los designios de Dios, no habría pronunciado un verdadero “Fiat”, sino solamente un “Fiat” a medias. ¿Qué valor tiene, de hecho, el “Fiat” que nos relata el Evangelio, si este consentimiento tuvo que completarse con un segundo “Fiat” del que, por otra parte, el Evangelio no dice nada? María, pues, no habría concebido al Verbo de Dios en el espíritu antes de concebirlo en la carne, según la bella expresión de San Agustín. Dios no suele hacer las cosas a medias pero Guitton, se sabe, siempre ha tenido una imaginación muy desbordante.
Estas ideas contrarias a la Fe católica me han llevado a aclarar las mías (véase la serie de artículos sobre la Santa Misa, sobre el sacerdocio, sobre la vida religiosa, sobre el matrimonio, la familia y la juventud) con pensamientos sobre la Sagrada Familia, la Virgen y San José. Ésta será mi manera de honrar más aún la Inmaculada, Virgen y Madre, y la familia católica.
El verdadero espíritu católico es un espíritu de familia: De hecho, Dios, cuando quiso salvar a la humanidad, restauró al hombre haciéndose hombre, restauró a la mujer, cuyo fin es la maternidad, haciendo de una mujer la Madre de Dios, pero también ha restaurado a la familia, haciendo nacer a su Hijo en una familia humana real. San José ha sido, de hecho, el esposo verdadero, aunque virgíneo, de la Madre de Dios, y el verdadero padre de Jesús, no según la carne sino verdadero padre con toda la autoridad ligada a la paternidad, con todos sus privilegios, sus deberes y sus derechos. Se ve, de hecho, que Dios siempre trata a San José como a la verdadera cabeza de la Sagrada Familia, y respeta su autoridad paterna: el ángel comunica las órdenes divinas a la Sagrada Familia a través de San José; la Virgen misma se subordina perfectamente a la autoridad de San José, dejándole decidir y gobernar a la familia. Es, pues, en el contexto natural de la familia donde Dios ha querido cumplir la obra de nuestra redención, y esta obra es perfecta sólo porque se cumple en una familia restaurada según el deseo primigenio de Dios. Y ahora, esta familia restaurada es el modelo de toda sociedad humana -civil o religiosa- en manos de una autoridad que debe ser paternal para seguir la voluntad de Dios. No es una casualidad que el nombre de “padre” se le dé a las dos autoridades más altas y verdaderas, las dos autoridades concedidas directamente por Dios a los hombres sin ninguna intervención humana: la autoridad en la familia y la autoridad espiritual en la Iglesia.
La paternidad, sin embargo, es una realidad demasiado grande y, en la familia humana, el padre solo no puede llevar a cabo todo lo que está contenido en el concepto de paternidad. Por eso la paternidad humana debe completarse con la maternidad. Esto está conforme a la naturaleza de las cosas creadas y humanas.
Pero cuando se trata de Dios, la cosa cambia. Alguien le ha atribuido a Tertuliano esta profunda expresión: «Nadie es tan madre como Dios»: nemo tam mater. La paternidad divina, de hecho, contiene de manera esencial lo que la paternidad humana no puede contener. Dios es espíritu purísimo, y no está caracterizado por el sexo. Por lo tanto no es, formalmente, ni padre ni madre, pero contiene en sí mismo todas las perfecciones de la paternidad y de la maternidad de las que Él es causa. Por lo tanto, si nadie es tan padre como Dios, (nemo tam pater), nadie es tan madre como Dios (nemo tam mater). Entre los hombres, el padre necesita a la madre, y el hijo necesita al padre y a la madre. Dios, en cambio, contiene en la simplicidad de su perfección tanto la maternidad como la paternidad: Dios basta para todo.
Estas reflexiones son necesarias también para tenerle una justa devoción a la Virgen. Cuando, por ejemplo, decimos: Dios es mi padre y la Virgen es mi madre, todo va bien, pero no debemos imaginar que la Virgen esté allí para completar a Dios: «Solo Dios basta», proclamaba Santa Teresa, y hemos visto en qué sentido se le puede atribuir a Dios incluso la maternidad. Nosotros los hombres, sin embargo, necesitamos que la maternidad de Dios se encarne en figura humana, en una madre que, como nuestras madres, sea una mujer. ¡Y he aquí a la Virgen!
Viendo así las cosas, todo adquiere un esplendor inesperado: Dios por encima de todo, Dios basta para todo, pero, ya que Dios es un misterio y habita en una luz inaccesible, necesitamos tener también en la vida sobrenatural a una madre hecha, por así decirlo, de carne y sangre, una madre que sea una mujer, así como lo son nuestras propias madres, y he aquí a la santa Virgen.
Ahora también podemos entender por qué y cómo la familia humana comporta y exige un reparto de papeles y de atribuciones. Si Dios, Padre divino, basta para todo, el padre humano no basta para todo. En la familia humana, incluso el padre más generoso y dedicado no puede bastar para todo. Pero tampoco la madre sola puede bastar. Hay, pues, un reparto necesario entre el padre y la madre en todo lo que concierne el matrimonio y la familia, y en particular la educación de los hijos. La paternidad del hombre exige su compleción en la maternidad de la mujer. La maternidad sale, si así podemos decir, de la paternidad como su ayuda más indispensable. Y ésta es la palabra de la Escritura: adiutorium. La primera madre, pues, la «madre de los vivientes», Eva, salió del corazón del primer padre, Adán. Por voluntad divina, la maternidad es, pues, una participación de la paternidad: proviene del corazón de la paternidad así como Eva fue extraída del corazón de Adán.
Siempre hace falta volver a estas nociones esenciales y primordiales para no confundirlo todo.
La familia será cristiana, católica, o no será. Sólo la Iglesia, sólo la doctrina católica puede garantizar y asegurar hasta el final incluso las verdades del orden natural. Sólo la Iglesia católica salvará la familia, devolviéndola a su institución divina, así como ella sola ha salvado el matrimonio. Jesús siempre refería a sus interlocutores al Edén cuando hablaba del matrimonio: ab initio non fuit sic, “al principio no era así”. Arrancaba, pues, al matrimonio y la familia de todos los compromisos humanos que estropeaban el designio divino, para restaurar el orden divino en las cosas humanas.
En la familia del Edén todo, pues, sale del corazón del padre, y la maternidad completa lo que la paternidad humana no puede dar o realizar por sí sola. En la Sagrada Familia, en cambio, San José es la cabeza del orden jerárquico, pero, en el orden de la gracia, todo nace del corazón de María. ¡Esto es realmente admirable! Así como el demonio había iniciado su obra de ruina por la mujer, Dios quiso iniciar en la mujer la obra de la Redención. Por eso, mientras el primer Adán fue creado en la edad adulta, el segundo Adán, Jesús, nació niño de una mujer. Nuestro Señor es obra entera de la Virgen, como ningún hijo fue ni será nunca obra de su madre: menos su alma, creada por Dios como todas las almas humanas; toda la humanidad de Jesús viene de María. María es la única progenitora de Jesús, que lo es todo: el Padre de los siglos, el Esposo de la humanidad, el Hijo de Dios, hijo del hombre, hijo de la mujer.
Pero del corazón de María también proviene San José. Hace falta resaltar este punto porque quizás sea uno de los aspectos más bellos de la devoción a San José. También hace falta decirlo para mayor gloria de la verdadera Madre de los vivientes, de la Madre de todos los santos que son los verdaderos vivientes, más vivientes cuanto más santos, y por lo tanto más hijos de esta única Madre.
Como muchos han dicho antes que yo, pero lo repito con profunda emoción, ¡San José es, en el orden invisible de la gracia, hijo de María! Es aquel que se ha entregado completamente a la acción santificadora de la Santísima Virgen. Sabía que era muy santa, perfectamente pura... la amaba con un amor incomparable y reverente, y lo ha recibido todo de su Corazón Inmaculado para establecerse en el nivel de virtud necesario para ser el jefe de aquella que sería la Sagrada Familia.
Como en el Edén, de hecho, toda familia debe constituirse antes de que lleguen los hijos porque el orden divino comporta que el hijo pueda florecer normal y legítimamente sólo en la familia. Éste es un principio universal que funda la necesidad del matrimonio antes de la concepción de los hijos. Es, por lo tanto, la familia la que debía nacer primero de María, y luego el Hijo. Para eso, hacía falta que del corazón de María primero saliese José, primer hijo de María, así como Eva había salido del corazón de Adán antes que los hijos.
En cuanto se vio delante de María, José sintió la plenitud de su gracia, de una gracia fecunda de tal sobreabundancia que todos habían de participar de ella, y él fue el primero en sentir que había de adecuarse a ella como el más fiel de sus siervos y el más fiel de sus hijos. Él sintió la desproporción inefable entre la gracia de María y la que le sería concedida en María y por María. Igual que Eva había sido dada a Adán como ayuda idónea prestada por la sabiduría divina, así José se dio cuenta de que había sido dado a María en calidad de adiutorium simile, según las palabras del Génesis. Todo fue así desde el comienzo, entre José y María. Luego tuvo lugar el anuncio de San Gabriel, sepultado en el silencio de María, y la prueba terrible de José, la cual podría haber provocado una reprobación en un alma menos santa. Luego, está la otra intervención angelical para revelarle la maternidad divina: «No temas en acoger en tu casa a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella es obra del Espíritu Santo». María es la Madre de Dios, la Madre del Redentor y de los redimidos y, por lo tanto, también es la madre de San José, que puede exclamar junto a todos los Santos, y más fuerte que ellos: Mater Dei, mater mea!
En cuanto supo que María era la Madre de Dios, se sometió más que nunca a su acción de gracia. Tenía la gran suerte de vivir siempre con ella, en su intimidad, en su casa, y la casa de María es la casa de la oración. La casa de José, la cual era la casa de María, era pues la casa de la oración, y José conoció y penetró este misterio de su casa, que era al mismo tiempo la casa de María y del Señor. Estando en la casa de la oración, delante de la que es oración viviente, testigo altísimo y humilde de este esplendor escondido de todos, adivinaba los abismos y las cimas de la oración de María, entraba tras ella y con ella en todos los secretos divinos. Decía y repetía la fervorosa oración que los apóstoles le rezarían un día a su Hijo: “Enséñanos, enséñame a rezar. Estoy en tu casa, que es casa de oración. Enséñame a rezar”. Desde aquel momento, ex illa hora, José se hace discípulo de María, discípulo obedientísimo. Se convierte en el hijo de María. La toma, como lo hará San Juan, en todas las intimidades de su vida de santo, accepit eam in sua [la recibió en su casa]; la toma como madre de la vida divina en él, pues todo le llevaba al: ecce mater tua! [he aquí a tu madre], sobre todo después de que Jesús se escondiera dentro de Ella.
En San José, que no conocemos bastante, en este admirable Santo que ya era santo y que se hizo santo cada vez más, toda la santidad venía del corazón de María. Es precisamente esta santidad la que le permitió ser el padre de la Sagrada Familia, ejercitar su autoridad, cumplir su sublime misión, olvidándose a sí mismo y abandonándose totalmente a la divina providencia. Es María quien le santificó. El esposo fue santificado por su santa esposa, según la ley que proclamará San Pablo. Todo, en él, viene de la plenitud de la gracia del Corazón Inmaculado de María. Sí, en verdad José es, en el orden temporal, el primer hijo de María, incluso antes de la Anunciación y del misterio de la Encarnación. Esto era necesario para constituir la Sagrada Familia, antes de la venida del Hijo, aunque Jesús, en el orden más alto de las causas, es el primer Hijo de María porque la maternidad divina de María sólo concierne a Jesús y la maternidad sobrenatural de María sobre todos los hombres y sobre cada hombre deriva, en ella, de su maternidad divina.
Ya que la paternidad de Adán y la maternidad de María son tan sublimes, nos podríamos preguntar cómo no bastaron para todo, así como la paternidad de Dios basta para todo.
En el orden humano, ya lo hemos dicho, ningún padre basta para todo. Dios, por eso, pone a Eva al lado de Adán. Además, lo que más puede sorprender: ninguna madre, ni María, basta para todo. Dios, por ello, pone a José al lado de María. Nada, parece ser, puede darnos una idea más alta de la constitución divina de la familia, pues esta constitución ha sido impuesta por Dios a la mismísima Sagrada Familia. María no era bastante y José era necesario para que la Sagrada Familia se constituyese. Era una parte integrante de ella, indispensable y, por ello, siervo fiel y prudente por excelencia, fue constituido sobre ella, sobre la familia de Dios, quem constituit Dominus super familiam suam [a quien Dios constituyó sobre su familia].
Es necesario reproducir en las familias cristianas los dos grandes modelos propuestos por la Sagrada Escritura. Todo ha de venir al mismo tiempo del corazón del padre y del corazón de la madre. Entonces tendremos la familia ideal, perfecta, el perfecto equilibrio entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, equilibrio que nunca se realiza y que siempre hay que buscar, sin cansarse, y con el deseo de mejorar siempre.
Todo esto nos llevará a considerar un aspecto muy importante de la devoción a María. Se considera en ella la Virgen en su pureza ideal. Esto es muy importante. ¿Pero en las familias se considera bastante a la Virgen como la Madre, la que debe ser nuestra Madre, Madre de los hijos, que debe reinar como Madre de nuestro hogar?
Desgraciadamente, la devoción a la Virgen no tiene siempre esta plenitud o esta amplitud.
Sólo la paternidad de Dios supera y domina la maternidad de María, y todo debe entrar bajo la influencia de esta maternidad, todo debe estar impregnado de ella. María es la Virgen, sí: Ecce virgo, pero sobre todo es la Madre: Ecce mater. Es así que Dios nos la ha presentado: Ecce mater tua, ecce filius tuus.
Es María quien debe hablarnos de estas realidades demasiado grandes para ser entendidas, para ser dichas y, aún más, para ser vividas. Ojalá su Corazón Inmaculado las estampe en el fondo de nuestros corazones y de nuestras almas, dándoles vida y haciéndonos fieles al vivirlas.
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