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DE LOS EMBRIONES IN VITRO A LOS MUERTOS EN COMA IRREVERSIBLE

¿ESTÁN REALMENTE MUERTOS LOS MUERTOS CUANDO LES QUITAMOS LOS ÓRGANOS?

DE LOS EMBRIONES IN VITRO A LOS MUERTOS EN COMA IRREVERSIBLE
¿ESTÁN REALMENTE MUERTOS LOS MUERTOS CUANDO LES QUITAMOS LOS ÓRGANOS?


Los pastores de los católicos dejan hoy a éstos en la mayor desinformación tocante a la donación de órganos, o por mejor decir, los animan, en nombre de una falsa “caridad”, a que la favorezcan, aunque se trate de órganos vitales. Dicha donación se funda en un presupuesto, la denominada “muerte cerebral”, que no sólo contradice al sentido común y plantea graves interrogantes morales, sino que también se revela desatinado e infundado, como la propia ciencia lo está demostrando en la actualidad. De ahí que consideremos acertado ofrecer a nuestros lectores el siguiente artículo de Pablo Becchi, profesor asociado de filosofía del Derecho en la facultad de jurisprudencia de la universidad de Génova.

N. B.: Los subtítulos insertos en los distintos puntos son de nuestra redacción.

Status questionis

La recentísima aprobación de la ley sobre la fecundación asistida nos induce a efectuar algunas reflexiones de naturaleza más general sobre el valor de la vida humana de principio a fin.

No pretendo sostener aquí en manera alguna que el próximo objetivo sea o deba ser la ley sobre el aborto, aunque no cabe duda de que es lícito preguntarse si el amplio grado de protección que la nueva ley brinda a los embriones puede llevar asimismo a una nueva consideración del asunto del aborto.

Con eso y todo, querría insistir aquí en un punto no más: el embrión en el vientre de una mujer es “distinto” del contenido en una probeta.
Mientras que el primero está ligado de algún modo a la gestadora, el segundo es independiente de ella en aquel primerísimo estadio de desarrollo en que se encuentra. En el fondo se trata ya de un sujeto debilísimo que se relaciona con otros sujetos: la pareja que lo deseó y los médicos que les ayudaron a tenerlo, la sociedad entera que se pregunta sobre el destino de los embriones supernumerarios que ya existen.

La técnica de la fecundación asistida nos ha puesto frente a un nuevo problema: la existencia de un ser humano que ya en su primerísima fase de desarrollo interactúa con otros seres humanos, bien que pasivamente. He aquí por qué, a mi parecer, una ley que lo proteja adecuadamente no puede desvincularse del problema del aborto. Pero no quiero insistir aquí sobre ello. Por paradójico que pueda parecer a primera vista, creo de hecho que la ley de marras debería inducirnos a desplazar nuestra atención de la fase inicial de la vida a la final:
¿Es posible que una entidad en fase embrionaria tempranísima tenga todos los derechos que se le reconocen (sacrosantos a mi juicio), mientras que un “muerto cerebral” no tenga ninguno, hasta el punto de que nos hallemos autorizados a extirparle los órganos en dicha condición? Se dirá que nada tienen que ver el uno con el otro, pues éste está muerto y tieso, mientras que el embrión goza de alguna potencialidad de vida.

El hecho es el siguiente, sin embargo: consideramos obligado proteger una entidad que se halla encerrada en una probeta, cuyas dimensiones no exceden de las de la punta de un alfiler, pero pensamos asimismo que no debemos conferir derecho alguno a un ser humano de carne y hueso que presenta una temperatura en torno a los 37º C, tez rosácea, ritmo cardíaco y acto respiratorio, aunque éste no espontáneo sino mantenido por la reanimación. En el fondo, son los avances técnicos los que nos han puesto frente a un nuevo problema, como en el caso de la fecundación asistida: “¿Qué hacer con individuos que, sometidos a reanimación, no son ya capaces de retornar a la vida consciente?”; mas pretendimos resolverlo muy fácilmente, definiendo muertos a pacientes cuyo cerebro ha dejado de funcionar definitivamente, aunque su organismo siga funcionando harto bien, acaso aún mejor que esas pocas células embrionarias en la probeta, las cuales, como quiera que sea, no tienen cerebro todavía. En efecto, una ley precisa del Estado redefinió la muerte en los términos siguientes: ésta se identifica con la cesación irreversible de todas las funciones del cerebro, por lo que tales individuos se hallan legalmente muertos, mientras que se reconoce que los embriones están vivos desde el primer momento, y si aún carecen de cerebro, pronto se les formará.

Lástima, sin embargo, que dicha ley relativa a la muerte se base en un presupuesto que la literatura médico-científica considera hoy ayuno de cualquier fundamento.

Investigaciones documentadas realizadas por médicos americanos [cf. bibliografía en notas posteriores] demostraron que los pacientes que satisfacen los actua1es criterios clínicos y tests neurológicos previstos para comprobar la muerte cerebral no presentan necesariamente la pérdida irreversible de todas las funciones cerebrales.

Tales investigaciones no sólo no han sido desmentidas, sino que encuentran cada vez más consenso en el ámbito científico, tanto, que hay hoy quien sostiene que la “muerte cerebral” es una ficción, un expediente hábil para definir muertos a seres humanos que en realidad no lo están, o mejor dicho, que en las condiciones en que se encuentran se hallan mucho más vivos, por decirlo así, que esos embriones que el parlamento italiano decidió que debía tutelar con gran rigor, vedando, entre otras cosas, la superproducción de ellos, la congelación, etc. Con los muertos cerebrales, en cambio, podemos seguir haciendo de todo: merced a un consenso más o menos manipulado, podemos utilizarlos sobre todo como piezas de recambio para otros organismos “defectuosos”, extrayéndoles los órganos con el corazón aún palpitante.

Me pregunto lo siguiente: si ya un grumo de células humanas embrionarias es intocable, ¿no debería serlo, con mayor razón, el cuerpo de un ser humano cuyo destino está sellado, ciertamente, pero que sigue vivo de todos modos?.

1. Premisa

El debate relativo al tiempo en que comienza la vida se animó súbitamente en Italia con motivo de la discutida aprobación de la ley sobre la reproducción asistida (la nº 40 del 2004); en cambio, el referente al tiempo en que acaba la existencia (concretamente, en relación con el trasplante de órganos tomados de “cadáveres”) pareció agotarse en el periodo inmediatamente posterior a la aprobación, por amplia mayoría esa vez, de la nueva ley sobre los trasplantes (la nº 91 de 1999). Sea de ello lo que fuere, el debate en torno a esta última ley se concentró preferentemente en un problema, por lo demás, de no poca importancia: el del criterio introducido (en el art. 4) para la declaración de la voluntad conocido como silencio-consentimiento informado. Un criterio un tanto discutible, a mi juicio, aunque más discutible todavía fue el modo en que el entonces ministro de sanidad, Rosy Bindi, burló la ley enviando a los ciudadanos una esquelita (donor card) que no sólo no entraba en las previsiones de la ley, sino que de hecho impidió la aplicación del punto más importante de ésta. Tan es así que hoy, a cinco años de la promulgación de la ley, seguimos estando en la fase “transitoria” (regulada por el art. 23), a la que sólo por eufemismo podemos continuar apellidando así. Pero no es éste el punto que quiero estudiar (1).

Aquí querría sembrar otra duda, relativa ésta no tanto a la ley en sí sobre los trasplantes, cuanto al presupuesto en que se apoya, a saber, que el donante es efectivamente un “cadáver” en el momento en que se efectúa la extracción de los órganos. Mas ¿estamos realmente seguros de ello? (2). Tomaré pie de una constatación banal, que evidencia en seguida el contraste que se da entre las dos leyes a que me he referido poco ha.

La redefinición de la muerte

Consideramos obligado proteger con una serie de prohibiciones a una entidad, metida en una probeta tan grande como la punta de un alfiler (P ej., vedando que se la congele o suprima, o hasta prohibiendo que se le efectúe un diagnóstico prenatal preimplante), mientras que podemos ejecutar todo lo que es lícito hacer a un cadáver en un ser humano de carne y hueso, que además presenta toda una serie de signos vitales (temperatura, ritmo cardíaco...) ayudado de aparatos para la reanimación.

Se objetará lo siguiente al respecto: el asunto es desconcertante tan sólo en apariencia, pues, sea como sea, los embriones están vivos desde el primerísimo instante de su desarrollo (esto explica la gran atención que se les reserva), pero si se le ha diagnosticado la muerte cerebral a un paciente, entonces es que éste no está ya vivo, sino muerto: se trata de un cadáver que parece seguir vivo, mas no es así en realidad. Y a esta conclusión se la presenta como un dato científico adquirido de una vez por todas a fines de la década de los sesenta, cuando un comité, instituido en la facultad de medicina de Harvard para afrontar el problema, llegó a equiparar, en resumen, la muerte de hecho a la muerte cerebral, y ésta al diagnóstico de coma irreversible efectuado merced a rigurosos criterios clínicos, que debían verificar la pérdida permanente de las funciones cerebrales (3).

Los motivos de su éxito

Nacía así la nueva definición de la muerte, que gozó de mucha fortuna en el curso de los años siguientes, y ello por varios motivos: ante todo, porque se hacía eco de los conocimientos científicos de entonces, que parecían confirmar la opinión según la cual les aguardaba en breve la cesación de la actividad cardiaca a los pacientes en coma irreversible; en segundo lugar, tal definición brindaba el mejor sostén posible al desarrollo de las técnicas trasplantológicas, que se hallaban en sus inicios precisamente en dicho periodo (no olvidemos que el primer trasplante de corazón lo efectuó Barnard en diciembre de 1967); por último, permitía franquear el obstáculo de la eutanasia: si estaba muerto el paciente cuyo cerebro había dejado irreversiblemente de funcionar, entonces arrancarle el corazón o interrumpirle la ventilación artificial no equivalía a matarlo. Como quiera que sea, se echa de ver que, desde el principio, no fueron sólo razones terapéuticas las que indujeron a una redefinición de la muerte.

Aun si se atiende a sola la legislación, es harto visible el nexo que vincula los trasplantes a la nueva definición de la muerte. Aquí nos limitamos a nuestro país [Italia], pero lo que decimos podría generalizarse a otras experiencias jurídicas, hasta cierto punto al menos. Ya en 1969 se introducía el criterio de la muerte cerebral merced a un decreto del ministro de sanidad fechado el 11 de agosto, al cual le siguió otro dado el 9 de enero de 1970. Usaban los parámetros de Harvard, en fin de cuentas, y hacían una referencia explícita precisamente al problema de la extracción de los órganos con vistas a trasplantarlos. Es significativo que muy poco después, el 5 de febrero de 1970, un decreto del presidente de la República (el nº 78) autorizara también, por primera vez en Italia y a propuesta del ministro de Sanidad, la extirpación del corazón y sus partes (4). Desde entonces y hasta la promulgación, inclusive, de la primera ley orgánica en materia de trasplantes (la nº 644 de 1975), el legislador se limitó a declarar los distintos criterios que habían de usarse para comprobar la muerte, sin aspirar a definirla. Dicha definición se verificó tan sólo en 1993, con la ley nº 578 (y con un decreto ministerial que la desarrollaba, el cual se promulgó al año siguiente) (5), pues, al decir de ella, la muerte «se identifica con la cesación irreversible de todas las funciones del encéfalo» (art. 1).
La ley no sólo introducía la definición de muerte cerebral total, sino que también, cambiando de rumbo respecto a la de 1975, generalizaba el uso de los criterios empleados para verificarla a todos los sujetos aquejados de lesiones encefálicas y sometidos a medidas reanimatorias, con independencia del hecho de que fuesen donantes de órganos o no. Aunque estaba separada formalmente del problema de los trasplantes, esta ley modificó de manera permanente las condiciones para la extracción de los órganos desde el mismo momento en que entró en vigor. En efecto, la ley más reciente sobre los trasplantes, la que rige desde 1999, no hace sino asumirla por entero a este respecto, pues aunque muda las modalidades de obtención del consentimiento para la donación de los órganos, facilitándolo (y esto vale ya, en parte, en la fase “transitoria” actual), con todo, mantiene sin cambio alguno la definición de la muerte y las modalidades previstas para su comprobación, tal y como se las había fijado en los años 1993-1994, de ahí que éstas constituyan el presupuesto obligado de la legalidad de la extracción de órganos.

2. El debate ético-filosófico sobre la muerte cerebral
Pues bien, precisamente durante la década de los noventa, mientras que en nuestro país, como en multitud de otros no sólo se aceptaba la “muerte cerebral”, sino que, además, se llegaba hasta a definirla en una ley, en cambio, en el país en que se la había definido por vez primera, los Estados Unidos de América, comenzaba a mudarse mucho de parecer tocante a ella.

Oposiciones

En hecho de verdad, la nueva definición de la muerte suscitó de inmediato gran perplejidad en el campo filosófico. Como se sabe, Hans Jonas, gran filósofo del siglo pasado amén de protagonista del debate bioético contemporáneo, se opuso firmemente a ella tan sólo un mes después de la publicación del informe de Harvard, en una convención consagrada al tema de los experimentos con seres humanos. El núcleo de su argumentación era el siguiente: no conocemos con seguridad la línea divisoria entre la vida y la muerte, y tamaña carencia no puede suplirse con una definición, ciertamente (menos aún si se la introduce como bien se echa de ver, con la idea de favorecer la ablación de los órganos). Cuando el cerebro deja irreversiblemente de funcionar, podemos suspender el sostén artificial de la vida (mejor dicho, debemos hacerlo, según Jonas precisó en seguida, porque sería contrario a la dignidad humana mantener a una persona en tal estado), no ya porque el paciente haya muerto, sino porque carece de sentido alguno prolongarle la vida en tales condiciones.

Encontramos ya en Jonas el dilema -bien subrayado por Jonsen (7)- que subyace en la discusión relativa a la muerte cerebral: ¿qué pasa cuando apagamos los aparatos reanimatorios: le hemos quitado el soporte vital a un paciente para permitirle morir, o bien le hemos desconectado el respirador a un cuerpo ya muerto? Se sabe que fue por el segundo camino por donde se echó a andar, y puesto que se consideraba que se le apagaba el respirador a un muerto, ¿por qué no mantenerlo encendido un poco más para favorecer los trasplantes?

Para Jonas, en cambio, era menester seguir el primer camino, por lo que convirtió en su caballo de batalla la crítica a la nueva definición de la muerte. Constituye ya un clásico el escrito más conocido de dicho autor, publicado en 1974 con el significativo título Against the Stream (“Contracorriente”) (8), aunque hay un hecho menos conocido -he aquí otra razón por la cual me gustaría llamar la atención sobre él-, y es que Jonas, poco antes de morir, abordó de nuevo el problema en la correspondencia epistolar que mantuvo con un médico alemán cuyo amigo era. Merece recordarse el caso, bien que sólo se haga de pasada.
Una joven había entrado en octubre de 1992, a consecuencia de un accidente de carretera, en un coma del que no se despertaría jamás; se la declaró en estado de muerte cerebral después de las comprobaciones previstas. Se iba a proceder a la extracción de los órganos, previo consentimiento de sus padres, cuando los médicos se dieron cuenta de que la mujer estaba encinta. Obviamente, se bloquearon los preparativos para la extracción de los órganos y los médicos decidieron que la preñez siguiera adelante. Se suscitó entonces un debate en Alemania sobre la muerte cerebral, y fueron muchos los que se preguntaron a la sazón cómo era posible que la gestación siguiera su curso en un “cadáver”, y cómo podía éste realmente “decidir” interrumpirla con un aborto espontáneo, según ocurrió de hecho cuando el feto no estaba ya vivo. Me gustaría citar al respecto un pasaje de la actuación de Jonas, tomado de la correspondencia que cruzó con uno de los médicos implicados en el asunto:

«Volens nolens, tú, querido amigo, o mejor dicho, vosotros, contradijisteis con vuestra bien ponderada actuación la declaración de muerte de que había sido objeto la mujer accidentada, pues dijisteis que lo que queríais con la respiración asistida (y con los otros cuidados) era impedir que el cuerpo de Marion se volviera cadáver, para que así pudiera continuar adelante con el embarazo. Al creerlo capaz de eso, o al querer darle la posibilidad de ello al menos, apostasteis por el residuo de vida que había en él, esto es, ¡de la vida de Marion! En efecto, el cuerpo no era otro que el de Marion, al mismo título que su cerebro. Que el experimento fallara esta vez (parece que le sonrió el éxito en casos precedentes menos extremos) no puede aducirse como atestación del hecho de que era inadmisible, igual que tampoco un aborto espontáneo puede alegarse como prueba de que la preñez en general es inviable. Creíais sinceramente en la posibilidad de su éxito, es decir, en la capacidad funcional del cuerpo cerebralmente muerto necesaria para conseguirlo, una capacidad mantenida por vuestra habilidad; en otras palabras, creíais en su VIDA, prolongada temporalmente en beneficio del niño. ¡No está permitido negar esta creencia en otros casos de coma y con otros fines en mente!» (9).

Se objetará que por interesante que sea todo eso, lo único que demuestra es la gran coherencia del autor. Ello es cierto, sin duda, tocante a la trayectoria intelectual de Jonas, pero, entretanto, su “vieja posición se había vuelto actual y comenzó a dejar de estar aislada, a considerable distancia de lo que sucedía al principio. A este respecto, son dignos de nota, a la par que los de Jonas, los escritos de Josef Seifert (10) y, más recientemente, los de Robert Spaemann (11): dos autores, ambos de inspiración católica, que están en sintonía intelectual con Jonas al menos en ciertos puntos. Todos ellos comparten la idea según la cual si no se sabe a ciencia cierta si una persona está muerta, o si es imposible probarlo con seguridad, se debería tratarla como si siguiera viva.

Reflexiones

No obstante, hay un aspecto más sorprendente aún, por lo que deseo detenerme en él: incluso en un horizonte de pensamiento que está en los antípodas de aquel al que acabo de referirme se admite abiertamente que la “muerte cerebral” no fue más que un «expediente atrevido» del que se echó mano para declarar muertos a seres humanos que no lo estaban en absoluto.

Ésta es la conclusión a la que llega hoy un filósofo bien conocido asimismo en nuestro país por sus posiciones descaradamente utilitaristas: Peter Singer. También en este caso vale la pena reconstruir brevemente el camino que recorrió (12). A principios de la década de los noventa, llamaron a Singer, profesor en Melbourne a la sazón, para que fuera a un importante hospital de la ciudad a formar parte de un comité que debía ocuparse de algunas cuestiones éticas ligadas al problema del consenso, entre las cuales se hallaban también las relacionadas con la anencefalia. Los neonatos aquejados de esta grave malformación no son capaces de volverse plenamente conscientes, puesto que carecen de la parte “superior” del cerebro (o sea, de los hemisferios cerebrales, corteza cerebral inclusive), así como de la bóveda craneana, destinada a contenerlo, mientras que la parte “inferior” formada por el tronco encefálico, se halla a menudo intacta, bien que poco desarrollada a veces; así, pues, el anencefálico es capaz de respirar espontáneamente, ya que tal actividad depende del tronco, pero está abocado a un desenlace fatal: en general, estos niños sobreviven por un periodo de tiempo, que varía de unos días a pocas semanas, antes de sufrir una parada cardiorrespiratoria (13).

Singer, que, en resumen, venía sosteniendo desde hacía años la “muerte cerebral total”, se hallaba ahora ante el siguiente problema: ¿por qué no pasar de dicha concepción de la muerte a la “cortical”, para poder declarar muertos también a los anencefálicos? Algunos miembros del comité querían echar a andar por ese camino, pero Singer, dejándolos a todos un tanto turbados, no los siguió. Los motivos de su disensión los explicitó en un libro suyo, Rethinkinq Life and Death, publicado en 1994 y traducido también poco después entre nosotros. Al menos un párrafo de este libro merece que se le cite por entero:

«Las deliberaciones del comité del que formaba parte me indujeron a reflexionar más intensamente sobre la muerte cerebral. La comisión de Harvard sobre la muerte cerebral había tenido que afrontar dos graves problemas. Muchos pacientes en condiciones absolutamente desesperadas vivían sólo gracias a los respiraderos, y nadie osaba apagar las máquinas que los mantenían en vida. Unos órganos que habrían podido usarse para salvar vidas humanas se habían vuelto inutilizables en cuanto que, para extirparlos, se esperaba a que se detuviera la circulación de la sangre en los donantes potenciales. La comisión había creído resolver ambos problemas adoptando el atrevido expediente de clasificar como muertos a todos los individuos cuyo cerebro hubiese dejado de tener alguna actividad constatable. Tal redefinición de la muerte tenía consecuencias tan claramente deseables, que encontró poquísimas oposiciones y fue aceptada casi en todas partes. Con eso y todo, se hallaba viciada desde el principio. La praxis de resolver problemas recurriendo a redefiniciones rara vez funciona, y este caso no era una excepción a la regla» (14).

Excusado es decir que la conclusión que infiere Singer de la crisis de la “muerte cerebral” es, obviamente, harto distinta de la de los filósofos citados líneas arriba. Para estos últimos, si los “muertos cerebrales” siguen vivos en el momento de la ablación de los órganos, eso significa que precisamente con ella les quitamos la vida, lo cual no debemos hacerlo: para Singer, en cambio, tal cosa es lícita, porque la vida no es un valor sagrado ni inviolable. También en este caso (como en otros) existe una “tercera vía”, la más difícil, como siempre, y es la que procuré trazar en otra ocasión (15); pero aquí me interesa subrayar otro aspecto, esto es, que a despecho de las divergentes inferencias éticas, todos los autores citados parten de una misma crítica a la noción de muerte cerebral.

Seria interesante saber qué indujo a Singer a coincidir, en este último punto, con autores como Jonas, Seifert, Spaemann, que están a años luz de distancia de él y cuya existencia, por lo demás, parece hasta ignorar. Una respuesta indirecta la podemos tener leyendo su última contribución al asunto, Muerte cerebral y ética de la sacralidad de la vida, donde el autor revela sus fuentes (16). Se trata de fuentes científicas de valor notable, que concurren, junto con otras, a delinear la crisis en que se debate, no sólo desde el punto de vista filosófico, sino, además, desde el médico-científico, la nueva concepción de la muerte, fundada en criterios exclusivamente neurológicos.

3. El debate médico-científico sobre la muerte cerebral

Aunque carezco de competencias específicas en el ámbito de la medicina, consiéntaseme a este ultimo respecto que subraye al menos dos aspectos cruciales (17). El primero concierne a la posibilidad de verificar o no la muerte cerebral con base en los criterios y tests adoptados en el día; el segundo atañe a la tesis según la cual la muerte cerebral es, de algún modo, un indicio de que se acerca la muerte del organismo entero.

Inaceptabilidad de la muerte cerebral

El primer aspecto lo analizaron detalladamente dos médicos estadounidenses, Robert Truog y James Fackler, en un ensayo publicado en 1992, al que titularon significativamente Rethinking brain dath (“Repensar la muerte cerebral”) (18). Al decir de los autores, investigaciones científicas documentadas demuestran que los pacientes que responden a los criterios clínicos y tests neurológicos actuales de la muerte cerebral no presentan necesariamente la pérdida irreversible de todas las funciones cerebrales, lo que denota, según parece, que la cesación completa de tales funciones no puede diagnosticarse con base en los tests standard adoptados.

Los médicos aducen cuatro argumentos en pro de su tesis, los cuales pueden compendiarse brevemente así: en primer lugar, la función endocrinohipotalámica no desaparece en muchos pacientes a los que se cree en estado de “muerte cerebral” según los tests al uso, o sea, que en algunos casos de pacientes declarados cerebralmente muertos persiste la actividad hormonal de la glándula hipófisis y del centro nervioso que la controla (el hipotálamo), y, por ende, permanece en ellos la regulación de la actividad hormonal; en segundo lugar, en muchos pacientes que se hallan en tal estado es posible registrar, mediante un encefalograma, una débil actividad eléctrica localizada en algunas zonas de la corteza cerebral y condenada a apagarse después de 24-48 horas; en tercer lugar, algunos pacientes siguen reaccionando, contra todo pronóstico, a los estímulos externos, como lo prueba, por vía de ejemplo, el incremento de la frecuencia cardíaca y de la presión sanguínea a causa de la incisión quirúrgica previa a la ablación de los órganos (estas constataciones atañen a casos de pacientes declarados cerebralmente muertos con base en los criterios británicos, de tipo meramente clínico y relativos al estado del tronco encefálico); en cuarto lugar, se conservan los reflejos espinales en muchos pacientes definidos como cerebralmente muertos, unos reflejos cuya constatación se tenía en cuenta en la época en que se formuló la noción de muerte cerebral y en los años inmediatamente posteriores (con sobrada razón, a mi juicio, visto que la médula espinal y el tronco encefálico se hallan unidos el uno al otro, por lo que no se puede siempre excluir con seguridad una implicación del tronco cerebral inferior en la actividad de la médula espinal).

Los dos autores arribaron a la conclusión, con base en un análisis atento de estos cuatro elementos, de que los medios clínicos actuales no pueden verificar la cesación de todas las funciones, sino tan sólo de algunas, por lo que, de hecho, diagnostican la muerte cortical como mucho.

La muerte cerebral no es un indicador de que se acerca la muerte del organismo entero

El segundo aspecto lo tomó en consideración Alan Shewmon sobre todo, un acreditado neurólogo estadounidense, quien, entre otras cosas, modificó sus convicciones a lo largo de su carrera, pasando de ser un sostenedor convencido de la muerte cerebral a convertirse en uno de sus más implacables críticos.

Como en el caso de los autores precedentes, también aquí el punto de partida lo constituye una constatación empírica: organismos declarados en estado de muerte cerebral sobreviven mucho más de cuanto se podía imaginar, lo que supone que el cerebro, contra lo que se creía, no es tan esencial, después de todo, para el funcionamiento integrado del organismo. Contrariamente a la teoría predominante en los ambientes médicos, según la cual el encéfalo es el órgano responsable de la integración de las distintas partes del cuerpo, y constituye, en cuanto tal, su “sistema crítico”, Shewmon avanza su tesis: el “sistema crítico” del cuerpo no puede localizarse en un órgano determinado, aunque sea tan importante como el cerebro. Al decir del neurólogo, esta hipótesis suministra una explicación de las supervivencias prolongadas de individuos a quienes se había diagnosticado muerte cerebral (en un caso récord, hasta más allá de 14 años). Tales sujetos, pacientes pediátricos en gran parte, mantienen intactas algunas funciones que se consideraban de incumbencia del cerebro, como la regulación de la temperatura corporal, la homeostasis de los fluidos, la reacción a las infecciones, el crecimiento del cuerpo, que son signo de la permanencia de algún nivel de actividad integradora.

Shewmon concluye de ahí que es completamente erróneo considerar la muerte del cerebro como un indicador de que se acerca la muerte de todo el organismo. Se impugna así radicalmente uno de los pilares que sostienen la muerte cerebral, a saber, la idea de que el cerebro es el “integrador cerebral del cuerpo”. La muerte del cerebro no provoca la desintegración del cuerpo; tal desintegración es más bien la consecuencia de daños que interesan a varios sistemas de órganos y de haberse alcanzado un nivel crítico, el “punto de no retorno”, que determina el arranque del proceso de muerte y hace ineficaz cualquier intervención médica orientada a conjurar el exitus.

Así, pues, según Shewmon, no debería diagnosticarse la condición de muerte cerebral en el procedimiento de comprobación del fallecimiento, sino que han de tenerse en cuenta varios parámetros, como los relativos a la actividad respiratoria, circulatoria y neurológica (19); sólo cuando estuviese claro que se había alcanzado y rebasado el punto de no retorno habría que desconectar al paciente de los aparatos para la ventilación asistida, y, luego de veinte minutos de espera, un tiempo que Shewmon juzga necesario para estar seguros de la imposibilidad de una reanudación espontánea de las funciones vitales del sujeto, se podría
proceder a la declaración de muerte.

Un grave interrogante

Así, pues, Shewmon llega a la misma conclusión que Jonas, bien que por otro camino. El grave interrogante que se plantea aquí es si respetando tales criterios se podrían seguir realizando trasplantes con éxito. Ciertamente, las condiciones no serán ya óptimas y las ventajas más limitadas de seguro; mas aquí el problema que hemos de plantearnos es que si los órganos provienen de donantes que se hallan en una zona confinante entre la vida y la muerte -como lo admiten asimismo los estudios médicos más recientes- entonces es precisamente la extirpación de aquellos la que les quita definitivamente la vida.
Las legislaciones que han aceptado la muerte cerebral se fundan en el supuesto de que la muerte del paciente ya ha ocurrido cuando se verifica la ablación de los órganos, pero aunque ese supuesto ya resultaba discutible desde el principio a los ojos del análisis filosófico, ahora ha terminado revelándose infundado incluso a los ojos de la ciencia. Si el supuesto legal para la ablación de los órganos es que se efectúe en sujetos en que se ha verificado la pérdida irreversible de todas las funciones del encéfalo entero, entonces fuerza es admitir que muchas ablaciones se practican hoy violando abiertamente la ley, por lo que, en lugar de continuar operando con una ficción, mejor sería discutir abiertamente si es aceptable o no arrancarle los órganos a una persona que se encuentra en una condición de la cual no puede recuperarse ya, pero que no equivale aún al óbito (20).

En conclusión, son los avances tecnológicos aplicados a la medicina los que nos ponen frente a nuevos y difíciles interrogantes éticos en el caso de los trasplantes de órganos, igual que en el de la fecundación asistida. Así como la posibilidad técnica del transplante de órganos nos indujo a usar a unos pacientes, cuyo destino estaba sellado de todos modos, como material de recambio para otros seres humanos, del mismo modo, la posibilidad técnica de la fecundación in vitro nos induce hoy, según parece, a utilizar -destruyéndolos- embriones denominados supernumerarios para curar algunas enfermedades (aunque aquí el legislador italiano anduvo contracorriente). En el caso de que se trata, el problema era: “¿Qué hacer con pacientes que, aunque sometidos a reanimación, con todo, no podrán jamás recuperarse porque su cerebro ha dejado de funcionar irreversiblemente?”. En el fondo, pretendimos resolverlo de manera simplista, es decir, definiéndolos muertos, aunque su organismo puede seguir funcionando bien con la ayuda de un respirador: acaso mejor aún que esas pocas células embrionarias metidas en una probeta, las cuales, como quiera que sea, no tienen cerebro todavía.

Notas:

(1) Lo hice ya en muchas otras ocasiones, entre las cuales me limito a indicar aquí: P. Becchi y P. Donadoni, Informazioni e consenso all'espianto di organi da cadaveri, en Politica del diritto, XXXII, nº 2, 2001, págs. 257-287; P. Becchi, Tra(i)pianti. Spunti crítici intorno alla legge in materia di donaziones deglo organi e alla sua applicazione, en Ragion pratica, 18, 2002, págs. 275-288, y P. Becchi, Information und Emwilligung zur Organspende. Das neue itallienische Gesetz und seine “ewige” Ubergangsphase, in Hirntod und Organspende, edición a cargo de A. Bondolfi, U. Kostka, K. Seelmann, Basal, Schwabe, 2003, págs. 149-161.

(2) Hay un intento de responder exhaustivamente a la pregunta formulada: una antología de escritos de cuya edición me encargué en colaboración con Rosangela Rarcara y que está en curso de publicación por cuenta de la editorial E.S.I. de Nápoles: Questioni mortali. L'attuale dibattito sulla morte cerebrale e il problema dei trapianti, en prensa. Remito al lector a esta obra, que comprende escritos de Carlo Alberto Defanti, John Finnis, A. Halevy y Baruch Brody, Hans jonas, Josef Seifert, Alan Shewmon, Peter Singer, Raalf Stoecker, Robert Truog y reproduce en apéndice el documento del Danish Council of Ethics (“Consejo Danés de Ética”), consagrado a los criterios de muerte.

(3) Cf. A definition of irreversible coma. Report of thr Ad Hoc Cormnittee of the Harvard Medical School to Examine Brain Death (“Una definición del coma irreversible. Informe del Comité Ad Hoc de la facultad de medicina de Harvard para examinar la muerte cerebral”), en Journal of the American Medical Association, nº 205, 1968, págs. 337-340. Para el examen crítico del documento, cf. por ejemplo: M. Giacomini, A Change of Heart and a Change of Mmd? Technology and tehe Redefinition of Death in 1968 (“¿Cambio de corazón y cambio de mente? La tecnología y la redefinición de la muerte en 1968”), en Social Science and Medicine, nº 44, 1997, págs. 1465-1482; R. M. Veatch, Transplantation Ethics (“Ética del trasplante”), Georgetown University Press: Washington D. C.; G. Belkin, Brain Death and the Historical Understanding of Bioethics (“La muerte cerebral y la interpretación histórica de la bioética”), en Journal of the History of Medicine, nº 58, 2003, págs. 325-361; cf. en lengua italiana C.A. Defanti, Vivo o morto? La storia della morte nella medicina moderna, Zadig: Milán, 1999, págs. 63-75.

(4) Todos los documentos normativos citados figuran en el apéndice del grave estudio de F. Mantovani I trapianti e la sperimentazione umana nel diritto italiano e straniero (“Los trasplantes y la experimentación humana en el derecho italiano y foráneo”), Cedam: Padua, 1974, págs. 851-853.

(5) Cf. al respecto, entre otras cosas por los documentos normativos reproducidos en apéndice, U. G. Nannini, Valori della persona e definizione legale di morte, Cedam: Padua, 1996.

(6) Para un comentario a la nueva ley, me limito aquí a remitir al volumen misceláneo La disciplina giuridica dei trapianti. Legge 1º aprile 1999, n.91, edición a cargo de P. Stanzione, Giuffré: Milán, 2000; en el apéndice se transcribe también el texto de la ley. En sentido critico, cf. P. Becchi, La morte nell’età della tecnica. Lineamenti di tanatologia etica e giuridica (“La muerte en la era de la técnica. Elementos de tanatología ética y jurídica”), Compagnia dei Librai: Génova, 2002, y ahora también P. Somaggio, Il dono preteso. Il problema del trapianto di organi: legislazione e principi (“La presunta donación. El problema del trasplante de los órganos: legislación y principios”), Cedain: Padua, 2004.

(7) Cf. A. R. Jonsen, The Birth of Bioethics (“El nacimiento de la bioética”), Oxford University Press: Nueva York, 1998, pág. 240.

(8) La crítica de Jonas al informe del comité de Harvard fue inmediata: en efecto, se remonta al mes de septiembre de 1968 y la avanzó en el ámbito de su ponencia consagrada al tema de los experimentos con seres humanos. Le siguió su ensayo más conocido Against The stream (“Contracorriente”), publicado en 1974 (aunque lo escribió en 1970), en el que Jonas examina las objeciones que le habían movido algunos médicos del comité de marras, con quienes habla entrado en contacto en el interín. A dicho ensayo le siguieron dos escritos posteriores, de 1976 y 1985, síntoma de la continua atención que Jonas le prestaba a este asunto. Todos sus trabajos los recogió Jonas en Technik, Medizin und Ethik. Zur praxis des Prinzips Verantwortung (1985), trad. ital. en “Tecnica, Medicina ed etica. Prassi del principio responsabilità”, Einaudi: Turín, 1997, págs. 166-184. El artículo figura ahora también en la antologia de escritos a cargo de R. Barcaro y P. Becchi, Questioni mortali. L'attuale dibattito sulla morte cerebrale e il problema dei trapianti. Cf. asimismo P. Becchi, Tecnica ed etica in Hans Jonas, en Annali della Facoltá di Giurisprudenza di Genova, XXV, 1993/4, págs. 280-314, y ahora también P. Becchi Hans Jonas e il ritorno alla metafisica, en Microlega, nº 5, 2003, págs. 82-109.

(9) Cf. H. Jonas, Brief an Hans-Bernhard Wuermeling, en Wann ist der mensch tot? Organverpflanzung und Hirutodkriterium, edición preparada por J. Hoff y J. in der Schmitten, Reinbek bei Hamburg, Rowohlt, 1994, págs. 21-27.

(10) Cf. J. Seifert, Leib und Seele. Ein Beitrag zur philosophischen Antropologie, Salzburgo, 1973; Das Leib-Seele Problem und die gegenwärtige philosophische Diskussion. Eme kritischsystematische Analyse, Darmstadt, 1979; What is Life? On the originality, Irreducibility and Value of Life (“¿Qué es la vida? sobre la originalidad, irreductibilidad y valor de la vida”), edición preparada por H. G. Callaway, Amsterdam, 1997; Is “brain death” actually death? A critique of redefining man's death in terms of “brain death” (“¿Está realmente muerto el ‘muerto cerebral’”? Una crítica de la redefinición de la muerte humana en términos de ‘muerte cerebral’), en R. J. White, H. Angstwurm, I. Carrasco de Paula (edición preparada por el Working Group on the Determination of Brain Death and its relatioship to Human death, reunido del 10 al 14.12.1989), Ciudad del Vaticano, 1992, págs. 95-143; Is “brain death” actually death? (“¿Está realmente muerto el ‘muerto cerebral’?”), en “Monist”, nº 76, 1993, págs 175-202; véase ahora, en italiano, J. seifert, La morte cerebrale non e la morte di fatto. Argomentazioni filosofiche, en Questioni mortali. L'attuale dibattito sulla morte cerebrale e u problema dei trapianti, edición preparada por R. Barcaro y P. Becchi, Nápoles, en prensa.

(11) Señalo aquí la lúcida intervención de Spaemann en una convención internacional sobre bioética que se celebró en Roma, en octubre del 2002. El texto de su contribución apareció en lengua italiana con el título La morte della persona e la morte dell'essere umano, en Lepanto nº 162, XXI, diciembre del 2002 (Informe: En los confines de la vida).

(12) Para un examen más detenido, permítaseme remitir a P. Becchi, Un passo indietro e due avanti. Peter Singer e i trapianti (“Dos pasos adelante y un paso atrás. Peter Singer y los trasplantes”), en Bioetica, X, 2, 2002 págs. 226-247.

(13) Para una descripción detallada, véase, p. ej., The Medical Task Force on Anencephaly, The infant with anencephaly, en New England Journal of Medecine, 332, 10, 1990, págs. 669-674. Ha de observarse, por otro lado, que investigaciones más recientes efectuadas por D. A. Shewmon tienden a mostrar que la notable plasticidad del cerebro puede permitirle al tronco encefálico asumir en algunos casos ciertas funciones que, de otro modo, serían corticales. Se impugna así la doctrina de la base neuroanatómica de la conciencia. Cf. al respecto D. A. Shewmon, Recovery from “Brain death”: A Neurologist's Apologia (“Recuperarse de la ‘muerte cerebral’: apología de un neurólogo”), en Linacre Quarterly, febrero de 1997, págs. 30-96. El lector italiano puede leer, sobre el problema de los anencefálicos, la obra de M. Caporale: Al confine tra la vita e la morte, Vita e Pensiero: Milán, 1997, págs. 22-23.

(14) Cf. P. Singer, Rethinking Life and Death. The Colapse of Our Traditional Ethics (“Repensar la vida y la muerte. El colapso de nuestra ética tradicional”), 1994 (15) Cf. P. Becchi, La morte. La questione irrisolta (La muerte, una cuestión sin resolver), en “Ragion pratica” 19, 2 002, págs. 179-218.

(16) Cf. P. Singer, Morte cerebrale ed etica della sacralitá della vita, en Bioetica, VIII, 1, 2000, págs. 31-49. El ensayo de Singer fue objeto de una interesante réplica de John Finnis, inédita hasta hace poco.
Pueden leerse ambos trabajos en la actualidad en Questioni mortali. L'attuale dibattito sulla morte cerebrale e u problema dei trapianti, edición preparada por R. Barcaro y P. Becchi, Nápoles, en curso de publicación.

(17) Para profundizar en este asunto, cf. R. Barcaro y P. Becchi, Morte cerebrale e trapianto di organi, en Bioetica chirurgica e medica, edición preparada por L. Battaglia e G. Macellan, Noceto (PR), Esse-biemme, págs. 87-103; también de los mismos autores: La “morte cerebrale” é entrata in crisi irreversibile? (“¿Se ha sumido la ‘muerte cerebral’ en una crisis irreversible?”), en Politica del diritto, XXXIV, 4, 2 003, págs. 653-679.

(18) Cf. R. D. Truog y J. C. Fackler, Rethinking brain death (“Repensar la muerte cerebral”), en Critical Care Medicine, 20, nº 12, 1992, págs. 1705-1713. Partiendo de los resultados conseguidos con este artículo, Thuog abordó en varias ocasiones más la cuestión de la muerte cerebral. Pero en un artículo de 1997 (R.D. Truog, Is It time to Abandon Brain Death?: “¿Es hora de abandonar la muerte cerebral?”, en Hastings Center Report, 27, 1, 1 997, págs. 29-37), en vez de proponer la sustitución de la muerte cerebral por la cortical, como había hecho en 1992, cuando escribía con Fackler, Truog auspicia el retorno al tradicional patrón cardiorrespiratorio para declarar la muerte y, al mismo tiempo, la separación entre la cuestión de los trasplantes y el debate sobre la muerte cerebral. Estima que la práctica de los trasplantes puede proseguir sólo si se halla una justificación distinta de la ofrecida hasta hoy por una noción de muerte cerebral cuya crisis se agrava cada vez más. Precisamente con la mira puesta en fundamentar éticamente los trasplantes fue como Truog escribió un nuevo artículo: R. D. Truog, Organ Transplantation Without Brain death (“Trasplante de órganos sin muerte cerebral”), en Annals of the New York Academy of Science (Anales de la Academia neoyorquina de las ciencias), 913, 2 000, págs. 229-239.

(19) Cf. por ejemplo, D. A. Shewmon, Brain-Stem Death, “Brain Death” and Death: A Critical Reevaluation of the Purported Equivalence, en Issues in Law and medicine (“Cuestiones jurídicas y médicas”), 14, 2, 1 998, págs. 125-145; también el más reciente: D. A. Shewmon, The Brain and Somatic Integration: Insights Into the Standard Biological Rationale for Equating “Brain Death” With Death (“El cerebro y la integración somática: esclarecimientos sobre el fundamento biológico clásico de la equivalencia entre ‘muerte cerebral’ y muerte”) en Journal of Medecine and Philosophy, 26, 5, 2001, págs. 457-478.

(20) El problema lo plantearon con claridad dos investigadores norteamericanos: S. J. Younger y R. M. Arnold, Philosophical Debates About the Definition of Death: Who Cares? (“Controversias filosóficas sobre la definición de la muerte: ¿qué más da?”), en Journal of Medicine and Philosophy, 26, 5, 2 001, págs. 527-537.

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