El corrector del Sínodo
Aún no se había clausurado el pasado sínodo de los obispos cuando W. Kasper ya lo estaba corrigiendo.
Aunque el sínodo ratificó la negativa a dar la sagrada comunión a los “divorciados vueltos a casar”, el cardenal Kasper trató de nuevo el asunto diciendo: «Todo obispo de cualquier país de Occidente sabe que éste es un grave problema (...) Todo pastor conoce casos en que sería oportuno hallar soluciones, y el mismo Papa, durante sus vacaciones en el valle de Aosta, invitó a reflexionar sobre tales cosas. Ésta es también mi postura» (Corriere della Sera, 25-X-2005; cf. asimismo Libero, 25-X-2005).
«Todo obispo (...) sabe que éste es un grave problema». Pero todo obispo sabe también que dicho “grave problema” ya lo resolvió Nuestro Señor Jesucristo (algo que ni siquiera el super-corrector del sínodo debería ignorar): «El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11). Ahora bien, mientras perdure el adulterio, sin arrepentimiento ni reparación tampoco del escándalo que se da, ninguno de los dos puede acercarse a la santa comunión, que es un sacramento de “vivos”, no de “muertos”; es decir: ha de recibirse en estado de gracia, no en pecado mortal.
Así que, dado que el “grave problema” ya lo resolvió Nuestro Señor Jesucristo, ninguno de sus ministros, así como tampoco su Vicario en la tierra, tiene autoridad para resolverlo de otra manera. Pero el card. Kasper tergiversa la invitación que el pontífice actual había hecho sobre el asunto en cuestión en el valle de Aosta, la cual se dejó caer en el sínodo.
El Papa neo-electo habla dicho lo siguiente en aquella ocasión, cuando habló a los periodistas: «particularmente dolorosa es la situación de cuantos se casaron por la Iglesia, mas no eran verdaderamente creyentes, sino que lo hicieron por tradición, y al hallarse en un nuevo matrimonio no válido [o sea, en concubinato, dicho sin eufemismos] se convierten, encuentran la fe [¿una “fe” sin obras?], aunque se ven excluidos del sacramento, lo cual entraña, en verdad, un gran sufrimiento. Cuando yo era prefecto de la congregación para la doctrina de la fe invité a varias conferencias episcopales y especialistas a estudiar este problema: un sacramento celebrado sin fe. No me atrevo a decir que realmente se dé aquí un motivo de invalidez por carecer el sacramento de una dimensión fundamental. Yo, personalmente, así lo creía; pero las discusiones que mantuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil, y que requiere se siga ahondando en su estudio; habida cuenta del sufrimiento que padecen tales personas, es imperativo que así se haga» (v. Il blog, de Sandro Magister, 9 de agosto del 2005).
En realidad, poco hay que ahondar al respecto: el problema de “un sacramento celebrado sin fe” se estudió y resolvió en la Iglesia hace ya mucho tiempo.
Los novios son ministros y recipiendarios del sacramento, esto es, se lo dan el uno al otro y lo reciben el uno del otro; de ahí que:
a) Su fe no sea necesaria, en cuanto ministros, para la validez del sacramento, igual que no lo es para los ministros de los demás sacramentos, a los cuales no se les exige, (es de fe), puesto que son instrumentos de Cristo, ni el estado de gracia, ni la fe (v. S. Th. III, q. 64, a. 9).
b) Que se exija sólo por parte de los novios (ex opere operantis, por parte de la actividad subjetiva del receptor), en cuanto receptores del sacramento, que no pongan obstáculo a la gracia de éste (dado que el sacramento actúa ex opere operato, es decir, por la colación objetiva de él). Los sacramentos «gratiam ipsam non ponentibus obicem conferunt» (confieren la gracia misma a quienes no ponen óbice) (Conc. Trid., sesión 7, canon 6); y dicho óbice, dicho obstáculo, «estriba en la conservación deliberada, de sentimientos de incredulidad e impenitencia» (Bartmann, Teologia Dogmatica, vol. 3, p. 30, ed. Paoline, 1949).
Así, pues, se exige para la validez del matrimonio (cuando no se den impedimentos dirimentes y se tenga intención de recibir el sacramento) no una fe viva, ardiente, sino que basta con una fe que se mantenga como el rescoldo bajo la ceniza, lo que ocurre casi siempre en el caso de quien se casa “por tradición”, o “por adhesión mecánica a la tradición”, según se oyó decir en el sínodo (como si se estuviera hablando de robots, no de seres humanos; v.La Repubblica, 7-X-2005). El hecho es que quien se casa “por tradición” podrá tener una fe tibia, muy tibia, casi apagada, pero es impensable que conserve “deliberadamente” sentimientos de incredulidad. Y si debe considerarse inválido un matrimonio entre dos católicos sólo porque se celebra “por tradición”, ¿qué se deberá decir del matrimonio de un católico con un hereje, o un cismático, o un musulmán? No obstante, la Iglesia, aunque ha deplorado siempre tales matrimonios, los ha considerado válidos con tal que se hubiera proveído en ellos a la educación católica de la prole y no hubiera peligro de perversión para el cónyuge fiel.
Fuerza es reconocer que Benedicto XVI, aunque la prudencia habría aconsejado que no exteriorizara las “dificultades” con que tropezaba, infundadas por demás, en materia tan grave, se expresó, sin embargo, de una manera mucha más cauta y humilde que Kasper: «No me atrevo a decir que se dé aquí realmente un motivo de invalidez (...) las discusiones que mantuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil». Kasper, por el contrario, pisó el acelerador sin miramientos y habló de «casos en que seria oportuno hallar soluciones». ¿Contra la ley de Cristo? ¿Contra el magisterio perenne de la Iglesia?
No nos pronunciamos sobre las intenciones de nadie, pero lo que se hizo al obrar así fue encender una mecha bajo un gran número de matrimonios celebrados en países de antigua tradición católica, como Italia, España, etc.
Se trata de una “mecha” sin ningún fundamento teológico, ya lo hemos visto, pero que no contribuirá, ciertamente, a poner un dique a la crisis de la familia, que se vuelve más grave cada día que pasa incluso en dichas naciones de mayoría católica.
Una vez llegados a este punto, hemos de precisar que el “grave problema” que se da en la Iglesia no es lo que se sigue negando a los “divorciados vueltos a casar”, sino lo que les ha concedido una “pastoral” falta de juicio, que los embauca al hacerles creer que son católicos como todos los demás, mientras que, por el contrario, son, objetivamente, pecadores públicos; que guarda silencio sobre la gravedad de su estado y sobre el deber que les corre de reparar el escándalo que dieron y siguen dando, y que los llama incluso a colaborar en las parroquias como animadores y lectores de las funciones litúrgicas y hasta como catequistas (!).
Claro está que, embaucados y engañados de esta manera tocante al estado real de sus pobres almas ante Dios y la comunidad cristiana, los “divorciados vueltos a casar” reputan por un sinsentido, por una prohibición irracional y arbitraria, la negación de sola la comunión eucarística.
Tenemos sobre esto la arrogante intervención de un célebre personaje del mundo del espectáculo, que se declara “católico y divorciado”. Habla de “neoinquisición” y de “discriminación” a propósito de la prohibición de comulgar; más aún, de “división bárbara entre buenos y malos”. «La Iglesia –dice- debe ser un refugio para los pecadores también: cuando el hijo pródigo vuelve a casa el padre sacrifica el carnero cebado». Así es: cuando vuelve a casa...; pero él no ha vuelto a ella jamás, sino que, por el contrario, se ha alejado cada vez más de “casa” mariposeando de una “compañera” en otra. Ahora bien, la Iglesia no está “también” para los pecadores, sino que está precisamente para ellos; pero para liberarlos del pecado y de la condenación eterna, no para animarlos a apoltronarse al borde del infierno, donde la muerte podría precipitarlos para siempre de un momento a otro. Son verdades elementales. ¿Quién las borró de la conciencia de este “católico y divorciado” sino una “pastoral” que hiede a azufre?
Marcus
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