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Junio 2006

LA MASONERÍA Y EL ALZAMIENTO NACIONAL

El día 14 de diciembre de 1935 quedaba constituido, después de una prolongada crisis, el Gobierno presidido por Portela Valladares, grado 33 de la masonería, según recordó Gil Robles el 7 de enero de 1936 en Lugo, y con personalidad relevante en las logias extranjeras. Formaban parte del nuevo Gobierno, además de los amigos directos de Alcalá Zamora y de Portela, personas muy destacadas en el campo “derechista”, como Martínez de Velasco, del Partido Agrario, y Pedro Rahola, de la Lliga catalana.

«Un partido joven y fuerte, a la par significativo de lo netamente tradicional, y conservador del alma de la Nación», según la fraseología de El Debate, había sido apartado del Poder.

¿Quiénes eran los culpables?

Por de pronto, una nota oficiosa de la Presidencia de la República, publicada poco antes de encargarse Portela de la Jefatura del Gobierno, decía. que el objetivo de la designación prevista era la formación de un «Gobierno de concordia republicana» apoyado en los partidos del Centro, indicando «la probable dificultad definitiva y la evidente imposibilidad actual» de una eficaz labor parlamentaria. Lo cual, sino era señalar una próxima disolución de las Cortes, representaba algo muy parecido.

Sin embargo, el órgano periodístico de la CEDA señalaba a dos «extraños colaboradores de la injusticia» cometida contra el partido de Gil Robles. Las personas aludidas eran, nada más y nada menos, que Martínez de Velasco y Cambó. «A uno y a otro - escribía El Debate - alcanza la responsabilidad de este proceso». Aunque no daba referencias exactas del porqué ambos jefes políticos se habían prestado al designio común de Portela y Alcalá Zamora.

Un escritor hacía hincapié, al tratar de este asunto, en la consigna de Frente Popular lanzada por el VII Congreso de la Komintern, 25 de julio de 1935, y recuerda como poco después se produjo la «maniobra, tramada en el extranjero» -a cargo de Strauss y Perro, dos judíos holandeses- en la que “picó” Alejandro Lerroux, y que dejó sin autoridad a la coalición “derechista” gubernamental. Según el autor de referencia, algo y aún mucho tiene que ver esa tramoya con la formación del Gobierno Portela, a cuya inspiración no es tampoco extraña la presencia de Churchill en Barcelona y Tánger «durante los días en que se decide Alcalá Zamora a dar su ‘golpe de Estado’ contra las derechas».

La Revolución iba madurando sus proyectos.

Pocos días después de la subida de Portela, el jefe de la CEDA imprecaba a los “derechistas” que apoyaban al flamante bierno, con estas palabras:

«¿No habéis visto lo trágico del momento actual? ¿No sabéis que ese grupo de centro que se trata de fundar en los Gobiernos civiles va a ser una tabla tendida entre nosotros y la revolución?... ¿Son acaso medidas de protección de las derechas entregar Cataluña a Cambó, autorizar la publicación de los periódicos revolucionarios y repartiros entre vosotros los Gobiernos civiles?».

Pero el propio Gil Robles que tan claramente, al parecer, veía en el Gobierno Portela un puente tendido hacia la Revolución, entendía que su vuelta al Poder, de la que estaba muy seguro, según decía, había de basarse en «el mandato de una democracia triunfante», en unos «poderes que nacen del pueblo», como si las elecciones que se barruntaban ya entonces como muy próximas, no hubieran de ser obra de la Revolución y a su específico servicio.

¿O es que, acaso, la presencia de Portela en la jefatura del Gobierno significaba algo distinto?

El ultimátum de la CEDA a sus antiguos aliados, negándoles su participación en una coalición electoral “derechista” si antes no se retiraban del Gobierno, provocó, en parte al menos, la caída de Portela y su inmediato nombramiento para constituir un Gabinete de amigos más íntimos. El 30 de diciembre, con el Decreto de disolución en el bolsillo, el antiguo masón se disponía a abrir el camino a las extremas izquierdas.

Era inútil -o debía de haberlo sido- que El Debate explicara a sus lectores que el «1936 se anuncia desde ahora como el año del triunfo contrarrevolucionario». Por lo visto, la convicción democrática de la CEDA era muy superior a las realidades vistas y oídas.

Los que sabían exactamente a donde iban, eran las izquierdas. «La próxima etapa izquierdista -explicaba Rovira y Virgili en La Humanitat- no ha de ser de dos años o de cuatro. Ha de ser una etapa larga y gradual, siempre ascendente, en la cual cada paso adelante sea inmediatamente consolidado y no quede expuesto a las contraofensivas revolucionarias».

Las elecciones del 16 de febrero y la actuación inmediatamente posterior de Portela confirmarían en todas sus partes las esperanzas, por no decir la casi seguridad del extremismo izquierdista.

El camino abierto el 12 de abril de 1931 y consolidado pacíficamente dos días después, lograba ese 16 de febrero su consagración efectiva en una marcha sin freno y sin restricciones hacia el comunismo.

¿Cómo fué posible que las “derechas” malgastaran su dinero, su propaganda y las mismas energías populares en unas elecciones que habían de saber de antemano irremisiblemente perdidas?

En el VII Congreso de la Internacional Socialista, celebrado en la primera quincena de julio de 1936 en Londres, el secretario general de la U.G.T. y presidente del Partido Socialista Español, Francisco Largo Caballero, increpaba a los dirigentes moderados de la Internacional, que pedían cuentas a la delegación española por los sucesos de octubre de 1934, con una lógica - desde el punto de vista marxista - explicación:

«Con el movimiento de octubre - decía Largo Caballero - cumplimos mandatos de esta Internacional, ya que constantemente venía reclamando de sus secciones que lucharan contra el Fascismo y la guerra. Nosotros lo hemos hecho con las armas en la mano, en la calle, porque al Fascismo no se le vence con verbalismos, con revoluciones platónicas, con manifiestos, con la acción parlamentaria, sino con la acción revolucionaria de las masas».

No eran necesarias estas palabras del jefe marxista español para saber el “respeto” que merece a la Revolución, la voluntad del “pueblo soberano” y el Parlamento. Los revolucionarios habían acudido a los comicios del 16 de febrero, como antes a los del 12 de abril de 1931, sabiendo de antemano que existía una complicidad, más o menos acusada, en las alturas, con sus propios designios. El 6 de octubre de 1934 se lanzaron a la revuelta armada porque sabían que una “acción parlamentaria” propia no podía tener efectos favorables de un modo inmediato. Todo eso, además de los marxistas y de sus aliados, no podían desconocerlo ni olvidarlo quienes se llamaban jefes “derechistas”, aunque algunos de ellos se acercaban cada vez más a la nomenclatura centrista muy al estilo parlamentario francés.

Pero, Largo Caballero hizo algo más en Londres. Convencido de la pujanza de sus huestes, y del apoyo internacional, el marxismo español trataba de quemar etapas, a pesar de que el nuevo Parlamento era mucho más manejable que el anterior. «No os extrañe -decía Largo Caballero a los miembros de la Internacional- que cualquier día vuelva el proletariado español a coger las armas, si así lo exige la defensa de los intereses, de sus libertades y de sus derechos».

Posiblemente a Indalecio Prieto, menos contundente que su “correligionario”, no le gustó demasiado la posición violenta de la delegación de su partido en Londres. Pero, pocos días más tarde, Calvo Sotelo, traidoramente arrancado de su domicilio, caía asesinado. La Revolución iniciaba su etapa cruenta.

Hasta qué punto la masonería coadyuvaba a la tesis de Largo Caballero?

Resulta claro que las dos grandes obediencias masónicas habían colocado estratégicamente sus elementos para apoyar, y a ser posible encauzar, el levantamiento revolucionario.

«Gracias a la previsión de los masones -reconocía meses después la masonería-, una gran parte de los mandos de la Guardia Civil y de Asalto estaban en manos de verdaderos republicanos al estallar la sublevación. Masones eran los que consiguieron que la mayor parte de nuestra Marina de guerra, se pusiera de parte del pueblo, desarmando a los jefes facciosos...; masones son también en gran mayoría los que en la Prensa, en la Tribuna d ante el micrófono mantienen el fuego sagrado de la causa; masones los que dirigen la victoria desde la retaguardia, masones los que en el extranjero luchan...» etc.

Sin embargo, es posible que una importante minoría masónica temiera, por motivos personales o por otras consideraciones los efectos de la revolución que se anunciaba y tratara de oponerse a la táctica marxista. Si a ello se une la persistente maniobra de infiltración en los cuadros contrarrevolucionarios, podremos entender algunos hechos ocurridos alrededor del 18 de julio, que nos limitaremos, casi, a citar:

1) Según cuenta Comín Colomer en su Historia Secreta de la Segunda República, refiriéndose al “accidente” que costó la vida al general Sanjurjo, «junto al general no faltaron personas ‘sospechosas’ y hasta algún masón, además de Joaquín Moral».

2) Comentando la interpelación hecha por Gil Robles al Gobierno, el 16 de julio, decía, una información:

«Era difícil para la oposición contestar la requisitoria del señor Gil Robles, porque no podía poner en duda sus afirmaciones. Y menos podía hacerlo porque los dos partidos “burgueses” que forman parte del Frente Popular, la Izquierda Republicana y la Unión Republicana, se han dirigido oficialmente, hace unos días, al Gobierno del señor Casares Quiroga, para pedirle que mantenga el orden en el país y que actúe contra la anarquía que va en aumento».

3) Días más tarde, refiriéndose al Alzamiento Nacional, podía leerse:

«¿Cuál ha sido la reacción del Gobierno? Su contraofensiva había sido, no hay duda alguna, preparada con anterioridad. Estaba, en efecto, perfectamente al corriente de la preparación de un movimiento militar... Una crisis ministerial se ha abierto ayer por la mañana en Madrid y el señor Giral reemplaza al señor Casares Quiroga al frente del Gobierno. Esta crisis ministerial, sobrevenida a las cuatro de la madrugada, es por otra parte bastante misteriosa... Azaña... hacía una suprema tentativa para hacerse suya a la burguesía».

4) Con anterioridad, las dos potencias masónicas: Martínez Barrios y Augusto Barcia, habían ensayado «en plan de último recurso» -es frase de Comín Colomer- un Gobierno carente de respaldo oficial cuyo cometido, en extremo laborioso, duró sólo unas hora. «Fracasando los esfuerzos y llamamientos de Martínez Barrios y Barcia a la cordialidad y arreglo pacífico de toda clase de diferencias», Azaña -grado 3º de la secta- dió paso al “ensayo” Giral.

Nada más queremos añadir por hoy. Tratábamos de señalar algunos acontecimientos significativos desarrollados alrededor del 18 de julio de 1936, en el presente mes en que conmemoramos el vigésimo aniversario del Alzamiento Nacional. Una vez más, por la misericordia de Dios, el pueblo español supo hacer frente a las maniobras de la masonería y del izquierdismo, en general, y a los errores y debilidades de los jefes “derechistas”, lanzándose a una nueva guerra de Reconquista que la Iglesia bendijo y la calificó de Cruzada.

Pero, ¿sabremos todos entender aquella lección y aprovecharnos de tan trágica experiencia?

José-Oriol Cuffí Canadell

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El corrector del Sínodo

Aún no se había clausurado el pasado sínodo de los obispos cuando W. Kasper ya lo estaba corrigiendo.

 

Aunque el sínodo ratificó la negativa a dar la sagrada comunión a los “divorciados vueltos a casar”, el cardenal Kasper trató de nuevo el asunto diciendo: «Todo obispo de cualquier país de Occidente sabe que éste es un grave problema (...) Todo pastor conoce casos en que sería oportuno hallar soluciones, y el mismo Papa, durante sus vacaciones en el valle de Aosta, invitó a reflexionar sobre tales cosas. Ésta es también mi postura» (Corriere della Sera, 25-X-2005; cf. asimismo Libero, 25-X-2005).

 

«Todo obispo (...) sabe que éste es un grave problema». Pero todo obispo sabe también que dicho “grave problema” ya lo resolvió Nuestro Señor Jesucristo (algo que ni siquiera el super-corrector del sínodo debería ignorar): «El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11). Ahora bien, mientras perdure el adulterio, sin arrepentimiento ni reparación tampoco del escándalo que se da, ninguno de los dos puede acercarse a la santa comunión, que es un sacramento de “vivos”, no de “muertos”; es decir: ha de recibirse en estado de gracia, no en pecado mortal.

 

Así que, dado que el “grave problema” ya lo resolvió Nuestro Señor Jesucristo, ninguno de sus ministros, así como tampoco su Vicario en la tierra, tiene autoridad para resolverlo de otra manera. Pero el card. Kasper tergiversa la invitación que el pontífice actual había hecho sobre el asunto en cuestión en el valle de Aosta, la cual se dejó caer en el sínodo.

 

El Papa neo-electo habla dicho lo siguiente en aquella ocasión, cuando habló a los periodistas:  «particularmente dolorosa es la situación de cuantos se casaron por la Iglesia, mas no eran verdaderamente creyentes, sino que lo hicieron por tradición, y al hallarse en un nuevo matrimonio no válido [o sea, en concubinato, dicho sin eufemismos] se convierten, encuentran la fe [¿una “fe” sin obras?], aunque se ven excluidos del sacramento, lo cual entraña, en verdad, un gran sufrimiento. Cuando yo era prefecto de la congregación para la doctrina de la fe invité a varias conferencias episcopales y especialistas a estudiar este problema: un sacramento celebrado sin fe. No me atrevo a decir que realmente se dé aquí un motivo de invalidez por carecer el sacramento de una dimensión fundamental. Yo, personalmente, así lo creía; pero las discusiones que mantuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil, y que requiere se siga ahondando en su estudio; habida cuenta del sufrimiento que padecen tales personas, es imperativo que así se haga» (v. Il blog, de Sandro Magister, 9 de agosto del 2005).

 

En realidad, poco hay que ahondar al respecto: el problema de “un sacramento celebrado sin fe” se estudió y resolvió en la Iglesia hace ya mucho tiempo.

 

Los novios son ministros y recipiendarios del sacramento, esto es, se lo dan el uno al otro y lo reciben el uno del otro; de ahí que:

 

a) Su fe no sea necesaria, en cuanto ministros, para la validez del sacramento, igual que no lo es para los ministros de los demás sacramentos, a los cuales no se les exige, (es de fe), puesto que son instrumentos de Cristo, ni el estado de gracia, ni la fe (v. S. Th. III, q. 64, a. 9).

 

b) Que se exija sólo por parte de los novios (ex opere operantis, por parte de la actividad subjetiva del receptor), en cuanto receptores del sacramento, que no pongan obstáculo a la gracia de éste (dado que el sacramento actúa ex opere operato, es decir, por la colación objetiva de él). Los sacramentos «gratiam ipsam non ponentibus obicem conferunt» (confieren la gracia misma a quienes no ponen óbice) (Conc. Trid., sesión 7, canon 6); y dicho óbice, dicho obstáculo, «estriba en la conservación deliberada, de sentimientos de incredulidad e impenitencia» (Bartmann, Teologia Dogmatica, vol. 3, p. 30, ed. Paoline, 1949). 

Así, pues, se exige para la validez del matrimonio (cuando no se den impedimentos dirimentes y se tenga intención de recibir el sacramento) no una fe viva, ardiente, sino que basta con una fe que se mantenga como el rescoldo bajo la ceniza, lo que ocurre casi siempre en el caso de quien se casa “por tradición”, o “por adhesión mecánica a la tradición”, según se oyó decir en el sínodo (como si se estuviera hablando de robots, no de seres humanos; v.La Repubblica, 7-X-2005). El hecho es que quien se casa “por tradición” podrá tener una fe tibia, muy tibia, casi apagada, pero es impensable que conserve “deliberadamente” sentimientos de incredulidad. Y si debe considerarse inválido un matrimonio entre dos católicos sólo porque se celebra “por tradición”, ¿qué se deberá decir del matrimonio de un católico con un hereje, o un cismático, o un musulmán? No obstante, la Iglesia, aunque ha deplorado siempre tales matrimonios, los ha considerado válidos con tal que se hubiera proveído en ellos a la educación católica de la prole y no hubiera peligro de perversión para el cónyuge fiel.

Fuerza es reconocer que Benedicto XVI, aunque la prudencia habría aconsejado que no exteriorizara las “dificultades” con que tropezaba, infundadas por demás, en materia tan grave, se expresó, sin embargo, de una manera mucha más cauta y humilde que Kasper: «No me atrevo a decir que se dé aquí realmente un motivo de invalidez (...) las discusiones que mantuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil». Kasper, por el contrario, pisó el acelerador sin miramientos y habló de «casos en que seria oportuno hallar soluciones». ¿Contra la ley de Cristo? ¿Contra el magisterio perenne de la Iglesia?

No nos pronunciamos sobre las intenciones de nadie, pero lo que se hizo al obrar así fue encender una mecha bajo un gran número de matrimonios celebrados en países de antigua tradición católica, como Italia, España, etc.

Se trata de una “mecha” sin ningún fundamento teológico, ya lo hemos visto, pero que no contribuirá, ciertamente, a poner un dique a la crisis de la familia, que se vuelve más grave cada día que pasa incluso en dichas naciones de mayoría católica.

Una vez llegados a este punto, hemos de precisar que el “grave problema” que se da en la Iglesia no es lo que se sigue negando a los “divorciados vueltos a casar”, sino lo que les ha concedido una “pastoral” falta de juicio, que los embauca al hacerles creer que son católicos como todos los demás, mientras que, por el contrario, son, objetivamente, pecadores públicos; que guarda silencio sobre la gravedad de su estado y sobre el deber que les corre de reparar el escándalo que dieron y siguen dando, y que los llama incluso a colaborar en las parroquias como animadores y lectores de las funciones litúrgicas y hasta como catequistas (!).


Claro está que, embaucados y engañados de esta manera tocante al estado real de sus pobres almas ante Dios y la comunidad cristiana, los “divorciados vueltos a casar” reputan por un sinsentido, por una prohibición irracional y arbitraria, la negación de sola la comunión eucarística.

 

Tenemos sobre esto la arrogante intervención de un célebre personaje del mundo del espectáculo, que se declara “católico y divorciado”. Habla de “neoinquisición” y de “discriminación” a propósito de la prohibición de comulgar; más aún, de “división bárbara entre buenos y malos”. «La Iglesia –dice- debe ser un refugio para los pecadores también: cuando el hijo pródigo vuelve a casa el padre sacrifica el carnero cebado». Así es: cuando vuelve a casa...; pero él no ha vuelto a ella jamás, sino que, por el contrario, se ha alejado cada vez más de “casa” mariposeando de una “compañera” en otra. Ahora bien, la Iglesia no está “también” para los pecadores, sino que está precisamente para ellos; pero para liberarlos del pecado y de la condenación eterna, no para animarlos a apoltronarse al borde del infierno, donde la muerte podría precipitarlos para siempre de un momento a otro. Son verdades elementales. ¿Quién las borró de la conciencia de este “católico y divorciado” sino una “pastoral” que hiede a azufre?

 

Marcus

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¿MUSULMANES Y JUDÍOS CREEN EN EL “DIOS ÚNICO” DE LOS CRISTIANOS?-

Si lo dice hasta el Papa... Pero el sensus fidei no puede aceptarlo

La enésima declaración ecuménica

La enésima y vinculante declaración oficial sobre la fraternidad ecuménica que la Prima Sedes se obstina en promover, desde hace unos cuarenta años, entre las denominadas "tres grandes reli­giones monoteístas" (a las que pone en el mismo plano, como era de esperar), se verificó el 16 de marzo pasado. L'Osservatore Romano del día siguiente, 17 de marzo, consagró la pág. 5 a re­producirla en su tenor literal, y la dotó de una traducción italiana. El original figura en len­gua inglesa, puesto que se trataba del saludo que dirigió el Santo Padre a una de las muchas de­legaciones hebreas que hace ya años que acuden al Vaticano en visita oficial con cierta frecuen­cia. En el caso en cuestión, era una delegación del American Jewish Committee. El pasaje que más llamó nuestra atención es el siguiente, que tomamos de la versión italiana susodicha:

"Judaísmo, cristianismo e islam creen en el Dios único, creador del cielo y la tierra; de ahí que las tres religiones monoteístas estén llamadas a cooperar por el bien común de la humanidad, sirviendo la causa de la justicia y de la paz en el mundo".

¿Qué dice al respecto el sensus fidel del creyente de a pie?

¿Conque nosotros, los católicos, creemos en el "Dios único, creador del cielo y la tierra" en que creen moros y judíos? ¿Y ellos, por su parte, creen en el "Dios único" en que creemos noso­tros?

¿De veras tenemos la misma fe en el Dios único?

Este periódico ya refutó en el pasado tamañas afirmaciones, objetivamente lesivas del dogma de la fe, cuya base "doctrinal" la constituye la celebérrima declaración conciliar Nostra Aetate, del 28 de octubre de 1965, sobre la relación de la Iglesia con las religiones acristianas, uno de los textos más ambiguos del Vaticano II, hecho un zaque de errores (1). Querríamos proponer a nuestros lectores, en la misma línea de nuestras intervenciones pasadas, una serie de considera­ciones sencillas y lineales, comenzando por el judaísmo.

Los judíos no creen en el "dios único" en que creen los cristianos

¿Creen los judíos "en el Dios único" en que creemos nosotros? Si eso es verdad, ¿por qué nie­gan la Sma. Trinidad y consideran que dicho dogma no es otra cosa que una horrenda blasfemia? ¿Y por qué rechazaron y siguen rechazando a Ntro. Señor, la segunda persona de la Sma. Trinidad, cuya divinidad la repudian como si se tratara de otra horrenda blasfemia? En el Talmud, que co­difica todavía hoy las creencias del judaísmo posterior a Cristo, a Ntro. Señor se le moteja abiertamente de mago, blasfemo y pseudo profeta (*). Son los mismos cargos falsos que le imputa­ron los fariseos, y que nunca han rechazado los judíos. A los cristianos se les considera herejes del judaísmo, malditos y condenados (**). Y tampoco faltan graves ofensas a la Sma. Virgen. Los judíos creían, es verdad, en el "Dios único, creador del cielo y la tierra", pero antes de Cristo. Al repudiar a Éste la mayoría de ellos, seducida por sus jefes, se excluyeron del cum­plimiento final y fundamental de la revelación, que se cerró con la muerte del último Apóstol, según ha enseñado siempre la Iglesia.

Con ese terrible rechazo es como si hubieran apostatado de la ley y los profetas, o sea, de la religión de sus padres. La revelación nos demuestra que el Dios verdadero es uno y trino: "Fides catholica haec est, ut unum Deum in Trinitate et Trinita­tem in Unitate veneremur" ("La fe católica es ésta, que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad"; Denz. 39); "Confitemur et credimus sanctam et ineffabilem Trini­tatem, Patrem et Filium et Spiritum Sanctum, unum Deum naturaliter esse unius substantiae, unius naturae, unius quoque maiestatis atque virtutis. Et Patrem quidem non genitum, non creatum sed ingenitum profitemur: Filium quoque de substantia Patris sine initio ante saecula natum, nec tamen factum esse fatemur: quia nec Pater sine Filio, nec Filius aliquando exsistit sine Pa­tre [...] Spiritum quoque Sanctum, qui est tertia in Trinitate persona, unum atque aequalem cum Deo Patre et Filio credimus esse Deum, unius substantiae, unius quoque esse naturae; non tamen genitum vel creatum, sed ab utrisque procedentem, amborum esse Spiritum" ("Confesamos y creemos que la santa e inefable Trinidad, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, es naturalmente un so­lo Dios de una sola sustancia, de una naturaleza y también de una sola majestad y virtud. Y confesamos que el Padre no es engendrado ni creado, sino ingénito [...] Confesamos asimismo que el Hijo nació de la sustancia del Padre sin principio antes de los siglos, y que, sin embargo, no fue hecho; porque ni el Padre existió jamás sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre [...] Tam­bién creemos que el Espíritu Santo, que es la tercera persona en la Trinidad, es un solo Dios e igual con Dios Padre e Hijo; no, sin embargo, engendrado o creado, sino que procediendo de uno y otro, es el Espíritu de ambos"; Denz, 275-277: se trata del concilio toledano del 7 de noviem­bre del 675).

El día en que crucificaron a Ntro. Señor el velo se desgarró en los penetrales del templo "de arriba abajo en dos partes" (Mt 27, 51), y desde aquel momento el rito hebreo cesó de constituir el culto que se tributaba en honor del Dios verdadero, a cuyo Hijo, Dios verdadero de Dios ver­dadero, consustancial con el Padre, que se había encarnado para la salvación de los hombres (verdadero Dios y verdadero hombre, por tanto), precisamente las autoridades judías habían hecho que los romanos lo condenaran a muerte como a un malhechor, al cabo de un proceso ilegal del cual sólo una minoría se había disociado (Lc 23, 50). Un velo denso nubla hasta hoy la vista de los judíos, el cual se levantará sólo cuando le plazca a Ntro. Señor. "Pero sus entendimientos estaban embotados, y hasta hoy existe el mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento sin desvelarse, porque sólo en Cristo desaparece" (II Cor 3, 1.4-16). Y la conversión del pueblo hebreo a Cristo sucederá en los últimos tiempos, según la interpretación tradicional de Rom 11, 26 (***).

Así las cosas, ¿cómo se puede afirmar que los judíos "creen en el Dios único" en el que cree­mos los católicos y que ellos adoran al "Dios único" que adoramos nosotros? Esta afirmación se­ría verdadera si se hubiesen convertido al cristianismo, cosa que, todos los sabernos, no ha sucedido hasta ahora. Y no sólo no ha sucedido sino que, según la jerarquía actual, ni siquiera debe suceder, visto que, en la práctica, dicha jerarquía ha vedado el "proselitismo" a su respecto. Y así parece que se ha secado por completo aquel sutil reguerito de conversiones espontáneas al cristianismo que a lo largo de los siglos no había dejado nunca de manar del lado de los judíos (una de las últimas y más famosas, que se verificó hace unos sesenta años, fue la del rabino de la comunidad judía romana, Eugenio Zolli, profundo conocedor de los textos bíblicos). ¿De ese modo coopera la jerarquía católica actual a la conversión de Israel? ¿Prohibiendo el "proselitis­mo" en nombre del "diálogo" y dejando así que Israel continúe endureciéndose en su pernicioso error? "Pero ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?" (Rom 10, 14). Y qué destino final es el que le espera a aquellos que no quieren predicar ya nos lo recuerda la propia revelación. "Si diciendo Yo al im­pío: Morirás sin remedio, tú no se lo intimas, ni le hablas, a fin de que se retraiga de su im­pío proceder y viva, aquel impío morirá en su pecado; pero Yo te pediré a ti cuenta de su san­gre" (Ez 3, 18).

Ni tampoco los moros

Lo mismo debe decirse de los seguidores de Mahoma, visto que la entidad que, al decir de ellos, gratificó a Mahoma con sus revelaciones no puede ser ni por pienso "el Dios único" en el que creen los cristianos, no puede ser en modo alguno el Dios verdadero: lo impide el principio mismo de no contradicción.

En efecto, Mahoma, que vivió unos seis siglos después de Cristo, Mahoma, decíamos, sostuvo que Dios se valió del arcángel Gabriel para efectuar una serie de revelaciones con base en las cua­les estamos obligados a profesar las siguientes "verdades reveladas":

1) Jesús, "hijo de María", a la que se llama erróneamente "hermana de Aarón" (se trata de la profetisa hermana de Moisés, que vivió unos trece siglos antes de la era cristiana), no es el Hijo de Dios, sino un mero hombre, que ha de considerarse un profeta del islam porque, al pare­cer, anunció la venida de Mahoma en lugar de la del Espíritu Santo. Tal anuncio, no se sabe por qué, lo ocultaron sus discípulos, al decir de la morisma. Se infiere de dicha ocultación que los evangelios son textos falsificados que los moros se deben guardar de leer. Y son falsos asimis­mo porque presentan a Jesús como Hijo de Dios. Cargos similares se imputan también a los judíos, cuyos libros los islamitas no deben leer. Ellos también, a lo que parece, silenciaron la predi­cación relativa a la venida de Mahoma y divinizaron, además, al sacerdote Esdrás: "Los judíos dicen: “Uzayr es el hijo de Dios”. Y los cristianos dicen: “El Ungido es el hijo de Dios”. Eso es lo que dicen de palabra. Remedan lo que ya antes habían dicho los infieles. ¡Que Dios los maldiga! ¡Cómo pueden ser tan desviados!" (Cor 9, 30) (2).

2) Así que Jesús, "hijo de María", es un hombre dotado por Dios de poderes excepcionales, pero no es en absoluto el Hijo de Dios, no tiene naturaleza divina. Creerlo constituye una grave blasfemia que merece la muerte. No murió en la cruz; había otro en su puesto o una semejanza su­ya (es la herejía docetista, asumida por los agarenos). Fue asunto al cielo y volverá el día del Juicio para testimoniar contra los cristianos inmediatamente antes de morir (pues éstos lo repu­tan por Hijo de Dios, por lo que irán a la perdición eterna: las penas infernales son eternas sólo para los no musulmanes; también en el Talmud son eternas para los no judíos).

3) El dogma de la Sma. Trinidad es una horrenda blasfemia, igual que para los hebreos. Se nos enseña que la Sma. Trinidad se compone de "Dios, Jesús y María". ¡Claro que sí! ¿Qué María? La madre de Jesús, a quien, sin embargo, se la llama al mismo tiempo "la hermana de Aarón": "¡Gen­te de la Escritura! [...] ¡No digáis “Tres”! ¡Basta ya! Será mejor para vosotros. Dios es sólo un Dios Uno. ¡Gloria a Él! ¡Tener un hijo... !” (Corán 4, 171). "Y cuando dijo Dios: “¡Jesús, hijo de María! ¿Eres tú quien ha dicho a los hombres: “¡Tomadnos a mí y a mi madre como a dioses, además de tomar a Dios!”? Dijo: “Gloria a Ti! ¿Cómo voy a decir algo que no tengo por verdad?” (...)" (Corán 5, 116).

También fue el arcángel Gabriel quien, en opinión de la morisma, dictó a Mahoma su famosa azora antitrinitaria, que parece concebida justamente en antítesis con el dogma que nos manifiesta la auténtica naturaleza del Dios verdadero, Uno y Trino:

1 “Di: “Él es Dios, Uno,

2 Dios, el Eterno.

3 No ha engendrado, ni ha sido engendrado.

4 No tiene par”".

A esta azora, la número 112, se la denomina "La fe pura". Nos hace ver cuál es el culto que, con toda sinceridad, debe rendir la morisma a quien se le presenta como el Dios único y verdade­ro. Nos evidencia con claridad meridiana que lo que los moros entienden por este concepto es ab­solutamente incompatible con lo que entendemos nosotros, los cristianos. ¿Cómo se puede decir, entonces, que creen, igual que nosotros, en el "Dios único"? ¿Qué tenemos, pues, en común con su fe en el "Dios único"?

Esta azora se inicia con la expresión "Di", que se halla asimismo en otras azoras: se trata del mandamiento que, según se dice, le dio el arcángel Gabriel a Mahoma de referir lo que iba a conocer gracias al mismo Gabriel.

Esto nos enseña que, al decir de los agarenos, el arcángel Gabriel comunicó una "revelación" que dice todo lo contrario de cuanto hay en el evangelio. En efecto, la entidad que daba a conocer dicha "revelación" parece que nos hizo saber que "Jesús, hijo de María", no era el Me­sías, no era el Hijo de Dios, no murió en la cruz, no resucitó: que en su lugar murió otro que el hombre Jesús, precursor de Mahoma y de su monoteísmo antitrinitario, fue asumido a los cielos para volver en el último día a testimoniar contra los cristianos, culpables de creer en su natu­raleza divina; que la Sma. Trinidad se compone, para los cristianos, de Dios, Jesús y María, "hermana de Aarón" y "madre de Jesús": una construcción triteísta, pagana y blasfema, que, a los ojos de la morisma, pone a los cristianos en el mismo plano que a los politeístas.

Conque el arcángel Gabriel de los moros propala toda clase de herejías sobre las verdades del cristianismo: es arriano, docetista, antitrinitario y parece confundir mucho las cosas tocante a la historia sagrada. Más aún: acusa a los autores de ambos testamentos de ser unos impostores. ¿Puede tratarse entonces del mismo mensajero celestial que anunció a la Sma. Virgen la divina concepción del tan esperado Mesías, del Hijo de Dios? ¿Puede ser esta sombra el mismo arcángel, que se contradice tan burdamente al negar la naturaleza divina de aquel Salvador que él en per­sona le había anunciado a Ntra. Señota unos seis siglos antes? No puede. Y no lo puede porque un mensajero celestial es imposible que se contradiga. Y es imposible que se contradiga porque no puede contradecirse el que lo envió si éste fue el Dios verdadero. Y si se contradice, ense­ñando toda clase de doctrinas falsas y propalando mentiras sobre Cristo y su Iglesia, entonces es que no viene del Dios verdadero. Y si no viene del Dios verdadero, aunque pretenda hacerse pasar por un enviado de Éste, entonces es que no es un ángel, sino un enviado del "padre de la mentira".

¿Quién ayudará a los musulmanes a liberarse de sus tremendos errores y salvarse de la ira del Dios verdadero en el día del juicio si "no quiere ya predicar" quien ha recibido de Ntro. Señor la misión sobrenatural de convertir a los incrédulos? Y no sólo no quiere ya predicar, sino que induce sin más a error al descreído enemigo de Cristo y de su Iglesia al dejarle creer que su religión es verdadera, que rinde culto efectivamente al "Dios único, creador del cielo y de la tierra"? ¿Y quién ayudará a los católicos a mantener su fe, tan gravemente comprometida por pastores que han oscurecido en la práctica todas las verdades fundamentales por el mero he­cho de repetir obsesivamente que los católicos creen en el mismo Dios en el que creen las demás religiones? ¿Cómo pasmarse de que las profesiones de una "fe" semejante, que ofenden sobremanera al Dios verdadero, les preparen de hecho a muchos católicos el camino que lleva a la apostasía en vez de traer a Cristo a los demás, de que los induzcan a creer en las divinidades que adoran estos?

El sofisma de los novadores

Sabemos cómo responderían los novadores, dominantes hoy en la jerarquía, a estas sencillas y elementales observaciones nuestras, que se fundan en el sensus fidei y en el sentido común de los católicos: el monoteísmo, la fe en un Dios único, creador del mundo, es objetivamente el elemento común a las tres religiones, monoteístas a carta cabal; tan sólo cambia el modo de adorar al Dios único. Unidad, pues, en la fe en Dios, salva la pluralidad en el modo de adorar­lo, modo que a cada uno debe dejársele en libertad de mantener; una unidad en la pluralidad que ha de conservarse y mantenerse en aras de la causa de la paz (y de la democracia) en el mundo, así como del progreso de la humanidad en la tolerancia recíproca y en el "diálogo".

El sofisma nos parece manifiesto: el modo de adorar al Dios único es distinto en las tres re­ligiones, y distinta es también la concepción de la vida ética que se deriva de él, precisamente porque es diferente por completo, en cada una de ellas, la fe en el Dios único. Y la fe es dis­tinta porque distinta es la idea de la unidad de Dios que constituye el objeto de esta fe. Dis­tinta e inconciliable, en efecto, porque ningún compromiso cabe entre el monoteísmo rígidamente antitrinitario de moros y judíos y el monoteísmo trinitario de los cristianos. Y tampoco es co­rrecto, en nuestra modesta opinión, poner de hecho en el mismo plano (como hace la Iglesia "con­ciliar") el monoteísmo de los judíos (del Talmud) y el de los agarenos: el primero constituye el error de quien continúa entendiendo al revés el significado de una revelación que se dio, en efecto, y que comportó la elección de Israel como pueblo inicialmente elegido; el segundo, en cambio, no es más que el producto de elucubraciones humanas, ya fuesen inspiradas o no por "vi­siones" de procedencia incierta y tenebrosa; de ahí que se revele como absolutamente descarria­dora la cantinela, que se repite sin cesar, según la cual es justamente la fe en el "Dios único" la que constituye el elemento que tenemos en común con las otras dos religiones monoteístas. Lo que nos separa de ellas en realidad y ante todo es, precisamente, la fe en el Dios único, dado que las contraposiciones en el modo de concebir la naturaleza intrínseca del Dios único son ra­dicales e inconciliables, cosa esta de una claridad meridiana para quien haya mantenido dicha fe según la enseñanza tradicional de la Iglesia: lo que es absolutamente verdadero para los cris­tianos es completamente falso para moros y judíos, y viceversa. No se trata, por tanto, de modos diversos de adorar al Dios único, visto que ellos y nosotros concebimos de manera opuesta a ese "Dios único" al que se adora, por lo que no constituye el mismo Dios ni para ellos ni para noso­tros. La diversidad en el modo de adorar al Dios único no es un producto de la historia, sino de la fe deriva del modo en que se entiende la naturaleza intrínseca del Dios único, del modo en que se interpreta la revelación, es decir, dicha diversidad guarda una relación profunda con la fe, con lo que constituye el dogma en las respectivas religiones.

Falta toda perspectiva sobrenatural en el documento del vaticano

Es significativo el hecho de que mientras moros y judíos no han cambiado de hecho el modo de adorar a su Dios, la jerarquía católica, en cambio, ha modificado el nuestro profundamente con las innovaciones doctrinales y litúrgicas que conocemos bien, las cuales fueron promovidas por el Vaticano II y a las que se había concebido precisamente en función del "diálogo" con los cristianos disidentes (herejes y cismáticos) y las demás religiones; esto es: se las había concebido -por llamar a las cosas por su nombre- ni más ni menos que a tenor de un deísmo que constituye de suyo una grave desviación doctrinal y pastoral, porque deística es la idea de que en las tres religiones monoteístas se da una fe común en el Dios único, salvas las diferencias en aquello que antaño se llamaba el elemento positivo de las propias religiones, que lo integra cuanto hay de positum en ellas, es decir, lo consolidado en sus instituciones (ritos, ceremonias, creen­cias, costumbres...), todo lo cual se pretendía que había nacido exclusivamente de la historia y que estaba destinado, por ende, a desaparecer o a modificarse frente a la afirma­ción de la pura idea racional de Dios, que era, según parece, el contenido auténtico de la fe en cuestión, aunque a menudo se careciera de conciencia de ello. En esta óptica deísta, las tres religiones se reducían al cabo a una sola, una nueva superreligión caracterizada por una fe en una divinidad única y aligerada, por decirlo así, de todo elemento doctrinal y litúrgico específico, particular: la religión, a lo que parece, de un Dios depurado, por obra de la razón, no sólo de todo elemento factual, históricamente concreto, sino, además, de todo elemento auténticamente sobrenatural, de toda revelación autén­tica; o sea: la religión de un Dios reducido, en nombre de la tolerancia y del diálogo, a una mera idea puesta por la razón del hombre como garantía del "bien común de la humanidad", es de­cir, de la realización "de la justicia y de la paz en el mundo", como reza el documento vaticano susocitado.

Un "Dios único" concebido de tal suerte, al que se asimila en los hechos a una idea de la ra­zón, no es ya el Dios vivo. Su idea se pervierte: es herencia de un postulado kantiano de la ra­zón práctica, que el hombre siente la necesidad de afirmar para justificar el hecho de conferir­le a su vida fines exclusivamente terrenales, constituidos por el "bien común" en el sentido "de la paz y la justicia en el mundo"; una fórmula que, todos lo sabemos, expresa de manera concisa el mito político de la democracia universal, que ha de procurarse en la nivelación y en la masi­ficación de todos los pueblos bajo un gobierno único mundial, político y "religioso". Este "Dios único" así concebido (y éste es hoy el modo en el que se tiende a concebirlo cada vez más en el ámbito católico), este "Dios único", decíamos, cuadra, pues, perfectamente con la idea de los deístas, ya sean masones o racionalistas.

Pero esta idea de Dios no es la del Dios verdadero, y eso creemos que contribuye a explicar por qué la presencia de lo sobrenatural casi ha desaparecido de la pastoral actual de la jerarquía católica, o, para ser más precisos, lo que casi ha desaparecido es la presencia del fin sobrena­tural, que es precisamente el de la Iglesia, para el cual la fundó Ntro. Señor. Y este fin, que muchos parecen haber olvidado, lo constituye la conversión de las almas a Cristo con la predicación y el ejemplo para hacerles obtener la vida eterna. Lo demás no cuenta, y aunque contara se­ria secundario de todos modos. ¿Qué me aprovecharía la "paz en el mundo" si luego, al final de mis días, me hallo condenado por toda la eternidad por haber vivido mal, como pecador que no se enmendó ni arrepintió? ¿Para qué existe la Iglesia? ¿Para procurarme la paz en el mundo y la justicia social, bienes de naturaleza siempre política, frágiles y caducos cuales no hay otros porque se reducen siempre a ser la paz del mundo y la justicia del mundo, cuya consecución no figura en modo alguno entre los objetivos institucionales de la Iglesia? ¿O bien existe la Igle­sia para procurar la salvación eterna de mi alma con la obra asidua y constante de su predicación, de su ejemplo, de aquel cuidado pastoral y doctrinal, orientado rigurosamente al plano re­ligioso y moral, que me exhorta y conforta de continuo, pero que también me advierte, conjurán­dome a que no me abandone jamás a mis instintos y a mis limitadas luces, casi siempre víctimas de falsas apariencias, sino a que observe hasta el fin, solicitando cada día la ayuda de la gracia, los mandamientos de Ntro. Señor?

Además, ¿de qué "paz" se habla en el documento vaticanista? ¿Del bien de la paz que garantiza la prosperidad de una sociedad realmente cristiana, fundada en la religión, en la familia, en el sentido del deber y de la patria, en el espíritu de disciplina y laboriosidad? ¿O bien de la "paz" de una sociedad cada vez más anticristiana, en la cual prosperan protervamente todos los vicios, dominada cada vez más por toda clase de irracionalismos, irreligiosidades, ateísmos, hedonismos, la paz de Sodoma y Gomorra impenitentes, que la ira divina anonadó con toda justicia? ¿No debería aclarar el Papa qué se debe entender de hecho por la "causa de la paz", que es un modo de hablar profano, particularmente caro a la mitología laicista y progresista ("la causa de la paz y del progreso de la humanidad")? Pero, sobre todo, ¿no debería volver a proponer a la santa Iglesia su auténtico cometido, en el ejercicio de su auténtica finalidad, que es la sobre­natural de ganar para Cristo a los pueblos y los individuos (Mt 28, 19), sin preocuparse del odio del mundo, sino abandonándose por entero a la Providencia?

Canonicus

Notas:

(1) V. si si no no (edición italiana): 15 de octubre de 1990, pp. 1 ss.: Non abbiamo lo stesso Dio degli Ebrei (No tenemos el mismo Dios que los judíos); 15 de junio de 1991, pp. 1 ss.: Perché non abbiamo lo stesso Dio degli Ebrei (Por qué no tenemos el mismo Dios que los ju­díos); julio de 1999, pp. 1 ss.: Il tradimento ecumenico/L'Islam e il Cristianesimo (La trai­ción ecuménica: el islam y el cristianismo); 15 de septiembre del 2002, pp. 2 ss.: Sinossi de­gli errori imputati al Vaticano II/ L'erronea e fuorviante rappresentazione delle religioni non cristiane (Sinopsis de los errores imputados al Vaticano II/ La errónea y descarriadora repre­sentación de las religiones acristianas).

(2) El Corán, versión española de Julio Cortés, Editorial Herder: Barcelona, 1999, pág. 245 (edición bilingüe). La expresión "¡Que Dios los maldiga!" reza, traducida literalmente: "¡Que Dios combata contra ellos!"; constituye, como se ve, una fórmula de maldición. A propósito de la tan presunta cuanto inexistente divinización de Esdrás, recuerda Bonelli (traductor italiano del Alcorán) que no hay rastro de ella en la literatura hebrea post-bíblica (igual que no lo hay en la Sagrada Biblia, como es natural): "Tal vez se trate de un motivo polémico que Mahoma podría haber recibido de los samaritanos, junto con otros préstamos que, al decir de algunos, influye­ron mucho en la formación del sistema religioso de Mahoma" (Il Corano, versión italiana de Bonelli, reimpresión en Hoepli: Milán, 1983, p. 167). Todos los pasajes coránicos citados en el tex­to provienen de la versión de Julio Cortés.

Notas del traductor:

(*) He aquí un texto talmúdico sobre el Señor: "La víspera de la Pascua colgaron a Jesús y el heraldo estuvo ante él durante cuarenta días, diciendo: va a ser lapidado, porque practicó la brujería y la seducción y conducía a Israel por el mal camino. Todo el que pueda decir algo en su defensa, que venga y lo defienda. Pero no hubo nada que pudiera esgrimirse en defensa suya, y lo colgaron la víspera de Pascua" (Sanhedrín 43 a, baraita; se trata de un tratado de la Gema­rá, no del texto homónimo de la Misná): texto citado por Moisés Orfali, catedrático de Historia del Pueblo de Israel en la universidad de Bar-flan, Ramat-Gan (Israel), en su obra "Talmud y Cristianismo", Riopiedras Ediciones: Barcelona, 1998, pp. 53-54).

(**) Dice Moisés Orfali: "Alrededor del año 90, el Sínodo Judío de Yavne sancionó la ruptura al prohibir a los judíos de la diáspora griega que leyeran la Biblia en la versión de los Setenta o Septuaginta que los cristianos utilizaban para sus fines catecumenales, litúrgicos y misioneros. Es muy probable (...) que también date de ese período la excomunión que dictó el judaísmo contra los judeo-cristianos que insistían en seguir concurriendo a la sinagoga. (...) el Sanhedrín de Yavne reglamentaba las relaciones de los judíos con los minim [herejes] y los nazarenos: “Que no haya esperanza para los apóstatas, y arranca de golpe el reino de la insolencia, ya en nues­tros días. Que perezcan en un instante los nazarenos y los minim, que sean borrados del libro de la vida y que no sean contados entre los justos. Bendito seas, Señor, que humillas al insolen­te”. La referencia a los nazarenos se halla solamente en la recensión manuscrita de los fragmen­tos de la Guenizá de El Cairo" (Orfali, op. cit., pp. 36 y 46). El texto de Yavne se denomina "birkat ha minim", es decir, "la bendición de los herejes" (!), aunque, como se ve, constituye una maldición pronunciada contra los herejes en general y contra una clase particular de éstos: los cristianos; se echa de ver enseguida el gran cariño, todo ecumenista, que nos profesan "nuestros hermanos mayores en la fe" ...

(***) Sobre el efecto absoluto o universal de la conversión de los judíos al fin de los tiempos, nos parece interesante reproducir unos pasajes del "Diccionario Enciclopédico de Teología" de Bergier:

"VII. De la conversión futura de los judíos. La última cuestión es sobre si está anunciado por los autores sagrados que todos los judíos deben convertirse al fin del mundo: esta es una opi­nión bastante común entre los comentadores modernos, que no disgustó a los judíos. Este dictá­men, dicen, de los doctores cristianos, viene sin duda de que conocieron que las antiguas pro­fecías que anuncian que todos los judíos se reunirán al Mesías, cuando se verifique su venida, no se cumplieron cuando vino Jesucristo: así, pues, es un subterfugio que encontraron para atacar las esperanzas de los judíos, y para evadir las consecuencias que se siguen evidentemente de estas mismas profecías: Amica collat., pág. 133.

Es verdad que San Pablo en la Epist. a los Rom., cap. 11, v. 25 y siguientes, manifiesta que espera la conversión de los judíos, fundándose en una predicción de Isaías que dice que vendrá un redentor para Sión y los de Jacob, quienes vuelven de sus prevaricaciones, cap. 59, v. 20. Estas últimas palabras ponen una especie de restricción a la promesa de Dios, que impide poder extenderla a todos los judíos.

San Pablo no da tampoco más extensión a su profecía. 1º Dice que si los judíos no perseveran en la incredulidad, volverán a su antiguo tronco, y que Dios es bastante poderoso para ingerir­los de nuevo: luego cuando añade que entonces se salvará todo Israel, es lo mismo que si dijera, con tal que no persevere en la incredulidad. 2º Advierte a los gentiles que no se envanezcan por su vocación, sino que mas bien teman: que si Dios reprobó una parte de los judíos, a pesar de sus promesas, puede también permitir que los gentiles vuelvan a caer en su incredulidad, a pesar de su vocación: luego la conversión futura de los judíos es condicional como la perseverancia de los gentiles. 3º San Pablo funda su esperanza en que Dios nunca se arrepiente de sus dones ni de su vocación; pero cuando los hombres hacen inútiles sus dones con su resistencia e infideli­dad, no se infiere que Dios se hubiese arrepentido. Parece, pues, que San Pablo no habla de una conversión general de los judíos al fin del mundo, sino de una conversión sucesiva y muy lenta como lo acredita el suceso. El Apóstol escribía a los romanos hacia el año 58 de nuestra era, doce años antes de la ruina de Jerusalén, y en aquella época se convirtió efectivamente un núme­ro muy considerable de judíos.

En vano se quieren entender de una conversión general de los judíos al fin del mundo, otras profecías de Miqueas, de Oseas y de Malaquias, que dicen lo mismo que la de Isaías: estas pre­dicciones, que sin duda deben entenderse de la vuelta de los judíos de su cautiverio de Babilo­nia, no pueden aplicarse a un suceso mas remoto, sino en un sentido figurado y alegórico, y en este caso no hacen una prueba fuerte. Este mismo método autoriza la terquedad de los judíos y les hace esperar con un Mesías futuro, un cumplimiento mas perfecto de las promesas de Dios, que el que se verificó en la venida de Jesucristo.

Los que añaden las predicciones de una segunda venida del profeta Elías, se olvidan que el mismo Jesucristo previno ya este argumento. Cuando los discípulos le representaron que el profe­ta Elías debía volver a este mundo, le respondió que esta predicción debía entenderse de San Juan Bautista. San Mat., cap. 11, v. 14: cap. 17, v. 10. Evang. de San Lucas, cap. 1, v. 17. Lo que se saca del Apocalipsis para ilustrar los acaecimientos que deben preceder al fin del mundo, lejos de disipar la oscuridad solo sirve para aumentarla.

Tal fue, dicen, el sentir de los padres e intérpretes de la Sagrada Escritura: en el cristia­nismo hay sobre esta materia una especie de tradición, de la cual no es lícito separarse. Pre­facio sobre Malag. en la Biblia de Aviñon, tom. 11, pág. 766 y siguientes: tom. 16, pág. 748 y siguientes. Por desgracia no citan más que tres santos Padres y otros tres o cuatro comentado­res modernos: ¿bastará esto para fundar una tradición? Demasiado sabemos lo que se abusó en nuestro siglo de esta pretendida tradición.

Aun cuando la profecía de la futura conversión de los judíos fuese más clara y más expresa, ninguna ventaja sería para los rabinos. Las profecías que prometían a los judíos su vuelta de Babilonia, eran generales, absolutas, sin excepción ni limitación alguna: sin embargo, muchos no volvieron porque no quisieron. ¿Una promesa de la redención general de los judíos por el Me­sías probaría más que la promesa de la vuelta de los judíos en general después del cautiverio? Toda promesa de Dios supone que el hombre no pondrá voluntariamente obstáculo a su entero cum­plimiento: esto es lo que hicieron los judíos a su vuelta del cautiverio de Babilonia, y a la venida del Mesías: seria un absurdo el suponer que en la venida de su pretendido Mesías futuro, ningún judío será libre para permanecer en el judaísmo, y que los que están establecidos en América abandonarán sus posesiones y su estado para ir a reunirse con el Mesías en la tierra prometida (...)" (Bergier, Diccionario Enciclopédico de Teología, Imprenta de don Tomás Jordán: Madrid, 1832 tomo V, pp. 508-511, voz "judíos").

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