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EL ECUMENISMO, TRAMPA MORTAL PARA LA IGLESIA -I-

A propósito de un libro del profesor Georg May


1ª Parte: Vaticano II y ecumenismo
2ª Parte: Las cesiones ante una concepción falsa de la Iglesia y su unidad.
3ª Parte: Esclarecimiento de las doctrinas de los herejes y cismáticos. 

1.Un análisis objetivo, penetrante y radical

 

Georg May, sacerdote desde 1951, profesor de Derecho canónico, Derecho Eclesiástico e Historia del Derecho Canónico en la Universidad de Maguncia durante el periodo 1960-1994, escribió diversos ensayos, en el pasado cuarto de siglo, sobre la iglesia del postconcilio: ensayos todos apasionados, penetrantes, documentados y bastante críticos para con la corriente dominante. Es de recordar uno que consagró a demostrar la gran responsabilidad que incumbe a los obispos en la gravísima crisis actual de la Iglesia; lleva por título una frase del cardenal Frajo Seper, que fue en su momento prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «La crisis de la Iglesia es una crisis de los obispos» (1).

 

Vamos a pararnos un poco a continuación en el trabajo más reciente del ilustre investigador: una denuncia implacable y radical del ecumenismo que profesa en la actualidad la jerarquía católica. Se trata de un texto de unas 280 páginas, denso, documentadísimo y, sin embargo, ágil e incisivo (2). La obra se divide en siete capítulos, a los que siguen una breve conclusión, unas notas al texto y una bibliografía. El primer capítulo versa sobre «El objeto y la orientación del ecumenismo salido del Vaticano II» (pp. 9 a 64). Todo el cuerpo central del libro sintetiza eficazmente las doctrinas de los protestantes, de los "ortodoxos" y de las religiones acristianas, consideradas en sí mismas y en relación con el ecumenismo (cap. 2 a 6, pp. 67 a 198). El último capítulo analiza los efectos devastadores del ecumenismo para la Iglesia Católica.

Figura asimismo entre los méritos de este libro el de explicar con claridad meridiana doctrinas fundamentales de los protestantes y los ortodoxos (en los cap. 2 a 6), cosa de no poco precio habida cuenta de que la inmensa mayoría de los católicos las ignora y de que la propaganda ecuménica los engaña de continuo, toda vez que mira esta a exaltar lo que según ella, tenemos en común con aquellos, como si las fundamentales y graves diferencias que se dan entre nosotros y los tales fueran irrelevantes, o se debieran a meros malentendidos en punto a doctrina que el denominado "diálogo" se encargará de eliminar. También se presenta en el libro a las religiones acristianas tal y como son, despojadas de los disfraces de la propaganda ecumenista (del tipo "adoramos todos al mismo Dios").

Dada la importancia del asunto que aborda la obra en cuestión, procuraremos exponerlo con detalle, mediante un resumen amplio de la nutrida exposición del autor, aunque concentrándonos por fuerza en algunos temas esenciales: la relación entre el Vaticano II y el ecumenismo; el esclarecimiento de las doctrinas de los herejes y cismáticos.

1.1 una condena sin apelación

No cabe recurso alguno de alzada contra la circunstanciada y razonada condena del ecumenismo que figura en la obra que reseñamos. En efecto, leemos lo siguiente en las pp. 239 a 242, en la conclusión: «E1 ecumenismo destruye la fe católica. El ecumenismo asesta un golpe mortal al sacerdocio católico. El ecumenismo seca la medula ósea de los creyentes [su fe] Se tiene la clara impresión de que la Iglesia se ha vuelto protestante a causa del ecumenismo. El ecumenismo es una enfermedad, mortal por añadidura; el cáncer de la Iglesia, cuyas metástasis alcanzan a casi todos los miembros. Con el ecumenismo la Iglesia no puede sino morir. Urge acabar con él cuanto antes y lo más radicalmente posible» (3).

Hemos puesto en cursiva las ultimas palabras porque manifiestan un aspecto característico de este trabajo: el autor no se limita a diagnosticar el mal, sino que, valiéndose de su autoridad de sacerdote y de investigador reputado, pide que se remueva la causa de aquél lo antes posible; lo exige el bien de la Iglesia, o, mejor dicho, la supervivencia misma de ésta.

La medida está ya colmada. Un sentimiento de exasperación se trasluce en los análisis del libro, aunque el autor los desarrolle de una manera impecable, en una sucesión apretada de ejemplos concretos y argumentaciones teológicas y canonistas que demuestran sin lugar a dudas la heterodoxia absoluta del ecumenismo actual.

Además, el autor no se limita a fustigar al clero, en particular a los obispos, por su complicidad con la orientación dominante, sino que, dando en el clavo con toda precisión, tampoco perdona la cobardía de los fieles, la mayoría de los cuales es evidente que hace su agosto en la mórbida deriva actual: «A la gran masa de los católicos postconciliares de hoy, tibios e indolentes, nada le gusta más que las prácticas interconfesionales. Es menester tener el coraje de decirlo: el ecumenismo florece porque la verdad se ha vuelto indiferente para los más. Florece porque les resulta más cómoda la forma protestante del cristianismo y, por ende, la prefieren a la de la Iglesia Católica» (Die Oekumenismusfalle, cit., p. 240). Como es natural, eso se nota principalmente en Alemania, donde católicos y protestantes se codean a diario (y en todos los países en que sucede lo mismo, añadimos: Reino Unido, Irlanda, EE.UU. de América, etc.). Con eso y todo, nos parece una realidad difícil de negar que los católicos tienden hoy por doquier a sentir la fe y a vivirla de manera cada vez más parecida a la de los protestantes (que son herejes y cismáticos): consecuencia no deseada, ciertamente, de las "reformas" que impuso el Vaticano II. ¿Cuántos son hoy los católicos que aceptan, tanto en el campo moral cuanto en el dogmático, el principio de autoridad constituido por el Magisterio? Por lo demás, todo hay que decirlo, un magisterio que se descalifica a sí propio porque desiste de condenar el error, porque predica doctrinas inficionadas de los errores del pensamiento moderno (enemigo de Cristo), y porque renuncia a la única misión que justifica su existencia, la de convertir las almas a Cristo, carece de autoridad moral para imponer su autoridad institucional.

1.2 El ecumenismo es una trampa mortal preparada por el Concilio Vaticano II

Así, pues, yerran gravemente todos los que fían en el ecumenismo, y en particular quienes lo profesan a sabiendas. El ecumenismo es una "cuento de hadas", toda vez que «la cristiandad una y unida es una utopía [...] El ecumenismo no hace más que perseguir un espejismo, ya que es de todo punto ilusoria la esperanza de ver a ortodoxos y protestantes congeniar en el futuro con la doctrina y el ordenamiento de la Iglesia Católica y unirse visiblemente a ella. El ecumenismo naufraga en sus insuperables contradicciones doctrinales. Es imposible pretender resolver, con las artes de la política eclesiástica, los problemas planteados por las verdades de fe [...] Tengamos el valor de decirlo: humanamente hablando, la cristiandad seguirá dividida cuando venga el Señor a juzgar a los vivos y a los muertos» (op. cit., p. 241; cursivas nuestras). Sólo hay un ecumenismo auténtico: el que ratificó Pío XI en su momento (1926),en la encíclica Mortalium animos, el cual postula el "retorno" de los cristianos "separados", contritos y arrepentidos, a la casa del Padre, que abandonaron culpablemente (op. cit., ivi).

Conque el ecumenismo actual constituye una trampa mortal, que está disolviendo a la Iglesia Católica y de cuya existencia no parece darse cuenta la jerarquía actual en su gran mayoría. El autor no ahorra críticas al cardenal Kasper, punta de diamante hoy de todas las aperturas ecuménicas, ni al pontífice actual [Juan Pablo II, en el momento de escribirse este artículo], que, salta a la vista, quiso hacer del ecumenismo ni más ni menos que la nota distintiva de su pontificado. No debe sorprender tal cosa, añadimos nosotros, como que Juan Pablo II se ha considerado siempre intérprete y ejecutor fiel del Vaticano II. El perverso ecumenismo actual dimana, de hecho, del concilio.

2. El ecumenismo y el Concilio Vaticano II

¿Qué relación guardan entre sí el ecumenismo y el concilio, a juicio del profesor May? A dicha relación le consagra éste parte del primer capítulo de la obra, el que da principio a todo su análisis.

Escribía en 1987, en el ensayo susocitado: «Reputo el ecumenismo por la peor decisión que tomó el concilio: aquí se aplicó la segur a la raíz del árbol de la Iglesia. Toda la ruina y confusión provocadas por el ecumenismo postconciliar arrancan del concilio» (4). Y en la obra cuya recensión estamos haciendo, destaca lo siguiente: «el decreto conciliar Unitatis Redintegratio (UR) pretende establecer los "principios católicos del ecumenismo". Este documento contiene cosas justas y dignas de consideración, pero también otras falsas y peligrosas. Aquí comienza la actual caída en barrena de la Iglesia, cuyo fin no se ve aún. De ahí que sea inaceptable la afirmación [que figura en UR, n. 4] según la cual fue "el soplo de la gracia del Espíritu Santo" el que le dio impulso al ecumenismo, porque el Espíritu Santo es un poder que produce claridad, no confusión» (May, op. cit., p. 7). Así que no era el Espíritu Santo quien estaba manos a la obra en este asunto, sino el Secretariado para la Unión de los Cristianos (creado por Juan XXIII, y presidido por el cardenal Bea, hechura suya), que aceptaba las sugerencias de los representantes de los denominados "hermanos separados" y luego las hacía filtrar en el decreto mentado y en otros documentos conciliares, dado que disponía (por voluntad del Papa Roncalli) de un poder enorme de censura respecto de todos los textos que habían de votarse, como que debía revisar su conformidad con los principios del ecumenismo (op. cit., pp. 7 y 8).

2.1 Iglesia de Cristo e Iglesia Católica

El concilio se propuso, pues, restablecer la unidad de los cristianos (UR, n. 8), con los llamados ortodoxos en particular (UR, n. 18). Pero a dicha unidad se la entendió ya como resultado de una "reconciliación", ora como una unio restauranda (UR, nn. 15 y 16), aunque sin tocar, de todos modos, las diferencias en las costumbres y en los usos recíprocos (UR n. 16). Dicha terminología no parece que dé vida a un concepto unitario, advierte el profesor May (op. cit., p. 8).

Pero, sea de ello lo que fuere, es evidente que la unidad de los cristianos debe realizarse en la Iglesia única, la cual "subsiste" de manera insuprimible en la Iglesia Católica (UR n. 4). De ahí que «pasme la afirmación (UR n. 8) según la cual los católicos deben reunirse para rogar por esta unidad» (op. cit., ivi). ¿Dicha unidad no la posee ya la Iglesia Católica por definición? Como quiera que sea, se destaca el concepto de que los católicos han de reconciliarse en la sola y única Iglesia de Cristo (UR n. 22). Teniendo presente asimismo el punto 8 de la Lumen Gentium (que contiene, no lo olvidemos, el famoso e infausto subsistit in), hay que afirmar, sostiene el profesor May, que, para el concilio, «la iglesia de Cristo es única porque es numéricamente una y nada más que una [...] Pero eso es inteligible tan sólo en el sentido de que la Iglesia Católica, y nadie más que ella, es la Iglesia de Cristo» (op. cit., pp. 8-9).

Sentado esto y entendiendo, pues, el subsistit in de una manera sustancialmente conforme con la Tradición (lo cual, con todo, no parece acertado en absoluto: véase infra, apartado 2.4), queda en pie el hecho de que la idea que el decreto da de los protestantes y ortodoxos es abstracta de todo punto, por no decir falsa.

La aseveración de UR n. 4, según la cual los "hermanos separados" están verdaderamente incorporados a la Iglesia por el bautismo (zugefuehrt, incorporados; appositi, reza el texto latino), es ambigua, y, en cualquier caso, «no es tal que permita sostener que aquéllos son miembros de la Iglesia» (op. cit., p. 9). Por otro lado, es absolutamente falsa la afirmación de UR n. 1, al decir de la cual «todos los bautizados aspiran a la Iglesia, única, visible y universal» (ivi). Se trata de un "optimismo" ayuno de todo fundamento. Los protestantes y los ortodoxos no buscan de hecho esa unidad, y les embarga por lo común la aversión más radical hacia el catolicismo. A ellos lo único que les interesa es sacar tajada de la situación y ganar católicos para sus sectas. A unos y a otros deberla llamárseles por sus nombres: "herejes" y "cismáticos". Mas el concilio se guarda muy mucho de hacerlo (op. cit., pp. 9-11).

El profesor May aduce otro ejemplo de la confusión inducida por el decreto de marras: observa que «no es posible separar al pueblo de Dios [que se identifica con la Iglesia, en opinión del concilio] del Cuerpo de Cristo [que sigue siendo la Iglesia], de arte que pueda uno pertenecer al pueblo de Dios [en virtud del bautismo] aun sin pertenecer (plenamente) al Cuerpo de Cristo, como parece decir UR, n. 4 a propósito de los "hermanos separados" ["que, estando verdaderamente incorporados (appositi) a ella (a la Iglesia) por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión"; traducción española del texto conciliar]. En efecto, eso significaría que los acatólicos pertenecen de algún modo al pueblo de Dios y que por eso aguardan se les incorpore plenamente al Cuerpo de Cristo. Pero ‘pueblo de Dios’ y ‘Cuerpo de Cristo’ tienen la misma extensión. Quien pertenece al pueblo de Dios forma parte también del Cuerpo de Cristo [la separación de los acatólicos de la "comunión plena" se revela entonces como contradictoria de la concepción de la Iglesia cual pueblo de Dios]. Finalmente, es menester recordar que UR, n. 3 no afirma que el bautismo haga a los acatólicos parte del Cuerpo de Cristo, como reza la traducción alemana, sino que "se incorporan a Cristo" mediante él (Christo incorporantur). Es bastante difícil comprender cómo pueden conciliarse entre sí todas estas declaraciones» (op. cit., p. 11).

2.2 UR, n. 3 afirma falsedades

Las afirmaciones contenidas en Lumen Gentium n. 15, y Unitatis Redintegratio n. 19, según las cuales las comunidades religiosas acatólicas han de reputarse por «iglesias y comunidades eclesiales», son «inapropiadas y engañosas» (op. cit., p. 11): «Una comunidad religiosa que viva de elementos cristianos [los elementa de que habla LG, n. 8] no se hace "iglesia" por ese mismo hecho, de arte que el concilio deba atribuirle dicho nombre. No hay más que una sola iglesia, la católica [...] Ha de corregirse la expresión "iglesias y comunidades eclesiales". Por desgracia, este modo de hablar está ya muy arraigado...» (op. cit., pp. 11 y 12).

El concilio siembra la confusión en todas partes, aunque en algún punto se exprese con claridad. Volvamos a UR, n. 3, donde se afirma que la eficacia de los "elementos de salvación" que se hallan en las comunidades acatólicas «deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia Católica» (op. cit., p. 12). Nos gustaría recordar que éste es un concepto tradicional, el cual, como sabe todo el mundo, fue ya formulado felizmente por San Agustín. El bautismo que un hereje administra válidamente es eficaz porque es el de la Iglesia, porque lo dispensa «según las intenciones de la Iglesia», no porque lo lleve a cabo un hereje; es válido, pues, pese a realizarlo un hereje, es válido a causa de la gracia y la verdad que el Espíritu Santo conserva en la Iglesia única de Cristo, la Católica, y sólo en ella. Pero a este fragmento de doctrina ortodoxa se le aísla, en UR, n. 3, mediante una frase en la que se sostiene que a las "iglesias" separadas las usa el Espíritu Santo, en cuanto tales y a despecho de sus "defectos", como «medios de salvación» (!). El texto no deja lugar a dudas (5).

El profesor May no tiene pelos en la lengua: «Pero el concilio dice además, de las "iglesias y comunidades eclesiales" que mencionamos antes, que "el Espíritu Santo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación" (UR, n. 3). No cabe duda de que esta proposición es falsa.

«El concilio incurrió en un grave error por su excesiva inclinación a revalorizar a las comunidades religiosas acatólicas. Las comunidades acatólicas no pueden ser en modo alguno medios de salvación en sí y por sí, en cuanto confesiones e instituciones. Un cristiano bien puede salvarse en una comunidad separada, pero no por conducto de ésta [es decir, en virtud de su pertenencia a ella y, por ende, gracias a ella]. El Espíritu Santo obra en los individuos, no en las comunidades cristianas separadas en cuanto tales [heréticas y cismáticas], que no hacen que sus miembros alcancen la salvación. En cuanto separadas de la Iglesia de Cristo, que es la Iglesia Católica, se le contraponen, por lo que no conducen a la salvación, sino a la perdición. Puesto que la herejía destruye la unidad en la fe, y el cisma la unidad en el gobierno de la Iglesia, es imposible que la herejía y el cisma puedan ser instrumentos de salvación. Es cierto que en las comunidades separadas se hallan elementos de salvación, o sea, porciones, partes, dones, como el bautismo y la plegaria. Tales elementos son eficaces de suyo para la salvación, pero no a causa de su presencia en las comunidades separadas, sino porque provienen de la Iglesia Católica. Lo que en las comunidades separadas es eficaz para la salvación no lo da la comunidad misma, sino los fragmentos de Iglesia Católica que dichas comunidades se llevaron consigo al separarse. Constituye un concepto falso, a fuer de puramente cuantitativo, el que lleva a diferenciar a la Iglesia Católica, como "medio general de salvación" [general auxilium salutis, UR n. 3], de los medios parciales de salvación que deparan las comunidades separadas. La Iglesia Católica no posee sólo mayor número de medios de salvación; hablando en plata: los posee todos: constituye el arca única de salvación» (op. cit.; pp. 12 y 13).

Precisamente a esta última verdad la empañaron y desdibujaron, por no decir que la negaron implícitamente, las ambigüedades y los errores doctrinales que penetraron en el concilio, el cual no afirmó jamás con claridad, nos parece, que la Iglesia Católica es el arca única de salvación.

2.2.1 Se está difundiendo entre el clero la convicción de que el adogmático Vaticano II está inficionado de errores doctrinales

Frente a las dimensiones ya apocalípticas de la crisis de la Iglesia Católica, parece que está comenzando a difundirse entre el clero la dolorosa conciencia de que existen auténticos errores doctrinales en los textos del adogmático Vaticano II. Vamos a dar noticia de dos trabajos contemporáneos del libro que estamos reseñando:

1) La nota exegética de Claude Barthe, sacerdote francés, a UR, n. 3, quien advierte con estupor que en dicho artículo se hace a las "iglesias y comunidades eclesiales", en cuanto tales, nada menos que medios de salvación de las almas: del principio ortodoxo según el cual «el bautismo conferido en el ámbito de una iglesia anglicana puede procurar la gracia, Unitatis Redintegratio infiere que la iglesia anglicana es un canal de la gracia. Ahora bien, no se comprende cómo pueden poseer las iglesias y comunidades separadas, en cuanto tales, un estatuto sobrenatural, ni de qué modo puede el Espíritu Santo, en esta óptica, servirse de ellas como de un medio de salvación. Todo eso está en relación con el principio asentado por el nº 8 de la Lumen Gentium (el artículo del subsistit in) y con su consecuencia, es decir: que los cristianos separados gozan de una ‘unión imperfecta’ con la Iglesia. Extraño concepto; en efecto: la comunión con Cristo y su Iglesia o se da o no se da [no hay grados en dicha unión; n. del trad. esp.]». (6)

El "extraño concepto" deja traslucir, como puede ver todo el mundo, la presencia de un error doctrinal bastante grave, porque se traduce en la afirmación explícita de que las "iglesias" de los herejes y cismáticos son, en cuanto tales, "medios de salvación" por obra del Espíritu Santo: afirmación que contiene la negación implícita del dogma según el cual sólo la Iglesia Católica es, institucionalmente, el arca única de salvación.

En el breve estudio a cuyo prefacio pertenece el pasaje transcrito unas líneas más arriba, el Padre Ansgar Santogrossi, O.S.B., americano, sostiene además que el Papa, al ratificar en la reciente encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003) la prohibición de administrar los sacramentos a los «herejes y cismáticos aun de buena fe», volvió con ello, en parte, a la disciplina anterior al Vaticano II, cuya "liberalización" por parte del Concilio la juzga el autor -quien somete su tesis al juicio del magisterio- «teológicamente imposible» esto es, según nos parece, opuesta a la doctrina que enseñó siempre la Iglesia (7).

2ª parte: las cesiones ante una concepción falsa de la Iglesia y de su unidad

2.3 La nueva definición de la Iglesia dada por el Concilio y su significado para el ecumenismo

Ningún análisis de la conexión que media entre el concilio y el ecumenismo puede dejar de considerar la importancia que tuvo para este último la nueva definición de la Iglesia que apareció con el Vaticano II: la Iglesia como "pueblo de Dios" y en la cual "subsiste" [o "permanece"] la Iglesia de Cristo. El profesor May estudia el asunto en el capítulo 4º de su libro, titulado Iglesia y ministerio sacerdotal. Recuerda en él que los Papas precedentes (León XIII, Pío XI y Pío XII) habían ratificado siempre la doctrina tradicional: la Iglesia Católica es el Cuerpo de Cristo (y punto redondo: sin matices, sin posibilidad de excepción alguna: sólo la Iglesia Católica es el Cuerpo Místico de Cristo). También Juan Pablo II recordó, en la encíclica Novo millennio ineunte, que no hay más iglesia de Cristo que la Iglesia Católica (May, op. cit., p. 129). Sin embargo, prosigue nuestro autor, con el Vaticano II dio principio una confusión que intentaron en vano eliminar declaraciones sucesivas de la Congregación para la Fe (op. cit., p. 130).

Del conjunto de estas declaraciones sucesivas se desprende, según el autor, que:

1. La Iglesia invisible se realiza en la Iglesia visible, que es la Iglesia Católica.

2. La Iglesia de Cristo es única: «el Vaticano II no reconoce pluralidad alguna en punto a "iglesias"».

3. La Iglesia es la comunión universal de iglesias particulares, en las cuales se comprende también, con todo, a las «comunidades cristianas acatólicas que han mantenido la sucesión apostólica y una eucaristía válida» (op. cit., ivi). Pero esta inclusión de una parte de los "hermanos separados" en las "iglesias particulares", arguye el autor, «es desafortunada, o, por mejor decir, constituye una fuente de confusión, puesto que "iglesias particulares" católicas e "iglesias particulares" acatólicas son, por naturaleza, diferentes entre sí. Es aventurado pensar que se puede integrar a estas últimas en el concepto de iglesias particulares, toda vez que se niegan a obedecer al sucesor de Pedro en tanto que garante de la unidad de la Iglesia, por no hablar de otras muchas diferencias en la fe. Es falso afirmar que la Iglesia de Cristo constituye una suma de iglesias y comunidades eclesiales» (op. cit., pp. 130-131).

4. La noción de "iglesias hermanas" se aplica tan sólo a las iglesias particulares que se hallan en la Iglesia Católica, su madre (op. cit., p. 131).

5. A la Iglesia Católica la enriqueció Dios con toda la verdad revelada y con todos los medios de la gracia (UR, n. 4); no hay para ella ninguna realidad eclesial cuya carencia sienta.

Vengamos ahora a la cuestión del subsistit (punto nº 6). La clara identificación del Cuerpo de Cristo con la Iglesia Católica que se halla en la Humani generis no fue de recibo para el concilio [¡Qué remedio! No agradaba a los novadores -a los cardenales Liénart y Bea, p. ej.-, quienes la atacaron ya en la fase preparatoria del concilio]. «En lugar del est, el concilio puso el subsistit: Lumen Gentium, n. 8: la Iglesia única de Cristo "subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él". La elección de la palabra subsistit -continúa nuestro autor- resultó ser calamitosa. En los decenios recién transcurridos este vocablo se usó inoportunamente y provocó un caos notable: habría sido mejor no emplearlo [8]. Sea cual fuere el sentido que se le quiera atribuir, una cosa es segura: relaja, sin duda, la identidad de la Iglesia Católica con el Cuerpo (místico) de Cristo. Si no desencadenara tal función, su empleo habría sido superfluo. Constituye, para los protestantes, una "relativización espontánea" de la Iglesia Católica [como si no se considerara ya la única depositaria de la verdad] Un autor protestante la entiende como "una moderación teológica de la pretensión católica de ser la Iglesia única de Cristo". También los anglicanos vieron en el término de marras un punto de ruptura» (op. cit., pp. 131 y 132).

¿Cómo están de hecho las cosas? El profesor May cita al cardenal Ratzinger, que «se esforzó varias veces por interpretar el vocablo fatal para volverlo inocuo» (ivi, p. 132). En 1985, «la Congregación para la Doctrina de la Fe puntualizó que ‘el concilio había elegido la voz subsistit precisamente para aclarar que no existe nada más que una subsitencia de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su trabazón visible se dan sólo elementa Ecclesiae, que -por ser elementos de la propia Iglesia- tienden y conducen a la Iglesia Católica (LG, n. 8) (AAS, 71 1985, pp. 758-9)».

Comenta nuestro autor: «Esta interpretación es correcta, sin duda. Si la iglesia única de Cristo subsiste ‘sólo’ en la Iglesia Católica, se excluye, por consiguiente, que subsista asimismo en otras iglesias» (op. cit., p. 132). Así, pues, ¿la frase «una sola subsistencia de la iglesia verdadera» equivale al "es" que profesó siempre el magisterio en el pasado? Así lo parece. Decimos que así lo parece porque el texto no dice expresamente que dicha "subsistencia" sea la de la Iglesia Católica y sólo de ella. Parece darlo a entender, pero de un modo que se nos antoja tortuoso, por no decir oscuro (9). No en balde anota el profesor May: «Con todo, tampoco Ratzinger ha mantenido una interpretación unívoca. En la declaración Dominus Iesus, interpreta el subsistit como si significara que la Iglesia de Cristo "subsiste plenamente sólo en la Iglesia Católica" (Dominus Iesus, n. 16). Tal modo de expresarse es, como mínimo, desafortunado. Si la Iglesia de Cristo se mantiene "plenamente" sólo en la Iglesia Católica, eso autoriza a inferir que puede subsistir también de otra manera, es a saber: no "plenamente"» (op. cit., pp. 132-133).

Observemos a este respecto que:

A) La idea de la existencia plena de la Iglesia de Cristo en sola la Iglesia Católica (una idea que parece confirmar el dogma mientras que, a nuestro juicio, lo niega, porque admite implícitamente la existencia no plena o menos plena de la Iglesia de Cristo extra Ecclesiam Catholicam) se halla ya en los textos del concilio, concretamente en los malfamados artículos sobre el ecumenismo:

a. en UR, n. 3, en el pasaje citado en la nota 5 de la primera parte de este trabajo: «Por consiguiente, aunque creemos que las iglesias [...] y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia Católica» (que es lo mismo que decir que también las iglesias y comunidades "separadas" son "medios de salvación", aunque no posean la "plenitud" de la Iglesia Católica a causa de los "defectos" que les afligen): y además: «Solamente por medio de la Iglesia Católica de Cristo, que es auxilio general de la salvación, puede conseguirse la plenitud total de los medios salvíficos» (es decir, sólo la "plenitud" de los medios de salvación se halla en la Iglesia Católica, no la unicidad de ellos, pues, evidentemente, se encuentran también en otras partes, bien que menos plenamente, es decir, entre quienes se hallan, al decir del concilio, en una comunión imperfecta o menos plena con la Iglesia Católica).

b. En UR, n. 4: «Sin embargo, las divisiones de los cristianos impiden que la Iglesia lleve a efecto su propia plenitud de catolicidad en aquellos hijos que, estando verdaderamente incorporados a ella por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Más aún, a la misma Iglesia le resulta muy difícil expresar, bajo todos los aspectos, en la realidad misma de la vida, la plenitud de la catolicidad».

B) Los dos textos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, oportunamente recordados por el profesor May, se contradicen el uno al otro, a nuestro entender, porque mientras que la declaración de 1985 permite todavía colegir, bien que con un esfuerzo de voluntad, que la "subsistencia" de la Iglesia verdadera es sólo la de la Iglesia Católica, la Dominus Iesus, posterior a aquélla, afirma, en cambio, que dicha "subsistencia" es "plena" sólo en la Iglesia Católica ("plena" y no, por el contrario, "única"). Mientras que el concepto de unicidad presupone la carencia absoluta de la susodicha "subsistencia" entre los acatólicos, el de la "plenitud" de tal subsistencia entraña la existencia de un subsistir menos pleno o imperfecto entre éstos debido a los "defectos" que les afligen (o sea, en el seno de las confesiones heréticas y cismáticas, sectas, a las que el concilio y el magisterio subsiguiente hasta hoy proclaman en comunión visible, aunque imperfecta, con la Iglesia [¡!]).

Volviendo al profesor May: después de poner de relieve la ambigüedad del adverbio "plenamente", que el cardenal Ratzinger había usado sin prudencia, remacha, sin embargo, que la famosa "subsistencia" debe entenderse, si se la interpreta rectamente, en el sentido de que «la iglesia invisible y la iglesia visible constituyen una unidad. Es en la Iglesia Católica donde existe la Iglesia de Cristo. El concilio no enseñó que la Iglesia de Cristo existiera también fuera de la Iglesia Católica» (May, op. cit., p. 133). Apostillemos: cierto es que el concilio no lo enseñó de manera directa, pero ¿no lo hizo indirectamente? La duda permanece. Se trata de algo grave. Tan es así que el profesor May concluye de esta guisa al respecto: «Fuera de la Iglesia Católica se dan, pues, múltiples elementos de santificación y de verdad, que son el don propio de la Iglesia de Cristo. Pero se echa de ver asimismo, en tal manera de expresarse, una revalorización de los fragmentos de Iglesia que se hallan en las confesiones acatólicas. De hecho, antes del concilio sólo se hablaba de vestigia ecclesiae, de huellas de la Iglesia. A las huellas las liga un nexo extraordinariamente débil con la realidad a la que remiten. Permiten presagiar la Iglesia, acaso también aludan a ella; con todo, no constituyen propiamente elementos de ésta. Se habla de elementa ecclesiae Christi, desde el concilio en adelante, para imbuir con ello la idea de una remisión más fuerte a la Iglesia. En efecto, los elementos son partes constitutivas de la Iglesia, a la cual pertenecen, pero que, no obstante, se hallan como arrancadas de su contexto» (op. cit., p. 133).

¿Y no es precisamente esta idea falsa que se da de los herejes y cismáticos, añadimos nosotros, que los erige en elementos o "partes constitutivas" (Bestandteile) de la Iglesia de Cristo "arrancadas" de su contexto, de arte que se hallan en comunión no plena o imperfecta [sic] con la Iglesia de Cristo, una de las convicciones basilares del ecumenismo actual, destructor de la fe y de la Iglesia?

2.3.1 La Iglesia según los acatólicos

Llegados a este punto, nos parece útil exponer brevemente lo que piensan de la Iglesia los ortodoxos y los protestantes. El autor lo resume con mucha eficacia, lo que le permitirá al lector comprender aun mejor la absurdidad del denominado "diálogo ecuménico".

a. Ortodoxos

Los ortodoxos carecen de una concepción precisa de la Iglesia. La ven sobre todo en su aspecto "místico-carismático". Desde el punto de vista de la Iglesia como institución, se dividen en "iglesias nacionales" que se rigen a sí propias (autocefalia): «Su estrecha conexión con el elemento nacional-popular y estatal obstaculiza la edificación de la Iglesia, promueve la pertenencia pura y simple de ésta al Estado y favorece su instrumentalización. La Ortodoxia es el conjunto de las "iglesias" autocéfalas independientes. El patriarca de Constantinopla no posee jurisdicción alguna sobre las múltiples comunidades ortodoxas. Lo que une a los ortodoxos es la hostilidad hacia "Roma". Los ortodoxos, aun dejando al Papa aparte, carecen de una jerarquía como la católica. Niegan que Cristo pueda tener un vicario universal para toda la Iglesia. No existe para ellos un primado de derecho propio» (op. cit., p. 134).

b. Protestantes

Para el protestantismo, la doctrina católica sobre la Iglesia es «de todo punto irrelevante» (op. cit., p. 133). Su doctrina es, en síntesis, la siguiente, y constituye una constante más allá de las diferencias de los sectarios entre sí: «Es menester distinguir la iglesia visible de la invisible. La Iglesia es, en su esencia, oculta, invisible (ecclesia proprie dicta). Se compone sólo de los creyentes verdaderos, y nadie más que Dios la conoce. Se vuelve visible, empírica, mediante el anuncio de la palabra de Dios y la administración de los sacramentos (ecclesia late dicta). La Iglesia de Cristo existe en las "iglesias" históricas; se encuentra donde la palabra de Dios se anuncia rectamente y donde los sacramentos se administran también rectamente. Eso basta para que se dé la existencia de la Iglesia. El sacerdocio (en sentido católico) no es esencial para la Iglesia. No hay más autoridad en la Iglesia que la palabra de Dios (que se contiene en las Escrituras). No existe ninguna sucesión episcopal constitutiva de la Iglesia. Los protestantes piensan que sus comunidades religiosas son iglesias de pleno derecho. Se autodefinen "iglesias evangélicas". Un sínodo suyo del 9 de noviembre del 2000 afirma: "Las iglesias evangélicas son iglesias de Jesucristo". Cada una de las iglesias que existe hoy, fruto de un proceso histórico, es una iglesia particular que forma parte de la iglesia de Cristo. Esta última no se identifica con ninguna iglesia particular. La Concordia de Leuenberger (1973), una de sus declaraciones comunes, afirma con claridad que todas las "iglesias" signatarias tienen parte común en la iglesia única de Cristo. De ahí que pretendan se reconozca que las "iglesias hermanas" cristianas tienen igual valor.

Para los protestantes, la Iglesia Católica es una organización eclesiástica como cualquier otra. Puesto que, según ellos, bastan la palabra y los sacramentos para que exista la Iglesia, les parecen irrelevantes y, de hecho, contrarias a la fe la estructura y la constitución de la Iglesia Católica. A la concepción de la Iglesia que profesan la reputan por "apropiada, mejor fundada, más conforme con el evangelio". Las comunidades protestantes se consideran competidoras de la Iglesia Católica. Desde su origen procuraron hacerle daño donde quiera que fuera posible.

Los ecumenistas católicos se esfuerzan por poner "la eclesialidad" de las comunidades religiosas protestantes en el punto más alto de su cartelera. Para Walter Kasper, las comunidades protestantes son "un nuevo tipo de Iglesia"; se opone a la afirmación de que sean iglesias "en sentido propio". Las comunidades religiosas protestantes no son para él iglesias en el sentido de la Iglesia Católica, pero lo son en otro sentido» (op. cit., pp. 134 a 136).

2.3.2 De la errónea negación de la Iglesia deriva la negación protestante del sacerdocio verdadero

Para los protestantes, «la estructura jerárquica del ministerio sacerdotal no pasa de ser una construcción histórica contingente. No puede haber para ellos una jerarquía de derecho divino en la Iglesia. Los ministros no son más que predicadores de la palabra y dispensadores de los sacramentos. Los elige la comunidad. En la óptica protestante, el servicio de anuncio de la palabra y de administración de los sacramentos es de derecho divino porque lo ordenó Nuestro Señor; no lo es, en cambio, la institución sacramental de ministros encargados de predicar y administrar los sacramentos [tal opinión se basa en una interpretación errónea del Nuevo Testamento]. No existen para los protestantes ni el sacramento del orden, que confiere una impronta indeleble y poderes imperecederos, ni un poder de orden en cuya virtud sólo sus titulares pueden ejecutar determinadas acciones, ni tampoco un poder de jurisdicción que permita exigir obediencia y disciplina. El poder ejercido por el ministro protestante se lo confiere la comunidad, que puede revocárselo cuando quiera. En particular, no existe un magisterio de derecho divino. El protestantismo no conoce una instancia eclesiástica que se pronuncie de manera infalible sobre la fe» (op. cit., p. 137).

Se trata, pues, de una noción abierta de Iglesia, por decirlo así, de una noción democrática, de abajo, pacticia, desfigurada y torcida, en cuya virtud se la reduce a una comunidad de laicos, como que carece de sacerdotes, de autoridad, de altar, de sacrificio, ayuna de todo fundamento trascendente. Al abolir el sacerdocio ministerial, al rechazar la Tradición de la Iglesia -mantenida por una enseñanza plurisecular-, al declarar que todo bautizado es ipso facto sacerdote, de manera que puede comprender las Sagradas escrituras por sí solo, con la presunta ayuda del Espíritu Santo, Lutero le abrió el camino a la anarquía religiosa, porque a esto conduce la tendencia de los protestantes a fabricarse una religión ad hominem, es decir, personal, merced a su interpretación individualista de los textos sagrados, una interpretación que conduce inevitablemente a la división en sectas innumerables.

Hoy, a consecuencia del ecumenismo, la anarquía religiosa ha infectado también a los católicos a causa del "pluralismo" religioso de que por fuerza aquél se hace paladín. El pluralismo comporta la desaparición de la enseñanza de la verdad única revelada, conduce a la religión ad hominem y a la adopción de una noción de iglesia bastante parecida a la de los protestantes. Es el fin de la catolicidad: «Se difunde hoy cada vez más, hasta entre los católicos, una concepción falsa de la cristiandad y de la Iglesia de Cristo, consistente en esto: existe una Iglesia única, invisible, de la cual participan todas las comunidades cristianas. La cristiandad se divide en varias ‘iglesias’. Cada una de ellas posee partes de la verdad. Todas juntas forman la Iglesia de Cristo. De ahí que la unidad de la Iglesia no deba restablecerse: ya existe de hecho. Al no haber en él ámbito de la iglesia visible ninguna unidad en punto a doctrina, culto y enseñanza, la unidad efectiva, real, no puede ser sino invisible [como se ve, la visión protestante de la Iglesia ha penetrado en el mundo católico] Muchos católicos ecumenistas se acercan a estas concepciones falsas y llegan al punto de distinguir entre "iglesia del Papa" e iglesia de Cristo. Militan en la primera nada más que los católicos; en la otra, todos los bautizados. Así se rebaja a la Iglesia Católica a la categoría de iglesia particular. La curia puede explicar cuanto quiera el significado auténtico del subsistit: los ecumenistas siguen en sus trece. Continúan sosteniendo, impertérritos, la coexistencia de varias "iglesias", que constituyen todas juntas la "Iglesia de Cristo". Un profesor de Tubinga declara a menudo que "una forma de realización [de la Iglesia] se halla también en otras iglesias [acatólicas]". También Walter Kasper ve una diferencia entre la Iglesia Católica y la Iglesia de Jesucristo. Un concepto tal es inaceptable para un católico que tenga fe. No puede ponerse a la Iglesia Católica al mismo nivel que las otras comunidades religiosas. Es imposible querer unificar a la Iglesia Católica y a las demás confesiones cristianas a título de partes de una especie de superiglesia» (op. cit., pp. 137 y 138).

Nuestro comentario a este exactísimo análisis: la culpa principal de las desviaciones imperantes entre los fieles no es imputable a ellos mismos, ciertamente, aunque no estén exentos de graves responsabilidades (cf. supra, punto 1.1). ¿No se vio antes (supra, punto 2.3.1) que, valiéndose del nuevo concepto de "iglesia comunión", la jerarquía actual incluye como "iglesias particulares" también a las comunidades cristianas acatólicas que dispongan de una sucesión apostólica material y de una eucaristía válida? ¿No se trata de una abertura ilegítima, que el cardenal Walter Kasper está procurando ensanchar aún más, para hacer que entren asimismo por ella los protestantes, al exigir se ponga en duda la invalidez de las ordenaciones anglicanas? ¿Acaso lo ha desaprobado la Santa Sede? Y Kasper, a su vez, ¿no es por Ventura un producto del ecumenismo impuesto por Roma a partir de Juan XXIII? ¿No es precisamente una especie de "superiglesia" el objetivo al que parece aspirar el ecumenismo de Juan Pablo II? ¿Una "superiglesia" que unifique no sólo a las demás confesiones cristianas, sino también (en el futuro) a todas las religiones (véase la convención interreligiosa de Asís) e, incluso, a la humanidad entera? ¡Y se cree guardar fidelidad al dogma afirmando que sola la Iglesia Católica conserva la "plenitud" de los medios salvíficos, a diferencia de las demás religiones, con lo que mantiene así su posición de superioridad! ¡Se nos consuela con espejuelos de este tipo para cazar alondras!

3. La falsa idea de unidad de los protestantes y ortodoxos

El Vaticano II difundió la idea según la cual todos los cristianos añoran la unidad. Pero eso no es verdad, entre otras cosas porque las diferentes confesiones entienden la unidad de manera absolutamente distinta, consiguiente a su idea de "iglesia".

El profesor May expone eficazmente las distintas concepciones (op. cit., pp. 16 a 29), comenzando por la católica, a la que resume con citas de diversos documentos pontificios, inclusive algunos de Juan Pablo II. La unidad es, para la Iglesia Católica, la unidad plena y visible de los creyentes bajo Pedro: «La unidad o comunión plena resulta por eso de la comunión de fe, liturgia, sacramentos (de la eucaristía, sobre todo) y magisterio» (op. cit., pp. 17-18).

Según el concepto católico, la unidad no puede separarse de las verdades de fe: es, por ello, una unidad visible en la verdad que la enseñanza de la Iglesia (entendida en su conjunto, sin limitarla a los concilios ecuménicos) ha sostenido a lo largo de los siglos; una verdad que no tolera coexistir con lo que se le opone, ni admite jerarquías en su seno: ningún dogma es menos importante que otro, por lo que nada autoriza a someterlo a discusión con los herejes (op. cit., pp. 18 y 19).

a. Protestantes

Pero ¿cómo entienden la unidad los protestantes? Éstos no hablan jamás de "unidad" de la Iglesia, sino de «comunión de las iglesias»

(Kirchengemeinschaft: el término Gemeinschaft se puede verter asimismo por comunidad).

La diferencia terminológica es significativa. Las comunidades religiosas protestantes no aspiran a una unidad visible e institucional de las "iglesias" (op. cit., p. 27). ¿Por qué? Porque para ellos la comunión de las iglesias «no significa de hecho fusión de las iglesias, sino más bien el reconocimiento recíproco como verdadera expresión de la Iglesia única de Cristo» (op. cit., p. 22). Y esto porque, como se vio antes (supra, punto 2.3.1. b), la unidad de la Iglesia es invisible para ellos: existe ya por obra de Dios en el Cuerpo de Cristo; de ahí que la Iglesia de Cristo una se constituya por la suma de las iglesias que se profesan cristianas. Tal unidad es inmodificable, es un dato ontológico. Para ellos, «nosotros estamos ya unidos en Cristo»; lo que sigue faltando es «la concordia en la imagen eclesial de esta unidad» (op. cit., ivi). Eso significa que, para ellos, la unidad se da sólo si las «iglesias de confesión diferente» se garantizan recíprocamente la «comunión en la palabra y en los sacramentos», es decir, la coexistencia pacífica (ivi). La unidad en sentido protestante no es más que «un comercio amistoso de confesiones que permanecen separadas» (ivi) (la denominada "unidad en la diversidad", con la que nos obsesiona el ecumenismo actual, es, en realidad, un concepto protestante).

En esta óptica, ni siquiera es menester llegar a una interpretación unívoca del evangelio. Basta el consenso sobre algunas cuestiones de fondo (ivi, pp. 22-23). La "comunión eclesial" así entendida comporta «comunión de púlpito y sagrada cena, reconocimiento mutuo de las ordenaciones y posibilidad de celebraciones interconfesionales» (op. cit., p 23). Eso significa que, según los protestantes, para estar juntos no es menester afrontar los problemas planteados por las verdades de fe; es decir: pueden mantenerse todas las contradicciones, todos los errores (notemos que el principio de no contradicción no les dice nada). Todas las confesiones cristianas pertenecen ya, en su opinión, a la invisible Iglesia de Cristo, las "iglesias" actuales son ya "todas", así, tal como son, «miembros de dicha iglesia única» (op. cit., p. 23).

El protestantismo no aspira, pues, a la unidad de la Iglesia Católica, sino a una "comunión de las iglesias" universal. Quiere, en efecto, que, en la "comunión de las iglesias", la Iglesia Católica reconozca a las confesiones protestantes por lo que son, que reconozca la validez de sus "ordenaciones", que garantice la "comunión de la palabra y de los sacramentos" poniéndola por obra con ellos en los diversos ritos interconfesionales (ivi, p. 24). Los protestantes quieren se les considere como una pluralidad de "iglesias" perfectamente iguales en dignidad a la Iglesia Católica.

Todo el mundo advertirá, gracias a esta preciosa reconstrucción del profesor May, que "la eclesiología de comunión" que persigue en el "diálogo" la jerarquía católica actual refleja en gran manera "la eclesiología" de los herejes.

b. La unidad según los ortodoxos: el problema no existe

Los ortodoxos no profesan tamaña concepción. A ellos no les interesa la "comunión" de las "iglesias" ni la unidad de los cristianos, toda vez que se consideran la única y verdadera Iglesia de Cristo. La Iglesia de Roma es herética para ellos. Así, pues, tener comercio con los católicos es pecado para ellos (canon nº 45 de los cánones de los santos Apóstoles). Lo único que les interesa es mantenerse y expandirse, tanto mejor si es a costa de los católicos. Juan Pablo II no comprende su verdadera mentalidad, hostil en grado superlativo al papado y al catolicismo.

Además, el principio nacional-popular (voelkisch) desempeña un papel fundamental en la denominada Ortodoxia. Es sabido que ésta no constituye una unidad, sino un conjunto de "iglesias" nacionales, que se identifican con el pueblo e identifican a éste con la Iglesia, con lo que le confieren al pueblo la misión de defender la ortodoxia contra el extranjero. Por eso se ve al católico o al protestante como enemigos de la patria y de la unidad nacional.

En consecuencia, la "iglesia" ortodoxa se apoya en el Estado (pongamos de relieve que, históricamente, es hija del cesaropapismo: bizantino primero y ruso después) para que la sostenga en sus pretensiones, comenzando por la del "territorio canónico", es decir, el territorio que considera sometido a su competencia y jurisdicción. Según el patriarcado de Moscú, dicho "territorio" coincide con toda la extensión de la ex Unión Soviética (es, por consiguiente, más amplio que el territorio del Estado ruso actual). Las demás "comunidades religiosas" (comenzando por la católica) no tienen ningún derecho sobre él. Por eso los ortodoxos se oponen tenazmente a toda tentativa de la Iglesia Católica de reanudar su obra en Rusia (para todo eso, op. cit., capítulo

3: Ortodoxos y Uniatas, pp. 107 a 119).

Juan Pablo II condescendió con ello, abandonó a los uniatas a sí mismos y se comprometió oficialmente a no hacer "proselitismo": sacrificó la obra misionera al ecumenismo. El resultado es la difusión del protestantismo en Rusia, no del catolicismo (ivi, p. 118). El profesor May recuerda la ley de 1997 sobre las religiones reconocidas en Rusia por el Estado, que menciona sólo a la ortodoxia, el islam, el hebraísmo y el budismo como religiones "tradicionales" de Rusia (op. cit., p. 115). Olvida que la Iglesia Católica siempre ha estado presente en Rusia, aunque continuamente obstaculizada o perseguida (ivi, p. 118). En Georgia y Rumania se apresuraron en declarar religión de Estado a la Ortodoxia (ivi, p. 115). Los ortodoxos hacen todo lo posible por cerrarle cualquier espacio al catolicismo. Donde pueden, donde cuentan con medios para ello, los ortodoxos llevan a cabo una firme acción de proselitismo de tipo mundano en perjuicio de los católicos, desmembrándolos (op. cit., p. 119).

Por nuestra parte, nos gustaría recordar, para completar la exposición del autor, que Juan Pablo II regaló en Roma una iglesia a los griegos y otra a los búlgaros (cf. sì sì no no, diciembre 2002, p. 7, ed. española), para que celebraran en ella su liturgia de cismáticos, inficionada también de herejía por motivo del Filioque y de la consagración confiada a la epiclesis; ofreció otra asimismo a los rusos, quienes la rechazaron y parece que están construyendo «a espaldas de San Pedro, en el interior de la residencia diplomática del Janículo [...] la mayor catedral ortodoxa de Occidente», que, una vez acabada, proyectará su sombra «a plomo sobre la columnata de Bernini» (Capital, noviembre de 2001, p. 38). Así pues, no es Rusia la que se ha convertido al catolicismo, sino que es la Roma católica la que sufre cada vez más una invasión -incluso en punto a símbolos- de las fuerzas del cisma y la herejía (¡por no hablar aquí de la presencia formal del Anticristo, constituida por la mezquita de Forte Antenne, la mayor de Europa, también ésta aprobada por Pablo VI en nombre de la "libertad religiosa"!). ¿No demuestra todo ello, por enésima vez, que el Papa reinante jamás hizo en realidad, a despecho de las apariencias, la consagración de Rusia al Corazón Inmaculado de María, que la Virgen había pedido a su tiempo por conducto de la vidente de Fátima?

3ª parte: esclarecimiento de las doctrinas de los herejes y cismáticos

4. Las psedocategorías elaboradas por los ecumenistas: el "consenso diferenciado" y la "diferencia conciliada"

La búsqueda de la unidad "ecuménica" tropieza con un duro obstáculo, obviamente, en las contraposiciones doctrinales que se dan entre católicos y protestantes. Los ecumenistas arbitran la elaboración de figuras lógicas ad hoc para sortearlo, como el denominado "consenso diferenciado", que ha de permitir, al decir de ellos, la conclusión de acuerdos doctrinales sin menoscabo de las diferencias recíprocas. El profesor May prueba que tales figuras son insostenibles: «El consenso -escribe- es una conformidad de voluntades (de su contenido), dotada de sentido y declarada por las partes. Diferenciar significa dividir y separar. Un consenso diferenciado es la cohabitación de conformidad y divergencia sobre la misma cosa, que aquí es la doctrina. Significa, de hecho, "un acuerdo sobre los elementos fundamentales de una doctrina en litigio junto con la explicación contextual de los motivos por los que pueden permitirse, a la luz de todo lo que se ha establecido en común, las diferencias doctrinales que aún persisten"» (op. cit., p. 255).

Pero tamaña concepción «presupone que se puede distinguir, en la verdad revelada, entre doctrinas que es obligado reconocer para salvarse y doctrinas que pueden no reconocerse sin perjuicio de la salvación propia» (op. cit., ivi). Esta distinción es falsa: se trata de una concepción luterana, antaño condenada por la Iglesia porque la verdad revelada viene toda de Dios, por lo que toda ella es igual de necesaria para la salvación propia (op. cit., pp. 25 y 26). Además, en el plano puramente lógico, aquello a lo que no se dice amén le resta validez a aquello con lo que se está de acuerdo, lo que vuelve a la figura en cuestión [la del consenso diferenciado] completamente contradictoria (ivi, p. 26).

Igual de absurda resulta ser la noción de "diferencia conciliada", otra manera de expresar la idea de la "unidad en la diferencia". El cardenal Kasper gusta mucho de dicha locución y la usa a menudo (op. cit., p. 26), haciendo así eco a las declaraciones de los luteranos, quienes afirman que el ecumenismo ha de aspirar a la realización de «una comunidad eclesial en la diferencia conciliada» (ivi, pp. 26 y 27). Pero la conciliación, observa el profesor May, es una categoría antropológica: atañe a las relaciones humanas, no a las ideas. Lo que significa que «se pueden reconciliar los hombres, no las posiciones doctrinales. Las contraposiciones consolidadas no se dejan nivelar... No pueden conciliarse jamás las diferencias de fe, que expresan contraposiciones radicales, porque la verdad y el error no pueden convivir. La "diferencia conciliada" no es más que una suma de contrarios...» (ivi, p. 27). Por lo demás, incluso "acreditados" teólogos protestantes rechazan dicha categoría conceptual (ivi). Es inútil agarrarse a un clavo ardiendo. Como recordó Pío XI en Mortalium Animos, la fe católica es un todo indivisible: se la acepta o se la rechaza en globo (ivi, p. 28).

La "diferencia conciliada" no existe, no puede existir, igual que no puede darse unidad de ninguna clase entre católicos y protestantes, entre fés que profesan verdades opuestas. Además, las que los protestantes contraponen con tanto orgullo a los católicos no pasan de ser errores, negaciones de la verdad revelada, herejías (ivi, pp. 28 y 29).

5. Diferencias doctrinales, en punto a fe y costumbres, con los protestantes y los ortodoxos

Para dar una imagen lo más precisa posible de las diferencias insuperables que median entre nosotros, los católicos, y los herejes y cismáticos, le brindamos al lector una rápida síntesis casi una antología, del cuadro detalladamente elaborado por el profesor May. Se trata de una crítica obligada a causa de «los graves defectos del protestantismo en cuanto sistema religioso», una crítica que vuelve por los fueros de diversas verdades fundamentales, hoy escamoteadas. No hay en ella, pues, como es obvio, hostilidad alguna para con los protestantes en cuanto individuos, los cuales pueden ser personas pías y devotas, acaso más que ciertos católicos de hoy (op. cit., p. 66). Lo mismo vale respecto de los ortodoxos en cuanto síngulos individuos.

a. Protestantes

5.1 Lutero

Ante todo, ha de rechazarse una tentativa que los ecumenistas están poniendo por obra desde hace tiempo: la de revalorizar a Lutero, como si no hubiese sido bien comprendido o interpretado. «Hay hombres píos y ejemplares en el luteranismo, pero el fundador no se cuenta entre ellos». Sus defectos morales e intelectuales son harto conocidos: fue un fraile que rompió sus votos, que cedió a la sensualidad, a la soberbia, a la ira, al odio. Se idolatraba a sí propio (personalidad astuta y agresiva, fue polemista violento y habilísimo, y, al mismo tiempo, sutil y desenvuelto en sus sofismas hermenéuticos). Incitó a las masas al odio contra el Papa y contra los católicos valiéndose de una libelística "canallesca". No es justo considerarlo un "reformador". Fue un destructor de la fe, de la Iglesia, un sembrador de discordias: un auténtico Atila. Se sirvió de los males que afligían a la Iglesia militante en su tiempo como pretextos para rechazar la sana doctrina y sustituirla por su interpretación personal de las Escrituras (interpretación que pretendía conseguir la cuadratura del círculo, esto es, conciliar la salvación con la libertad de un sujeto que quería continuar siguiendo los impulsos de la carne y del orgullo) (op. cit., pp. 66 a 69).

5.2 El protestantismo impuso sus doctrinas por la fuerza

«El protestantismo no puso, junto a la tradición legítima de la Iglesia, la suya propia, igual de legítima; antes al contrario: rechazó como ilegítima la tradición legítima de la Iglesia para sustituirla por una diferente, que reputaba por legitima. Los protestantes ni siquiera procuraron depurar las instituciones de la Iglesia de su tiempo, sino que se limitaron a dejarlas de lado [...] Predicaban una doctrina torcida de pies a cabeza (veraenderte), adaptada a las debilidades de la carne» (op. cit., p. 69). Aquí radica la causa verdadera de su éxito, de la acogida favorable que le brindaron las élites, en quienes había calado hasta la médula el espíritu corrompido de aquel tiempo, no en el presunto redescubrimiento del verdadero Evangelio, del cristianismo auténtico, sobre el cual, al decir de los luteranos, se arrojaron las masas, ávidas de la verdad (¡!) (ivi, p. 70). Los "reformadores" predicaban lo mismo que el espíritu del mundo, tal y como lo vivían las clases dominantes en lo político y cultural, o lo que querían oír los prejuicios nacionalistas (la libertad absoluta de conciencia, artífice del propio credo; la aspiración a una religión nacional) (ivi, p. 71). De suerte que para el predominio efectivo del luteranismo fue decisiva la intervención de las autoridades civiles en su favor (señores territoriales, ciudades libres del imperio), ansiosas todas de apoderarse de las tierras y los bienes de la Iglesia Católica. Dichas autoridades persiguieron a los católicos, en sus territorios, con la opresión y el terror, aniquilándolos o expulsándolos (ivi, pp. 71-73). (10)

Otra leyenda la constituye la idea según la cual el protestantismo trajo la "libertad religiosa" (ivi, p. 73), pero lo cierto es que, por el contrario, ha reprimido siempre al catolicismo. Se ha apoyado de continuo en los poderes constituidos (igual que la Ortodoxia) para arrancarle creyentes al catolicismo y procurar adjudicárselos. Ha invocado siempre la libertad de conciencia y de religión, pero sólo para sí mismo (ivi). Todavía hoy el protestantismo sigue apoyándose en los poderosos de la tierra, ya sean «los medios de comunicación de masas, los partidos políticos o las corrientes dominantes del siglo, el Estado. Aún hoy sigue sin garantizarse la libertad religiosa en diversas naciones de mayoría protestante. La constitución noruega declara al luteranismo religión del Estado. Quien se adhiere a ella está obligado a educar a sus hijos en dicha religión: el rey debe ser luterano: más de la mitad de los miembros del parlamento deben ser luteranos» (ivi, p. 74).

Sigue un elenco de prerrogativas semejantes impuestas en Suecia, Finlandia, Dinamarca, Gran Bretaña (donde ni el rey ni el primer ministro pueden ser católicos, ni tampoco puede elegirse a sacerdotes católicos para diputados de la Cámara Baja) (ivi). Nuestro autor concluye así: «Es evidente que la proclamación de la libertad religiosa por parte del concilio ecuménico Vaticano II no halló eco alguno en el protestantismo» (ivi).

5.3 Las diferencias doctrinales siguen inalteradas e inconciliables

Los ecumenistas "las ocultan y minimizan", pero siguen ahí: nada ha cambiado. Aunque Juan Pablo II afirmaba que, tras el concilio, se derribaron "barreras divisorias" entre católicos y luteranos (L’Osservatore Romano nº 51, 17 de diciembre de 1999, p. 12, ed. española), no consigue aducir, empero, ni una sola prueba de lo que dice. Los teólogos protestantes siguen atacando los dogmas católicos lo mismo que antes. Falta cualquier respuesta de parte católica (op. cit., pág. 75). Sinteticemos ahora ampliamente dichas diferencias.

a) La palabra de Dios

Ella es para los protestantes «el instrumento decisivo de la gracia. La palabra es llamada y aceptación personal. El sacramento es algo secundario frente a ella. La palabra siempre es libre y nueva cada vez. No se solidifica en una norma. Se sigue de ahí que el concepto mismo de "dogma" no es viable, a juicio de los protestantes. En efecto, el dogma estriba en lo que se contiene en la revelación y propone la Iglesia: así se originan los artículos de fe. Para el protestantismo, en cambio, sólo cuentan las proclamaciones libres y momentáneas de la palabra. Su consolidación en las profesiones de fe confesionales es mera obra humana y puede ser revisada» (ivi, p. 76).

Los protestantes niegan que el dogma se pueda constituir a partir de la Tradición, cuya presencia se da en la Iglesia desde el inicio: sólo admiten las Escrituras como fuente de la Revelación. Cultivan, con todo, un tradicionalismo suyo propio, consistente en la aplicación de los principios de la tradición protestante a la interpretación de la Biblia: «el católico que lea los comentarios protestantes de la Biblia no raras veces se topará, estupefacto, con referencias a las obras de Lutero» (ivi, p. 77), a las que se usa, de hecho, como canon interpretativo (¡sin dejar de hacer mil cumplidos al libre examen individual de un texto sin notas explicativas, con sola la asistencia del Espíritu Santo!). Además, los protestantes no tienen la misma Biblia que los católicos (¿cuántos católicos lo saben?). Lutero eliminó los denominados textos "deuterocanónicos" del Antiguo Testamento. ¡Del Nuevo consideró no canónicos la Epístola a los Hebreos, la de Santiago (que enseña la necesidad de las obras para la salvación junto con la fe), la segunda Epístola de Pedro y el Apocalipsis! (ivi).

Mientras que para la Iglesia Católica todos los textos sagrados tienen a Dios por autor, se da unidad entre ellos, no se puede contraponer un texto a otro, su inerrancia es absoluta, no contienen contradicciones ni verdades de primer o segundo grado, y gozan todos de la misma autoridad, el protestantismo, en cambio, «opera una serie de diferenciaciones cualitativas entre los textos sagrados, estableciendo así un canon en el canon, introduciendo diversos niveles de autoridad en el seno de la Biblia. De esa manera, se pueden usar los pasajes del texto sagrado unos contra otros, lo que le permite al hermeneuta erigirse en juez de la revelación. Lutero reconocía en las Sagradas Escrituras sólo lo que "revelaba a Cristo", según su modo de expresarse. Ponía la Epístola a los Romanos y la Epístola a los Gálatas por delante de todos los demás textos, porque estaba convencido de que en ellos se hallaba la confirmación de su interpretación de la doctrina de la justificación» (ivi, p. 78).

La Iglesia Católica posee una instancia superior que interpreta autoritativamente la Sagrada Escritura: es el magisterio mismo de la Iglesia. El protestantismo no puede tener una instancia semejante. Afirma que "las Escrituras se interpretan por sí mismas". La falsedad de dicho aserto la demuestra la muchedumbre de interpretaciones opuestas que caracterizan a las diversas sectas. Ha de advertirse también que las profesiones de fe de las sectas protestantes contienen, en realidad, los criterios que se ha de seguir para interpretar la Biblia (cada secta tiene su criterio). En los dos siglos pasados, los teólogos protestantes casi destruyeron la autoridad del texto sagrado a causa de su metodología (racionalista-historicista), que no reconoce el principio de autoridad y busca la contradicción (ivi, pp. 78 y 79).

b) Justificación y gracia

«La gracia es, según el catolicismo, todo don sobrenatural que Dios concede al hombre para que consiga la vida eterna. Los dos tipos esenciales de la gracia son la gracia actual y la santificante. Esta última es una realidad sobrenatural que Dios infunde en el alma y que inhiere en ésta como cualidad de su propio ser. El concepto protestante es completamente distinto: la gracia no es otra cosa que la benevolencia, la disposición misericordiosa de Dios. No es, pues, un principio sobrenatural de nuestra vida que nos santifica, transformándonos interiormente» (ivi, p. 80). Las dos concepciones se oponen sin remedio.

Para los protestantes, «el hombre está tan corrompido por el pecado original que sólo puede ser capaz de hacer el mal. No pueden darse entonces ni preparación ni colaboración para la justificación [mediante la gracia] Dios lo hace todo por sí solo, el hombre no puede hacer nada. Contra estos errores la Iglesia Católica enseña, anclada en la Tradición y las Escrituras, que el pecado original hirió, sí, a la naturaleza humana; pero, con todo, esta sigue siendo capaz de cooperar con la gracia divina para justificarse. El principio subjetivo de la justificación es la fe» (ivi, p. 80)

El protestantismo, sin embargo, entiende la fe sólo como la confianza fiducial del individuo en la misericordia divina . Es menester creer (enseña Lutero) que el sacrificio de Cristo es, por misericordia divina, como un manto que cubre todos nuestros pecados: sólo esto hay que creer para salvarse, puesto que el hombre no puede cambiar; de ahí que no sea menester santificarse en la dura lucha cotidiana contra uno mismo, llevada a cabo pidiendo libremente el auxilio de la gracia. Se trata de una fe tenebrosa, que se basa sólo en el sentimiento angustioso de la miseria propia, pero que, a la vez, se halla veteada de orgullo, puesto que todo lo espera de Dios y nada impone al hombre, quien pretende salvarse sin dejar de ser como es, todo contaminado de pasiones y vicios.

Según el catolicismo, en cambio, «la fe es sumisión personal a Dios y, al mismo tiempo, libre adhesión a la verdad revelada por Dios» (ivi). Para la Iglesia, la fe no es separable del libre arbitrio. El modo en que se verifica la justificación mediante la gracia y la fe es, pues, profundamente diferente: «La misericordia de Cristo, que adopta en la fe al pecador [es decir, que nos hace hijos de Dios por adopción] se limita, para los protestantes, a recubrir la pecaminosidad del hombre (imputación forense de la misericordia o "justicia" de Cristo). La pecaminosidad íntima permanece inalterada incluso en el hombre justificado (simul iustus et peccator). Para la doctrina católica, en cambio, la justificación comporta una auténtica santificación interior» (ivi, pp. 80-87).

c) El concepto de Iglesia  (Cf. supra, punto 2.3.l. b).

d) Los sacramentos

Los protestantes han conservado sólo el "bautismo" y la "cena". ¿Y los otros sacramentos? ¿Cómo los juzgan? Así: El crisma es para ellos (puede que con excepción de los anglicanos) una "ceremonia vacía y supersticiosa". La confesión «no es un sacramento, sino tan sólo un uso aconsejado, igual que la extrema unción. Al sacramento del orden se le ve ni más ni menos que como una manifestación de soberbia, un error peligroso para las almas. El matrimonio no es más que un contrato, siempre rescindible. En los últimos tiempos, se han dado en diversos ámbitos protestantes, como se sabe, el "matrimonio homosexual"» (ivi, p. 82). El protestantismo niega también que los sacramentos puedan tener eficacia ex opere operato [o sea, por sí mismos, con independencia de la disposición del ministro; n. del ed.] El único medio de salvación es la palabra: se sigue de ahí que los sacramentos producen la gracia no mediante su administración, sino tan sólo por medio de la fe de quien los recibe (ivi, p. 83).

e) Bautismo

¿Qué decir entonces del bautismo, un sacramento del que tanto alardean los ecumenistas como de una posesión segura, común a católicos y a protestantes? Tampoco se informa con exactitud al vulgo de los fieles sobre este punto. La verdad es la siguiente: «Para muchos protestantes, el bautismo es un mero símbolo que no obra nada dentro del alma del bautizando. En cualquier caso, no se le concibe como causa de la gracia producida por Dios en el alma, sino como mero signo suyo. No se confiere al bautismo ninguna eficacia sacramental específica debido a la creencia en la fe fiducial y en la fuerza salvífica única de la palabra. Los protestantes que admiten que en el bautismo se brinda la gracia consideran también, sin embargo, que la incorporación [del bautizando a la Iglesia] se verifica sólo mediante la fe fiducial. Sólo pocos protestantes creen que el bautismo nos procura la gracia. Sectores cada vez más amplios niegan la necesidad del bautismo para la salvación. Necesaria es sólo la fe (fiducial). La salvación se vincula a la fe, no al bautismo, que ni siquiera es necesario para ser aceptados en la "Iglesia". El sínodo de las iglesias reformadas de Francia (25-27 de mayo de 2001) se pronunció en favor de la admisión general de los no bautizados a la cena» (ivi, p. 83).

f) Cena del Señor

El protestantismo rechaza con ahínco la doctrina católica de la santa misa, que el Concilio de Trento acabó por definir dogmáticamente (ivi, p. 84). «Niega la conexión esencial entre el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la misa. El culto de la cena del Señor es únicamente un memorial del sacrificio de la cruz; no tiene lugar en él ninguna oblación sacrificial.

El papel que desempeña la cena en la praxis de las sectas protestantes no puede parangonarse con el alto honor en que se  tiene a la misa en la Iglesia Católica. La mayor parte de los domingos no se celebra la cena: se contentan con la liturgia de la palabra. Sermones y cena valen lo mismo para los protestantes en cuanto funciones religiosas: el individuo puede elegir libremente entre los dos. No existe el precepto festivo. No se da la obligación de prepararse para la cena con la confesión, en el caso de que se hayan cometido pecados mortales. Según los protestantes, la administración de la cena produce el perdón de los pecados; lo cual significa que, en algunos aspectos, sustituye al sacramento de la penitencia, que ellos abolieron. Ésta es su praxis actual. La cena se celebra sin que la preceda confesión alguna, y también los no bautizados pueden participar en ella. Además, todas las confesiones protestantes niegan con decisión el dogma de la transubstanciación. No admiten ninguna consagración sacerdotal del pan ni del vino. Muestran mucha inseguridad tocante a la denominada presencia real e incurren en contradicciones notables al respecto. Como mínimo la niegan» (ivi, pp. 84 y 85). Conclusión: «La eucaristía no une a católicos y protestantes; antes al contrario: pone de manifiesto su insuperable división» (ivi, p. 85).

g) Sacramento del Orden

«El protestantismo no conoce la figura del sacerdote, que habla y obra in persona Christi, o, por mejor decir, la combate como errónea y reprobable porque, a su juicio, el sacerdocio introduce en la Iglesia una división en dos clases [sacerdotes y laicos], lo cual es contrario a la voluntad de Cristo [sic]. Según ellos, todo bautizado puede hacer lo que, según la doctrina católica, compete sólo a los sacerdotes, a los obispos y al Papa. El oficio de predicar incumbe a todos los bautizados. Si sólo se elige a algunos como "servidores de la palabra", eso sucede por exigencias de orden, de organización. Las iglesias evangélicas tedescas ratificaron recientemente, sin rebozo, que la ordenación "no es una consagración [...] que confiera una facultad particular en relación con la cena y sus elementos. Todo cristiano puede presidir la liturgia y pronunciar las palabras de la consagración". Eso significa que "el oficio sacerdotal es tan sólo una función, no un sacramento" [débese recordar que el Vaticano II introdujo la concepción del sacerdocio ministerial como función del pueblo de Dios, como poniendo en el mismo plano el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los fieles; cf. Lumen Gentium, n. 10, 13; decreto Presbyterorum Ordinis, n. 2, 4]. Sin embargo, por razones de competencia y de prestigio, el protestantismo maniobra para ocultar exteriormente, a los ojos del vulgo, la diferencia ontológica que, hace al caso decirlo, media entre el sacerdote católico y el ministro protestante. Basta recordar, entre otras cosas, el uso de la estola por parte de este último, corriente desde hace tiempo. Eso da la impresión de que los titulares del oficio sacerdotal se hallan, en ambas religiones, en el mismo plano y ejercen las mismas funciones.

La Iglesia Católica enseña la doctrina de la sucesión apostólica. Eso quiere decir que no hay obispo válidamente consagrado cuyo árbol genealógico eclesiástico no pueda remontarse a un Apóstol. Dicha conexión tiene valor cuando es segura, es decir, fuera del caso en que sea imposible hallar pruebas históricas de la transmisión sin lagunas de la potestad episcopal. Para los protestantes, en cambio, se puede hacer caso omiso de ello. Basta sólo con mantenerse firmes en la fe de los Apóstoles, que el protestantismo reivindica para sí. La sucesión del evangelio prima sobre la de los oficios. Los ecumenistas católicos hace tiempo que están alineados con la posición protestante, prestos a renunciar a la sucesión de la imposición de las manos a favor de una (indemostrable) "continuidad en la fe y en la doctrina con la Iglesia de los Apóstoles" [lo que aquí resulta inexacto, a nuestro juicio, es sobre todo, el hecho de querer excluir de dicha "continuidad" el elemento basilar constituido por la sucesión episcopal, para reducir así tal "continuidad" a la "continuidad" de una doctrina desvinculada del magisterio, que se pretende luego identificar con la "doctrina" de los Apóstoles o de la denominada "Iglesia primitiva", tal y como la fantasean los herejes a partir de Lutero, que descartaba tranquilamente los textos sagrados (v. gr.: la Epístola de Santiago), o la interpretación de los Padres, cuando no podía conciliar su doctrina, mediante algún artificio, con la suya propia].

Uno de los dogmas del catolicismo lo constituye la imposibilidad de ordenar a las mujeres. Dicho dogma no existe para el protestantismo: las diferentes sectas no tienen problemas en nombrar "ministras". El número de los "obispos" hembras se incrementa en ellas sin parar [...]. No cuenta el sexo a la hora de ser "ministro". Hay hasta transexuales comprometidos como "párrocos" protestantes» (ivi, pp. 85 a 87).

h) La Santísima Virgen

El culto mariano lo rechazan los protestantes. El dogma de la Asunción (1950) provocó a su tiempo furibundas protestas. Casi todos los protestantes niegan la virginidad de María tras el parto. Es una pía ilusión creer que honran a la Virgen. Esto vale sólo para individuos aislados o grupos, pero en modo alguno para el protestantismo en su conjunto. Éste rechaza apodícticamente la oración a María y la mediación de ésta para la obtención y distribución de todas las gracias (ivi, pp. 87 y 88).

i) Ética protestante

El abismo es profundo. «El formalismo kantiano domina amplios sectores de la ética protestante. Según los principios del autonomismo kantiano, el individuo puede actuar conforme a su experiencia personal de la fe. Se sigue de ahí que la moral se cifra en la disposición interior del individuo, con lo que el valor objetivo del comportamiento se pierde por el camino.

Baste recordar dos cánones de la ética protestante: 1) No hay ninguna ley que valga sin excepciones, sino tan sólo reglas de comportamiento moral que admiten excepciones en función de las circunstancias. Si dispone de motivaciones justas, todo el mundo puede sustraerse a cualquier mandamiento. Un ejemplo: el protestantismo condena la mentira, obviamente, pero no sin condiciones; tan es así que la permite en caso de necesidad. 2) No conoce acciones que sean malas en sí mismas y que, por ende, siempre estén prohibidas, en todas partes y en cualquier circunstancia. Si uno tiene buenos motivos, puede ejecutarlas [y entonces la que decide es su conciencia, desvinculada de la ley] El protestantismo es la religión de las concesiones en el plano moral. Piénsese, sobre todo, en la moral sexual. Impedir voluntariamente la concepción mediante medios mecánicos y químicos no constituye un problema moral para los protestantes. Las relaciones sexuales fuera del matrimonio pueden practicarse si las justifican motivos válidos. El divorcio en presencia de una causa justa puede estar no sólo permitido, sino que puede sentirse hasta como obligado. El posible nuevo matrimonio de los divorciados no halla ningún obstáculo en el plano moral.

Dos mil años después del Logos, los luteranos siguen sin saber si la sodomía ha de considerarse un pecado. Este vicio goza de adhesiones y reconocimientos en el protestantismo. En muchas "iglesias" evangélicas se celebran uniones homosexuales "en la iglesia". La ética protestante muestra su verdadera faz en el caso del aborto. Como es natural, se declara que el aborto es, como tal, inadmisible. Con todo, se permite si se dan determinadas circunstancias. El sínodo de las iglesias evangélicas alemanas declaró que impedirlo podría ser, en ciertas circunstancias, moralmente reprobable» (ivi, pp. 88 y 89).

l) Los novísimos

«La Iglesia Católica ha sostenido siempre firmemente la doctrina según la cual el alma se separa del cuerpo a la hora de la muerte para que la juzgue Dios, quien decidirá sobre su salvación o perdición eternas. Las almas que no sean lo bastante puras para comparecer ante Dios deberán pasar por el fuego del purgatorio. En amplios sectores del protestantismo se sostiene la hipótesis de la muerte total; es decir: todo el hombre desaparece con la muerte, no hay una vida post mortem del alma. Quienes, por el contrario, admiten la existencia del alma están convencidos de que todos van al cielo, pase lo que pase. Al purgatorio no se le toma en consideración. No hay, pues, necesidad de oraciones, intercesiones, misas por los difuntos, indulgencias [conque, a lo que parece, los protestantes ni siquiera creen ya en el infierno: o la nada, o el paraíso para todos]» (ivi, pp. 89 y 90) ¿No está acaso ampliamente difundido entre los católicos este modo absolutamente torcido de concebir los novísimos? ¿Y a causa de qué, sino del ecumenismo?

Podríamos extendernos mucho más, pero el rápido esbozo que acabamos de trazar nos parece suficiente para nuestro objeto. Frente a la ocultación de la verdadera naturaleza del protestantismo por parte del falso ecumenismo dominante, el profesor May invoca, con harta oportunidad, la necesidad de una publicística y una predicación que hagan conocer a los católicos lo que el protestantismo es de verdad (ivi, p. 109).

B. Ortodoxos

Vengamos ahora a las diferencias doctrinales con los ortodoxos. «Pablo VI y Juan Pablo II afirmaron varias veces que a la Iglesia Católica la liga una comunidad de fe con las iglesias orientales. Lo sorprendente del caso es que las iglesias ortodoxas no han sacado consecuencia alguna de ese presunto descubrimiento. En los hechos, no se advierte ni rastro de dicha comunidad. Es falso cuanto afirma Walter Kasper al decir que «la única cuestión teológica en torno a la cual se disputa realmente con los ortodoxos» es la relativa al primado. La imagen idílica que dibuja de la relación que guardan entre si la Iglesia Católica y la ortodoxa es engañosa, pues no hay verdad de fe que la ortodoxia no entienda de otra manera que la Iglesia Católica, hasta en los detalles. La fidelidad a la tradición se vuelve rígido tradicionalismo en los ortodoxos, por lo cual muchos aspectos de la doctrina de éstos son poco seguros, o no están nada claros, o resultan controvertidos, o se hallan anticuados. Además, no hay que olvidar que la Ortodoxia ha bebido grandes tragos de la copa del protestantismo. Veamos algunos ejemplos de las diferencias:

La idea que se hacen de la Iglesia no coincide con la católica, según se vio [cf. supra, punto 2.3.l. a] Las comunidades ortodoxas son iglesias nacionales, estrechamente vinculadas al poder estatal (11) Las iglesias locales no son, en la óptica ortodoxa, iglesias particulares: toda iglesia local es una iglesia católica. La iglesia universal no es más que la unión de las iglesias locales.

El primado de jurisdicción del obispo de Roma se niega unánimemente. Además, los ortodoxos sostienen que la tercera persona de la Santísima Trinidad procede sólo del Padre, no del Padre y del Hijo conjuntamente, a diferencia de lo que enseña el dogma católico. Se acercan a los protestantes tocante al problema del pecado original, porque tienden a inferir de él la corrupción total del hombre. El dogma de la inmaculada concepción de la Santísima Virgen topa en la ortodoxia con fuertes oposiciones. Muchos ortodoxos reputan por inválido el bautismo administrado por los herejes. Se rebautiza a los católicos y protestantes que se convierten a la ortodoxia. También el santo crisma puede (mejor dicho: debe) repetirse si se dan ciertas circunstancias. La transubstanciación (cuando se la acepta en sus líneas generales) se atribuye no a las palabras de la consagración, sino a la invocación subsiguiente del Espíritu Santo (epiclesis). La adoración eucarística no existe. La doctrina de las indulgencias no se toma en consideración. Los santos óleos se administran no sólo a los enfermos, sino también a los sanos. Reina una notable incertidumbre en punto a la posibilidad de ordenar diaconisas o sacerdotisas [es decir: tal posibilidad no se niega con firmeza] El ministro del sacramento del matrimonio es el sacerdote [no los novios en contra de lo que afirma el dogma católico] El divorcio se permite con base en diversas causas que se estiman justas. Los divorciados pueden casarse incluso por tercera vez con el matrimonio sacramental [¡!] La ortodoxia no le pone objeciones a la contracepción. Se delinea una "apertura" tocante a la "homosexualidad". Aparecen algunas incertidumbres en la doctrina de los novísimos. El purgatorio lo niegan la mayor parte de los teólogos.

Merced a estas pocas observaciones se echa de ver que se dan graves contraposiciones doctrinales entre los católicos y los ortodoxos. La esperanza que alberga Juan Pablo II de que el diálogo entre católicos y protestantes aclare pronto todos los puntos en litigio carece de todo fundamento en la realidad. La afirmación del concilio según la cual el patrimonio espiritual y teológico de los ortodoxos «pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia» (UR, n. 17) es, como mínimo, equívoca [12]. Es justa si quiere decir que tal patrimonio pertenece en realidad, en lo que tiene de auténtico, a la Iglesia Católica. Pero es falsa si significa que dicho patrimonio está ausente de la Iglesia Católica. Es menester remachar, pues, contra la opinión expresa del concilio (cf. UR, n. 15), que la communicatio in sacris con los ortodoxos no es "posible" ni "aconsejable". Por lo demás, los ortodoxos ni siquiera toman en consideración celebrar la eucaristía en común con los católicos, toda vez que los consideran herejes» (ivi, pp. 120 a 122). Su participación en las iniciativas ecumenistas promovidas por Roma está dictada, pues, nada más que por el interés puro y simple.

Speculator

Notas:

(1) Georg May, Die Krise der Kirche ist eme Krise der Bischoefe (Kardinal Seper), edición especial de los cuadernos 1 y 2 de 1987 de Una Voce - Korrispondenz Koeln, 1987, p. 119

(2) Georg May, Die Oeckumenismusfalle [La Trampa del Ecumenismo], Sarto Verlag: Stuttgart, 2004, p. 278. La editorial Sarto (Sarto Verlag), de Stuttgart, que toma su nombre de San Pío X (Giuseppe Sarto), publicó también, además de varios ensayos de Georg May y un estudio profundo del ensayista católico Dr. Heinz-Lothar Barth -bastante crítico del ecumenismo actual-, la versión alemana de Iota Unum, la ya clásica obra de Romano Ameno. Del Dr. H-L Barth nos gustaría recordar les intervenciones escritas en los congresos teológicos IIIº y Vº de sì sì no no, titulados respectivamente: De nouvelles voies vers l'unité des chrétiens? [¿Nuevos caminos hacia la Unidad de los Cristianos?], 1988, y L'anaphore de Addaï et Mar: Rome permet une messe invalide? [La Anáfora de Addaï y Mari: ¿Permite Roma una Misa Inválida?], 2000. (cf. sì sì no no de Julio-Agosto 2002, p.1, ed. española)

(3) G. May, Die Oekumenismusfalle, cit., p. 239.

(4) G. May, Die Krise... cit., p. 13. Cf. asimismo la p. 10 de la misma obra: «Del concilio procedieron las consignas merced a las cuales se puso en marcha el movimiento postconciliar. La catástrofe conciliar se hizo posible sobre todo a causa del concilio».

(5) En obsequio a la claridad, transcribimos el pasaje entero: «Por consiguiente, aunque creemos que las iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas corno de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia Católica» (UR, n. 3)

(6) Claude Barthe, presentación de Pour une interprétation autenthique de l'oecumenisme, breve estudio del padre Ansgar Santogrossi, O.S.B., sobre algunos aspectos de la encíclica Ecclesia de Eucharistia, que apareció en la revista francesa Catholica, nº 84, verano del 2004, pp. 53 a 62, cita de la p. 54.

(7) P. Ansgar Santogrossi, O.S.B., op. cit., pp. 54-55. El autor de este estudio no ve la posibilidad teológica de la liberalización introducida por el Vaticano II, relativa a la administración de los sacramentos a los cristianos separados en el decreto Orientalium Ecclesiarum, nn. 24 a 29.

(8) Parece que el subsistit in se insertó en el texto de la Lumen Gentium a sugerencia de los protestantes; cf. sì sì no no, 15 de mayo del 2001, n 9, p. 5, L'origine protestante del subsistit in del artículo 8 de la Lumen Gentium (edición italiana).

(9) Sobre la oscuridad de la "aclaración" promulgada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, cf. Francis A. Sullivan, S.J.: ‘Sussiste’ la Chiesa di Cristo nella Chiesa cattolica romana?, en Vaticano II. Bilancio e prospettive, veinticinque anni dopo, edición de R. Latourelle, Cittadella: Asís, 1987, 2, pp. 812 a 824; p. 820: «Debo confesar que no estoy seguro de cómo debe entenderse la frase ‘existe una sola subsistencia de la verdadera Iglesia’». En efecto, la noción de la "existencia de una subsistencia" sobre ser pesada en la formulación, nos parece tautológica, toda vez que la existencia de lo que subsiste no es cosa distinta de su mera subsistencia, sea cual fuere el modo en que se actúe la subsistencia misma.

(10) Tres años después de la muerte de Enrique VIII, la introducción, por imperativo legal, de la nueva misa en vernáculo (un rito en el cual aún se mezclaban prudentemente elementos católicos y Protestantes), el domingo de Pentecostés de 1549, provocó que se rebelara rápidamente toda la parte occidental de Inglaterra (Western Rebellion). Los rebeldes exigían el restablecimiento de la vieja religión, empezando por la santa misa. Fueron aplastados rápidamente por los mercenarios alemanes e italianos, quienes constituían a la sazón las únicas tropas de tierra de la corona inglesa.

(11) Recordemos que el retorno de los cismáticos orientales al seno de la Iglesia Católica, sobre cuyos términos se habían puesto ya de acuerdo formalmente las autoridades religiosas, se malogró dos veces, sobre todo por la intervención hostilísima del poder político, que veía con malos ojos perder el control de la iglesia. Recordemos el caso ruso. Rusia estaba incluida en el patriarcado de Constantinopla desde el siglo x (posteriormente se volvió iglesia autocéfala). El patriarca Isidoro, griego, asistió a los concilios ecuménicos de Ferrara y Florencia. En este último se concluyó el célebre acuerdo para el "retorno" al catolicismo. Volvió a Rusia en 1441 como cardenal y legado apostólico de Rusia. Cuando celebró la misa en la cual rogó por el Papa y leyó el decreto de unión con Roma, el principe Vassili II, que gobernaba el principado de Moscú (un Estado aún vasallo de los mongoles), interrumpió la celebración por la fuerza y echó de la iglesia al patriarca, lo hizo arrestar y encerrar en un monasterio. Después de eso, convocó un sínodo de obispos ortodoxos, proclamó la deposición del arzobispo metropolitano y «rechazó, en nombre del pueblo ruso, la unión proyectada con Roma» (N. Brian-Chaninov, Storia di Russia; edición original en francés, de 1929; traducción italiana, de 1940: Ed. Garzanti: Milán, pp. 92- 96). Fue un escándalo inaudito.

(12) Recordemos que los ortodoxos, después de más de seis siglos de concordancia con la Iglesia romana tocante al celibato eclesiástico, virtualmente recomendado por las Sagradas Escrituras, pararon el desarrollo de la disciplina celibataria en el concilio trullano (692), en el cual se produjeron las primeras escaramuzas fruto del antagonismo con Roma que desembocó en el cisma. Dicho concilio estableció la obligación del celibato sólo para los obispos y para los sacerdotes que no estuviesen ya desposados en el momento de la ordenación, reprobando el uso diferente y más austero de la Iglesia romana, la cual, por el contrario, ha desarrollado plenamente el pensamiento divino-apostólico relativo al celibato eclesiástico, el cual se halla atestiguado en la Sagrada Escritura (cf. sì sì no no, del 30 de septiembre de 1991, pp. 1 y ss., edición italiana: El pseudoproblema del celibato eclesiástico).

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