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Verano 2005

EL ECUMENISMO, TRAMPA MORTAL PARA LA IGLESIA -II-

La amplia reseña que publicamos poco ha de un libro del prof. May titulado, como se recordará, La Trampa del Ecumenismo (una vigorosa y documentada denuncia de la devastación que ha provocado éste en la Iglesia y en las naciones católicas) suscitó, a Dios gracias, un interés notable entre nuestros lectores; de ahí que estimemos oportuno completarla con la exposición del capítulo que consagra el prof. May (catedrático de renombre amén de sacerdote, no se olvide) a las relaciones entre el ecumenismo y las religiones acristianas (1).

1ª PARTE

1. El ecumenismo actual da una idea falsa de las religiones acristianas

1.1 Las religiones paganas son obra del demonio

El prof. May se ocupa de las religiones acristianas en el capítulo sexto de su libro (2). Empieza por recordar la doctrina tradicional de la Iglesia (op. cit., pp. 181-198). La salvación es posible tan sólo por conducto de Nuestro Señor (Jn. 14, 6; 1, 18; Act. 4, 12). Las religiones paganas pertenecen al reino de las tinieblas y están bajo el poder de Satanás (Act. 26, 18; II Cor. 10, 20) (ivi, p. 181). El magisterio ratificó no ha mucho que «no hay más economía de la salvación que la que el Padre celestial ha constituido en Jesucristo» (Declaración Dominus Iesus, 11, 25) (ivi).

Según la enseñanza de la Iglesia, «la revelación de Jesucristo es completa y definitiva, no es posible ni necesario que otras religiones la perfeccionen. La teología pluralista de las religiones, al decir de la cual todas las religiones son expresiones igualmente legítimas de la experiencia del fundamento divino del mundo, destruye el cristianismo en su raíz» (op. cit., pp. 181-2; cursivas nuestras). Sabemos que, fuera del cristianismo, los justos pueden salvarse mediante el bautismo de deseo implícito («votum implicitum de querer pertenecer visiblemente a la auténtica Iglesia de Cristo»), porque el Espíritu Santo puede actuar sobre los individuos a despecho de su pertenencia a otras religiones, todas las cuales se hallan bajo la influencia del príncipe de este mundo; así y todo, dicha acción tiene siempre por objeto «preparar a los individuos para que elijan a Cristo» (ivi, pp. 182-3, con citas de la DI, 12, y de la encíclica de Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 5).

Una vez sentado todo eso, es menester inferir lógicamente las consecuencias de ello: «Las religiones acristianas tienen un significado absolutamente negativo para la salvación: confinan en el error a sus seguidores, manteniéndolos alejados de la verdad» (ivi, p. 183). Las religiones paganas constituían un intento por parte del hombre de "aprehender los secretos del mundo", sus dioses eran "imágenes míticas de la naturaleza"; pero después de la venida de Cristo se hallan en oposición con la religión que Éste instituyó, como que se fundan en el culto de los "falsos dioses", no en el del "Dios vivo". Profesan errores de todo tipo y "combaten la verdad". Le impiden al hombre acudir a Cristo (ivi). Por eso es necesario remachar que «los paganos que se salvan [mediante el bautismo de deseo implícito] lo hacen no gracias a su religión, sino a pesar de ella. En efecto, no es de recibo que Dios encauce a todos los hombres hacia Cristo como Salvador [único] y les permita, al mismo tiempo, una salvación autoprocurada [Selbsterlösung, es decir, que les deje en libertad de salvarse por sí solos, con sus propios medios, aquellos que brindan las religiones que ellos mismos inventaron]»(ivi).

Por desdicha, se ha difundido ya un error grave: sectores cada vez mas amplios de la catolicidad piensan hoy que todas las religiones constituyen medios de salvación igualmente válidos para sus seguidores. «Se habla de la "gran ecumene", de la unidad de todos los hombres que creen en una religión mundial común. La declaración Dominus Iesus, 5, subraya, con razón, que la mentalidad relativista se está extendiendo cada vez más. Es menester remachar, contra dicho relativismo, que no es cierto que todas las religiones sean modos legítimos de manifestación de la divinidad única. Las religiones acristianas no son, en manera alguna, complementarias de la revelación. No constituyen medios de salvación previstos y utilizados por Dios. Quien las estima en más de lo que valen deprecia al cristianismo al hacerlo. Quien renuncia a la unicidad y a la universalidad de la mediación salvífica de Nuestro Señor demuele los cimientos del cristianismo» (ivi, pp. 183-4; cursivas nuestras).

1.2 La responsabilidad del Concilio Ecuménico Vaticano II

El viraje de la iglesia jerárquica actual en punto a las religiones acristianas se remonta al Vaticano II, que aprobó una declaración (Nostra Aetate) "sobre la relación de la Iglesia con las religiones acristianas". Buena parte de dicha declaración es «insatisfactoria y deficiente. El concilio afirma, con razón, que la Iglesia "no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero" (NA, 2). En las religiones falsas se dan componentes verdaderos provenientes de varias fuentes: puede tratarse de residuos de la revelación primitiva [huellas de la cual encontramos en Noé, p. ej.], o de influjos cristianos, o de restos erráticos fruto de la búsqueda de la verdad religiosa; con todo, junto a determinadas creencias que inclinan a la verdad y al bien [como, v. gr., la creencia griega en la inmortalidad del alma individual y en una forma de juicio tras la muerte], subsisten muchas otras, malas y falsas, en las religiones acristianas. El Vaticano II hizo caso omiso de esta última verdad» (ivi, p. 184).

Así se explica que el concilio afirmara que los moros profesan la fe de Abrahán y «adoran con nosotros a un Dios único» (nobiscum Deum adorant unicum) (LG, 16). Dicha afirmación «es discutible [en realidad, debe considerarse insostenible, falsa]. Lo que dijo sobre las tres religiones monoteístas [que han de considerarse todas tres verdaderas por igual] fue de lo más inoportuno. Una ecumene de las religiones que mencionan a Abrahán es posible sólo si se renuncia a la fe en el Dios trinitario, lo que equivale al abandono espontáneo (Selbstaufgabe) del cristianismo [¿Y el abandono espontáneo del cristianismo, nos preguntamos, no es lo mismo que la apostasía del cristianismo?]. Tampoco la fe judaica en el Dios único constituye, ciertamente, un puente hacia el misterio de la Sma. Trinidad. La Lumen Gentium, 16, tiende a incluir a todos los acristianos en el (nuevo) pueblo de Dios. Dios da la gracia a los acristianos "por caminos que sólo Él conoce" (decreto conciliar Ad Gentes, 7). Todo eso es cierto [si corrobora la doctrina del bautismo de deseo implícito]. Pero la Nostra Aetate no dice ni pío del elemento demoníaco presente en las religiones acristianas. Se encuentra una alusión al respecto en Ad Gentes, 14, donde se afirma que el sacramento de la iniciación cristiana libera a los catecúmenos "del poder de las tinieblas". Está claro que también las religiones acristianas deben de pertenecer a dicho "poder de las tinieblas" [...]. Pero el concilio habría debido expresarse con claridad sobre este punto» (ivi, pp. 184-5; cursivas nuestras).

1.3 La responsabilidad de Juan Pablo II

Así, pues, fue del Vaticano II de donde brotó el impulso no sólo para la constitución de la pequeña ecumene, sino también de la grande. En efecto, continúa el prof. May: «No sólo tenemos una pequeña ecumene con las comunidades acatólicas desde el Vaticano II en adelante, sino que tenemos, además, una gran ecumene, como la llaman, con las religiones acristianas, y, por tanto, un diálogo no sólo entre confesiones, sino incluso entre religiones. La Santa Sede institucionalizó las relaciones con las religiones acristianas». El órgano ideado ad hoc es el conocido Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso (ivi, pp. 185-6; cursivas nuestras).

Abanderado incansable de ambas ecumenes es, como se sabe, el propio Juan Pablo II, quien propugna y pone por obra sin intermisión una "cultura del diálogo". El suceso "más espectacular" de su pontificado lo constituye, ciertamente, el célebre encuentro interreligioso de Asís, en 1986, al que le siguieron muchos otros: «Desde el encuentro de Asís en adelante, el Papa recomendó, favoreció y celebró encuentros interreligiosos repetidamente. Menciona a menudo el ‘Espíritu de Asís’, espíritu que hay que mantener vivo y vital. En la encíclica Tertio Milennio Adveniente, 52-3, elogia y recomienda, una vez más, el diálogo interreligioso» (ivi, p. 186).

A la vista de todo eso, ¿no le asalta a uno la tentación de acusar a Karol Wojtila de herejía en sentido material, consistente en el hecho de profesar objetivamente una forma de relativismo religioso que constituye la negación evidente de dogmas fundamentales del cristianismo, comenzando por el que enseña el primer mandamiento: «No tendrás otros dioses delante de Mí», es decir, delante de la Sma. Trinidad, cuya revelación, como es obvio, no puede ponerse en el mismo plano que las "revelaciones" contenidas en las religiones inventadas por los hombres? Hablamos de herejía en sentido material, que estriba en la propalación de una doctrina objetivamente errónea, no de herejía en sentido formal, es decir, según la forma perfecta de la cosa (forma dat esse rei, la forma le confiere el ser a la cosa, su naturaleza específica), la cual se da cuando al error lo anima la intención de difundir una doctrina contraria al depósito de la fe, intención que configura el animus peccandi y el consiguiente pecado de herejía, que es precisamente la herejía en sentido propio o formal. La herejía en sentido propio o formal sólo los órganos competentes de la Iglesia pueden declararla en la forma conveniente.

«El Papa no quiere de fijo inducir al relativismo religioso -apostilla el prof. May-; sin embargo, su modo de actuar lo favorece» (op. cit., p. 186). ¿Acaso pretende negar el prof. May, con tal constatación, las conclusiones que se derivan formalmente de los hechos que él mismo ha expuesto? Quizás lo parezca, pero no es así en realidad. La constatación de nuestro autor es absolutamente correcta. No puede acusar al Pontífice de aspirar a sabiendas al relativismo religioso porque: 1) sólo Dios conoce las intenciones y el grado de responsabilidad del hombre; 2) porque se debe suponer que un Papa elegido normalmente quiere siempre el bien de la Iglesia, y 3) porque una imputación de esa especie equivaldría a acusar abiertamente al Papa de ser hereje y apóstata (de ser hereje en sentido formal). Lo que los hechos autorizan a inferir es, pues, que el comportamiento del Papa favorece objetivamente (leistet ihm Vorschub) el relativismo religioso, sean cuales fueren sus miras personales, que no nos toca a nosotros juzgar y que siempre se ha de presumir tienen en vista el bien de la Iglesia. Lo favorece de hecho enseñando doctrinas erróneas, no conformes con el depósito de la fe, comenzando por la que dice que cristianos, judíos y sarracenos adoran al mismo Dios. Esta "doctrina", que ha llegado a ser en la actualidad casi un tópico de lo "teológicamente correcto" y que ya se había esbozado en la afirmación conciliar susocitada "nobiscum Deum adorant unicum", una doctrina que constituye el fundamento del diálogo interreligioso que desea el Papa, ¿no es verdad que recuerda la parábola deísta e iluminista de los tres anillos, tan del gusto de un poeta y dramaturgo alemán del siglo XVIII como Gotthold

Ephraim Lessing (francmasón con el grado de Venerable)? (*).

Sigue diciendo el prof. May, a propósito del mal ejemplo que da Juan Pablo II: «Muchos católicos se resisten a seguir al Pontífice por ese camino. No se les escapa que la manera que tiene de enfocar las religiones acristianas constituye un auténtico escándalo, o sea, que da pie e incita al pecado [de apostasía]. No obstante, hay obispos que toman su enfoque como ejemplo y organizan por su parte encuentros interreligiosos [...]. La Comunidad de San Egidio, que tiene como finalidad mantener vivo "el espíritu de Asís", se fijó la siguiente divisa en un encuentro de oración en Aquisgrán [en 2003]: "No queremos convertir a nadie. Bien está que cada cual crezca en su religión"» (ivi, p. 186).

Como es lógico, comunidades y organizaciones católicas se inspiran a su vez en los obispos, por lo que son ya numerosos los encuentros interconfesionales de oración (ivi). A este respecto, especifica el autor, es menester tener siempre presente que tales encuentros son intrínsecamente contradictorios: «Se reza en función de lo que se cree. La oración en común presupone una fe común [lo cual se excluye a priori en este caso particular]. Así que es imposible rezar en común con los acristianos» (ivi, p. 187). Eso nos lleva, por lo que a nosotros respecta, a la siguiente conclusión: se trata de rezos bastardos, que hacen perder la fe y ofenden a Dios.

1.4 La misión repudiada: la renuncia a convertir a la morisma

El ecumenismo impuesto por Juan Pablo II impide de hecho la actividad misionera de la Iglesia y deja que las almas vegeten en las tinieblas. La declaración Dominus Iesus, 2, afirma, con razón, que el diálogo interreligioso no reemplaza al cometido misionero, sino que lo acompaña (ivi). La irrupción en Europa de millones de acristianos le abre a la Iglesia un vasto campo para la actividad misionera. Pero ¿dónde está dicha actividad? «Ya es hora de ponerse manos a la obra para convertir a los millones de moros presentes en Europa. Mas, sin embargo, un cometido de tal especie no encaja en las previsiones, por lo que no se le da principio en manera alguna; [¿de qué sirven entonces, nos preguntamos, las precisiones del tipo de la D. I., 2, recién citada?]. Nunca he oído que se pensara en seleccionar a nadie, de entre el ejército de los diversos miembros de los consejos parroquiales o encargados de la pastoral, para que aprendiera la lengua turca a fin de emplearlo en la conversión de los turcos [pero, de todos modos, se podría comenzar, si hubiese voluntad, usando tan sólo el idioma alemán]. En lugar de ganar a los islamitas para el cristianismo, se está a ver cuántos cristianos ceden al Islam. La libertad de religión vigente en Europa hoy por hoy podría brindar la posibilidad -inaudita en tierras agarenas- de demostrar [a los propios musulmanes] la insostenibilidad de las religiones acristianas. Explicaciones oportunas podrían probar que el Alcorán no es más que una obra chapucera, producto de la astucia humana; podrían demostrar que depende de otras fuentes (como el judaísmo y el cristianismo, p. ej.) y evidenciar sus numerosos absurdos» (ivi, pp. 187-8).

De suerte que la mies podría ser abundante como nunca, pero los obreros faltan a su deber. Salvo que Dios haga un milagro, no será Juan Pablo II, ciertamente, quien promueva dicha obra misionera, pues se trata de un Papa que ha llevado su deferencia para con el Islam hasta la adulación, es decir, hasta el punto de inclinarse y besar públicamente, en señal de respeto, un ejemplar del Corán que se le ofreció como regaló, durante una audiencia, el 14 de mayo de 1999 (¡nada menos que el Corán, un libró que niega a boca llena todas las verdades fundamentales del cristianismo y en cuyo nombre multitud de cristianos fueron y siguen siendo perseguidos y asesinados!). El prof. May comenta de esta guisa el inaudito gestó de Juan-Pablo II: «El beso es signo de simpatía y veneración. Con tal acto, el Papa muestra simpatía y veneración por un libro en el que figuran los más increíbles errores y tergiversaciones, y que se utiliza como instrumento de lucha contra los cristianos. La morisma entendió dicho gestó como acto de sumisión [del "Papa de Roma", como lo llaman] a las pretensiones de dominio del Alcorán» (ivi, p. 191).

¿Y puede argüirse de error a los mahometanos, añadimos nosotros? Por lo demás, Juan Pablo II observa, tocante a todas las religiones, una actitud conciliadora y sumisa, que a veces parece hasta servil, como de quien se halla aquejado de un complejo de inferioridad; sólo respecto a su propia religión (la única verdadera) asume actitudes críticas una y otra vez, como si se avergonzara de pertenecer a ella.

Juan Pablo II no se limitó, respecto del Islam, al gestó recién recordado, bien que gravísimo (y del cual nos parece debería rendir cuentas a todos los católicos):

1) En el famoso encuentro de Casablanca con la juventud mahometana, que había sido convocada por el rey de Marruecos para la ocasión (20 de agosto de 1985), Wojtila declaró, repitiendo un consejo que ya había expresado la declaración conciliar Nostra Aetate (véase supra), que nosotros y los sarracenos «creemos en el mismo Dios»; afirmación discutible, observa el próf. May, toda vez que el morismo niega la divina Monotríada y reputa por idólatras a los cristianos a causa de su fe en ella (ivi, p. 190-1);

2) El 21 de mayo de 2000, Juan Pablo II no vaciló en gritar, a orillas del Jordán: «¡Ojalá que San Juan Bautista proteja el Islam!» (Documentation Catholique, 16-V-2000, p. 362). San Juan Bautista [el precursor de Nuestro Señor, no de los falsos profetas] «habría apartado los ojos horrorizado, y con toda la razón del mundo, ante semejante deseo» [ivi, p. 191]); y

3) En Maguncia (Alemania), en vez de exhortar a los islamitas a convertirse al cristianismo, les gritó, el 17 de noviembre de 1980: «Vivid vuestra fe también en tierra extranjera» (Insegnamenti di Giovanni Paolo II [Enseñanzas de Juan Pablo II], III, 2, 1980, p. 1268). Lo que el Papa pone en movimiento los teólogos lo desarrollan. Ya hay teólogos que piden se reconozca a Mahoma como verdadero "profeta" (ivi).

2ª PARTE

2. Hebraísmo e Islam como ejemplos de religiones acristianas

En gracia a la brevedad, el prof. May se limita a estudiar, a título de ejemplos de religiones acristianas desfiguradas primeramente por el concilio y más tarde por el ecumenismo, las dos más importantes, el judaísmo y el Islam, para mostrar que se da de ellas una idea que no corresponde a la realidad, una idea preñada de consecuencias nefastas para los católicos.

2.1 Judaísmo

«El Vaticano II tuvo palabras de estima para los judíos. Describió con palabras de las Escrituras el vínculo que liga al pueblo de la antigua alianza con el de la nueva. Condenó, con razón, el odio a los judíos y las persecuciones contra ellos. Afirmó [el concilio] el odio que le profesaban los judíos al Evangelio de Cristo en los primeros tiempos del cristianismo, no en los dos mil años siguientes. No obstante, [hay que decir] que dicho odio no ha menguado ni un ápice durante todo ese tiempo» (op. cit., p. 188). Los Apóstoles procuraron en vano convertir al pueblo judío. Pues bien, en la declaración Nostra Aetate «falta cualquier invitación a los judíos a convertirse. Dicho documento ni siquiera menciona la hostilidad de los hebreos hacia el cristianismo, la cual sigue sin experimentar mudanza alguna después de dos mil años» (ivi). Aclaremos nosotros que las lagunas de Nostra Aetate siempre resultan ser graves: «No se recuerda nunca que el judaísmo de antes de Cristo es harto distinto del posterior a Éste, como tampoco se corresponde menciona que la antigua alianza fue reemplazada completamente por la nueva. Los judíos están muy lejos de reconocer la existencia de un pueblo del Nuevo Testamento. Se concede nada más que lo siguiente a la realidad histórica: que Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, que gran parte de los judíos no aceptó el Evangelio y que no pocos de ellos se opusieron a su difusión [NAE, 4]. Y se recuerda con acierto que unos representantes de las autoridades judaicas se dieron maña para conseguir la muerte de Cristo. Bien es verdad que, desde el punto de vista teológico, fueron los pecados de todos los hombres los que indujeron a Cristo a sufrir la pasión y la muerte; pero eso no cambia en absoluto los hechos históricos: nadie más que los judíos crucificó a Cristo. El concilio condenó el antisemitismo, sin explicar qué había que entender por ello, con lo que le dio carta blanca a quien, para acallarla, rechaza toda crítica a los judíos como antisemitismo" (op. cit. pp. 15-16).

La autoridad suprema exhorta sin cesar al diálogo con los judíos, habla de la "vocación irrevocable" de Israel, de la "alianza jamás revocada" [de Dios con Israel]. El prof. May no se pronuncia sobre la corrección teológica de tales expresiones (ivi, pp. 188-9). Lo cierto es que sumen en la angustia a un gran número de creyentes porque, al contradecir a boca llena las enseñanzas de San Pablo, parecen legitimar, como si siguiera siendo válida, la vocación inicial de Israel, cual si este último no hubiese repudiado al Mesías, cosa que puso fin a su elección para siempre. Según una interpretación de la revelación que ha llegado hasta nosotros, el grueso de la judería se convertirá al cristianismo al fin de los tiempos: «Mas ellos [los judíos], de no perseverar en la incredulidad, serán injertados [en el árbol de la fe], que poderoso es Dios para injertarlos de nuevo (...). Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no presumáis de vosotros mismos: que el endurecimiento vino a una parte de Israel hasta que entrase la plenitud de las naciones; y entonces todo Israel será salvo (...)» (Rom. 11, 23 y 25-26; las cursivas son nuestras). San Pablo, o, por mejor decir, el Espíritu Santo, excluye abiertamente de la salvación a los judíos que permanezcan incrédulos: se les arrancará y arrojará fuera («Bien, por su incredulidad fueron desgajadas [dichas ramas]»: Rom 11, 20). ¿Cómo osa la jerarquía católica actual afirmar que el Israel apóstata sigue conservando la elección inicial? ¿ Se dan cuenta de lo que dicen?

Volvamos al prof. May: «Es natural que los cristianos sientan respeto por el pueblo judío, que fue otrora el pueblo de la promesa. Pero su repudio del Mesías de Nazaret se ha mantenido, sin la menor variación, durante dos mil años. Ningún judío admite que las promesas de Dios en el Antiguo Testamento se cumplieran en Jesús de Nazaret" (ivi, p. 189). Nada ha cambiado en dos mil años. «Está claro que los judíos, por mucho que se distingan unos de otros, siguen siendo hoy, por lo común, hostiles al cristianismo, o absolutamente indiferentes hacia él» (ivi, p. 189). Eso mismo se desprende también de las declaraciones ocasionales de personalidades judías que cita el autor: «hay diferencias insuperables entre judíos y cristianos»; «tenemos poco que decirnos» (ivi). Al respecto, es obligado poner de relieve que constituyen declaraciones honestas porque expresan un modo de sentir auténtico, preferible a la empalagosa retórica de la "cultura del diálogo"; pero ¿por qué los judíos aceptan participar en el diálogo oficial? El prof. May responde lo siguiente: «para sacar tajada», igual que los ortodoxos, los protestantes, los moros, los budistas, etc.; igual que todas las sectas y religiones llamadas al "diálogo", que brincan de gozo, evidentemente, por poder explotar en provecho propio las ocasiones que les brinda la simpleza ecuménica de la jerarquía actual.

Recuerda el prof. May que los judíos siempre han sido "alérgicos" a los intentos de conversión [aunque nos gustaría recordar, por nuestra parte, que ha habido siempre, a lo largo de los siglos, una minoría que se ha convertido espontáneamente]. Comoquiera que sea, es menester remachar que «la Iglesia no puede renunciar a ejercer el apostolado entre los judíos. La voluntad salvífica de Dios se manifestó en Jesucristo: Él es el mediador de la salvación para todos los hombres, judíos inclusive» (ivi). Dicho apostolado es irrenunciable y tiene por blanco a todos los hombres. Si la jerarquía católica, añadimos, adopta como divisa, por desgracia, la de la Comunidad de San Egidio («no queremos convertir a nadie»), entonces dicha jerarquía traiciona a vista de ojos la orden que le intimó Nuestro Señor resucitado.

2.1.1 Los judíos no han cambiado de opinión sobre el cristianismo

Hay otro aspecto muy mucho de notar, apunta nuestro autor, y es éste, que la actitud "conciliadora" de la Iglesia y sus aperturas a los judíos no han provocado ni por asomo una actitud parecida hacia la Iglesia por parte de la judería; antes al contrario, cuantas más excusas se presentan y más peticiones de perdón se hacen, más parecen incrementarse las acusaciones de antisemitismo: lo demuestra, entre otras cosas, el mantenimiento, por obra de ciertos sectores del judaísmo, de la campaña de odio contra la memoria de Pío XII que inauguró, hace unos cuarenta años, el luterano alemán Hochhuth (ivi, pp. 189-190).

Por nuestra parte, nos gustaría agregar que las "aperturas" que inauguró el Vaticano II no han mejorado en nada la comprensión del catolicismo por parte de los judíos. Los rabinos parece que, en general, siguen ignorando alegremente, igual que antes, cuanto atañe a la religión católica: nuestros dogmas son blasfemias para ellos, no los entienden, como tampoco comprenden nuestros sacramentos. Decimos "los rabinos" y no los intelectuales judíos en general porque es sabido que la gran mayoría de éstos es atea y descreída, o agnóstica en el mejor de los casos; es decir: hostil o indiferente para con cualquier religión. Su modelo es Spinoza, o Marx, o Freud, o algún otro, pero no Moisés ni los profetas, a buen seguro. Por lo demás, ¿a santo de qué habrían de sentir ganas los rabinos de estudiar la revelación cristiana (como lo hizo Eugenio Zolli en su momento), dando de lado a prejuicios pluriseculares a su respecto, cuando precisamente los cardenales y obispos de la jerarquía actual les aseguran, siguiendo a Nostra Aetate, que sigue en pie la antigua alianza de Dios con Israel? Si éste es el caso, la existencia misma de la Iglesia se vuelve contradictoria e inútil.

2.1.2 La Jerarquía actual ha renunciado a convertir a los judíos

Un documento que hizo público la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, hace unos tres años, atestigua de sobra la ceguera que padecen los integrantes de la jerarquía católica, el cupio dissolvi que les embarga: «Según las enseñanzas de la Iglesia Católica, tanto ésta cuanto el pueblo judío están constituidos en alianza con Dios. Ambos tienen ante Dios una misión que cumplir en el mundo. La Iglesia cree que la misión del pueblo judío no se limita al papel histórico de pueblo en el cual Jesús nació "según la carne" (Rom. 9, 5) y del que salieron los Apóstoles. Como dijo poco ha el cardenal Ratzinger: «Es obvio que la providencia divina (...) le ha conferido a Israel una misión particular en este "tiempo de los gentiles" (Lc. 21, 24)». Sin embargó, sólo los judíos pueden llevar a cabo por sí mismos [sic] dicha misión «a la luz de su experiencia religiosa». Por eso considera la Iglesia que no ha desaparecido [sic] la misión del pueblo judío «para con las naciones». Esta misión la procura realizar la Iglesia a su vez según su manera de entender la alianza [con Dios]. El mandato que intimó Jesús resucitado a sus discípulos de ir a «todas las naciones» (Mt. 28, 19) [...] significa que la Iglesia debe dar testimonio, en el mundo, de la Buena Nueva de Cristo, con objeto de preparar a aquél para la plenitud del reino de Dios. Con todo, la obligación de evangelizar no incluye ya el deseo de absorber en el cristianismo a la fe judía para poner fin, de ese modo, al testimonio específico que los judíos dan de Dios en la historia [sic]. Así, mientras la Iglesia Católica considera el acto salvífico de Cristo como central en el proceso de la salvación de todos, reconoce al mismo tiempo que los judíos se hallan ya en una alianza salvífica con Dios [sic]. La Iglesia Católica debe evangelizar siempre: testimoniará su fe en la presencia del reino de Dios en Jesucristo ante los judíos y ante cualquier otro pueblo. Al obrar así respetará escrupulosamente los principios de libertad religiosa y de conciencia: serán bienvenidos los conversos sinceros de cualquier tradición religiosa, la judía inclusive; pero la Iglesia reconoce ahora (now recognizes) que también a los judíos los llama Dios a preparar el mundo para su reino [sic]».(1)

Las enseñanzas de que se habla en este vergonzoso documento, que constituye una rendición incondicional del episcopado estadounidense ante las pretensiones del judaísmo, no son las de la Iglesia Católica, naturalmente: son la de la iglesia "conciliar", el producto de la fornicación con los ídolos practicada por el Vaticano II; unas enseñanzas que han llevado a dar de lado a la "teología del reemplazo" para difundir, en cambio, las incongruencias y falsedades que acabamos de citar (recordemos que, según dicha teología, la Iglesia reemplaza a la sinagoga, rebelde al Mesías, en el plan divino de la salvación, porque la Iglesia es ahora el verdadero Israel, el Israel según el espíritu, fiel a la palabra divina, mientras que al Israel según la carne lo arrojó Dios a las "tinieblas exteriores", a la ceguera espiritual, a causa de su pecado). El texto se apoya, amén de en varias declaraciones papales y magisteriales del postconcilio, en una idea que expresó el cardenal Kasper, según la cual «el apostolado en sentido estricto no puede ejercerse con los judíos, puesto que ellos creen en el Dios verdadero y único» (2). Mas ¿de qué judíos habla aquí el cardenal Kasper? Los de antes de Cristo creían de seguro en el Dios verdadero, como se había revelado hasta entonces; pero los posteriores a Cristo, que no han dejado de rechazar a Éste hasta el día de hoy, no creen ya en el Dios verdadero. Precisamente la consumación de la revelación con la venida del Mesías, es decir, con la Encarnación de Nuestro Señor y la efusión del Espíritu Santo, que dio vida a la Iglesia, prueba que el "Dios verdadero" es uno y trino, que quien niega a Cristo no puede creer en Dios; verdad, esta última, que no se ha hurtado nunca a los judíos, ciertamente: «Os dije que moriríais en vuestro pecado, porque, si no creyerais, moriréis en vuestros pesados (...). En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y no es juzgado, porque pasó de la muerte a la vida (...). ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? (...). El que me aborrece a mí, aborrece también a mi Padre» (Jn. 8, 24; 5, 24; 14, 10; 15, 23).

2.1.3 La misión de Israel según los rabinos

Se lee lo siguiente en la parte del documento escrita por los rabinos: «Debería estar claro que toda tentativa misionera de los cristianos respecto de los judíos está en franca antítesis con el concepto judaico según el cual la alianza misma [con Dios] es lo que constituye la misión [como si dijeran: el pueblo judío tiene ya su "misión", mediante el pacto, por obra de la elección divina]. Al mismo tiempo, es menester poner de relieve que, pese a la alianza [que debería entrañar la obligación de ir en "misión" a los otros pueblos, que se hallan privados de la revelación], no hay necesidad alguna de que las naciones se conviertan al judaísmo. La humanidad necesita, en general, algunas verdades teológicas fundamentales, como la fe en la unidad de Dios [sabemos que una afirmación de este tenor tiene un significado antitrinitario], así como la práctica de las virtudes sociales, necesarias y comprensibles para todos, que conduzcan a la creación de una sociedad justa. Pero la humanidad no necesita del judaísmo para redimir al individuo o a la sociedad. Los hombres píos de todas las naciones tendrán un puesto en el mundo futuro [Maimónides]. Con eso y todo, el mundo tiene necesidad de la perfección (needs perfection). Cristianos y judíos comprenden de manera muy distinta la esperanza mesiánica entrañada en dicha necesidad de perfección; pero, ya se trate del mesías como lo entienden los judíos [el Mesías es el pueblo judío mismo en cuanto pueblo elegido], o ya de la segunda venida del mesías de los cristianos, tenemos en común [judíos y cristianos] la convicción de vivir en un mundo no redimido, al que hay que sanar. ¿Por qué, entonces, no trabajar en común? [...] Trabajamos juntos en el pasado para hacer progresar la causa de la justicia social. Marchamos juntos por los derechos civiles, por los derechos de los obreros y de los braceros, de los pobres y de los marginados...» (3)

Los judíos, asevera el documento, no sienten ninguna necesidad de convertir a los demás, ¿por qué deberían sentirla los cristianos? Eso mismo, ¿por qué? ¿Y por qué exigir de la iglesia norteamericana el compromiso formal de no procurar la conversión de los judíos? ¿No será para ponerse en una posición de superioridad, bajo el disfraz del respeto a la libertad de conciencia, al tiempo que, por añadidura, se mina astutamente en su raíz la propia razón de ser de la Iglesia Católica, dado que si ésta no es el nuevo, verdadero y único Israel, el del espíritu, fiel a la revelación, no es nada en realidad? Mas estos rabinos, que se expresan de la manera que acabamos de ver, ¿qué idea se hacen de su propia fe, de los Profetas, p. ej.? Los citan sobre todo para confirmar la elección de Israel como "luz de las naciones", para que los pueblos se queden impresionados y mediten sobre el valor ejemplar de sus vicisitudes históricas en tanto que pueblo elegido:

«¿Cómo se manifiesta el poder de Dios? Se manifiesta en la vida de las naciones, sin excluir el auge y caída de la nación de Israel. Y salta a la vista por la Torá [=Pentateuco] y por los libros proféticos que el sufrimiento de Israel ha de entenderse como testimonio del pacto de Dios con Israel. Pero lo que no se ha comprendido, al menos del todo, es el hecho de que Dios quiere que las naciones vean la redención de Israel y se queden impresionadas (and be impressed). Esto, p. ej., es lo que Dios quiere que vean el Faraón y Egipto, más allá de la mera redención de Israel de la esclavitud. En efecto, la redención debe ser pública, llena de signos y milagros, toda vez que su objeto es el de enseñar a la gran nación egipcia el poder, la gloria, el interés del Dios de Israel por redimir a los que eran esclavos. Es en este sentido en el que Isaías habla de los judíos como "luz de las naciones": ‘Yo vuelvo a levantar a las tribus de Jacob y restablezco a los restos de Israel. Haré también que seas una luz para las naciones a fin de que Mi salvación pueda alcanzar los confines de la tierra’ (4). Las naciones mirarán, y verán la redención del pueblo hebreo, y se quedarán asombradas [nótese bien: los rabinos no dicen, en el espíritu auténtico de Isaías, "y se convertirán", sino que dicen, por el contrario, "y se quedarán asombradas" o "pasmadas": and they will be amazed]. Aprenderán, pues, si es que no lo habían aprendido ya antes [escarmentando en su propia cabeza], que el Señor, el Dios de Israel, restablece a Su pueblo en Su tierra [...]. Pasamos buena parte de nuestro tiempo meditando sobre nuestros pecados; sin embargo, el contenido del mensaje divino no está constituido por el sufrimiento: lo constituye el poder del arrepentimiento y el poder de su Amor, como se echa de ver en la redención de Israel. De ahí que sea una necesidad fundamental de la teología la de alejarse del mensaje del sufrimiento. El gran mensaje de Dios concierne al poder de la redención. La gran esperanza de los judíos estriba en su redención y en la reconstrucción de su Estado-nación. El testimonio que se ha de dar es el de Dios que redime a Su pueblo» (5).

Se corrobora aquí, a nuestro juicio, la tradicional concepción judeocéntrica de la redención de la salvación, no ayuna, por lo demás, de tintes sionistas. Así, pues, no importa que las naciones se conviertan a la palabra de Dios, lo que importa es que vean en Dios al Dios de Israel, a Aquel que ha restablecido al pueblo elegido, a título de advertencia para los gentiles, en la gloria (mesiánica) del Estado-nación. No el "sufrimiento", sino el poder terrenal, nimbado de un aura mesiánica, es el contenido de la "redención" por lo que toca a Israel. La necesidad que se dice tiene la "teología" de repudiar el "sufrimiento", allende reflejar el tradicional y materialista optimismo mundano del judaísmo postcristiano, que niega la existencia del pecado original, debe leerse en clave anticristiana, toda vez que la aceptación del sufrimiento, en obediencia perfecta a la voluntad divina, fue el camino que escogió el Verbo encarnado para redimirnos del pecado; al negarle valor al carácter redentor del sufrimiento no sólo se deprecia toda la ética cristiana, sino que, además, se desacredita el dogma de la Encarnación.

¿Cuál es, entonces, la "misión" de los judíos respecto de la humanidad? «El mensaje de la Torá es un mensaje de paz, la cual debería reinar en todo el mundo» (6). El topos retórico de la paz es hoy el coagulante de todos los sincretismos. Los judíos, junto con los cristianos y todos los hombres de buena voluntad, como suele decirse, deben, como es natural, batirse por la paz y en favor de los oprimidos, y, por ende, en pro de una sociedad mundial más justa; deben consagrarse a las luchas civiles «para hacer progresar la causa de la justicia social». Su "misión", pues, es política ante todo, lo cual se desprende claramente hasta del mismo modo de expresarse, típico de los intelectuales progresistas, de los rabinos redactores del documento, sin que cambie el hecho (del cual los no judíos han de tomar buena nota) de que ellos, los judíos, constituyen el Israel-luz de las gentes, lo que los coloca, a sus ojos, en una posición privilegiada por designio divino. En definitiva, la "misión" que se propone en el documento de marras es la misma de siempre: una concepción secularista del reino de Dios, la cual se atribuye erróneamente a los profetas; la utopía funesta de una "perfección" terrenal que ha de realizarse con esos medios humanos, demasiado humanos, que son las luchas por los "derechos civiles" (luchas preñadas, en realidad, de toda ralea de males e injusticias, viciadas por el espíritu de facción, por el odio, por el deseo de avasallar, por la voluntad de liberarse de toda ley...). De todos modos, el mensaje que se les manda a los cristianos parece claro: que se atengan a su fe, sin pensar en convertir a los demás; que, por el contrario, trabajen todos juntos por una sociedad mejor, a escala planetaria. Bien mirado, la Gaudium et Spes no dice otra cosa, aunque con mil circunloquios. No somos expertos en la nebulosa constituida por el judaísmo americano, pero la Declaración Conjunta que hemos visto parece provenir, por más de un título, del rabinato liberal, muchas de cuyas sinagogas es notorio que incluyen también, en el número de los "derechos civiles" que han de imponerse y defenderse en el mundo normalizado y depurado de injusticias que anhelan, en el mundo "políticamente correcto" el "derecho" de los homosexuales a ver reconocidas sus coyundas contra natura como "matrimonio" a todos los efectos.

El documento de los rabinos afirma que existe una «ley universal general que todos los pueblos están obligados a observar» (7). Se compendia en los «siete mandamientos postdiluvianos aplicables a todos los hombres». Son los siguientes:

«1) La creación de tribunales de justicia para imponer el imperio de la ley en la sociedad; la prohibición de 2) la blasfemia; 3) la idolatría; 4) el incesto; 5) el perjurio; 6) el derramamiento de sangre; 7) el hurto; 8) la ingestión de la carne de animales vivos» (8).

¿Conque los rabinos de la Declaración Conjunta le proponen a la humanidad (y a la Iglesia Católica) unos artículos semejantes a aquellos que, antes de Cristo, les proponían sus antepasados a los paganos para que se adhirieran a una forma suavizada de judaísmo, el de los llamados "devotos" o "temerosos de Dios"? Pero aquella antigua iniciación, por blanda que fuera, exigía una profesión de fe monoteísta, la creencia en el «Dios único espiritual, Creador de todas las cosas, Señor de todos los hombres», la cual, si no nos equivocamos, falta aquí por completo, mientras que se conservan prácticas formalistas como la prohibición de comer ciertos alimentos (9). Es un reflejo de la pureza legal farisaica, de la cual nos liberó Nuestro Señor de una vez por todas. ¿Y consienten los delegados de la Conferencia Episcopal Norteamericana que los obispos la tomen de nuevo en consideración, y en un documento compartido con unos rabinos? Además, en el punto b3) se destaca la prohibición del incesto. ¿Y los restantes actos impuros, como la fornicación y los actos contra natura? ¿Es que se debe entender, acaso, que todo, salvo el incesto, está permitido a los ojos de los redactores del documento? (*).

3ª PARTE

2.2 Islamismo

Vimos ya cómo el prof. May pone en evidencia la mucha culpa que tienen Juan Pablo II y el ecumenismo actual de la docilidad que exhibe la jerarquía ante el Islam. Procuremos completar su exposición.

La culpa inicial es del concilio: «El Vaticano II le expresó a los mahometanos la consideración que le merecían y delineó una imagen positiva de su religión [NAE, 3]. Al obrar así dio una idea falsa del Islam. El Islam es un batiburrillo de elementos tomados del judaísmo, del cristianismo y del gnosticismo. Mahoma no fue un profeta de Dios ni por pienso. El Corán no es un libro inspirado, ni tampoco sagrado. El concilio pasó en silencio el agresivo expansionismo islámico "con el fuego y la espada"» (1). ¡Y si sólo se hubiera limitado a esto! Pero no, tenía que ir más allá y brindar una descripción teológicamente incorrecta de las creencias islámicas precisamente sobre los puntos capitales, estrechamente relacionados entre sí, de la fe mahometana en el Dios verdadero y de su "cristología".

El prof. May observa que debe "revisarse críticamente" la afirmación conciliar (recordada supra) según la cual los islamitas "adoran con nosotros [o sea, "como nosotros"] al Dios único» (LG 16), «toda vez que la idea que se hacen de la divinidad es, en su esencia, distinta de la cristiana. Cuando el concilio afirma a continuación que la morisma adora al Dios "que habló a los hombres" [NAE, 3], induce fatalmente al error de creer que Mahoma fue un profeta verdadero, visto que los seguidores de éste están convencidos de que vino de Alá [es decir, de la divinidad] la revelación unilateral y exclusiva que divulgó. Así se eleva al Islam, en cierto modo, al rango de religión legítima».

La expresión de la contraposición esencial que se da entre el Islam y el cristianismo, prosigue el prof. May, la relega el concilio a un inciso secundario: «"Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios" [NAE, 3]. Pero este respeto para con Jesús en tanto que profeta [párese mientes en ello: ¡profeta del Islam, predecesor imaginario de Mahoma!] no prueba nada, toda vez que es la naturaleza divina de Jesús lo que constituye la dignidad y la importancia del mensaje cristiano. Los musulmanes niegan que muriera en la cruz [consideran tal hecho como una mentira de los cristianos, porque ellos profesan una forma de docetismo (herejía gnóstica difundida en Arabia, junto con otras, en tiempos de Mahoma, según la cual los sufrimientos físicos del Señor no pasaron de ser aparentes, ya que un Dios no puede sufrir, por lo que en la cruz se dio una muerte ficticia, o bien murió otro que no era Jesús)] (2), y no le atribuyen misión salvífica alguna. Para ellos no es el Salvador [lo reputan por mero hombre, aunque bienquisto de Dios a fuer de precursor de Mahoma (!)]. Los textos del Vaticano II no dicen ni una palabra sobre todo esto» (3).

2.2.1 El Islam persigue a los cristianos con vigor renovado

El concilio quiso mostrar también que estimaba la moral musulmana. En efecto, continúa diciendo el prof. May: «Ante la certificación conciliar de que los moros "aprecian la vida moral" [NAE, 3], debemos preguntarnos por la naturaleza de la moral islámica. Ésta tolera la poliginia (Corán 4, 3) y le concede al marido el derecho de golpear a la mujer desobediente (C 4, 34: "(...) ¡Amonestad a aquellas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles! (...); versión de Julio Cortés) (*). Se promete a los hombres que gozarán en el paraíso de vírgenes "de túrgidos senos, de una misma edad" (C 78, 33). La guerra santa, a participar en la cual están obligados todos los muslimes, amenaza al mundo entero no musulmán (C 2, 216; 9, 123; 47, 35) (**). Ésta es la concepción islamita de la vida ética» (op. cit., p. 191). Completemos por nuestro parte este breve esbozo añadiendo que el régimen matrimonial muslímico contempla, además de la poligamia, el divorcio, el concubinato (ilimitado con las esclavas), el matrimonio temporal (entre los chiítas) y el repudio; por otro lado, la esclavitud nunca se ha abolido en la sharia (la ley islámica: una normativa de tipo consuetudinario y casuístico, fundada en el Alcorán y en la azuna, o tradición construida sobre aquél). (***)

El Vaticano II, como se sabe, incitó al diálogo con los musulmanes [NAE, 3]. Eso significa, observa nuestro autor, «ignorar por completo la naturaleza del Islam», un mundo que no reconoce los "derechos humanos" en el sentido occidental, o que no los respeta en cualquier caso. La libertad religiosa es para él un concepto absolutamente "foráneo", por lo que falta en casi todos los países musulmanes (ivi, p. 192). Dado que en la sociedad islámica no hay separación entre religión y política (no puede haberla porque las normas relativas a la convivencia social y la forma de gobierno se toman siempre del Alcorán y de la azuna), la religión es, con poquísimas excepciones, "religión de Estado" (ivi). El Estado "no es neutral" en la concepción islámica, sino que debe garantizar el mantenimiento del Islam y promover su expansión: «Rige en el Islam una máxima férrea: los musulmanes deben dominar a los que no lo son» (ivi). En consecuencia, «los cristianos no gozan, en los Estados islámicos, de los mismos derechos que los moros. Se les mantiene en posición subordinada y se les discrimina socialmente. Las moras no pueden casarse con quien no sea musulmán. En muchos de tales países está en curso una persecución en toda regla contra los cristianos. Las leyes positivas vedan la conversión al cristianismo y la sancionan con penas severas. Abandonar la religión islámica hace del individuo un apátrida y lo excluye de cualquier sociedad musulmana [si no nos equivocamos, según la sharia, cualquier moro puede matar al apóstata, sin que por ello incurra en delito alguno]» (ivi) (****). La "tolerancia religiosa" se reduce a esto para la morisma: «que no se debe convertir a la fuerza a los seguidores de las religiones del Libro [judíos y cristianos]» (ivi, p. 193).

Los únicos Estados musulmanes en que los cristianos gozan de una relativa libertad de culto en virtud de las leyes son Jordania, Siria y el Irak de Sadam Hussein; pero la situación, apostilla el autor, «parece haber empeorado tras la ocupación americana [aunque la nueva constitución diga que garantiza los derechos de los cristianos]» (ivi). Se trata de una libertad limitada, garantizada por las leyes o los gobiernos, al paso que se acentúa la presión de las masas islámicas sobre los cristianos. Incluso en países como Egipto y Turquía, que son los influenciados en mayor medida por el modelo laicista occidental (aconfesional) del Estado, la situación dista de ser brillante; peor aún: en Turquía, la minoría cristiana, otrora densa, ha desaparecido casi por entero, mientras que Marruecos, «cuya constitución garantiza la libertad religiosa, prohíbe, sin embargo, toda actividad misionera» (ivi). La intolerancia es durísima en Arabia Saudita, Paquistán, Malasia, los Estados musulmanes de Nigeria, Sudán e Indonesia (ivi, pp. 193-4). En Argelia y, sobre todo, en Sudán, hubo y sigue habiendo asesinatos y masacres sistemáticos de cristianos (ivi). Todo el mundo recuerda, asimismo, lo que le sucedió a la pequeña pero floreciente comunidad católica maronita del Líbano (ivi), diezmada y casi aniquilada por las guerras libradas contra ella principalmente por los drusos (una secta islámica particularmente agresiva) y por los palestinos, con diversos apoyos en el extranjero, internacionales.

Con raras excepciones, el subyugamiento y la persecución, una supervivencia cada vez más precaria y difícil es lo que caracteriza a la situación actual de los cristianos en el mundo islámico. ¿Qué sentido tiene hablar de "diálogo" en tal situación? El Islam utiliza el diálogo para sus fines de conquista, y es coherente consigo mismo al proceder así, fuerza es reconocerlo; ¡quienes lo invitan a "dialogar" (en lugar de intentar convertirlo) son los incoherentes consigo mismos, los que faltan gravemente a los deberes de su cargo! «El Islam procura por todos los medios reclutar nuevos adeptos, vengan del animismo o del cristianismo. Para cumplir dicho objetivo incluso se vale, de hecho, de añagazas de carácter material (distribuciones de puestos de trabajo, subsidios a la infancia y a la juventud), aunque sin olvidar las presiones y las amenazas" (4).

El autor pone de relieve que mientras que el Islam se mantiene fiel a sus métodos, nuestras autoridades eclesiásticas, en cambio, parecen haber perdido el sentido mismo del proselitismo católico: «La evangelización se refiere a una realidad compleja que no se comprende cuando se la reduce a la mera búsqueda de nuevos candidatos para el bautismo [sic]. Es la continuación de la misión de Jesucristo, quien encarnó la vida del reino de Dios [¿qué significa eso]. Como explicó Su Santidad Juan Pablo II, "el reino e Dios es la preocupación de todos: individuos, sociedad, mundo [quién lo diría, a la vista de cómo se comporta hoy la mayoría]. Trabajar por el reino significa reconocer y promover la actividad de Dios, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas..." (Redemptoris Missio, 15)». Conque evangelizar no significa aspirar al bautismo de los no creyentes, hacerles entrar en la santa Iglesia para la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas: significa trabajar con ellos sin dejar de respetar plenamente sus religiones, que no vienen de Dios, para «liberar del mal en todas sus formas» a la humanidad que obra en la historia; significa, por consiguiente, trabajar por la paz, por la unión mundial de los pueblos y de las religiones bajo la guía espiritual de Karol Wojtila (5).

La mengua, la cuasi extinción de diversas comunidades cristianas que, pese a todo, hace muchos siglos que están presentes en las sociedades islámicas, demuestra, una vez más, que «donde domina el Islam, al cristianismo se le arranca de raíz» (ivi). En efecto, puntualizamos nosotros, se tiene la impresión de que, a partir de la revolución jomeinista sobre todo, está en vías de ejecución una tentativa cada vez más radical de eliminar del todo, sin perdonar medio alguno, la presencia cristiana en las sociedades islámicas (nos gustaría añadir también que la decadencia de dichas comunidades cristianas parece haber corrido parejas con la progresiva entrada en vigor de las "reformas" queridas por el Vaticano II y con el comienzo del "diálogo" con el Islam; debe de tratarse de una coincidencia).

Prosigue el prof. May diciendo que este sombrío cuadro es menester completarlo con el de la expansión del Islam en África y Europa: «Se calcula que en Italia son diez mil los italianos convertidos al Islam» (ivi, p. 195; en Alemania, el número es mayor, seguramente). Luego están también los matrimonios mixtos: «la mitad de las mujeres cristianas que se casan con moros se convierte al Islam» (ivi). En Europa viven diez millones de mahometanos [un número que parece Superior al de todos los cristianos que sobreviven actualmente en el mundo islámico]. «Estos diez millones se trata de un cálculo del año 2000) son la vanguardia de crecimientos ulteriores, de una penetración posterior. Había tres millones de islamitas en Alemania en el año 2000. Poseen millares de mezquitas y barrios. Procuran hábilmente ganar peso político y económico. Adquieren un número cada vez mayor de inmuebles. Ni pueden ni quieren integrarse [integrarse sería contrario a los mandamientos de su religión, que les impone como obligación moral, jurídica y política la de conquistar todo el mundo para el Islam: son los "infieles" quienes deben "integrarse" a ellos, es decir, convertirse o someterse]» (ivi, pp. 195-6).

2.2.2 Moral islamita y decadencia occidental

Podría ampliarse este deprimente elenco. Nos limitamos a aducir, por su significado emblemático, el lamento del arzobispo de Sarajevo, el cardenal Vinko Puljic: «Los países occidentales construyen casas y calles [en Bosnia, con los dineros de sus contribuyentes respectivos]; los islámicos, sólo mezquitas» (ivi, p. 196). El caso es, observa el prof. May, que «las sociedades occidentales se pudren en el hedonismo. El decremento de la tasa de natalidad y el incremento del número de abortos han originado una auténtica catástrofe demográfica. Los pueblos islámicos están prestos a tomar el relevo de nuestra decadente civilización» (ivi). Nos preguntamos si será así. Lo repiten desde muchos sitios. A decir verdad, según se lee en la prensa, el hedonismo occidental no deja de ejercer su influencia también sobre los moros, particularmente entre los más jóvenes, ni tampoco se puede decir que las costumbres sean más íntegras en los propios países musulmanes, a despecho del rígido decoro externo que se impone con severidad (el cual, de todos modos, no puede negarse que tiene el mérito de impedir las desvergüenzas y obscenidades públicas que nos afligen hace ya demasiado en el occidente descristianizado). Al decir de Carmen Bin Laden, mujer divorciada de uno de los hermanos del conocido jeque Osama Bin Laden, incluso en un país como Arabia Saudita se hallan bastante difundidos la homosexualidad, el consumo de drogas y el sida (6).

Algunos Estados islámicos impusieron hace tiempo la pena de muerte para los reos del delito de homosexualidad: ¿síntoma de un fenómeno que no se logra controlar con otros medios? Es difícil saberlo. Aun donde no se la castiga con la pena de muerte se nota, de todos modos, un endurecimiento de los gobiernos para con dicha desviación, condenada en el Corán, aunque, sin embargo, tolerada con frecuencia, al menos en ciertas de sus formas. El intelectual sionista y socialista triestino Giorgio Voghera, que emigró a Israel en 1938, sostenedor de un nuevo y utópico orden de cuño socialista entre judíos y árabes, escribía que, entre las costumbres (inaceptables) que diferenciaban a los dos pueblos, se contaba la tolerancia que mostraban los árabes con las «parejas de bujarrones adolescentes que van de paseo cogidos de la mano» (7). A este respecto, la ya citada Carmen Bin Laden observa con estupor la existencia del mismo uso reprobable en la Arabia Saudita de nuestros días: en dicho país, dos hombres pueden cogerse de la mano en público, mientras que un marido no puede cogerle la mano en público a su propia mujer, porque si lo hiciera, violaría una norma de carácter religioso (8). Además, el derecho de familia islámico contiene normas e instituciones que no son sólo inaceptables para nosotros, sino también inmorales, como, p. ej., la poliginia, por no hablar del concubinato y del matrimonio temporal: usos y costumbres ajenos a toda la tradición civil de occidente desde los tiempos más antiguos (recuérdese la austeridad de la concepción romana del matrimonio -rigurosamente monogámico e indisoluble de hecho- en la sociedad romana arcaica).

A la vista de todo eso, ¿qué derecho tienen los moros a sentirse superiores a nosotros? ¿Por qué no miran la viga en su ojo? El caso es que el hedonismo del Occidente laicista ha alcanzado tal nivel, que está hasta por debajo del nada edificante modelo moruno de vida "ética". Por mucha tolerancia que pueda haber de hecho con la sodomía en los países islámicos, por inaceptable que sea en su conjunto la institución familiar mahometana, por muy formalista y exterior que pueda ser, en general, la moral islamita, subsiste el hecho de que ésta no contempla ni la madre soltera, ni la libertad de abortar (*****), ni el matrimonio "homosexual". Domina hoy en Occidente, por desdicha, una noción perversa de la libertad individual, en nombre de la cual la mujer puede, si quiere, concebir uno o varios hijos sin que tenga que casarse nunca, puesto que se los mantiene el Estado en cualquier caso merced a generosos subsidios, superiores a menudo al sueldo inicial de un joven que quiera fundar una familia; si quiere abortar, puede hacerlo libremente casi en todas partes (quizás tan sólo en Irlanda -país ultrasecularizado, por lo demás- se siga considerando el aborto como delito, pero la presión de ciertas fuerzas políticas para legalizarlo es cada vez mayor); si es lesbiana, puede "casarse" en algunos países (y pronto en otros) con una exponente de su mismo sexo e incluso hacerse preñar artificialmente para darle un hijo a su "compañera", o, en su defecto, adoptar niños (¡). Idem para los homosexuales, quienes pueden, siempre gracias a los progresos de la que llaman ciencia, hacer que preñen artificialmente a mujeres con su semen y criar después al retoño como a hijo propio. Que sepamos, ninguna de estas infames aberraciones, que pervierten el orden natural establecido por Dios para la procreación y la familia y mueven a Éste a encolerizarse cada vez más con nosotros, ninguna de tales aberraciones, decíamos, tiene lugar en las sociedades islámicas.

Ni la Iglesia ni la filosofía o la ética católicas son culpables, ciertamente, de dicha decadencia. El único responsable es el pensamiento laicista, enemigo del catolicismo, que se complace en proclamar el derecho a una libertad desligada de toda ley, comenzando por la divina. Esta distinción le importa poco a la morisma, que ve cada vez más cercano el que parece ser el momento, ansiado desde hace siglos, de conquistar Roma y Europa, y sin necesidad de derramar ni una gota de sangre, gracias a la implosión de los pueblos antaño cristianos, imparable a lo que parece, a la cual contraponen una presión demográfica constante, sostenida por una fe religiosa conquistadora y dominadora. ¿Éste es, pues, el castigo que el Dios verdadero se apresta a infligirnos por nuestras culpas: una Europa unida destinada a caer en manos del Islam un día no lejano? Eso parece. Sin embargo, nos preguntamos, ¿habría llegado acaso la situación a este punto si la jerarquía de la Iglesia Católica hubiese continuado cumpliendo con su deber, si hubiera seguido oponiéndose, por un lado, a la ideología secularista (una ideología que los esquemas preparatorios del concilio, antes de que se los saltaran a la torera, condenaban de manera articulada), y, por el otro, a las religiones falsas? Pero, como se sabe, lo que quiso dicha jerarquía fue poner al día el depósito de la fe acomodándolo a los valores del siglo y llegar a un compromiso con ellos, y, en consecuencia, abandonar de hecho, con el ecumenismo, la perspectiva sobrenatural que debía ser la suya propia.

Sólo en nombre de tal perspectiva, que es la de la salvación, instituyó Nuestro Señor su Iglesia, para convertir a todas las naciones de la tierra; es menester remachar que sólo el fin sobrenatural justifica la existencia de la Iglesia, el verdadero Israel, el del espíritu: las obras de solidaridad, de asistencia social, de mediación político-diplomática constituyen lo que se llama, con razón, el "cristianismo secundario", ligado a las necesidades contingentes, temporales. La puesta entre paréntesis actual de lo sobrenatural explica la renuncia a misionar, a convertir a los pueblos. De ahí que tienda sin cesar a imponerse, en la jerarquía actual, una concepción que hace del Papa una especie de Vicario de la Humanidad, de jefe carismático de toda la humanidad, cuya misión específica no es ya la de ganar a esta última para Cristo, sino la (temporal) de unificarla en la paz, o sea, la de hacerla vivir en la armonía pacífica de todas las religiones existentes, bajo un único gobierno (democrático) mundial, reconocido y aceptado por todos los Estados. Se trata, según puede ver todo el mundo, de una utopía insensata y megalómana; de una herejía monstruosa, nunca antes profesada, que desnaturaliza y tergiversa la figura y la misión del Romano Pontífice, a quien se reduce a caja de resonancia de la retórica universal sobre la igualdad y la fraternidad entre los pueblos. ¿Cómo asombrarse de que la ira divina se descargue sobre la Iglesia jerárquica y militante, cada vez más decadente, sobre los Estados y sobre los pueblos antaño católicos, dejados cada vez más a merced de sus vicios y de sus enemigos, cual rebaños sin pastor? ¿Cómo asombrarse de que en el extravío y en el vacío espiritual provocados por el diálogo ecuménico, el dios único de Mahoma haya empezado a ejercer cierta fascinación sobre los espíritus deseosos de trascendencia? Sabemos que no sólo de pan vive el hombre. Aunque la mayoría de la jerarquía actual parece haberlo olvidado, la justicia de Nuestro Señor se lo recuerda dejando que avance el Anticristo.

2.2.3 "Cristología" apócrifa y fantasiosa del Alcorán, absurdidad del "diálogo"

Volviendo al libro del prof. May, concluyamos esta reseña deteniéndonos en la mención que hace de algunos pasajes del Alcorán relativos al cristianismo, todos hostiles a éste, por no decir ofensivos (9). Nuestra religión es "insuficiente y herética", al decir del morismo: sus seguidores irán todos al infierno, junto con todos los demás infieles; mejor dicho: están ya condenados (C 3, 79). No existe en el Islam nada parecido a la doctrina católica del bautismo de deseo implícito). Los dogmas de la Sma. Trinidad y de la Encarnación son, para el Corán, horrendas blasfemias: «(...) Dios veda el Jardín a quien asocia a Dios [con otras divinidades)]. Su morada será el Fuego. Los impíos no tendrán quien les auxilie» (C 5, 72; versión española de Julio Cortés; las palabras entre corchetes son nuestras para aclarar el pensamiento del texto). «Quienes dicen "El Ungido [el Mesías] es el hijo de Dios" yerran sobremanera y son malditos de Dios» (10). Tenemos también la azora de cuatro breves aleyas, llamada la de La Fe Pura, abiertamente antitrinitaria: «Di: "Él es Dios, Uno, Dios, el Eterno. No ha engendrado, ni ha sido engendrado. No tiene par"» (C 112; versión de Julio Cortés) (May, op. cit., pp. 196-7).

Jesús es para el Corán, como ya se dijo, nada más que un hombre [bien que excepcional, a quien Dios dotó de facultades especiales], sobre todo un profeta precursor de Mahoma [anunció la venida de éste (C 61, 6), pero sus discípulos mantuvieron el asunto en secreto, razón por la cual los evangelios deben reputarse por textos falsificados, que no han de leerse (!)]: «No hay más que un Jesús verdadero, el del Corán, que le dedica 108 aleyas. Se le considera nada más que un hombre, no es semejante a Dios, ni mucho menos es Dios. No hay en el Alcorán culto alguno de Cristo [pese a que se le mencione a menudo]» (May, op. cit., p. 197).

Precisemos por nuestra parte que Jesús es, para los moros, un auténtico musulmán [sic], es decir, un "sometido" a Alá (Islam = sumisión [a Alá]), porque, según ellos, predicó un monoteísmo verdadero, el único y exclusivo, el que Mahoma pretendió "restaurar" tanto frente a los judíos, que habían divinizado a Esdras [sic], cuanto frente a los cristianos, que reputan a Cristo por hijo de Dios. Mas ¿de qué manera el Alcorán le atribuye a Nuestro Señor la increíble historia del anuncio de Mahoma? De la siguiente: «Y cuando Jesús, hijo de María, dijo: "¡Hijos de Israel! Yo soy el que Dios os ha enviado, en confirmación de la Torá anterior a mí, y como nuncio de un Enviado que vendrá después de mí, llamado Ahmad" (******). Pero, cuando vino a ellos con las pruebas claras [sic], dijeron [los cristianos]: "¡Esto es manifiesta magia!"» (11). No otra cosa sino "magia manifiesta" debió de parecerles a-los creyentes, y les sigue pareciendo todavía, la falsificación que intentó Mahoma de los pasajes evangélicos en que se anuncia la venida del Espíritu Santo (12). Mahoma alude aquí, en esta aleya, a la promesa del Paráclito que hizo Jesús, falseándola de suerte que parezca referirse a él, no a la tercera persona de la Sma. Trinidad. Así, pues, lo que Nuestro Señor prometió no fue, al decir de la morería, la venida del Espíritu Santo, del Consolador, del Espíritu de verdad, que consuela, ilumina, guía a quien cree en Cristo, Hijo de Dios, y confía en su gracia (una venida que se verificó puntualmente, de manera sensible, el día de Pentecostés), sino la de Mahoma, "el alabado", con sus esposas y concubinas, sus guerrillas y asesinatos de prisioneros inermes; con su concepción sensual y naturalista del matrimonio, de la familia y de la vida eterna; con su odio a judíos y cristianos («Expulsad a judíos y cristianos de la península arábiga»), y su culto a la violencia («El paraíso se gana con la espada; El descreído y quien lo mate no se encontrarán nunca en el infierno») (13). La absurdidad teológica y filológica de esta "interpretación" la corrobora también su evidente inverosimilitud. En efecto, ¿por qué motivo habría falsificado San Juan Evangelista la presunta referencia al "alabado"? ¿Por envidia? ¿Y hacia quién? ¿Hacia alguien a quien no conocía, que no podía conocer y que le había sido anunciado -estamos formulando una hipótesis basándonos en un absurdo- por el maestro al que tanto amaba?

La triste situación en que yace hoy postrada la cristiandad no hace sino confirmar a los moros en su error: el de hallarse convencidos de poseer la revelación auténtica, la sin par. «Los moros, continúa el prof. May, están persuadidos de que su religión es superior a la nuestra. El Alcorán les prohíbe cultivar la amistad de los seguidores de las demás religiones, la nuestra inclusive (C 3, 118). La presente situación ético-religiosa de las naciones llamadas cristianas parece justificar su juicio adverso. Ven cuán numerosos son los cristianos sin fe, cuánto abundan los renegados o apóstatas. Ven que éstos rechazan, combaten y vilipendian a la Iglesia, y de qué modo lo hacen. Todo eso les convence cada vez más de que el cristianismo está ya en las últimas [dan de nuestra decadencia actual una interpretación cada vez más escatológica]. De manera coherente con su opinión, el Gran Muftí de Arabia Saudita notó de descreídos a los cristianos [en bloque]» (May, op. cit., p. 197; las cursivas son nuestras).

En una situación de este tipo, la autoridad suprema del catolicismo no hace otra cosa que incitar sin intermisión al "diálogo" con los islamitas (14). El diálogo debe conducir, en su sentir, a un «conocimiento y aprecio mayores del otro» (May, op. cit., ¡vi). Pero los moros, recalca el prof. May, interpretan (correctamente) la búsqueda del diálogo como «síntoma de la debilidad de los cristianos [quienes, evidentemente, ya no tienen fe, pues, en caso contrario, no buscarían el diálogo con el enemigo de la fe]. A los agarenos no les interesa tanto el diálogo con los cristianos cuanto ganarlos para el Islam [con la conversión o la sumisión]. El Gran Muftí de Egipto declaró que un diálogo sobre cuestiones dogmáticas lo único que haría sería ahondar el foso que separa a las fes. Constituye un auténtico misterio cómo pudo columbrar Juan Pablo II "relaciones fructíferas" entre la Iglesia Católica y las religiones acristianas (O. R., 13-X-2000, p. 11). La verdad es una sola: el Islam es anticristiano por naturaleza. [...] El diálogo no lleva a buen puerto [antes al contrario, daña a la Iglesia y beneficia a sus enemigos], toda vez que subsisten oposiciones fundamentales entre el cristianismo y el Islam, tanto desde el punto de vista dogmático cuanto ético. Cristianos y moros profesan ideas muy distintas sobre la dignidad del hombre, los valores morales y la libertad. Es un puro sinsentido pretender que los moros compartan las tablas de valores cristianas para procurar construir junto a ellos un mundo supuestamente mejor» (ivi, p. 198). Lo único que hay que hacer -concluimos- es atenerse al mandato divino, sin parar mientes en las consecuencias prácticas; es decir: hacer lo posible por convertirlos, restaurando la misión en su significado pleno y auténtico (lo cual, por lo demás, es menester hacerlo con todos los acristianos). Ad maiorem Dei gloriam.

SPECULATOR

Notas 1:

(1) La reseña en cuestión apareció en los siguientes números de Sì Sì No No (edición italiana): 19, 20 y 21 de 2004 (año XXX del periódico).

(2) Georg May, Die Oekumenismusfalle, Stuttgart: Sarto Verlag, 2004, pp. 181-198 (6. Kapitel. Die nichtchristlichen Religionen). También se ocupa de las religiones acristianas en el parágrafo, de idéntico título, que le consagra en el cap. I de su obra, denominado Ziel und Weg des Oekumenismus [Metas y Trayectos Recorridos del Ecumenismo], pp. 13-16. Para no recargar el texto con frecuentes llamadas a notas a pie de página, la indicación de las páginas del libro del prof. May, se brinda, por lo común, en el cuerpo mismo del texto. Las frases entre paréntesis cuadrados o corchetes constituyen glosas del traductor y recensor [Sarto-Versandbuchhandlung, Dornbirner Str. 3, 70 469 Stuttgart, Tel. 0711/ 55 36 719 - Fax 0711/ 55 36 720. E-Mail info sartobuch.de].

Notas 2:

(1) Cita de la Declaración Conjunta titulada Reflections on Covenant and Mission [Reflexiones sobre la Alianza y la Misión], publicada el 12 de agosto de 2002 por unos delegados de la Conferencia Episcopal Norteamericana y por el National Council of Synagogues de los EE. UU. de América. Se trata de un documento de 16 págs. (http://www usccb org/comm./archives/2002/02-154.htm, 29.08.2002); la cita es de las páginas 7 y 8 (las cursivas son nuestras). Frente a las polémicas que suscitó su aparición, fuentes de la Conferencia episcopal mencionada declararon que sólo tenía carácter oficioso. Así y todo, el documento no contradice en absoluto, a nuestro juicio, el modo de pensar y de obrar que prevalece en el Vaticano tocante a las relaciones con el judaísmo (y, si bien se mira, con todas las religiones).

(2) Doc. cit., pág. 7. El pasaje de Kasper está tomado de Dominus Iesus, mensaje de saludo al 172 encuentro de la International Catholic-Jewish Liaison Committee, Nueva York, 1 de mayo de 2001, en su calidad de presidente de la Comisión Pontificia para las Relaciones con los Judíos (Doc. cit., p. 6). También es presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.

(3) Doc. cit., pp. 12 y 13. Las cursivas son del texto. ¿Toda la judería opina que los hombres "píos" y "justos" de todas las naciones se salvarán? ¿Y qué hay que entender exactamente por hombre "pío" o "justo"?

(4) Isaías 49, 6. Se trata de un famoso pasaje del capítulo del Siervo sufriente Redentor del mundo (figura de Nuestro Señor), que los judíos interpretan, obviamente, de otra manera que los cristianos (el "siervo sufriente" sería, al decir de aquéllos, el pueblo hebreo en cuanto tal), los cuales cristianos traducen así: «Poco es el que tú seas [Vulg.: Parum est ut sis] mi siervo sólo para hacer resurgir a las tribus de Jacob y convertir a los restos de Israel; he aquí que te he constituido luz de las gentes, a fin de que seas la salvación enviada por Mí hasta los últimos términos de la tierra» (La Sgda. Biblia, edición de G. Ricciotti. Lutero y los demás protestantes traducen igual).

En la interpretación judía, en cambio, el contenido esencial de la profecía no lo constituye la salvación que hay que llevar a los gentiles, sino el restablecimiento de Israel. Se nos da a entender que dicho restablecimiento en su posición de pueblo elegido y en su tierra es lo que constituye, objetivamente, una "luz para las naciones".

(5) Doc. cit., p. 10.

(6) Doc. cit., p. 10.

(7) Doc. cit., p. 12.

(8) Ivi.

(9) Sobre el proselitismo en el judaísmo anterior a Cristo, cf. Giuseppe Ricciotti, Storia di Israele, Turín.

Notas 3:

(1) May, op. cit., p. 190.

(2) El pasaje coránico que niega la crucifixión es uno de los más oscuros. Lo cierto es que no comporta reconocimiento alguno de la naturaleza divina de Cristo: «según los comentadores, otra persona, que no era Jesús, fue cambiada por Dios en habla y aspecto para ser como aquél y morir crucificada en su lugar. Lo cierto es que Mahoma no admitió la crucifixión, sino la ascensión, aunque parece que en forma de cuerpo terrenal, no ya de cuerpo transfigurado» (comentario de L. Bonelli a la azora 4, 156, en su versión de Il Corano [en otras ediciones, como la de la Vulgata Cairota, a la aleya en cuestión le corresponde otro número, el 157], Milán ed. Hoepli, 1983, p. 89 en la versión española de las aleyas coránicas usaremos la numeración de la Vulgata Cairota y la traducción de Julio Cortés, publicada en 1999 por la editorial Herder (Barcelona)]; recomendamos dicha versión, la de Bonelli, por su fidelidad al texto). El afamado Alessandro Baussani nos informa, al comentar dicha aleya coránica en su versión del Alcorán, de que "los exégetas musulmanes brindan hasta el nombre del sosías de Jesús, que fue un tal Sergio [sic]. El Corán niega la crucifixión (y parece que hasta la muerte, en general, de Jesús), pero admite la ascensión. [Según la exégesis imperante] Jesús sigue vivo en la actualidad [aunque no como Dios] en lugares celestiales, y todos los judíos creerán en él antes de que muera (cuando vuelva a la tierra a anunciar el juicio universal) [...], y, añaden los musulmanes, también los cristianos creerán en él, que predicará entonces el Islam [sic], y se harán musulmanes por obra de Cristo [¡] Il Corano, introducción, traducción y notas de A. Bausani, Florencia: Ed. Sansoni, 1978, p. 532). ¡Cualquier católico convendrá en que todo este revoltijo de retazos de cristianismo no puede, ciertamente, atribuirse a una inspiración del Dios verdadero!

Nota del traductor español: otros comentadores se basan en un evangelio apócrifo, el evangelio de Barnabás, escrito después de Mahoma, para afirmar que fue Judas Iscariote el que murió en lugar de Jesús, pues a éste se lo llevó Dios al tercer cielo y dotó a aquél de la voz y de la fisonomía de Jesús para que muriera en la cruz en castigo de su traición. A continuación reproducimos el comentario de Julio Cortés a C 4, 157: «En ActJuan99 [Hechos de Juan, cap. 99: se trata de un evangelio apócrifo], Jesús dice a Juan: "... ni soy yo quien está en la cruz". Para los gnósticos basilidianos fue Simón de Cirene (Mt. 27, 32; Mc. 15, 21) el crucificado, en lugar de Jesús. V. el Mito de Basilides según San Ireneo, Adversus Haereses 1.24, 4. El docetismo enseñaba que Cristo, durante su vida humana, no tuvo cuerpo real, sino aparente, fantasmal, y que todos sus actos -incluidos los sufrimientos y, entre ellos, la crucifixión- no tuvieron existencia real, sino tan sólo aparente. El Corán no habla de sustitución de Jesús por otro, ni de que tuviera cuerpo aparente. Para el Islam tradicional, los judíos intentaron matar a Jesús, pero no lo consiguieron. Según la secta moderna ahmadí, Jesús fue crucificado, pero sobrevivió y predicó hasta los ciento veinte anos, en que murió y fue sepultado en Srinagar, Cachemira».

(3) May, op. cit., pp. 14-15.

(4) May, op. cit., p. 195.

(5) Ya se entiende que se trata de una cita de la inaceptable Declaración conjunta, que ya se sacó a colación en el número de Sì Sì No No del 15 de abril del año en curso (edición italiana), p. 3, nota 1: Doc. Conj. cit., p. 5.

(6) Carmen Bin Laden, Il velo strappato. La mia vita nel clan dei Bin Laden [El Velo Desgarrado. Mi Vida en el Clan de los Bin Laden], tr. it., Turín: Piemme, 2004, p. 194. Recordemos que, en el pasado, la odiosa costumbre de los turcos de pillajear periódicamente las zonas que ocupaban con objeto de robar niños cristianos parecía motivada también por una componente pedófila, dado que a una parte de los niños secuestrados «se la destinaba a satisfacer las inclinaciones homosexuales de los sultanes o de otros grandes dignatarios» (Georg Schreiber, I Turchi. Sulle tracce di un grande impero [Los Turcos. Tras las Huellas de un Gran Imperio], 1980; tr. it. publicada en Milán: Ed. Sugar, 1986, p. 244. Sobre la pederastia notoria del famoso sultán Mahomet II, denominado "el conquistador" -1432 - 1481-, véase Franz Babinger, Maometto il Conquistatore [Mahomet el Conquistador], 1953; tr. it. publicada en Turín: Ed. Einaudi, 1967, 21 edición, p. 244).

(7) Giorgio Voqhera, Quaderno di Israele [Cuaderno de Israel], Milçan: Mondadori, 1980, p. 164. Hoy dicha observación no tiene tanta razón de ser como en el pasado, dado que el laicista Estado de Israel parece conceder mucha tolerancia a los "derechos" de los homosexuales.

(8) Carmen Bin Laden, op. cit., pp. 172-3.

(9) Georg May, op. cit., pp. 196-8.

(10) Op. cit., pp. 196-7. Se trata de la azora 9, aleya 30, que atañe también a los judíos: «Los judíos dicen: "Uzayr [Esdras] es el hijo de Dios". Y los cristianos dicen: "El Ungido es el hijo de Dios". Eso es lo que dicen de palabra. Remedan lo que ya antes habían dicho los infieles. ¡Que Dios los maldiga! [Lit., "¡Que Dios combata contra ellos!"; glosa de Julio Cortés]. ¡Cómo pueden ser tan desviados!». Como es natural, no hay la menor huella de una divinización de Esdrás, escriba y sacerdote, en el libro de Esdrás-Nehemías del Antiguo Testamento, como tampoco la hay, fácil es imaginarlo, en la literatura judía postbíblica: «acaso se trate de un motivo polémico que Mahoma recibió de los samaritanos, junto con otros préstamos» (dice Bonelli en una nota de su versión Il Corano, cit., p. 167). En la literatura "rabínica y apócrifa", en cambio, hay algún que otro pasaje en donde se trasluce «una gran veneración por Esdrás en tanto que maestro y casi "segundo Moisés"» (Bausani, en su comentario al mismo pasaje coránico: Il Corano, cit., p. 560).

(11) Cor 61, 6; traducción de Julio Cortés.

(12) Cf. el comentario de Julio Cortés, que reproducimos en la nota (******), donde se da cuenta cumplida de dicha falsificación, delirante a más no poder.

(13) Estas últimas citas son de hadices o "tradiciones canónicas relativas a Mahoma", y las
hemos traducido de Islam. From the Prophet Muhammad to the Capture of Constantinople [El Islam. Desde el Profeta Mahoma a la Toma de Constantinopla], edición y traducción de Bernard Lewis, Londres: Ed. Mac millan, I, Politics and War [Política y Guerra], pp. 210-212.

(14) May, op. cit., p. 197. Entre las distintas fuentes cita el prof. May L’Osservatore Romano del 14 de mayo de 1999, p. 2.

Nota del traductor español 1

(*) Dicha "parábola deísta e iluminista de los tres anillos" es, en realidad, un cuento de Giovanni Boccaccio: el cuento tercero de la jornada primera del Decamerón, donde se narra que «el judío Melquisidech con una historia sobre tres anillos se salva de una peligrosa trampa que le había tendido Saladino». Boccaccio, naturalmente, no es responsable del abuso que hicieron deístas e iluministas de su ficción.

Notas del traductor español 2

(*) Efectivamente, a los ojos de los redactores del documento de marras, así como a los de cualquier persona que se adhiera al judaísmo, las mayores monstruosidades son lícitas. Para probarlo basta consultar la Misná, es decir, la parte más importante del Talmud, que «constituye la codificación más antigua de la ley oral rabínica, que sirvió de base al Talmud. Junto con la Biblia, ha sido el libro sagrado sobre el que se ha construido el judaísmo rabínico». Citemos sólo dos aberraciones:

1) La licitud del aborto: Libro Ohol, 7, 6: «Si una mujer encuentra graves dificultades en el parto, se puede descuartizar a la criatura en las entrañas de la madre y sacarla afuera trozo a trozo, ya que la vida de la madre tiene precedencia a la del hijo. Pero si ya ha salido afuera la mayor parte del cuerpo del hijo, no se le puede tocar, ya que no se puede sacrificar a un ser por otro ser» (La Misná, traducción y edición de Carlos del Valle, Salamanca: Ediciones Sígueme, 1997, pág. 1202).

Está claro: si la vida de la madre peligra durante el parto, se puede asesinar tranquilamente al hijo, con tal que no haya salido fuera del seno materno la mayor parte de su cuerpo este último caso se considera equivalente al nacimiento).

2) Licitud de la ejecución de mujeres embarazadas, siempre que se produzca la ejecución antes del parto, no durante él: Libro Arajín, 1, 4: «Si una mujer es llevada al patíbulo, no se ha de esperar a que dé a luz. Pero si ya está sentada en la silla paritoria, se ha de esperar hasta que dé a luz. Una vez que la mujer ha sido ejecutada se puede sacar beneficio de su pelo. Si un animal ha sido ejecutado, no se puede sacar ningún beneficio de él» (La Misná, versión y edición de Carlos del Valle, Salamanca: Ediciones Sígueme, 1997, pág. 1004).

Se desprende de esta aberración y de la anterior que el judaísmo rabínico, el de "nuestros hermanos mayores en la fe", no considera humano a un individuo hasta que nace, por lo cual se prohíbe ajusticiar a una preñada mientras está pariendo, debido al riesgo de matar a un inocente al nacer; pero es lícito ajusticiarla cuando aún no ha parido, pues el niño, en tanto no nazca, no goza de la consideración de ser humano, por lo cual puede ser eliminado sin incurrir en el reato de infanticidio.

Notas del traductor español 3

(*) El mismo derecho concedió Mahoma en su último discurso, denominado "el discurso del adiós", pronunciado poco antes de morir.

(**) Hoy día pretende la propaganda islámica que la guerra santa es meramente defensiva y que, en consecuencia, la morisma no invadió España en el año 711 d. C. Antes de esta operación de maquillaje del Islam, ideada para facilitar su penetración en nuestro país, la misma propaganda islámica reconocía abiertamente que la guerra santa es ofensiva ante todo, y no se recataba de aducir hadices en sostén de su posición; así, p. ej., se publicó en Granada, en el año de 1979, una traducción de una compilación de hadices titulada Los Cuarenta Hadices - Nawawiyah, hecha por el imam Yahyá Ibn Sharafud-din an-nawawy (muerto el año 676 después de la hégira), el cual los tomó de las dos colecciones de hadices más importantes del Islam sunnita: la de Al-Bujari y la de Muslim. Dicha traducción castellana se publicó con comentarios de Nezar Ahmad Al-Sabbagh. He aquí el texto de las págs. 42-43:

«8° HADIZ: Relató Ibn ‘Umar -que Dios esté complacido con los dos- que el Mensajero de Dios -la paz y las bendiciones de Dios sean con él- dijo: "Me ha sido ordenado luchar contra la gente, hasta que atestigüen que no hay más dios que Dios practiquen la Oración, y paguen el Zakat [el azaque o limosna legal]. Si cumplen con esto, salvaguardan su sangre y sus bienes de mí, a menos que lo merezcan según el Islam, y el ajuste de cuentas es cosa de Dios el altísimo"».

(Lo transmitieron al-Bujari y Muslim)

EXPLICACIÓN: El Mensajero de Dios -la paz y las bendiciones de Dios sean con él-, nos informa aquí en este Hadiz que Dios le ordenó luchar contra las gentes que niegan a Dios o que adoran a ídolos pretendiendo que son dioses o que les acercan a Dios; hasta que crean en la correcta creencia y ésta es: que Dios es uno y único, eterno, que no ha engendrado nada, ni ha sido engendrado por nada, que no hay nada semejante a Él y que no tiene ningún asociado en la divinidad ni mediadores en la adoración. En cuanto a los adeptos del Libro (cristianos o judíos), tienen dos posibilidades: luchar o pagar un tributo (Al-Yiziah) al gobierno musulmán. Esta cantidad de dinero que cada persona paga les da derecho a ser protegidos por el gobierno musulmán y a practicar su religión libremente. El Islam ordena que el gobierno absoluto en la tierra sea para Dios -altísimo- exento de la adoración de ídolos, personas, dinero, poder o cualquier otro tipo de falsas adoraciones.

Por esto, la espada se envaina si ellos reconocen que no hay dios excepto Dios y que Muhammad es el Mensajero de Dios, hacen la oración, y pagan de sus bienes el derecho de Dios (azaque); a menos que hagan algo que merezca, según la ley islámica, el derramamiento de su sangre como puede ser por ejemplo: el matar a otro sin un motivo legal. En casos como ese debe ser ejecutada la persona por su acción externa y se deja para Dios el ajuste de cuentas por su intención, pues Él es el único que conoce el secreto de cada hombre».

Nótese que el Islam sólo concede cierta tolerancia a aquellos cristianos que niegan el dogma de la Sma. Trinidad, esto es, a determinados herejes, y ello a cambio de dinero: se parece mucho a la "protección" que brinda la mafia: "págame para que te proteja; si no, te mato". En cuanto a los católicos, este hadiz los asimila sin más a los negadores de Dios (por su creencia en la generación de la segunda persona divina), por lo que siempre es lícito hacerles la guerra y oprimirlos sin tregua. Si alguna vez la morisma ha aflojado la persecución permanente a los católicos, asimilándolos por un tiempo y hasta nueva orden a "las gentes del Libro", ha sido por interés o porque no le quedaba más remedio.

(***) El esbozo sigue estando incompleto, como que le falta un elemento importantísimo: la no penalización del aborto cuando la mujer musulmana lo practica durante los primeros 120 días de la gestación. He aquí un hadiz que lo prueba, tomado de la obra citada supra (Los Cuarenta Hadices), pp. 26-28:

«4º HADIZ: Relató Abu ‘Abd-ur-Rahman , Abdul-lah Ibn Mas’ud -que Dios esté complacido con él-: Nos ha relatado el Mensajero de Dios -la paz y las bendiciones de Dios sean con él-, siendo él el verídico y digno de confianza: "ciertamente que la creación de cada uno de vosotros, se reúne en el vientre de su madre: durante cuarenta días en forma de un germen, luego es un coágulo por un período igual, después un pedazo de carne por un período igual, y luego se le envía el ángel que sopla el espíritu en él, y se le encomiendan cuatro palabras (asuntos): escribir su sustento, el plazo de su vida, sus obras y si será feliz o desgraciado; ¡por Dios!, aparte de quien no hay otro dios, uno de vosotros obra como las gentes del Paraíso, hasta que no quede entre él y éste (paraíso) más que un brazo de distancia, entonces, lo que ha sido escrito le alcanza, y obra como las gentes del fuego (infierno) y entra en él. Y otro de vosotros obra como la gente del fuego (infierno), hasta que no quede entre él y éste más que un brazo de distancia, y entonces le alcanza lo que ha sido escrito, y obra como las gentes del Paraíso y entra en él"».

(Lo transmitieron al-Bujari y Muslim)"

EXPLICACION:

Este Hadiz nos indica que el feto pasa por una serie de etapas: (germen, coágulo, pedazo de carne) dentro del vientre de la madre, antes de alcanzar su desarrollo como ser humano completo. En este primer periodo que dura 120 días, el feto lleva una vida puramente física y carente de espiritualidad. A partir del día 120, el espíritu desciende a él y desde este momento y durante todo el resto del embarazo, posee vida humana completa: física y espiritual.

Por esta razón, la mayoría de los Fuqaha (juristas islámicos) no consideran un crimen el aborto en estos 120 primeros días y por lo tanto, no es calificado como haram (ilícito) sino como Makruh (aquellas cosas que no están confirmadas como lícitas ni como ilícitas, pero que conviene evitar), mientras que el aborto después de los 120 primeros días, es considerado como un asesinato de un ser humano cualquiera y es calificado como haram, es decir, es completamente ilícito.

(Omitimos el resto de la explicación del hadiz porque no guarda relación con la cuestión del derecho al aborto).

Se viene a los ojos que puede echarse mano de este hadiz para justificar el aborto durante los 120 primeros días de embarazo: puesto que el ser alojado en el seno materno durante ese tiempo no es humano, sino, como mucho, un pedazo de carne, ¿por qué no desembarazarse de él cuando la gestación pone en peligro la vida de la madre, o cuando viene con malformaciones y taras hereditarias, o cuando lo aconseja el honor familiar o el crudo interés? La total despenalización del aborto durante los 120 primeros días de embarazo hace que sea absolutamente libre, sin restricción alguna.

Otro aspecto muy mucho de considerar es el del derecho a usar métodos anticonceptivos como el coitus interruptus, o el del derecho a violar a las prisioneras de guerra (a las cuales se viola con el coitus interruptus porque, de consumarse el forzamiento con la eyaculación, no se podría pedir un rescate por ellas). Nos valdremos para demostrarlo de El Camino Fácil. AlMuwatta, del Imam Malik, Fuente de Arriba (Almodóvar del Río): Edición del Centro de Documentación y Publicaciones Islámicas, 1999, pp. 341-342 (recuérdese que Malik fue el padre del rito jurídico malikí, uno de los cuatro ritos jurídicos del Islam sunnita, y que dicho rito estuvo vigente en España y es el que rige en los países del Magreb):

«(95) Yahya me relató de Malik de Rabi’a Ibn Abu Abdurrahmán de Muhammad Ibn Yahya Ibn Habban que Ibn Muhayriz dijo: Entré en la mezquita y vi a Abu Sa’id al-Judri. Me senté con él y le pregunté acerca del coitus interruptus. Abu Sa’id al-Khudri dijo: Salimos con el Mensajero de Allah, que Allah le bendiga y le conceda paz, en una expedición contra los Banu Mustaliq. Cogimos algunos árabes prisioneros, y deseábamos a las mujeres porque el celibato era difícil de llevar. Queríamos el rescate, por eso queríamos practicar el coitos interruptus. Dijimos: ¿Vamos a practicar el coitus interruptus estando entre nosotros el Mensajero de Allah, que Allah le bendiga y le conceda paz, sin antes preguntarle? Le preguntamos acerca de ello y dijo: No tenéis por qué evitarlo. Todo ser que tenga que nacer hasta el Día del Levantamiento, nacerá».

(96) Yahya me relató de Malik de Abu’n Nadr, mawla de Umar Ibn Ubaydullah de Amir Ibn Sa’id Ibn Abu Waqqaq de su padre que él solía practicar coitus interruptus.

(97) Yahya me relató de Malik de Abu’n Nadr, mawla de Umar Ibn Ubaydullah de Ibn Aflah, mawla de Abu Ayyub al-Ansari, de una umm walad [madre de un hijo, es decir, una esclava que le parido un hijo a su amo] de Abu Ayyub al-Ansari que éste practicaba el coitus interruptus.

(98) Yahya me relató de Malik de Nafi que Abdallah Ibn Umar no practicaba el coitus interruptus y pensaba que estaba desaconsejado.

(99) Yahya me relató de Malik de Damra Ibn Sa’id al-Mazini de al-Hajjaj Ibn Amr Ibn Ghaziya

que estaba sentado con Zayd Ibn Thabit cuando vino a él Ibn Fahd. Era de Yemen. Él dijo: "¡Abu Salid! Tengo esclavas, y ninguna de mis esposas me es más agradable que ellas, y sin embargo, no todas me agradan tanto como para querer tener un hijo suyo, ¿deberé practicar el coitus interruptus?". Zayd Ibn Thabit dijo: "¡Da tu opinión, Hajjaj!". Yo dije: "¡Que Allah te perdone! ¡Nos sentamos contigo para aprender de ti!". Él dijo: "¡Da tu opinión!". Yo dije: "Ella es tu tierra, si quieres la riegas, y si quieres la dejas sedienta. Esto lo oí de Zayd". Zayd dijo: "ha dicho la verdad".

(100) Yahya me relató de Malik de Humayd Ibn Qays al-makki que un hombre llamado Dhafif dijo que Ibn Abbás fue preguntado acerca del coitus interruptus. Llamó a una esclava suya y le dijo: "Cuéntales". Ella se turbó. Él dijo: "Es correcto, yo lo hago".

[Conclusión jurídica del Imam Malik:] Malik dijo: "Un hombre no debe practicar el coitus interruptus con una mujer libre sin que ella consienta. No hay mal en practicar el coitus interruptus con una esclava sin su consentimiento. Aquel que tenga por esposa a la esclava de otro, no puede practicar el coitus interruptus con ella a menos que la gente de ella le dé su permiso"».

Está claro: el maliquismo admite sin el menor escrúpulo los métodos anticonceptivos (en tiempos del Imam Malik no se conocía la píldora y sólo se disponía del coitus interruptus para impedir la preñez); puesto que los cuatro ritos jurídicos del Islam sunnita son muy parecidos entre sí, es de suponer que en todo el Islam sunnita tiene vía libre la anticoncepción (las cuatro escuelas jurídicas ortodoxas sólo se diferencian en pequeños detalles). Por otra parte, en todo el Islam sunnita está despenalizado el aborto durante los 120 primeros días de la gestación, como ya probamos.

(****) Efectivamente, la sharia condena a muerte al apóstata del Islam; se sigue de ahí que no comete delito alguno el moro que mata al apóstata: he aquí un hadiz que lo prueba (tomado de la obra "Los Cuarenta Hadices", pp. 62-63): «14° HADIZ: "En un relato, Ibn Mas’ud -que Dios esté complacido con él- dijo: El Mensajero de Dios -la paz y las bendiciones de Dios sean con él- dijo:

No es permitido derramar la sangre de un musulmán excepto en uno de estos tres casos: el casado que comete adulterio, vida por vida, y el que deja su religión y rechaza la comunidad». (Lo transmitieron al-Bujari y Muslim).

(Omitimos transcribir la explicación del hadiz porque el texto de éste es bastante claro de suyo tocante a la suerte del apóstata del Islam).

(*****) Ya vimos líneas arriba que el aborto está despenalizado durante los 120 primeros

días del embarazo (aunque se desaconseja su práctica); así, pues, no puede decirse que el Islam sea más fiel a la ley natural que el propio Occidente en este punto.

(******) Reproducimos a continuación la glosa de Julio Cortés a esta aleya: «(...) Según la tradición islámica -que interpreta: "llamado Ahmad" (construcción árabe análoga en C 3, 45; 19, 7), Jesús anunció la venida de otro Enviado al prometer el piriklitós (Ahmad, "alabadísimo", que sólo aquí aparece en el Corán y de la misma raíz que Muhammad [C 3, 144; 33, 40; 47, 2; 48, 29, Mahoma, "alabado"]), que los cristianos han corrompido leyendo parákletos ("abogado"), con las mismas consonantes (P-r-kl-t-s) y diferentes vocales. C 2, 129; Jn. 14, 16-17.26; Jn. 15, 26; Jn. 16, 7. Ya en el siglo II d. C., los montanistas sostenían que el Paráclito se había manifestado al mundo por medio de Montano y de sus coprofetas y coprofetisas. En el siglo III, Mani se identificaba con el Paráclito. Otra interpretación: ahmad -registrado ya como nombre propio en las inscripciones preislámicas de la Arabia meridional, pero raro en tiempos del Profeta y en las primeras décadas del Islam- no sería aquí nombre propio, sino adjetivo superlativo y, en lugar de "de nombre Ahmad", habría que entender "de nombre alabadísimo". En la lengua árabe no existe distinción entre mayúscula y minúscula. En cualquier caso, -Ahmad o ahmad-, se alude a Mahoma (...).

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EL ECUMENISMO, TRAMPA MORTAL PARA LA IGLESIA -I-

A propósito de un libro del profesor Georg May


1ª Parte: Vaticano II y ecumenismo
2ª Parte: Las cesiones ante una concepción falsa de la Iglesia y su unidad.
3ª Parte: Esclarecimiento de las doctrinas de los herejes y cismáticos. 

1.Un análisis objetivo, penetrante y radical

 

Georg May, sacerdote desde 1951, profesor de Derecho canónico, Derecho Eclesiástico e Historia del Derecho Canónico en la Universidad de Maguncia durante el periodo 1960-1994, escribió diversos ensayos, en el pasado cuarto de siglo, sobre la iglesia del postconcilio: ensayos todos apasionados, penetrantes, documentados y bastante críticos para con la corriente dominante. Es de recordar uno que consagró a demostrar la gran responsabilidad que incumbe a los obispos en la gravísima crisis actual de la Iglesia; lleva por título una frase del cardenal Frajo Seper, que fue en su momento prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «La crisis de la Iglesia es una crisis de los obispos» (1).

 

Vamos a pararnos un poco a continuación en el trabajo más reciente del ilustre investigador: una denuncia implacable y radical del ecumenismo que profesa en la actualidad la jerarquía católica. Se trata de un texto de unas 280 páginas, denso, documentadísimo y, sin embargo, ágil e incisivo (2). La obra se divide en siete capítulos, a los que siguen una breve conclusión, unas notas al texto y una bibliografía. El primer capítulo versa sobre «El objeto y la orientación del ecumenismo salido del Vaticano II» (pp. 9 a 64). Todo el cuerpo central del libro sintetiza eficazmente las doctrinas de los protestantes, de los "ortodoxos" y de las religiones acristianas, consideradas en sí mismas y en relación con el ecumenismo (cap. 2 a 6, pp. 67 a 198). El último capítulo analiza los efectos devastadores del ecumenismo para la Iglesia Católica.

Figura asimismo entre los méritos de este libro el de explicar con claridad meridiana doctrinas fundamentales de los protestantes y los ortodoxos (en los cap. 2 a 6), cosa de no poco precio habida cuenta de que la inmensa mayoría de los católicos las ignora y de que la propaganda ecuménica los engaña de continuo, toda vez que mira esta a exaltar lo que según ella, tenemos en común con aquellos, como si las fundamentales y graves diferencias que se dan entre nosotros y los tales fueran irrelevantes, o se debieran a meros malentendidos en punto a doctrina que el denominado "diálogo" se encargará de eliminar. También se presenta en el libro a las religiones acristianas tal y como son, despojadas de los disfraces de la propaganda ecumenista (del tipo "adoramos todos al mismo Dios").

Dada la importancia del asunto que aborda la obra en cuestión, procuraremos exponerlo con detalle, mediante un resumen amplio de la nutrida exposición del autor, aunque concentrándonos por fuerza en algunos temas esenciales: la relación entre el Vaticano II y el ecumenismo; el esclarecimiento de las doctrinas de los herejes y cismáticos.

1.1 una condena sin apelación

No cabe recurso alguno de alzada contra la circunstanciada y razonada condena del ecumenismo que figura en la obra que reseñamos. En efecto, leemos lo siguiente en las pp. 239 a 242, en la conclusión: «E1 ecumenismo destruye la fe católica. El ecumenismo asesta un golpe mortal al sacerdocio católico. El ecumenismo seca la medula ósea de los creyentes [su fe] Se tiene la clara impresión de que la Iglesia se ha vuelto protestante a causa del ecumenismo. El ecumenismo es una enfermedad, mortal por añadidura; el cáncer de la Iglesia, cuyas metástasis alcanzan a casi todos los miembros. Con el ecumenismo la Iglesia no puede sino morir. Urge acabar con él cuanto antes y lo más radicalmente posible» (3).

Hemos puesto en cursiva las ultimas palabras porque manifiestan un aspecto característico de este trabajo: el autor no se limita a diagnosticar el mal, sino que, valiéndose de su autoridad de sacerdote y de investigador reputado, pide que se remueva la causa de aquél lo antes posible; lo exige el bien de la Iglesia, o, mejor dicho, la supervivencia misma de ésta.

La medida está ya colmada. Un sentimiento de exasperación se trasluce en los análisis del libro, aunque el autor los desarrolle de una manera impecable, en una sucesión apretada de ejemplos concretos y argumentaciones teológicas y canonistas que demuestran sin lugar a dudas la heterodoxia absoluta del ecumenismo actual.

Además, el autor no se limita a fustigar al clero, en particular a los obispos, por su complicidad con la orientación dominante, sino que, dando en el clavo con toda precisión, tampoco perdona la cobardía de los fieles, la mayoría de los cuales es evidente que hace su agosto en la mórbida deriva actual: «A la gran masa de los católicos postconciliares de hoy, tibios e indolentes, nada le gusta más que las prácticas interconfesionales. Es menester tener el coraje de decirlo: el ecumenismo florece porque la verdad se ha vuelto indiferente para los más. Florece porque les resulta más cómoda la forma protestante del cristianismo y, por ende, la prefieren a la de la Iglesia Católica» (Die Oekumenismusfalle, cit., p. 240). Como es natural, eso se nota principalmente en Alemania, donde católicos y protestantes se codean a diario (y en todos los países en que sucede lo mismo, añadimos: Reino Unido, Irlanda, EE.UU. de América, etc.). Con eso y todo, nos parece una realidad difícil de negar que los católicos tienden hoy por doquier a sentir la fe y a vivirla de manera cada vez más parecida a la de los protestantes (que son herejes y cismáticos): consecuencia no deseada, ciertamente, de las "reformas" que impuso el Vaticano II. ¿Cuántos son hoy los católicos que aceptan, tanto en el campo moral cuanto en el dogmático, el principio de autoridad constituido por el Magisterio? Por lo demás, todo hay que decirlo, un magisterio que se descalifica a sí propio porque desiste de condenar el error, porque predica doctrinas inficionadas de los errores del pensamiento moderno (enemigo de Cristo), y porque renuncia a la única misión que justifica su existencia, la de convertir las almas a Cristo, carece de autoridad moral para imponer su autoridad institucional.

1.2 El ecumenismo es una trampa mortal preparada por el Concilio Vaticano II

Así, pues, yerran gravemente todos los que fían en el ecumenismo, y en particular quienes lo profesan a sabiendas. El ecumenismo es una "cuento de hadas", toda vez que «la cristiandad una y unida es una utopía [...] El ecumenismo no hace más que perseguir un espejismo, ya que es de todo punto ilusoria la esperanza de ver a ortodoxos y protestantes congeniar en el futuro con la doctrina y el ordenamiento de la Iglesia Católica y unirse visiblemente a ella. El ecumenismo naufraga en sus insuperables contradicciones doctrinales. Es imposible pretender resolver, con las artes de la política eclesiástica, los problemas planteados por las verdades de fe [...] Tengamos el valor de decirlo: humanamente hablando, la cristiandad seguirá dividida cuando venga el Señor a juzgar a los vivos y a los muertos» (op. cit., p. 241; cursivas nuestras). Sólo hay un ecumenismo auténtico: el que ratificó Pío XI en su momento (1926),en la encíclica Mortalium animos, el cual postula el "retorno" de los cristianos "separados", contritos y arrepentidos, a la casa del Padre, que abandonaron culpablemente (op. cit., ivi).

Conque el ecumenismo actual constituye una trampa mortal, que está disolviendo a la Iglesia Católica y de cuya existencia no parece darse cuenta la jerarquía actual en su gran mayoría. El autor no ahorra críticas al cardenal Kasper, punta de diamante hoy de todas las aperturas ecuménicas, ni al pontífice actual [Juan Pablo II, en el momento de escribirse este artículo], que, salta a la vista, quiso hacer del ecumenismo ni más ni menos que la nota distintiva de su pontificado. No debe sorprender tal cosa, añadimos nosotros, como que Juan Pablo II se ha considerado siempre intérprete y ejecutor fiel del Vaticano II. El perverso ecumenismo actual dimana, de hecho, del concilio.

2. El ecumenismo y el Concilio Vaticano II

¿Qué relación guardan entre sí el ecumenismo y el concilio, a juicio del profesor May? A dicha relación le consagra éste parte del primer capítulo de la obra, el que da principio a todo su análisis.

Escribía en 1987, en el ensayo susocitado: «Reputo el ecumenismo por la peor decisión que tomó el concilio: aquí se aplicó la segur a la raíz del árbol de la Iglesia. Toda la ruina y confusión provocadas por el ecumenismo postconciliar arrancan del concilio» (4). Y en la obra cuya recensión estamos haciendo, destaca lo siguiente: «el decreto conciliar Unitatis Redintegratio (UR) pretende establecer los "principios católicos del ecumenismo". Este documento contiene cosas justas y dignas de consideración, pero también otras falsas y peligrosas. Aquí comienza la actual caída en barrena de la Iglesia, cuyo fin no se ve aún. De ahí que sea inaceptable la afirmación [que figura en UR, n. 4] según la cual fue "el soplo de la gracia del Espíritu Santo" el que le dio impulso al ecumenismo, porque el Espíritu Santo es un poder que produce claridad, no confusión» (May, op. cit., p. 7). Así que no era el Espíritu Santo quien estaba manos a la obra en este asunto, sino el Secretariado para la Unión de los Cristianos (creado por Juan XXIII, y presidido por el cardenal Bea, hechura suya), que aceptaba las sugerencias de los representantes de los denominados "hermanos separados" y luego las hacía filtrar en el decreto mentado y en otros documentos conciliares, dado que disponía (por voluntad del Papa Roncalli) de un poder enorme de censura respecto de todos los textos que habían de votarse, como que debía revisar su conformidad con los principios del ecumenismo (op. cit., pp. 7 y 8).

2.1 Iglesia de Cristo e Iglesia Católica

El concilio se propuso, pues, restablecer la unidad de los cristianos (UR, n. 8), con los llamados ortodoxos en particular (UR, n. 18). Pero a dicha unidad se la entendió ya como resultado de una "reconciliación", ora como una unio restauranda (UR, nn. 15 y 16), aunque sin tocar, de todos modos, las diferencias en las costumbres y en los usos recíprocos (UR n. 16). Dicha terminología no parece que dé vida a un concepto unitario, advierte el profesor May (op. cit., p. 8).

Pero, sea de ello lo que fuere, es evidente que la unidad de los cristianos debe realizarse en la Iglesia única, la cual "subsiste" de manera insuprimible en la Iglesia Católica (UR n. 4). De ahí que «pasme la afirmación (UR n. 8) según la cual los católicos deben reunirse para rogar por esta unidad» (op. cit., ivi). ¿Dicha unidad no la posee ya la Iglesia Católica por definición? Como quiera que sea, se destaca el concepto de que los católicos han de reconciliarse en la sola y única Iglesia de Cristo (UR n. 22). Teniendo presente asimismo el punto 8 de la Lumen Gentium (que contiene, no lo olvidemos, el famoso e infausto subsistit in), hay que afirmar, sostiene el profesor May, que, para el concilio, «la iglesia de Cristo es única porque es numéricamente una y nada más que una [...] Pero eso es inteligible tan sólo en el sentido de que la Iglesia Católica, y nadie más que ella, es la Iglesia de Cristo» (op. cit., pp. 8-9).

Sentado esto y entendiendo, pues, el subsistit in de una manera sustancialmente conforme con la Tradición (lo cual, con todo, no parece acertado en absoluto: véase infra, apartado 2.4), queda en pie el hecho de que la idea que el decreto da de los protestantes y ortodoxos es abstracta de todo punto, por no decir falsa.

La aseveración de UR n. 4, según la cual los "hermanos separados" están verdaderamente incorporados a la Iglesia por el bautismo (zugefuehrt, incorporados; appositi, reza el texto latino), es ambigua, y, en cualquier caso, «no es tal que permita sostener que aquéllos son miembros de la Iglesia» (op. cit., p. 9). Por otro lado, es absolutamente falsa la afirmación de UR n. 1, al decir de la cual «todos los bautizados aspiran a la Iglesia, única, visible y universal» (ivi). Se trata de un "optimismo" ayuno de todo fundamento. Los protestantes y los ortodoxos no buscan de hecho esa unidad, y les embarga por lo común la aversión más radical hacia el catolicismo. A ellos lo único que les interesa es sacar tajada de la situación y ganar católicos para sus sectas. A unos y a otros deberla llamárseles por sus nombres: "herejes" y "cismáticos". Mas el concilio se guarda muy mucho de hacerlo (op. cit., pp. 9-11).

El profesor May aduce otro ejemplo de la confusión inducida por el decreto de marras: observa que «no es posible separar al pueblo de Dios [que se identifica con la Iglesia, en opinión del concilio] del Cuerpo de Cristo [que sigue siendo la Iglesia], de arte que pueda uno pertenecer al pueblo de Dios [en virtud del bautismo] aun sin pertenecer (plenamente) al Cuerpo de Cristo, como parece decir UR, n. 4 a propósito de los "hermanos separados" ["que, estando verdaderamente incorporados (appositi) a ella (a la Iglesia) por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión"; traducción española del texto conciliar]. En efecto, eso significaría que los acatólicos pertenecen de algún modo al pueblo de Dios y que por eso aguardan se les incorpore plenamente al Cuerpo de Cristo. Pero ‘pueblo de Dios’ y ‘Cuerpo de Cristo’ tienen la misma extensión. Quien pertenece al pueblo de Dios forma parte también del Cuerpo de Cristo [la separación de los acatólicos de la "comunión plena" se revela entonces como contradictoria de la concepción de la Iglesia cual pueblo de Dios]. Finalmente, es menester recordar que UR, n. 3 no afirma que el bautismo haga a los acatólicos parte del Cuerpo de Cristo, como reza la traducción alemana, sino que "se incorporan a Cristo" mediante él (Christo incorporantur). Es bastante difícil comprender cómo pueden conciliarse entre sí todas estas declaraciones» (op. cit., p. 11).

2.2 UR, n. 3 afirma falsedades

Las afirmaciones contenidas en Lumen Gentium n. 15, y Unitatis Redintegratio n. 19, según las cuales las comunidades religiosas acatólicas han de reputarse por «iglesias y comunidades eclesiales», son «inapropiadas y engañosas» (op. cit., p. 11): «Una comunidad religiosa que viva de elementos cristianos [los elementa de que habla LG, n. 8] no se hace "iglesia" por ese mismo hecho, de arte que el concilio deba atribuirle dicho nombre. No hay más que una sola iglesia, la católica [...] Ha de corregirse la expresión "iglesias y comunidades eclesiales". Por desgracia, este modo de hablar está ya muy arraigado...» (op. cit., pp. 11 y 12).

El concilio siembra la confusión en todas partes, aunque en algún punto se exprese con claridad. Volvamos a UR, n. 3, donde se afirma que la eficacia de los "elementos de salvación" que se hallan en las comunidades acatólicas «deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia Católica» (op. cit., p. 12). Nos gustaría recordar que éste es un concepto tradicional, el cual, como sabe todo el mundo, fue ya formulado felizmente por San Agustín. El bautismo que un hereje administra válidamente es eficaz porque es el de la Iglesia, porque lo dispensa «según las intenciones de la Iglesia», no porque lo lleve a cabo un hereje; es válido, pues, pese a realizarlo un hereje, es válido a causa de la gracia y la verdad que el Espíritu Santo conserva en la Iglesia única de Cristo, la Católica, y sólo en ella. Pero a este fragmento de doctrina ortodoxa se le aísla, en UR, n. 3, mediante una frase en la que se sostiene que a las "iglesias" separadas las usa el Espíritu Santo, en cuanto tales y a despecho de sus "defectos", como «medios de salvación» (!). El texto no deja lugar a dudas (5).

El profesor May no tiene pelos en la lengua: «Pero el concilio dice además, de las "iglesias y comunidades eclesiales" que mencionamos antes, que "el Espíritu Santo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación" (UR, n. 3). No cabe duda de que esta proposición es falsa.

«El concilio incurrió en un grave error por su excesiva inclinación a revalorizar a las comunidades religiosas acatólicas. Las comunidades acatólicas no pueden ser en modo alguno medios de salvación en sí y por sí, en cuanto confesiones e instituciones. Un cristiano bien puede salvarse en una comunidad separada, pero no por conducto de ésta [es decir, en virtud de su pertenencia a ella y, por ende, gracias a ella]. El Espíritu Santo obra en los individuos, no en las comunidades cristianas separadas en cuanto tales [heréticas y cismáticas], que no hacen que sus miembros alcancen la salvación. En cuanto separadas de la Iglesia de Cristo, que es la Iglesia Católica, se le contraponen, por lo que no conducen a la salvación, sino a la perdición. Puesto que la herejía destruye la unidad en la fe, y el cisma la unidad en el gobierno de la Iglesia, es imposible que la herejía y el cisma puedan ser instrumentos de salvación. Es cierto que en las comunidades separadas se hallan elementos de salvación, o sea, porciones, partes, dones, como el bautismo y la plegaria. Tales elementos son eficaces de suyo para la salvación, pero no a causa de su presencia en las comunidades separadas, sino porque provienen de la Iglesia Católica. Lo que en las comunidades separadas es eficaz para la salvación no lo da la comunidad misma, sino los fragmentos de Iglesia Católica que dichas comunidades se llevaron consigo al separarse. Constituye un concepto falso, a fuer de puramente cuantitativo, el que lleva a diferenciar a la Iglesia Católica, como "medio general de salvación" [general auxilium salutis, UR n. 3], de los medios parciales de salvación que deparan las comunidades separadas. La Iglesia Católica no posee sólo mayor número de medios de salvación; hablando en plata: los posee todos: constituye el arca única de salvación» (op. cit.; pp. 12 y 13).

Precisamente a esta última verdad la empañaron y desdibujaron, por no decir que la negaron implícitamente, las ambigüedades y los errores doctrinales que penetraron en el concilio, el cual no afirmó jamás con claridad, nos parece, que la Iglesia Católica es el arca única de salvación.

2.2.1 Se está difundiendo entre el clero la convicción de que el adogmático Vaticano II está inficionado de errores doctrinales

Frente a las dimensiones ya apocalípticas de la crisis de la Iglesia Católica, parece que está comenzando a difundirse entre el clero la dolorosa conciencia de que existen auténticos errores doctrinales en los textos del adogmático Vaticano II. Vamos a dar noticia de dos trabajos contemporáneos del libro que estamos reseñando:

1) La nota exegética de Claude Barthe, sacerdote francés, a UR, n. 3, quien advierte con estupor que en dicho artículo se hace a las "iglesias y comunidades eclesiales", en cuanto tales, nada menos que medios de salvación de las almas: del principio ortodoxo según el cual «el bautismo conferido en el ámbito de una iglesia anglicana puede procurar la gracia, Unitatis Redintegratio infiere que la iglesia anglicana es un canal de la gracia. Ahora bien, no se comprende cómo pueden poseer las iglesias y comunidades separadas, en cuanto tales, un estatuto sobrenatural, ni de qué modo puede el Espíritu Santo, en esta óptica, servirse de ellas como de un medio de salvación. Todo eso está en relación con el principio asentado por el nº 8 de la Lumen Gentium (el artículo del subsistit in) y con su consecuencia, es decir: que los cristianos separados gozan de una ‘unión imperfecta’ con la Iglesia. Extraño concepto; en efecto: la comunión con Cristo y su Iglesia o se da o no se da [no hay grados en dicha unión; n. del trad. esp.]». (6)

El "extraño concepto" deja traslucir, como puede ver todo el mundo, la presencia de un error doctrinal bastante grave, porque se traduce en la afirmación explícita de que las "iglesias" de los herejes y cismáticos son, en cuanto tales, "medios de salvación" por obra del Espíritu Santo: afirmación que contiene la negación implícita del dogma según el cual sólo la Iglesia Católica es, institucionalmente, el arca única de salvación.

En el breve estudio a cuyo prefacio pertenece el pasaje transcrito unas líneas más arriba, el Padre Ansgar Santogrossi, O.S.B., americano, sostiene además que el Papa, al ratificar en la reciente encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003) la prohibición de administrar los sacramentos a los «herejes y cismáticos aun de buena fe», volvió con ello, en parte, a la disciplina anterior al Vaticano II, cuya "liberalización" por parte del Concilio la juzga el autor -quien somete su tesis al juicio del magisterio- «teológicamente imposible» esto es, según nos parece, opuesta a la doctrina que enseñó siempre la Iglesia (7).

2ª parte: las cesiones ante una concepción falsa de la Iglesia y de su unidad

2.3 La nueva definición de la Iglesia dada por el Concilio y su significado para el ecumenismo

Ningún análisis de la conexión que media entre el concilio y el ecumenismo puede dejar de considerar la importancia que tuvo para este último la nueva definición de la Iglesia que apareció con el Vaticano II: la Iglesia como "pueblo de Dios" y en la cual "subsiste" [o "permanece"] la Iglesia de Cristo. El profesor May estudia el asunto en el capítulo 4º de su libro, titulado Iglesia y ministerio sacerdotal. Recuerda en él que los Papas precedentes (León XIII, Pío XI y Pío XII) habían ratificado siempre la doctrina tradicional: la Iglesia Católica es el Cuerpo de Cristo (y punto redondo: sin matices, sin posibilidad de excepción alguna: sólo la Iglesia Católica es el Cuerpo Místico de Cristo). También Juan Pablo II recordó, en la encíclica Novo millennio ineunte, que no hay más iglesia de Cristo que la Iglesia Católica (May, op. cit., p. 129). Sin embargo, prosigue nuestro autor, con el Vaticano II dio principio una confusión que intentaron en vano eliminar declaraciones sucesivas de la Congregación para la Fe (op. cit., p. 130).

Del conjunto de estas declaraciones sucesivas se desprende, según el autor, que:

1. La Iglesia invisible se realiza en la Iglesia visible, que es la Iglesia Católica.

2. La Iglesia de Cristo es única: «el Vaticano II no reconoce pluralidad alguna en punto a "iglesias"».

3. La Iglesia es la comunión universal de iglesias particulares, en las cuales se comprende también, con todo, a las «comunidades cristianas acatólicas que han mantenido la sucesión apostólica y una eucaristía válida» (op. cit., ivi). Pero esta inclusión de una parte de los "hermanos separados" en las "iglesias particulares", arguye el autor, «es desafortunada, o, por mejor decir, constituye una fuente de confusión, puesto que "iglesias particulares" católicas e "iglesias particulares" acatólicas son, por naturaleza, diferentes entre sí. Es aventurado pensar que se puede integrar a estas últimas en el concepto de iglesias particulares, toda vez que se niegan a obedecer al sucesor de Pedro en tanto que garante de la unidad de la Iglesia, por no hablar de otras muchas diferencias en la fe. Es falso afirmar que la Iglesia de Cristo constituye una suma de iglesias y comunidades eclesiales» (op. cit., pp. 130-131).

4. La noción de "iglesias hermanas" se aplica tan sólo a las iglesias particulares que se hallan en la Iglesia Católica, su madre (op. cit., p. 131).

5. A la Iglesia Católica la enriqueció Dios con toda la verdad revelada y con todos los medios de la gracia (UR, n. 4); no hay para ella ninguna realidad eclesial cuya carencia sienta.

Vengamos ahora a la cuestión del subsistit (punto nº 6). La clara identificación del Cuerpo de Cristo con la Iglesia Católica que se halla en la Humani generis no fue de recibo para el concilio [¡Qué remedio! No agradaba a los novadores -a los cardenales Liénart y Bea, p. ej.-, quienes la atacaron ya en la fase preparatoria del concilio]. «En lugar del est, el concilio puso el subsistit: Lumen Gentium, n. 8: la Iglesia única de Cristo "subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él". La elección de la palabra subsistit -continúa nuestro autor- resultó ser calamitosa. En los decenios recién transcurridos este vocablo se usó inoportunamente y provocó un caos notable: habría sido mejor no emplearlo [8]. Sea cual fuere el sentido que se le quiera atribuir, una cosa es segura: relaja, sin duda, la identidad de la Iglesia Católica con el Cuerpo (místico) de Cristo. Si no desencadenara tal función, su empleo habría sido superfluo. Constituye, para los protestantes, una "relativización espontánea" de la Iglesia Católica [como si no se considerara ya la única depositaria de la verdad] Un autor protestante la entiende como "una moderación teológica de la pretensión católica de ser la Iglesia única de Cristo". También los anglicanos vieron en el término de marras un punto de ruptura» (op. cit., pp. 131 y 132).

¿Cómo están de hecho las cosas? El profesor May cita al cardenal Ratzinger, que «se esforzó varias veces por interpretar el vocablo fatal para volverlo inocuo» (ivi, p. 132). En 1985, «la Congregación para la Doctrina de la Fe puntualizó que ‘el concilio había elegido la voz subsistit precisamente para aclarar que no existe nada más que una subsitencia de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su trabazón visible se dan sólo elementa Ecclesiae, que -por ser elementos de la propia Iglesia- tienden y conducen a la Iglesia Católica (LG, n. 8) (AAS, 71 1985, pp. 758-9)».

Comenta nuestro autor: «Esta interpretación es correcta, sin duda. Si la iglesia única de Cristo subsiste ‘sólo’ en la Iglesia Católica, se excluye, por consiguiente, que subsista asimismo en otras iglesias» (op. cit., p. 132). Así, pues, ¿la frase «una sola subsistencia de la iglesia verdadera» equivale al "es" que profesó siempre el magisterio en el pasado? Así lo parece. Decimos que así lo parece porque el texto no dice expresamente que dicha "subsistencia" sea la de la Iglesia Católica y sólo de ella. Parece darlo a entender, pero de un modo que se nos antoja tortuoso, por no decir oscuro (9). No en balde anota el profesor May: «Con todo, tampoco Ratzinger ha mantenido una interpretación unívoca. En la declaración Dominus Iesus, interpreta el subsistit como si significara que la Iglesia de Cristo "subsiste plenamente sólo en la Iglesia Católica" (Dominus Iesus, n. 16). Tal modo de expresarse es, como mínimo, desafortunado. Si la Iglesia de Cristo se mantiene "plenamente" sólo en la Iglesia Católica, eso autoriza a inferir que puede subsistir también de otra manera, es a saber: no "plenamente"» (op. cit., pp. 132-133).

Observemos a este respecto que:

A) La idea de la existencia plena de la Iglesia de Cristo en sola la Iglesia Católica (una idea que parece confirmar el dogma mientras que, a nuestro juicio, lo niega, porque admite implícitamente la existencia no plena o menos plena de la Iglesia de Cristo extra Ecclesiam Catholicam) se halla ya en los textos del concilio, concretamente en los malfamados artículos sobre el ecumenismo:

a. en UR, n. 3, en el pasaje citado en la nota 5 de la primera parte de este trabajo: «Por consiguiente, aunque creemos que las iglesias [...] y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia Católica» (que es lo mismo que decir que también las iglesias y comunidades "separadas" son "medios de salvación", aunque no posean la "plenitud" de la Iglesia Católica a causa de los "defectos" que les afligen): y además: «Solamente por medio de la Iglesia Católica de Cristo, que es auxilio general de la salvación, puede conseguirse la plenitud total de los medios salvíficos» (es decir, sólo la "plenitud" de los medios de salvación se halla en la Iglesia Católica, no la unicidad de ellos, pues, evidentemente, se encuentran también en otras partes, bien que menos plenamente, es decir, entre quienes se hallan, al decir del concilio, en una comunión imperfecta o menos plena con la Iglesia Católica).

b. En UR, n. 4: «Sin embargo, las divisiones de los cristianos impiden que la Iglesia lleve a efecto su propia plenitud de catolicidad en aquellos hijos que, estando verdaderamente incorporados a ella por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Más aún, a la misma Iglesia le resulta muy difícil expresar, bajo todos los aspectos, en la realidad misma de la vida, la plenitud de la catolicidad».

B) Los dos textos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, oportunamente recordados por el profesor May, se contradicen el uno al otro, a nuestro entender, porque mientras que la declaración de 1985 permite todavía colegir, bien que con un esfuerzo de voluntad, que la "subsistencia" de la Iglesia verdadera es sólo la de la Iglesia Católica, la Dominus Iesus, posterior a aquélla, afirma, en cambio, que dicha "subsistencia" es "plena" sólo en la Iglesia Católica ("plena" y no, por el contrario, "única"). Mientras que el concepto de unicidad presupone la carencia absoluta de la susodicha "subsistencia" entre los acatólicos, el de la "plenitud" de tal subsistencia entraña la existencia de un subsistir menos pleno o imperfecto entre éstos debido a los "defectos" que les afligen (o sea, en el seno de las confesiones heréticas y cismáticas, sectas, a las que el concilio y el magisterio subsiguiente hasta hoy proclaman en comunión visible, aunque imperfecta, con la Iglesia [¡!]).

Volviendo al profesor May: después de poner de relieve la ambigüedad del adverbio "plenamente", que el cardenal Ratzinger había usado sin prudencia, remacha, sin embargo, que la famosa "subsistencia" debe entenderse, si se la interpreta rectamente, en el sentido de que «la iglesia invisible y la iglesia visible constituyen una unidad. Es en la Iglesia Católica donde existe la Iglesia de Cristo. El concilio no enseñó que la Iglesia de Cristo existiera también fuera de la Iglesia Católica» (May, op. cit., p. 133). Apostillemos: cierto es que el concilio no lo enseñó de manera directa, pero ¿no lo hizo indirectamente? La duda permanece. Se trata de algo grave. Tan es así que el profesor May concluye de esta guisa al respecto: «Fuera de la Iglesia Católica se dan, pues, múltiples elementos de santificación y de verdad, que son el don propio de la Iglesia de Cristo. Pero se echa de ver asimismo, en tal manera de expresarse, una revalorización de los fragmentos de Iglesia que se hallan en las confesiones acatólicas. De hecho, antes del concilio sólo se hablaba de vestigia ecclesiae, de huellas de la Iglesia. A las huellas las liga un nexo extraordinariamente débil con la realidad a la que remiten. Permiten presagiar la Iglesia, acaso también aludan a ella; con todo, no constituyen propiamente elementos de ésta. Se habla de elementa ecclesiae Christi, desde el concilio en adelante, para imbuir con ello la idea de una remisión más fuerte a la Iglesia. En efecto, los elementos son partes constitutivas de la Iglesia, a la cual pertenecen, pero que, no obstante, se hallan como arrancadas de su contexto» (op. cit., p. 133).

¿Y no es precisamente esta idea falsa que se da de los herejes y cismáticos, añadimos nosotros, que los erige en elementos o "partes constitutivas" (Bestandteile) de la Iglesia de Cristo "arrancadas" de su contexto, de arte que se hallan en comunión no plena o imperfecta [sic] con la Iglesia de Cristo, una de las convicciones basilares del ecumenismo actual, destructor de la fe y de la Iglesia?

2.3.1 La Iglesia según los acatólicos

Llegados a este punto, nos parece útil exponer brevemente lo que piensan de la Iglesia los ortodoxos y los protestantes. El autor lo resume con mucha eficacia, lo que le permitirá al lector comprender aun mejor la absurdidad del denominado "diálogo ecuménico".

a. Ortodoxos

Los ortodoxos carecen de una concepción precisa de la Iglesia. La ven sobre todo en su aspecto "místico-carismático". Desde el punto de vista de la Iglesia como institución, se dividen en "iglesias nacionales" que se rigen a sí propias (autocefalia): «Su estrecha conexión con el elemento nacional-popular y estatal obstaculiza la edificación de la Iglesia, promueve la pertenencia pura y simple de ésta al Estado y favorece su instrumentalización. La Ortodoxia es el conjunto de las "iglesias" autocéfalas independientes. El patriarca de Constantinopla no posee jurisdicción alguna sobre las múltiples comunidades ortodoxas. Lo que une a los ortodoxos es la hostilidad hacia "Roma". Los ortodoxos, aun dejando al Papa aparte, carecen de una jerarquía como la católica. Niegan que Cristo pueda tener un vicario universal para toda la Iglesia. No existe para ellos un primado de derecho propio» (op. cit., p. 134).

b. Protestantes

Para el protestantismo, la doctrina católica sobre la Iglesia es «de todo punto irrelevante» (op. cit., p. 133). Su doctrina es, en síntesis, la siguiente, y constituye una constante más allá de las diferencias de los sectarios entre sí: «Es menester distinguir la iglesia visible de la invisible. La Iglesia es, en su esencia, oculta, invisible (ecclesia proprie dicta). Se compone sólo de los creyentes verdaderos, y nadie más que Dios la conoce. Se vuelve visible, empírica, mediante el anuncio de la palabra de Dios y la administración de los sacramentos (ecclesia late dicta). La Iglesia de Cristo existe en las "iglesias" históricas; se encuentra donde la palabra de Dios se anuncia rectamente y donde los sacramentos se administran también rectamente. Eso basta para que se dé la existencia de la Iglesia. El sacerdocio (en sentido católico) no es esencial para la Iglesia. No hay más autoridad en la Iglesia que la palabra de Dios (que se contiene en las Escrituras). No existe ninguna sucesión episcopal constitutiva de la Iglesia. Los protestantes piensan que sus comunidades religiosas son iglesias de pleno derecho. Se autodefinen "iglesias evangélicas". Un sínodo suyo del 9 de noviembre del 2000 afirma: "Las iglesias evangélicas son iglesias de Jesucristo". Cada una de las iglesias que existe hoy, fruto de un proceso histórico, es una iglesia particular que forma parte de la iglesia de Cristo. Esta última no se identifica con ninguna iglesia particular. La Concordia de Leuenberger (1973), una de sus declaraciones comunes, afirma con claridad que todas las "iglesias" signatarias tienen parte común en la iglesia única de Cristo. De ahí que pretendan se reconozca que las "iglesias hermanas" cristianas tienen igual valor.

Para los protestantes, la Iglesia Católica es una organización eclesiástica como cualquier otra. Puesto que, según ellos, bastan la palabra y los sacramentos para que exista la Iglesia, les parecen irrelevantes y, de hecho, contrarias a la fe la estructura y la constitución de la Iglesia Católica. A la concepción de la Iglesia que profesan la reputan por "apropiada, mejor fundada, más conforme con el evangelio". Las comunidades protestantes se consideran competidoras de la Iglesia Católica. Desde su origen procuraron hacerle daño donde quiera que fuera posible.

Los ecumenistas católicos se esfuerzan por poner "la eclesialidad" de las comunidades religiosas protestantes en el punto más alto de su cartelera. Para Walter Kasper, las comunidades protestantes son "un nuevo tipo de Iglesia"; se opone a la afirmación de que sean iglesias "en sentido propio". Las comunidades religiosas protestantes no son para él iglesias en el sentido de la Iglesia Católica, pero lo son en otro sentido» (op. cit., pp. 134 a 136).

2.3.2 De la errónea negación de la Iglesia deriva la negación protestante del sacerdocio verdadero

Para los protestantes, «la estructura jerárquica del ministerio sacerdotal no pasa de ser una construcción histórica contingente. No puede haber para ellos una jerarquía de derecho divino en la Iglesia. Los ministros no son más que predicadores de la palabra y dispensadores de los sacramentos. Los elige la comunidad. En la óptica protestante, el servicio de anuncio de la palabra y de administración de los sacramentos es de derecho divino porque lo ordenó Nuestro Señor; no lo es, en cambio, la institución sacramental de ministros encargados de predicar y administrar los sacramentos [tal opinión se basa en una interpretación errónea del Nuevo Testamento]. No existen para los protestantes ni el sacramento del orden, que confiere una impronta indeleble y poderes imperecederos, ni un poder de orden en cuya virtud sólo sus titulares pueden ejecutar determinadas acciones, ni tampoco un poder de jurisdicción que permita exigir obediencia y disciplina. El poder ejercido por el ministro protestante se lo confiere la comunidad, que puede revocárselo cuando quiera. En particular, no existe un magisterio de derecho divino. El protestantismo no conoce una instancia eclesiástica que se pronuncie de manera infalible sobre la fe» (op. cit., p. 137).

Se trata, pues, de una noción abierta de Iglesia, por decirlo así, de una noción democrática, de abajo, pacticia, desfigurada y torcida, en cuya virtud se la reduce a una comunidad de laicos, como que carece de sacerdotes, de autoridad, de altar, de sacrificio, ayuna de todo fundamento trascendente. Al abolir el sacerdocio ministerial, al rechazar la Tradición de la Iglesia -mantenida por una enseñanza plurisecular-, al declarar que todo bautizado es ipso facto sacerdote, de manera que puede comprender las Sagradas escrituras por sí solo, con la presunta ayuda del Espíritu Santo, Lutero le abrió el camino a la anarquía religiosa, porque a esto conduce la tendencia de los protestantes a fabricarse una religión ad hominem, es decir, personal, merced a su interpretación individualista de los textos sagrados, una interpretación que conduce inevitablemente a la división en sectas innumerables.

Hoy, a consecuencia del ecumenismo, la anarquía religiosa ha infectado también a los católicos a causa del "pluralismo" religioso de que por fuerza aquél se hace paladín. El pluralismo comporta la desaparición de la enseñanza de la verdad única revelada, conduce a la religión ad hominem y a la adopción de una noción de iglesia bastante parecida a la de los protestantes. Es el fin de la catolicidad: «Se difunde hoy cada vez más, hasta entre los católicos, una concepción falsa de la cristiandad y de la Iglesia de Cristo, consistente en esto: existe una Iglesia única, invisible, de la cual participan todas las comunidades cristianas. La cristiandad se divide en varias ‘iglesias’. Cada una de ellas posee partes de la verdad. Todas juntas forman la Iglesia de Cristo. De ahí que la unidad de la Iglesia no deba restablecerse: ya existe de hecho. Al no haber en él ámbito de la iglesia visible ninguna unidad en punto a doctrina, culto y enseñanza, la unidad efectiva, real, no puede ser sino invisible [como se ve, la visión protestante de la Iglesia ha penetrado en el mundo católico] Muchos católicos ecumenistas se acercan a estas concepciones falsas y llegan al punto de distinguir entre "iglesia del Papa" e iglesia de Cristo. Militan en la primera nada más que los católicos; en la otra, todos los bautizados. Así se rebaja a la Iglesia Católica a la categoría de iglesia particular. La curia puede explicar cuanto quiera el significado auténtico del subsistit: los ecumenistas siguen en sus trece. Continúan sosteniendo, impertérritos, la coexistencia de varias "iglesias", que constituyen todas juntas la "Iglesia de Cristo". Un profesor de Tubinga declara a menudo que "una forma de realización [de la Iglesia] se halla también en otras iglesias [acatólicas]". También Walter Kasper ve una diferencia entre la Iglesia Católica y la Iglesia de Jesucristo. Un concepto tal es inaceptable para un católico que tenga fe. No puede ponerse a la Iglesia Católica al mismo nivel que las otras comunidades religiosas. Es imposible querer unificar a la Iglesia Católica y a las demás confesiones cristianas a título de partes de una especie de superiglesia» (op. cit., pp. 137 y 138).

Nuestro comentario a este exactísimo análisis: la culpa principal de las desviaciones imperantes entre los fieles no es imputable a ellos mismos, ciertamente, aunque no estén exentos de graves responsabilidades (cf. supra, punto 1.1). ¿No se vio antes (supra, punto 2.3.1) que, valiéndose del nuevo concepto de "iglesia comunión", la jerarquía actual incluye como "iglesias particulares" también a las comunidades cristianas acatólicas que dispongan de una sucesión apostólica material y de una eucaristía válida? ¿No se trata de una abertura ilegítima, que el cardenal Walter Kasper está procurando ensanchar aún más, para hacer que entren asimismo por ella los protestantes, al exigir se ponga en duda la invalidez de las ordenaciones anglicanas? ¿Acaso lo ha desaprobado la Santa Sede? Y Kasper, a su vez, ¿no es por Ventura un producto del ecumenismo impuesto por Roma a partir de Juan XXIII? ¿No es precisamente una especie de "superiglesia" el objetivo al que parece aspirar el ecumenismo de Juan Pablo II? ¿Una "superiglesia" que unifique no sólo a las demás confesiones cristianas, sino también (en el futuro) a todas las religiones (véase la convención interreligiosa de Asís) e, incluso, a la humanidad entera? ¡Y se cree guardar fidelidad al dogma afirmando que sola la Iglesia Católica conserva la "plenitud" de los medios salvíficos, a diferencia de las demás religiones, con lo que mantiene así su posición de superioridad! ¡Se nos consuela con espejuelos de este tipo para cazar alondras!

3. La falsa idea de unidad de los protestantes y ortodoxos

El Vaticano II difundió la idea según la cual todos los cristianos añoran la unidad. Pero eso no es verdad, entre otras cosas porque las diferentes confesiones entienden la unidad de manera absolutamente distinta, consiguiente a su idea de "iglesia".

El profesor May expone eficazmente las distintas concepciones (op. cit., pp. 16 a 29), comenzando por la católica, a la que resume con citas de diversos documentos pontificios, inclusive algunos de Juan Pablo II. La unidad es, para la Iglesia Católica, la unidad plena y visible de los creyentes bajo Pedro: «La unidad o comunión plena resulta por eso de la comunión de fe, liturgia, sacramentos (de la eucaristía, sobre todo) y magisterio» (op. cit., pp. 17-18).

Según el concepto católico, la unidad no puede separarse de las verdades de fe: es, por ello, una unidad visible en la verdad que la enseñanza de la Iglesia (entendida en su conjunto, sin limitarla a los concilios ecuménicos) ha sostenido a lo largo de los siglos; una verdad que no tolera coexistir con lo que se le opone, ni admite jerarquías en su seno: ningún dogma es menos importante que otro, por lo que nada autoriza a someterlo a discusión con los herejes (op. cit., pp. 18 y 19).

a. Protestantes

Pero ¿cómo entienden la unidad los protestantes? Éstos no hablan jamás de "unidad" de la Iglesia, sino de «comunión de las iglesias»

(Kirchengemeinschaft: el término Gemeinschaft se puede verter asimismo por comunidad).

La diferencia terminológica es significativa. Las comunidades religiosas protestantes no aspiran a una unidad visible e institucional de las "iglesias" (op. cit., p. 27). ¿Por qué? Porque para ellos la comunión de las iglesias «no significa de hecho fusión de las iglesias, sino más bien el reconocimiento recíproco como verdadera expresión de la Iglesia única de Cristo» (op. cit., p. 22). Y esto porque, como se vio antes (supra, punto 2.3.1. b), la unidad de la Iglesia es invisible para ellos: existe ya por obra de Dios en el Cuerpo de Cristo; de ahí que la Iglesia de Cristo una se constituya por la suma de las iglesias que se profesan cristianas. Tal unidad es inmodificable, es un dato ontológico. Para ellos, «nosotros estamos ya unidos en Cristo»; lo que sigue faltando es «la concordia en la imagen eclesial de esta unidad» (op. cit., ivi). Eso significa que, para ellos, la unidad se da sólo si las «iglesias de confesión diferente» se garantizan recíprocamente la «comunión en la palabra y en los sacramentos», es decir, la coexistencia pacífica (ivi). La unidad en sentido protestante no es más que «un comercio amistoso de confesiones que permanecen separadas» (ivi) (la denominada "unidad en la diversidad", con la que nos obsesiona el ecumenismo actual, es, en realidad, un concepto protestante).

En esta óptica, ni siquiera es menester llegar a una interpretación unívoca del evangelio. Basta el consenso sobre algunas cuestiones de fondo (ivi, pp. 22-23). La "comunión eclesial" así entendida comporta «comunión de púlpito y sagrada cena, reconocimiento mutuo de las ordenaciones y posibilidad de celebraciones interconfesionales» (op. cit., p 23). Eso significa que, según los protestantes, para estar juntos no es menester afrontar los problemas planteados por las verdades de fe; es decir: pueden mantenerse todas las contradicciones, todos los errores (notemos que el principio de no contradicción no les dice nada). Todas las confesiones cristianas pertenecen ya, en su opinión, a la invisible Iglesia de Cristo, las "iglesias" actuales son ya "todas", así, tal como son, «miembros de dicha iglesia única» (op. cit., p. 23).

El protestantismo no aspira, pues, a la unidad de la Iglesia Católica, sino a una "comunión de las iglesias" universal. Quiere, en efecto, que, en la "comunión de las iglesias", la Iglesia Católica reconozca a las confesiones protestantes por lo que son, que reconozca la validez de sus "ordenaciones", que garantice la "comunión de la palabra y de los sacramentos" poniéndola por obra con ellos en los diversos ritos interconfesionales (ivi, p. 24). Los protestantes quieren se les considere como una pluralidad de "iglesias" perfectamente iguales en dignidad a la Iglesia Católica.

Todo el mundo advertirá, gracias a esta preciosa reconstrucción del profesor May, que "la eclesiología de comunión" que persigue en el "diálogo" la jerarquía católica actual refleja en gran manera "la eclesiología" de los herejes.

b. La unidad según los ortodoxos: el problema no existe

Los ortodoxos no profesan tamaña concepción. A ellos no les interesa la "comunión" de las "iglesias" ni la unidad de los cristianos, toda vez que se consideran la única y verdadera Iglesia de Cristo. La Iglesia de Roma es herética para ellos. Así, pues, tener comercio con los católicos es pecado para ellos (canon nº 45 de los cánones de los santos Apóstoles). Lo único que les interesa es mantenerse y expandirse, tanto mejor si es a costa de los católicos. Juan Pablo II no comprende su verdadera mentalidad, hostil en grado superlativo al papado y al catolicismo.

Además, el principio nacional-popular (voelkisch) desempeña un papel fundamental en la denominada Ortodoxia. Es sabido que ésta no constituye una unidad, sino un conjunto de "iglesias" nacionales, que se identifican con el pueblo e identifican a éste con la Iglesia, con lo que le confieren al pueblo la misión de defender la ortodoxia contra el extranjero. Por eso se ve al católico o al protestante como enemigos de la patria y de la unidad nacional.

En consecuencia, la "iglesia" ortodoxa se apoya en el Estado (pongamos de relieve que, históricamente, es hija del cesaropapismo: bizantino primero y ruso después) para que la sostenga en sus pretensiones, comenzando por la del "territorio canónico", es decir, el territorio que considera sometido a su competencia y jurisdicción. Según el patriarcado de Moscú, dicho "territorio" coincide con toda la extensión de la ex Unión Soviética (es, por consiguiente, más amplio que el territorio del Estado ruso actual). Las demás "comunidades religiosas" (comenzando por la católica) no tienen ningún derecho sobre él. Por eso los ortodoxos se oponen tenazmente a toda tentativa de la Iglesia Católica de reanudar su obra en Rusia (para todo eso, op. cit., capítulo

3: Ortodoxos y Uniatas, pp. 107 a 119).

Juan Pablo II condescendió con ello, abandonó a los uniatas a sí mismos y se comprometió oficialmente a no hacer "proselitismo": sacrificó la obra misionera al ecumenismo. El resultado es la difusión del protestantismo en Rusia, no del catolicismo (ivi, p. 118). El profesor May recuerda la ley de 1997 sobre las religiones reconocidas en Rusia por el Estado, que menciona sólo a la ortodoxia, el islam, el hebraísmo y el budismo como religiones "tradicionales" de Rusia (op. cit., p. 115). Olvida que la Iglesia Católica siempre ha estado presente en Rusia, aunque continuamente obstaculizada o perseguida (ivi, p. 118). En Georgia y Rumania se apresuraron en declarar religión de Estado a la Ortodoxia (ivi, p. 115). Los ortodoxos hacen todo lo posible por cerrarle cualquier espacio al catolicismo. Donde pueden, donde cuentan con medios para ello, los ortodoxos llevan a cabo una firme acción de proselitismo de tipo mundano en perjuicio de los católicos, desmembrándolos (op. cit., p. 119).

Por nuestra parte, nos gustaría recordar, para completar la exposición del autor, que Juan Pablo II regaló en Roma una iglesia a los griegos y otra a los búlgaros (cf. sì sì no no, diciembre 2002, p. 7, ed. española), para que celebraran en ella su liturgia de cismáticos, inficionada también de herejía por motivo del Filioque y de la consagración confiada a la epiclesis; ofreció otra asimismo a los rusos, quienes la rechazaron y parece que están construyendo «a espaldas de San Pedro, en el interior de la residencia diplomática del Janículo [...] la mayor catedral ortodoxa de Occidente», que, una vez acabada, proyectará su sombra «a plomo sobre la columnata de Bernini» (Capital, noviembre de 2001, p. 38). Así pues, no es Rusia la que se ha convertido al catolicismo, sino que es la Roma católica la que sufre cada vez más una invasión -incluso en punto a símbolos- de las fuerzas del cisma y la herejía (¡por no hablar aquí de la presencia formal del Anticristo, constituida por la mezquita de Forte Antenne, la mayor de Europa, también ésta aprobada por Pablo VI en nombre de la "libertad religiosa"!). ¿No demuestra todo ello, por enésima vez, que el Papa reinante jamás hizo en realidad, a despecho de las apariencias, la consagración de Rusia al Corazón Inmaculado de María, que la Virgen había pedido a su tiempo por conducto de la vidente de Fátima?

3ª parte: esclarecimiento de las doctrinas de los herejes y cismáticos

4. Las psedocategorías elaboradas por los ecumenistas: el "consenso diferenciado" y la "diferencia conciliada"

La búsqueda de la unidad "ecuménica" tropieza con un duro obstáculo, obviamente, en las contraposiciones doctrinales que se dan entre católicos y protestantes. Los ecumenistas arbitran la elaboración de figuras lógicas ad hoc para sortearlo, como el denominado "consenso diferenciado", que ha de permitir, al decir de ellos, la conclusión de acuerdos doctrinales sin menoscabo de las diferencias recíprocas. El profesor May prueba que tales figuras son insostenibles: «El consenso -escribe- es una conformidad de voluntades (de su contenido), dotada de sentido y declarada por las partes. Diferenciar significa dividir y separar. Un consenso diferenciado es la cohabitación de conformidad y divergencia sobre la misma cosa, que aquí es la doctrina. Significa, de hecho, "un acuerdo sobre los elementos fundamentales de una doctrina en litigio junto con la explicación contextual de los motivos por los que pueden permitirse, a la luz de todo lo que se ha establecido en común, las diferencias doctrinales que aún persisten"» (op. cit., p. 255).

Pero tamaña concepción «presupone que se puede distinguir, en la verdad revelada, entre doctrinas que es obligado reconocer para salvarse y doctrinas que pueden no reconocerse sin perjuicio de la salvación propia» (op. cit., ivi). Esta distinción es falsa: se trata de una concepción luterana, antaño condenada por la Iglesia porque la verdad revelada viene toda de Dios, por lo que toda ella es igual de necesaria para la salvación propia (op. cit., pp. 25 y 26). Además, en el plano puramente lógico, aquello a lo que no se dice amén le resta validez a aquello con lo que se está de acuerdo, lo que vuelve a la figura en cuestión [la del consenso diferenciado] completamente contradictoria (ivi, p. 26).

Igual de absurda resulta ser la noción de "diferencia conciliada", otra manera de expresar la idea de la "unidad en la diferencia". El cardenal Kasper gusta mucho de dicha locución y la usa a menudo (op. cit., p. 26), haciendo así eco a las declaraciones de los luteranos, quienes afirman que el ecumenismo ha de aspirar a la realización de «una comunidad eclesial en la diferencia conciliada» (ivi, pp. 26 y 27). Pero la conciliación, observa el profesor May, es una categoría antropológica: atañe a las relaciones humanas, no a las ideas. Lo que significa que «se pueden reconciliar los hombres, no las posiciones doctrinales. Las contraposiciones consolidadas no se dejan nivelar... No pueden conciliarse jamás las diferencias de fe, que expresan contraposiciones radicales, porque la verdad y el error no pueden convivir. La "diferencia conciliada" no es más que una suma de contrarios...» (ivi, p. 27). Por lo demás, incluso "acreditados" teólogos protestantes rechazan dicha categoría conceptual (ivi). Es inútil agarrarse a un clavo ardiendo. Como recordó Pío XI en Mortalium Animos, la fe católica es un todo indivisible: se la acepta o se la rechaza en globo (ivi, p. 28).

La "diferencia conciliada" no existe, no puede existir, igual que no puede darse unidad de ninguna clase entre católicos y protestantes, entre fés que profesan verdades opuestas. Además, las que los protestantes contraponen con tanto orgullo a los católicos no pasan de ser errores, negaciones de la verdad revelada, herejías (ivi, pp. 28 y 29).

5. Diferencias doctrinales, en punto a fe y costumbres, con los protestantes y los ortodoxos

Para dar una imagen lo más precisa posible de las diferencias insuperables que median entre nosotros, los católicos, y los herejes y cismáticos, le brindamos al lector una rápida síntesis casi una antología, del cuadro detalladamente elaborado por el profesor May. Se trata de una crítica obligada a causa de «los graves defectos del protestantismo en cuanto sistema religioso», una crítica que vuelve por los fueros de diversas verdades fundamentales, hoy escamoteadas. No hay en ella, pues, como es obvio, hostilidad alguna para con los protestantes en cuanto individuos, los cuales pueden ser personas pías y devotas, acaso más que ciertos católicos de hoy (op. cit., p. 66). Lo mismo vale respecto de los ortodoxos en cuanto síngulos individuos.

a. Protestantes

5.1 Lutero

Ante todo, ha de rechazarse una tentativa que los ecumenistas están poniendo por obra desde hace tiempo: la de revalorizar a Lutero, como si no hubiese sido bien comprendido o interpretado. «Hay hombres píos y ejemplares en el luteranismo, pero el fundador no se cuenta entre ellos». Sus defectos morales e intelectuales son harto conocidos: fue un fraile que rompió sus votos, que cedió a la sensualidad, a la soberbia, a la ira, al odio. Se idolatraba a sí propio (personalidad astuta y agresiva, fue polemista violento y habilísimo, y, al mismo tiempo, sutil y desenvuelto en sus sofismas hermenéuticos). Incitó a las masas al odio contra el Papa y contra los católicos valiéndose de una libelística "canallesca". No es justo considerarlo un "reformador". Fue un destructor de la fe, de la Iglesia, un sembrador de discordias: un auténtico Atila. Se sirvió de los males que afligían a la Iglesia militante en su tiempo como pretextos para rechazar la sana doctrina y sustituirla por su interpretación personal de las Escrituras (interpretación que pretendía conseguir la cuadratura del círculo, esto es, conciliar la salvación con la libertad de un sujeto que quería continuar siguiendo los impulsos de la carne y del orgullo) (op. cit., pp. 66 a 69).

5.2 El protestantismo impuso sus doctrinas por la fuerza

«El protestantismo no puso, junto a la tradición legítima de la Iglesia, la suya propia, igual de legítima; antes al contrario: rechazó como ilegítima la tradición legítima de la Iglesia para sustituirla por una diferente, que reputaba por legitima. Los protestantes ni siquiera procuraron depurar las instituciones de la Iglesia de su tiempo, sino que se limitaron a dejarlas de lado [...] Predicaban una doctrina torcida de pies a cabeza (veraenderte), adaptada a las debilidades de la carne» (op. cit., p. 69). Aquí radica la causa verdadera de su éxito, de la acogida favorable que le brindaron las élites, en quienes había calado hasta la médula el espíritu corrompido de aquel tiempo, no en el presunto redescubrimiento del verdadero Evangelio, del cristianismo auténtico, sobre el cual, al decir de los luteranos, se arrojaron las masas, ávidas de la verdad (¡!) (ivi, p. 70). Los "reformadores" predicaban lo mismo que el espíritu del mundo, tal y como lo vivían las clases dominantes en lo político y cultural, o lo que querían oír los prejuicios nacionalistas (la libertad absoluta de conciencia, artífice del propio credo; la aspiración a una religión nacional) (ivi, p. 71). De suerte que para el predominio efectivo del luteranismo fue decisiva la intervención de las autoridades civiles en su favor (señores territoriales, ciudades libres del imperio), ansiosas todas de apoderarse de las tierras y los bienes de la Iglesia Católica. Dichas autoridades persiguieron a los católicos, en sus territorios, con la opresión y el terror, aniquilándolos o expulsándolos (ivi, pp. 71-73). (10)

Otra leyenda la constituye la idea según la cual el protestantismo trajo la "libertad religiosa" (ivi, p. 73), pero lo cierto es que, por el contrario, ha reprimido siempre al catolicismo. Se ha apoyado de continuo en los poderes constituidos (igual que la Ortodoxia) para arrancarle creyentes al catolicismo y procurar adjudicárselos. Ha invocado siempre la libertad de conciencia y de religión, pero sólo para sí mismo (ivi). Todavía hoy el protestantismo sigue apoyándose en los poderosos de la tierra, ya sean «los medios de comunicación de masas, los partidos políticos o las corrientes dominantes del siglo, el Estado. Aún hoy sigue sin garantizarse la libertad religiosa en diversas naciones de mayoría protestante. La constitución noruega declara al luteranismo religión del Estado. Quien se adhiere a ella está obligado a educar a sus hijos en dicha religión: el rey debe ser luterano: más de la mitad de los miembros del parlamento deben ser luteranos» (ivi, p. 74).

Sigue un elenco de prerrogativas semejantes impuestas en Suecia, Finlandia, Dinamarca, Gran Bretaña (donde ni el rey ni el primer ministro pueden ser católicos, ni tampoco puede elegirse a sacerdotes católicos para diputados de la Cámara Baja) (ivi). Nuestro autor concluye así: «Es evidente que la proclamación de la libertad religiosa por parte del concilio ecuménico Vaticano II no halló eco alguno en el protestantismo» (ivi).

5.3 Las diferencias doctrinales siguen inalteradas e inconciliables

Los ecumenistas "las ocultan y minimizan", pero siguen ahí: nada ha cambiado. Aunque Juan Pablo II afirmaba que, tras el concilio, se derribaron "barreras divisorias" entre católicos y luteranos (L’Osservatore Romano nº 51, 17 de diciembre de 1999, p. 12, ed. española), no consigue aducir, empero, ni una sola prueba de lo que dice. Los teólogos protestantes siguen atacando los dogmas católicos lo mismo que antes. Falta cualquier respuesta de parte católica (op. cit., pág. 75). Sinteticemos ahora ampliamente dichas diferencias.

a) La palabra de Dios

Ella es para los protestantes «el instrumento decisivo de la gracia. La palabra es llamada y aceptación personal. El sacramento es algo secundario frente a ella. La palabra siempre es libre y nueva cada vez. No se solidifica en una norma. Se sigue de ahí que el concepto mismo de "dogma" no es viable, a juicio de los protestantes. En efecto, el dogma estriba en lo que se contiene en la revelación y propone la Iglesia: así se originan los artículos de fe. Para el protestantismo, en cambio, sólo cuentan las proclamaciones libres y momentáneas de la palabra. Su consolidación en las profesiones de fe confesionales es mera obra humana y puede ser revisada» (ivi, p. 76).

Los protestantes niegan que el dogma se pueda constituir a partir de la Tradición, cuya presencia se da en la Iglesia desde el inicio: sólo admiten las Escrituras como fuente de la Revelación. Cultivan, con todo, un tradicionalismo suyo propio, consistente en la aplicación de los principios de la tradición protestante a la interpretación de la Biblia: «el católico que lea los comentarios protestantes de la Biblia no raras veces se topará, estupefacto, con referencias a las obras de Lutero» (ivi, p. 77), a las que se usa, de hecho, como canon interpretativo (¡sin dejar de hacer mil cumplidos al libre examen individual de un texto sin notas explicativas, con sola la asistencia del Espíritu Santo!). Además, los protestantes no tienen la misma Biblia que los católicos (¿cuántos católicos lo saben?). Lutero eliminó los denominados textos "deuterocanónicos" del Antiguo Testamento. ¡Del Nuevo consideró no canónicos la Epístola a los Hebreos, la de Santiago (que enseña la necesidad de las obras para la salvación junto con la fe), la segunda Epístola de Pedro y el Apocalipsis! (ivi).

Mientras que para la Iglesia Católica todos los textos sagrados tienen a Dios por autor, se da unidad entre ellos, no se puede contraponer un texto a otro, su inerrancia es absoluta, no contienen contradicciones ni verdades de primer o segundo grado, y gozan todos de la misma autoridad, el protestantismo, en cambio, «opera una serie de diferenciaciones cualitativas entre los textos sagrados, estableciendo así un canon en el canon, introduciendo diversos niveles de autoridad en el seno de la Biblia. De esa manera, se pueden usar los pasajes del texto sagrado unos contra otros, lo que le permite al hermeneuta erigirse en juez de la revelación. Lutero reconocía en las Sagradas Escrituras sólo lo que "revelaba a Cristo", según su modo de expresarse. Ponía la Epístola a los Romanos y la Epístola a los Gálatas por delante de todos los demás textos, porque estaba convencido de que en ellos se hallaba la confirmación de su interpretación de la doctrina de la justificación» (ivi, p. 78).

La Iglesia Católica posee una instancia superior que interpreta autoritativamente la Sagrada Escritura: es el magisterio mismo de la Iglesia. El protestantismo no puede tener una instancia semejante. Afirma que "las Escrituras se interpretan por sí mismas". La falsedad de dicho aserto la demuestra la muchedumbre de interpretaciones opuestas que caracterizan a las diversas sectas. Ha de advertirse también que las profesiones de fe de las sectas protestantes contienen, en realidad, los criterios que se ha de seguir para interpretar la Biblia (cada secta tiene su criterio). En los dos siglos pasados, los teólogos protestantes casi destruyeron la autoridad del texto sagrado a causa de su metodología (racionalista-historicista), que no reconoce el principio de autoridad y busca la contradicción (ivi, pp. 78 y 79).

b) Justificación y gracia

«La gracia es, según el catolicismo, todo don sobrenatural que Dios concede al hombre para que consiga la vida eterna. Los dos tipos esenciales de la gracia son la gracia actual y la santificante. Esta última es una realidad sobrenatural que Dios infunde en el alma y que inhiere en ésta como cualidad de su propio ser. El concepto protestante es completamente distinto: la gracia no es otra cosa que la benevolencia, la disposición misericordiosa de Dios. No es, pues, un principio sobrenatural de nuestra vida que nos santifica, transformándonos interiormente» (ivi, p. 80). Las dos concepciones se oponen sin remedio.

Para los protestantes, «el hombre está tan corrompido por el pecado original que sólo puede ser capaz de hacer el mal. No pueden darse entonces ni preparación ni colaboración para la justificación [mediante la gracia] Dios lo hace todo por sí solo, el hombre no puede hacer nada. Contra estos errores la Iglesia Católica enseña, anclada en la Tradición y las Escrituras, que el pecado original hirió, sí, a la naturaleza humana; pero, con todo, esta sigue siendo capaz de cooperar con la gracia divina para justificarse. El principio subjetivo de la justificación es la fe» (ivi, p. 80)

El protestantismo, sin embargo, entiende la fe sólo como la confianza fiducial del individuo en la misericordia divina . Es menester creer (enseña Lutero) que el sacrificio de Cristo es, por misericordia divina, como un manto que cubre todos nuestros pecados: sólo esto hay que creer para salvarse, puesto que el hombre no puede cambiar; de ahí que no sea menester santificarse en la dura lucha cotidiana contra uno mismo, llevada a cabo pidiendo libremente el auxilio de la gracia. Se trata de una fe tenebrosa, que se basa sólo en el sentimiento angustioso de la miseria propia, pero que, a la vez, se halla veteada de orgullo, puesto que todo lo espera de Dios y nada impone al hombre, quien pretende salvarse sin dejar de ser como es, todo contaminado de pasiones y vicios.

Según el catolicismo, en cambio, «la fe es sumisión personal a Dios y, al mismo tiempo, libre adhesión a la verdad revelada por Dios» (ivi). Para la Iglesia, la fe no es separable del libre arbitrio. El modo en que se verifica la justificación mediante la gracia y la fe es, pues, profundamente diferente: «La misericordia de Cristo, que adopta en la fe al pecador [es decir, que nos hace hijos de Dios por adopción] se limita, para los protestantes, a recubrir la pecaminosidad del hombre (imputación forense de la misericordia o "justicia" de Cristo). La pecaminosidad íntima permanece inalterada incluso en el hombre justificado (simul iustus et peccator). Para la doctrina católica, en cambio, la justificación comporta una auténtica santificación interior» (ivi, pp. 80-87).

c) El concepto de Iglesia  (Cf. supra, punto 2.3.l. b).

d) Los sacramentos

Los protestantes han conservado sólo el "bautismo" y la "cena". ¿Y los otros sacramentos? ¿Cómo los juzgan? Así: El crisma es para ellos (puede que con excepción de los anglicanos) una "ceremonia vacía y supersticiosa". La confesión «no es un sacramento, sino tan sólo un uso aconsejado, igual que la extrema unción. Al sacramento del orden se le ve ni más ni menos que como una manifestación de soberbia, un error peligroso para las almas. El matrimonio no es más que un contrato, siempre rescindible. En los últimos tiempos, se han dado en diversos ámbitos protestantes, como se sabe, el "matrimonio homosexual"» (ivi, p. 82). El protestantismo niega también que los sacramentos puedan tener eficacia ex opere operato [o sea, por sí mismos, con independencia de la disposición del ministro; n. del ed.] El único medio de salvación es la palabra: se sigue de ahí que los sacramentos producen la gracia no mediante su administración, sino tan sólo por medio de la fe de quien los recibe (ivi, p. 83).

e) Bautismo

¿Qué decir entonces del bautismo, un sacramento del que tanto alardean los ecumenistas como de una posesión segura, común a católicos y a protestantes? Tampoco se informa con exactitud al vulgo de los fieles sobre este punto. La verdad es la siguiente: «Para muchos protestantes, el bautismo es un mero símbolo que no obra nada dentro del alma del bautizando. En cualquier caso, no se le concibe como causa de la gracia producida por Dios en el alma, sino como mero signo suyo. No se confiere al bautismo ninguna eficacia sacramental específica debido a la creencia en la fe fiducial y en la fuerza salvífica única de la palabra. Los protestantes que admiten que en el bautismo se brinda la gracia consideran también, sin embargo, que la incorporación [del bautizando a la Iglesia] se verifica sólo mediante la fe fiducial. Sólo pocos protestantes creen que el bautismo nos procura la gracia. Sectores cada vez más amplios niegan la necesidad del bautismo para la salvación. Necesaria es sólo la fe (fiducial). La salvación se vincula a la fe, no al bautismo, que ni siquiera es necesario para ser aceptados en la "Iglesia". El sínodo de las iglesias reformadas de Francia (25-27 de mayo de 2001) se pronunció en favor de la admisión general de los no bautizados a la cena» (ivi, p. 83).

f) Cena del Señor

El protestantismo rechaza con ahínco la doctrina católica de la santa misa, que el Concilio de Trento acabó por definir dogmáticamente (ivi, p. 84). «Niega la conexión esencial entre el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la misa. El culto de la cena del Señor es únicamente un memorial del sacrificio de la cruz; no tiene lugar en él ninguna oblación sacrificial.

El papel que desempeña la cena en la praxis de las sectas protestantes no puede parangonarse con el alto honor en que se  tiene a la misa en la Iglesia Católica. La mayor parte de los domingos no se celebra la cena: se contentan con la liturgia de la palabra. Sermones y cena valen lo mismo para los protestantes en cuanto funciones religiosas: el individuo puede elegir libremente entre los dos. No existe el precepto festivo. No se da la obligación de prepararse para la cena con la confesión, en el caso de que se hayan cometido pecados mortales. Según los protestantes, la administración de la cena produce el perdón de los pecados; lo cual significa que, en algunos aspectos, sustituye al sacramento de la penitencia, que ellos abolieron. Ésta es su praxis actual. La cena se celebra sin que la preceda confesión alguna, y también los no bautizados pueden participar en ella. Además, todas las confesiones protestantes niegan con decisión el dogma de la transubstanciación. No admiten ninguna consagración sacerdotal del pan ni del vino. Muestran mucha inseguridad tocante a la denominada presencia real e incurren en contradicciones notables al respecto. Como mínimo la niegan» (ivi, pp. 84 y 85). Conclusión: «La eucaristía no une a católicos y protestantes; antes al contrario: pone de manifiesto su insuperable división» (ivi, p. 85).

g) Sacramento del Orden

«El protestantismo no conoce la figura del sacerdote, que habla y obra in persona Christi, o, por mejor decir, la combate como errónea y reprobable porque, a su juicio, el sacerdocio introduce en la Iglesia una división en dos clases [sacerdotes y laicos], lo cual es contrario a la voluntad de Cristo [sic]. Según ellos, todo bautizado puede hacer lo que, según la doctrina católica, compete sólo a los sacerdotes, a los obispos y al Papa. El oficio de predicar incumbe a todos los bautizados. Si sólo se elige a algunos como "servidores de la palabra", eso sucede por exigencias de orden, de organización. Las iglesias evangélicas tedescas ratificaron recientemente, sin rebozo, que la ordenación "no es una consagración [...] que confiera una facultad particular en relación con la cena y sus elementos. Todo cristiano puede presidir la liturgia y pronunciar las palabras de la consagración". Eso significa que "el oficio sacerdotal es tan sólo una función, no un sacramento" [débese recordar que el Vaticano II introdujo la concepción del sacerdocio ministerial como función del pueblo de Dios, como poniendo en el mismo plano el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los fieles; cf. Lumen Gentium, n. 10, 13; decreto Presbyterorum Ordinis, n. 2, 4]. Sin embargo, por razones de competencia y de prestigio, el protestantismo maniobra para ocultar exteriormente, a los ojos del vulgo, la diferencia ontológica que, hace al caso decirlo, media entre el sacerdote católico y el ministro protestante. Basta recordar, entre otras cosas, el uso de la estola por parte de este último, corriente desde hace tiempo. Eso da la impresión de que los titulares del oficio sacerdotal se hallan, en ambas religiones, en el mismo plano y ejercen las mismas funciones.

La Iglesia Católica enseña la doctrina de la sucesión apostólica. Eso quiere decir que no hay obispo válidamente consagrado cuyo árbol genealógico eclesiástico no pueda remontarse a un Apóstol. Dicha conexión tiene valor cuando es segura, es decir, fuera del caso en que sea imposible hallar pruebas históricas de la transmisión sin lagunas de la potestad episcopal. Para los protestantes, en cambio, se puede hacer caso omiso de ello. Basta sólo con mantenerse firmes en la fe de los Apóstoles, que el protestantismo reivindica para sí. La sucesión del evangelio prima sobre la de los oficios. Los ecumenistas católicos hace tiempo que están alineados con la posición protestante, prestos a renunciar a la sucesión de la imposición de las manos a favor de una (indemostrable) "continuidad en la fe y en la doctrina con la Iglesia de los Apóstoles" [lo que aquí resulta inexacto, a nuestro juicio, es sobre todo, el hecho de querer excluir de dicha "continuidad" el elemento basilar constituido por la sucesión episcopal, para reducir así tal "continuidad" a la "continuidad" de una doctrina desvinculada del magisterio, que se pretende luego identificar con la "doctrina" de los Apóstoles o de la denominada "Iglesia primitiva", tal y como la fantasean los herejes a partir de Lutero, que descartaba tranquilamente los textos sagrados (v. gr.: la Epístola de Santiago), o la interpretación de los Padres, cuando no podía conciliar su doctrina, mediante algún artificio, con la suya propia].

Uno de los dogmas del catolicismo lo constituye la imposibilidad de ordenar a las mujeres. Dicho dogma no existe para el protestantismo: las diferentes sectas no tienen problemas en nombrar "ministras". El número de los "obispos" hembras se incrementa en ellas sin parar [...]. No cuenta el sexo a la hora de ser "ministro". Hay hasta transexuales comprometidos como "párrocos" protestantes» (ivi, pp. 85 a 87).

h) La Santísima Virgen

El culto mariano lo rechazan los protestantes. El dogma de la Asunción (1950) provocó a su tiempo furibundas protestas. Casi todos los protestantes niegan la virginidad de María tras el parto. Es una pía ilusión creer que honran a la Virgen. Esto vale sólo para individuos aislados o grupos, pero en modo alguno para el protestantismo en su conjunto. Éste rechaza apodícticamente la oración a María y la mediación de ésta para la obtención y distribución de todas las gracias (ivi, pp. 87 y 88).

i) Ética protestante

El abismo es profundo. «El formalismo kantiano domina amplios sectores de la ética protestante. Según los principios del autonomismo kantiano, el individuo puede actuar conforme a su experiencia personal de la fe. Se sigue de ahí que la moral se cifra en la disposición interior del individuo, con lo que el valor objetivo del comportamiento se pierde por el camino.

Baste recordar dos cánones de la ética protestante: 1) No hay ninguna ley que valga sin excepciones, sino tan sólo reglas de comportamiento moral que admiten excepciones en función de las circunstancias. Si dispone de motivaciones justas, todo el mundo puede sustraerse a cualquier mandamiento. Un ejemplo: el protestantismo condena la mentira, obviamente, pero no sin condiciones; tan es así que la permite en caso de necesidad. 2) No conoce acciones que sean malas en sí mismas y que, por ende, siempre estén prohibidas, en todas partes y en cualquier circunstancia. Si uno tiene buenos motivos, puede ejecutarlas [y entonces la que decide es su conciencia, desvinculada de la ley] El protestantismo es la religión de las concesiones en el plano moral. Piénsese, sobre todo, en la moral sexual. Impedir voluntariamente la concepción mediante medios mecánicos y químicos no constituye un problema moral para los protestantes. Las relaciones sexuales fuera del matrimonio pueden practicarse si las justifican motivos válidos. El divorcio en presencia de una causa justa puede estar no sólo permitido, sino que puede sentirse hasta como obligado. El posible nuevo matrimonio de los divorciados no halla ningún obstáculo en el plano moral.

Dos mil años después del Logos, los luteranos siguen sin saber si la sodomía ha de considerarse un pecado. Este vicio goza de adhesiones y reconocimientos en el protestantismo. En muchas "iglesias" evangélicas se celebran uniones homosexuales "en la iglesia". La ética protestante muestra su verdadera faz en el caso del aborto. Como es natural, se declara que el aborto es, como tal, inadmisible. Con todo, se permite si se dan determinadas circunstancias. El sínodo de las iglesias evangélicas alemanas declaró que impedirlo podría ser, en ciertas circunstancias, moralmente reprobable» (ivi, pp. 88 y 89).

l) Los novísimos

«La Iglesia Católica ha sostenido siempre firmemente la doctrina según la cual el alma se separa del cuerpo a la hora de la muerte para que la juzgue Dios, quien decidirá sobre su salvación o perdición eternas. Las almas que no sean lo bastante puras para comparecer ante Dios deberán pasar por el fuego del purgatorio. En amplios sectores del protestantismo se sostiene la hipótesis de la muerte total; es decir: todo el hombre desaparece con la muerte, no hay una vida post mortem del alma. Quienes, por el contrario, admiten la existencia del alma están convencidos de que todos van al cielo, pase lo que pase. Al purgatorio no se le toma en consideración. No hay, pues, necesidad de oraciones, intercesiones, misas por los difuntos, indulgencias [conque, a lo que parece, los protestantes ni siquiera creen ya en el infierno: o la nada, o el paraíso para todos]» (ivi, pp. 89 y 90) ¿No está acaso ampliamente difundido entre los católicos este modo absolutamente torcido de concebir los novísimos? ¿Y a causa de qué, sino del ecumenismo?

Podríamos extendernos mucho más, pero el rápido esbozo que acabamos de trazar nos parece suficiente para nuestro objeto. Frente a la ocultación de la verdadera naturaleza del protestantismo por parte del falso ecumenismo dominante, el profesor May invoca, con harta oportunidad, la necesidad de una publicística y una predicación que hagan conocer a los católicos lo que el protestantismo es de verdad (ivi, p. 109).

B. Ortodoxos

Vengamos ahora a las diferencias doctrinales con los ortodoxos. «Pablo VI y Juan Pablo II afirmaron varias veces que a la Iglesia Católica la liga una comunidad de fe con las iglesias orientales. Lo sorprendente del caso es que las iglesias ortodoxas no han sacado consecuencia alguna de ese presunto descubrimiento. En los hechos, no se advierte ni rastro de dicha comunidad. Es falso cuanto afirma Walter Kasper al decir que «la única cuestión teológica en torno a la cual se disputa realmente con los ortodoxos» es la relativa al primado. La imagen idílica que dibuja de la relación que guardan entre si la Iglesia Católica y la ortodoxa es engañosa, pues no hay verdad de fe que la ortodoxia no entienda de otra manera que la Iglesia Católica, hasta en los detalles. La fidelidad a la tradición se vuelve rígido tradicionalismo en los ortodoxos, por lo cual muchos aspectos de la doctrina de éstos son poco seguros, o no están nada claros, o resultan controvertidos, o se hallan anticuados. Además, no hay que olvidar que la Ortodoxia ha bebido grandes tragos de la copa del protestantismo. Veamos algunos ejemplos de las diferencias:

La idea que se hacen de la Iglesia no coincide con la católica, según se vio [cf. supra, punto 2.3.l. a] Las comunidades ortodoxas son iglesias nacionales, estrechamente vinculadas al poder estatal (11) Las iglesias locales no son, en la óptica ortodoxa, iglesias particulares: toda iglesia local es una iglesia católica. La iglesia universal no es más que la unión de las iglesias locales.

El primado de jurisdicción del obispo de Roma se niega unánimemente. Además, los ortodoxos sostienen que la tercera persona de la Santísima Trinidad procede sólo del Padre, no del Padre y del Hijo conjuntamente, a diferencia de lo que enseña el dogma católico. Se acercan a los protestantes tocante al problema del pecado original, porque tienden a inferir de él la corrupción total del hombre. El dogma de la inmaculada concepción de la Santísima Virgen topa en la ortodoxia con fuertes oposiciones. Muchos ortodoxos reputan por inválido el bautismo administrado por los herejes. Se rebautiza a los católicos y protestantes que se convierten a la ortodoxia. También el santo crisma puede (mejor dicho: debe) repetirse si se dan ciertas circunstancias. La transubstanciación (cuando se la acepta en sus líneas generales) se atribuye no a las palabras de la consagración, sino a la invocación subsiguiente del Espíritu Santo (epiclesis). La adoración eucarística no existe. La doctrina de las indulgencias no se toma en consideración. Los santos óleos se administran no sólo a los enfermos, sino también a los sanos. Reina una notable incertidumbre en punto a la posibilidad de ordenar diaconisas o sacerdotisas [es decir: tal posibilidad no se niega con firmeza] El ministro del sacramento del matrimonio es el sacerdote [no los novios en contra de lo que afirma el dogma católico] El divorcio se permite con base en diversas causas que se estiman justas. Los divorciados pueden casarse incluso por tercera vez con el matrimonio sacramental [¡!] La ortodoxia no le pone objeciones a la contracepción. Se delinea una "apertura" tocante a la "homosexualidad". Aparecen algunas incertidumbres en la doctrina de los novísimos. El purgatorio lo niegan la mayor parte de los teólogos.

Merced a estas pocas observaciones se echa de ver que se dan graves contraposiciones doctrinales entre los católicos y los ortodoxos. La esperanza que alberga Juan Pablo II de que el diálogo entre católicos y protestantes aclare pronto todos los puntos en litigio carece de todo fundamento en la realidad. La afirmación del concilio según la cual el patrimonio espiritual y teológico de los ortodoxos «pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia» (UR, n. 17) es, como mínimo, equívoca [12]. Es justa si quiere decir que tal patrimonio pertenece en realidad, en lo que tiene de auténtico, a la Iglesia Católica. Pero es falsa si significa que dicho patrimonio está ausente de la Iglesia Católica. Es menester remachar, pues, contra la opinión expresa del concilio (cf. UR, n. 15), que la communicatio in sacris con los ortodoxos no es "posible" ni "aconsejable". Por lo demás, los ortodoxos ni siquiera toman en consideración celebrar la eucaristía en común con los católicos, toda vez que los consideran herejes» (ivi, pp. 120 a 122). Su participación en las iniciativas ecumenistas promovidas por Roma está dictada, pues, nada más que por el interés puro y simple.

Speculator

Notas:

(1) Georg May, Die Krise der Kirche ist eme Krise der Bischoefe (Kardinal Seper), edición especial de los cuadernos 1 y 2 de 1987 de Una Voce - Korrispondenz Koeln, 1987, p. 119

(2) Georg May, Die Oeckumenismusfalle [La Trampa del Ecumenismo], Sarto Verlag: Stuttgart, 2004, p. 278. La editorial Sarto (Sarto Verlag), de Stuttgart, que toma su nombre de San Pío X (Giuseppe Sarto), publicó también, además de varios ensayos de Georg May y un estudio profundo del ensayista católico Dr. Heinz-Lothar Barth -bastante crítico del ecumenismo actual-, la versión alemana de Iota Unum, la ya clásica obra de Romano Ameno. Del Dr. H-L Barth nos gustaría recordar les intervenciones escritas en los congresos teológicos IIIº y Vº de sì sì no no, titulados respectivamente: De nouvelles voies vers l'unité des chrétiens? [¿Nuevos caminos hacia la Unidad de los Cristianos?], 1988, y L'anaphore de Addaï et Mar: Rome permet une messe invalide? [La Anáfora de Addaï y Mari: ¿Permite Roma una Misa Inválida?], 2000. (cf. sì sì no no de Julio-Agosto 2002, p.1, ed. española)

(3) G. May, Die Oekumenismusfalle, cit., p. 239.

(4) G. May, Die Krise... cit., p. 13. Cf. asimismo la p. 10 de la misma obra: «Del concilio procedieron las consignas merced a las cuales se puso en marcha el movimiento postconciliar. La catástrofe conciliar se hizo posible sobre todo a causa del concilio».

(5) En obsequio a la claridad, transcribimos el pasaje entero: «Por consiguiente, aunque creemos que las iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas corno de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia Católica» (UR, n. 3)

(6) Claude Barthe, presentación de Pour une interprétation autenthique de l'oecumenisme, breve estudio del padre Ansgar Santogrossi, O.S.B., sobre algunos aspectos de la encíclica Ecclesia de Eucharistia, que apareció en la revista francesa Catholica, nº 84, verano del 2004, pp. 53 a 62, cita de la p. 54.

(7) P. Ansgar Santogrossi, O.S.B., op. cit., pp. 54-55. El autor de este estudio no ve la posibilidad teológica de la liberalización introducida por el Vaticano II, relativa a la administración de los sacramentos a los cristianos separados en el decreto Orientalium Ecclesiarum, nn. 24 a 29.

(8) Parece que el subsistit in se insertó en el texto de la Lumen Gentium a sugerencia de los protestantes; cf. sì sì no no, 15 de mayo del 2001, n 9, p. 5, L'origine protestante del subsistit in del artículo 8 de la Lumen Gentium (edición italiana).

(9) Sobre la oscuridad de la "aclaración" promulgada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, cf. Francis A. Sullivan, S.J.: ‘Sussiste’ la Chiesa di Cristo nella Chiesa cattolica romana?, en Vaticano II. Bilancio e prospettive, veinticinque anni dopo, edición de R. Latourelle, Cittadella: Asís, 1987, 2, pp. 812 a 824; p. 820: «Debo confesar que no estoy seguro de cómo debe entenderse la frase ‘existe una sola subsistencia de la verdadera Iglesia’». En efecto, la noción de la "existencia de una subsistencia" sobre ser pesada en la formulación, nos parece tautológica, toda vez que la existencia de lo que subsiste no es cosa distinta de su mera subsistencia, sea cual fuere el modo en que se actúe la subsistencia misma.

(10) Tres años después de la muerte de Enrique VIII, la introducción, por imperativo legal, de la nueva misa en vernáculo (un rito en el cual aún se mezclaban prudentemente elementos católicos y Protestantes), el domingo de Pentecostés de 1549, provocó que se rebelara rápidamente toda la parte occidental de Inglaterra (Western Rebellion). Los rebeldes exigían el restablecimiento de la vieja religión, empezando por la santa misa. Fueron aplastados rápidamente por los mercenarios alemanes e italianos, quienes constituían a la sazón las únicas tropas de tierra de la corona inglesa.

(11) Recordemos que el retorno de los cismáticos orientales al seno de la Iglesia Católica, sobre cuyos términos se habían puesto ya de acuerdo formalmente las autoridades religiosas, se malogró dos veces, sobre todo por la intervención hostilísima del poder político, que veía con malos ojos perder el control de la iglesia. Recordemos el caso ruso. Rusia estaba incluida en el patriarcado de Constantinopla desde el siglo x (posteriormente se volvió iglesia autocéfala). El patriarca Isidoro, griego, asistió a los concilios ecuménicos de Ferrara y Florencia. En este último se concluyó el célebre acuerdo para el "retorno" al catolicismo. Volvió a Rusia en 1441 como cardenal y legado apostólico de Rusia. Cuando celebró la misa en la cual rogó por el Papa y leyó el decreto de unión con Roma, el principe Vassili II, que gobernaba el principado de Moscú (un Estado aún vasallo de los mongoles), interrumpió la celebración por la fuerza y echó de la iglesia al patriarca, lo hizo arrestar y encerrar en un monasterio. Después de eso, convocó un sínodo de obispos ortodoxos, proclamó la deposición del arzobispo metropolitano y «rechazó, en nombre del pueblo ruso, la unión proyectada con Roma» (N. Brian-Chaninov, Storia di Russia; edición original en francés, de 1929; traducción italiana, de 1940: Ed. Garzanti: Milán, pp. 92- 96). Fue un escándalo inaudito.

(12) Recordemos que los ortodoxos, después de más de seis siglos de concordancia con la Iglesia romana tocante al celibato eclesiástico, virtualmente recomendado por las Sagradas Escrituras, pararon el desarrollo de la disciplina celibataria en el concilio trullano (692), en el cual se produjeron las primeras escaramuzas fruto del antagonismo con Roma que desembocó en el cisma. Dicho concilio estableció la obligación del celibato sólo para los obispos y para los sacerdotes que no estuviesen ya desposados en el momento de la ordenación, reprobando el uso diferente y más austero de la Iglesia romana, la cual, por el contrario, ha desarrollado plenamente el pensamiento divino-apostólico relativo al celibato eclesiástico, el cual se halla atestiguado en la Sagrada Escritura (cf. sì sì no no, del 30 de septiembre de 1991, pp. 1 y ss., edición italiana: El pseudoproblema del celibato eclesiástico).

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