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ISLAM Y FE REVELADA

     Un abismo infranqueable

El desarrollo cotidiano de la historia actual nos invita a precisar sin equívocos la elección fundamental con base en la cual se juzgará a moros y cristianos al término de su existencia terrenal, es decir, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Enseguida nos hallamos aquí en presencia del abismo insuperable que separa al Islam de la fe cristiana, un abismo que ninguna voluntad ecuménica, por bien intencionada que sea, tiene derecho a cancelar o franquear.

Se trata de dos “revelaciones” enfrentadas, y con una oposición tan marcada sobre lo esencial, que, por fuerza, una debe ser totalmente verdadera y la otra totalmente falsa.

¿Incoherencia o impostura?

Dejemos las consideraciones de menor importancia para recordar que sólo una revelación salida de Dios tiene derecho a hablar de Éste con autoridad y certeza. Ahora bien, ¿qué vemos en el antagonismo susodicho?

1) En Jesucristo todo es divino: su nacimiento, su vida, su doctrina, su muerte, su resurrección, su ascensión, su asistencia permanente a la Iglesia. Sus Apóstoles y evangelistas lo afirmaron con energía: nadie puede conocer y amar a Dios sino por medio de su Hijo, que salió de Él y en quien tiene puestas “todas sus complacencias”.

2) En cambio, todo es humano, muy humano, demasiado, en la persona de los fundadores del Islam (sobre todo en la del principal de ellos). Se halla en éstos muchos rasgos de aquel hereje [Lutero] que sobrevino en la Iglesia del siglo XVI: vértigo del pensamiento, de los sentidos, voluntad de poder y carencia de escrúpulos en la acción; en pocas palabras: idéntico influjo inicial del pecado, un influjo que falsea desde el principio la aventura espiritual emprendida.

Puesto que Dios es santidad infinita, su revelación no tolera mescolanzas con el pecado. Así las cosas, considerar profetas o reformadores cualificados a Mahoma y Lutero, como pretende hoy el ecumenismo, cae de lleno en el campo de la incoherencia absoluta, si es que no de la impostura. En ausencia de ejemplos edificantes, que eran harto incapaces de dar, dichos individuos consiguieron imponer sus doctrinas imaginarias sólo mediante una presión permanente, haciendo palanca en la complicidad que les brindaba ese oscuro deseo que empuja a todo hombre a esforzarse por organizarse una vida en la cual los placeres terrenales y el deseo del cielo puedan conciliarse sin demasiada dificultad.

 

El cielo cerrado

Volvamos al pecado propio del Islam.

El que sostiene, contrariamente a la vida y milagros de Jesucristo, que el Hijo no es Dios, le infiere a Éste la mayor injuria que cabe hacerle a quien es consustancial con Aquél a quien envió para que estuviera con nosotros. Quien empuja a los hombres a profesar tamaña negación les inflige el mayor de los daños, como que los priva con ello del único camino de acceso a la vida eterna... Por último, puesto que la gracia redentora no existe en el Islam al no bajar Dios a nosotros en tal religión, es imposible que se dé en ella la santidad, por lo que el hombre permanece en su desgracia original. La presencia de Dios le será inaccesible después de su muerte; de ahí que el “Profeta” se viera reducido a imaginar un paraíso de delicias que tenía por modelo los goces terrenales. En tal clima de tinieblas espirituales, ¿cómo pueden conseguir los cinco pilares del Islam –profesión de fe, azalá, azaque, ayuno en Ramadán y peregrinaje a La Meca-, cómo pueden conseguir, decíamos, que los hombres, agradecidos, se vuelvan a Dios?

Puesto que el conocimiento de Dios se halla pervertido en el Islam desde el principio, y puesto que el cielo está cerrado, ¿qué tiene de extraño que el pensamiento musulmán se absorba en el dominio de lo temporal y se lo anexione, transfiriendo a éste la sed de absoluto del hombre? Pero bajo esa losa asfixiante no hay sacramentos, ni liturgia, ni sacerdocio capaces de ayudar a la humanidad a salir de sí misma y a merecer ver a Dios en la eternidad.

 

Un retroceso vertiginoso respecto de la verdad revelada

La “revelación” que, al decir de la morisma, le hizo el arcángel Gabriel a Mahoma cae expresamente bajo la solemne condena de San Pablo (Gál. 1, 8): «Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea maldito». Es menester sacar la conclusión de ello: lejos de ser el Islam, como pretende éste, el término y cumplimiento de todas las revelaciones precedentes, constituye un retroceso la verdad revelada por el Dios vivo y respecto de sus obras. Más aún: se ha destacado a menudo el influjo considerable que ejercieron el pensamiento judaico y las herejías cristianas en la formación del pensamiento islámico. El favor de que éste goza hoy entre ciertos cristianos proviene también del hecho de que estos últimos perdieron lo esencial de su fe.

La revelación no sólo vino de Dios con Nuestro Señor Jesucristo, sino que la enseñó el mismo Verbo divino; se puede decir asimismo que se incorporó en Él a partir del momento en que se encarnó en el seno de la santísima Virgen María. Sólo esta revelación es divina, santa y cierta a la vez, porque sólo Dios no puede engañar a la humanidad. La misma exigencia de santidad se halla en los intermediarios humanos que el Altísimo quiso para realizar esta gran obra: inmaculada concepción de María, santidad sublime del precursor y del padre adoptivo, conversión exigida a todos.

Es menester tener la franqueza de decir que, en cambio, el error es inseparable de los fundadores del Islam, porque se alzaron abusivamente contra Dios al negar la divinidad de Jesús; falsearon la fe en su nivel esencial, el de la realidad divina, al rechazar el monoteísmo trinitario; se cerraron a las fuentes de la gracia al negar la Encarnación, y sustituyeron la religión por un formalismo nacido “ex voluntate viri”, de la voluntad del varón, un sucedáneo de lo auténticamente sobrenatural.

 

Responsabilidad de los cristianos

Resta por decir que la supervivencia de este mundo inmenso cerrado a la revelación del Hijo de Dios apela tanto a nuestra responsabilidad de cristianos como a la de los eclesiásticos.

Algunas grandes almas anunciaron que la evangelización de los moros se verificará después de tribulaciones que, sin duda, serán proporcionales a la magnitud del intento de que hablamos. Ante la perspectiva de esta hora de gracia, conviene renunciar al presupuesto, adoptado demasiado a menudo incluso por católicos no “ecuménicos”, según el cual la morisma no puede abrirse al mensaje cristiano. Cierto, la empresa es ardua para los fieles del Islam en la medida en que se les impide acceder a la Buena Nueva; pero no debe olvidarse que el omnipotente le habla a cada hombre en lo más secreto de su conciencia y que puede hacer que todos se beneficien de su gracia como Él quiera. En este sentido, sería sin duda más exacto decir que el islamita puede convertirse porque debe hacerlo y porque Alguien lo llama a la conversión.

Es aquí donde tiene su sitio nuestra plegaria para obtener una gracia tan insigne. Sorprende mucho que hoy la jerarquía jamás invite, por decirlo así, a orar en tal sentido, cuando su primer deber es el de anunciar a todos los hombres la salvación en nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Frente a esta omisión, el mundo islámico se engolfa en contradicciones cegadoras, se exaspera en una violencia que renace sin cesar, y se hunde cada vez más en su infelicidad espiritual. Uno de sus diplomáticos declaró clara y rotundamente «no deseamos que el mensaje cristiano se difunda en los países islámicos».

Dado que nos hallamos frente a la misma y constante oposición plurisecular, le sigue incumbiendo a la cristiandad el mismo deber misionero.

Un deseo

Mil años son como un día para el Señor, quien le confió a su cuerpo místico los medios de salvación. Por eso formulamos el deseo, a guisa de conclusión de estas pocas reflexiones, de que la Iglesia vuelva a dotar de un esplendor especialísimo a la celebración del descenso del Verbo Encarnado en el seno de la Santísima Virgen María. Es lícito pensar que la glorificación de este gran misterio atraería una gracia excepcional de visitación sobre el mundo entero, particularmente sobre los musulmanes de buena voluntad, cerrados hasta el momento a la única Palabra salvadora.

La hora es grave para todos: al procurar adherirnos a los movimientos sucesivos de una civilización  paganizada y privilegiar indebidamente, en detrimento del anuncio de Jesucristo, las exigencias de una libertad pervertida, lo único que hacemos es acortar esos tremendos plazos de tiempo que, en medio de un dolor acerbísimo, reducirán a moros y cristianos al cumplimiento de sus deberes esenciales, es decir, llevarán a los primeros a una conversión necesaria y a los segundos a una perfecta fidelidad.

Bienaventurados los que vean a los hombres del Islam tomar el camino del santo pesebre y los oigan exclamar con el corazón compungido, pero con el alma exultante: «¿Quién no amaría a Aquél que tanto nos amó?» (Adeste, Fideles); «¡Venimos a adorarlo!» (San Mateo 2, 2).

Pyrenaicus
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