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sisinono

Abril 2006

UNA MANIOBRA DE LA FACCIÓN NEOMODERNISTA... (continuación)

3. EL ATAQUE FRONTAL A LA DOCTRINA TRADICIONAL SE HACE MÁS ABIERTO

3. 1 Declaraciones contra el Papa en Davos (Suiza) a propósito del preservativo

Se celebraba en Davos, Suiza, en la última semana de enero del 2005, una reunión protocolaria de los representantes más influyentes de los gobiernos, el mundo industrial y la alta finanza. Se trataba de un ambiente cultural del mismo tipo que el de las reuniones análogas de la Trilateral Commission, del Bilderberger Group o del Council of Foreign Relations (C. F. R.), donde los círculos más exclusivos europeos y anglosajones planifican el futuro económico-social de los países tanto occidentales cuanto tercermundistas, en compañía de los gobernantes y los periodistas invitados (con base en rígidos criterios de cooptación), que sirven de comparsas y de secretarios, para dar así a la reunión una pátina de democraticidad y representatividad. Lo esencial de tales reuniones suele ser siempre de cuño fuertemente mundialista, librecambista y, al menos implícitamente, masónico y anticatólico.

Una parte de los trabajos se consagraba al tema de la lucha contra el sida. Hay que decir al respecto que los periódicos dieron un notable relieve a una intervención de la famosa actriz americana Sharon Stone, que versaba precisamente sobre tal asunto (ella y Richard Gere son embajadores de la lucha contra el sida). He aquí las palabras de ese personaje del mundo del espectáculo: «No sé cuál es la tesis mejor sobre el uso del condón, pero la mía es racional. Que el Papa cambie de idea sobre el uso de los preservativos» (Il Giornale d’Italia, 27 de enero del 2005).

Dejando aparte la estulta incoherencia de la afirmación (si no sabía cuál era la tesis mejor, no se entiende por qué invitó al Papa, con tanta perentoriedad, a mudar de doctrina), resulta interesante el hecho de que, precisamente en un momento en que se debatía la “cuestión del profiláctico”, se hicieran afirmaciones como la recién citada en un templo de la alta finanza; unas afirmaciones que no por casualidad las difundieron de inmediato la prensa y las agencias. Era evidente la tentativa de presionar a las autoridades vaticanas, así como que se recurría para ello a la intervención de una actriz muy conocida del gran público (mejor será no hablar de las películas que le dieron esta notoriedad), la cual, en cuanto tal, gozaba de mayor “autoridad” y era capaz de cautivar más al lector medio que cualquier tecnócrata o banquero. Se trataba de una señal pequeña, pero sería ingenuo infravalorarla, porque el enemigo de Cristo y de su Iglesia no descuida los detalles en absoluto; antes bien, es un maestro consumado en el arte de usarlos con astucia y rara eficacia.

3.2 Entrevista concedida por el teólogo de la Casa Pontificia, el card. Cottier, a la agencia de prensa APCOM titulada: «Se puede considerar moralmente legítimo el uso del condón en algunos casos para frenar la epidemia del sida»

El 29 de enero del 2005 y, por consiguiente, un par de días después del ataque desencadenado en Davos contra la Iglesia católica, APCOM difundía una importante entrevista del card. Cottier; importante, ante todo, por la categoría y el puesto jerárquico del protagonista, pero también y sobre todo porque Cottier es el teólogo de la Casa Pontificia desde hace un cuarto de siglo, y eso significa que era el teólogo de confianza de Juan Pablo II, la persona que revisaba, desde el punto de vista doctrinal, los textos de las encíclicas y de los demás documentos o discursos oficiales pontificios, el encargado de evaluarlos y de asesorar al Papa sobre ellos incluso en su fase redaccional; era, pues, un garante, al menos en teoría, de la ortodoxia de cuanto decía, hacía y escribía Juan Pablo II. Cottier es un dominico natural de suiza, más que ochentón, harto experto y muy enterado de todos los “secretos” y las tensiones políticas de los palacios vaticanos, buen conocedor del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, y hasta autor de textos de teología moral; recordemos de paso, como detalle curioso, que también se ocupó antaño, bastante a fondo, de algunos problemas ligados al pensamiento marxista y al ateísmo; fue una figura clave, entre otras cosas, junto con Ratzinger y Bruno Forte, en el proceso que condujo a la redacción del documento La Iglesia y las Culpas del Pasado (hecho que traiciona de suyo una mentalidad eclesiológica más bien “abierta” y “progresista”, no demasiado sensible, digámoslo así, a la inmutabilidad del dogma). No es una figura muy conocida del público, aunque la prensa habló de él con motivo de su elevación al cardenalato (1). Pero la cercanía continua a Juan Pablo II y la frecuentación diaria de éste hacían de Cottier una figura ciertamente influyente y significativa, que es difícil imaginar se lanzara a efectuar afirmaciones delicadas, como las que veremos enseguida, de haber carecido de la certeza de interpretar con exactitud también la mens del Pontífice reinante a la sazón. Éstas son las razones de fondo que explican por qué hay que considerar con mucha atención cuanto vamos a leer a continuación. He aquí, en síntesis, las afirmaciones del cardenal Cottier:

«El uso del condón puede considerarse legítimo en determinadas situaciones (pienso en los ambientes en que circula mucha droga, abunda la promiscuidad y ésta se asocia con una gran miseria, como, p. ej., en zonas de Asia o África, donde la gente es prisionera de esta condición). Y ello por dos motivos. El primero es que en las condiciones que acabo de describir, ante un riesgo inminente de contagio, es difícil emprender el camino normal de lucha contra la pandemia, es decir, la educación en la sacralidad del cuerpo humano. El segundo atañe a la naturaleza misma de esta terrible enfermedad. El virus se transmite por conducto de un acto sexual; y así se corre el riesgo de transmitir también la muerte junto con la vida. Es en este punto donde se aplica el mandamiento “no matarás”. Se debe respetar la defensa de la vida ante todo. Una línea que sostienen varios teólogos, aunque no todos estén de acuerdo con esta orientación, cuya base la constituye la tutela de la vida. Un caso dramático [el de África; n. de la r.], verdaderamente dramático, donde cada día se cuentan millares y millares de muertos por sida, y otras tantas personas que se contagian, así como millares de niños que ven la luz marcados por el virus de la inmunodeficiencia humana; pues bien, en esta situación (y vaya por delante, una vez más, que la mejor manera de oponerse al contagio sigue siendo la castidad y la educación), el uso del profiláctico contribuye a disminuir el riesgo del contagio. Sólo en tal caso el uso de dicho medio puede ser legítimo, moralmente hablando, puesto que protege la vida. Está claro que no es la permisividad sexual lo que se anima en tal contexto, sino que se tiende más bien a preservar la vida de la muerte».

A continuación, Cottier se lamenta a propósito de las campañas de algunas asociaciones y organismos internacionales que tienden a presentar el preservativo como la única solución contra el sida: «No se advierte a la gente de que el condón no es un medio seguro al cien por cien. Aunque su uso disminuye la probabilidad de contagiarse, el riesgo subsiste (*). Se encuentra en la base de esta campaña una visión globalizada de una sexualidad no conforme con la dignidad humana. [...]. Y, a la postre, también la lucha contra el sida acaba por alentar lo que, por el contrario, debería combatir. Porque no olvidemos que precisamente la permisividad constituye un factor indudable de difusión del virus». El cardenal, bastante preocupado por la extensión de la epidemia del sida, considera «que se deberá reflexionar más, acaso en el futuro, sobre este asunto». Entre tanto, recuerda que el Papa no se ha pronunciado jamás sobre el profiláctico en sus discursos y documentos. «En cambio, ha insistido siempre en los valores, en el respeto al otro, en el significado del matrimonio, de la castidad, en el respeto al propio cuerpo, en la importancia de la vida humana y de su defensa».

Pienso que ni siquiera a la mirada más superficial se le escapa la gravedad e importancia de las afirmaciones recién transcritas. Cottier repetía al fin y al cabo, bien que apliándolo, el núcleo de la afirmación que el entrevistador le había sonsacado a Barragán en la entrevista del 20 de enero, donde el ilustre prelado dijo que la mujer puede exigirle lícitamente al marido, enfermo de sida, que use el condón, y donde introdujo el principio según el cual es lícito resistir al agresor incluso matándolo. Pero, a diferencia de Barragán, Cottier no se cuida en absoluto de recalcar que está exponiendo opiniones rigurosamente personales: no expresa opiniones que, a lo menos, puedan ponerse en duda, o entre signos de interrogación, sino certezas, aserciones que asumen el aspecto de principios incontrovertibles. ¿De dónde provenía esta seguridad del cardenal de la orden de Santo Domingo sino del hecho de que su intervención la avalaban las más altas autoridades vaticanas? ¿Se estaba preparando ya un documento oficial, una declaración formal? No lo sabemos, como es obvio, pero todo induce a pensar que si, a juzgar por el estilo de las aseveraciones de Cottier, (allende, naturalmente, la oficiosidad de sus declaraciones en cuanto tales), que no pueden explicarse de otro modo. Cottier, un cardenal anciano, que estaba fuera, al menos hipotéticamente, de las apuestas más altas relativas a la sucesión de Juan Pablo II, y que por eso no tenía nada que perder, se ofreció de mil amores a correr el albur de darle un chinazo al palomar.

Más adelante examinaremos, a la luz de la Tradición y del magisterio constante de la Iglesia, el núcleo de fuerza (llamémoslo así) de las argumentaciones de Cottier; nos limitaremos por ahora a destacar algunos detalles dignos de nota:

1) Cottier recalca repetidamente en su entrevista que lo mejor no es el uso del preservativo, sino un camino alternativo: la educación en la “sacralidad del cuerpo humano”; habla después de una concepción de la sexualidad “no conforme con la dignidad humana”. Como puede inferirse fácilmente de éstas expresiones, nos hallamos con ellas en el seno de una concepción personalista y antropocéntrica de la moral y de la sexualidad, coherente con la Gaudium et Spes y con el magisterio de Juan Pablo II sobre la familia y el matrimonio, pero opuesta diametralmente a la Tradición católica. Es inevitable que en esta óptica no se hable ya de ley divina, de pecado, de ofensa a Dios, de actos impuros, etc., sino tan sólo de una mala comprensión de la “dignidad humana”. Constituye una constante de los documentos que estamos analizando, aunque habría que dei cir que ocurre lo mismo con todos los documentos eclesiales a partir de los textos del concilio Vaticano II: la palabra “pecado” (no hablemos ya de la expresión “pecado mortal”, que se ha convertido en una especie de reliquia arqueológica) se halla por completo empañada, y, por tanto, también lo está, a par de ella, el concepto que denota. Está claro que, en un contexto teológico y moral tan enervado y evanescente, el teólogo de la Casa Pontificia no tiene demasiados reparos en admitir el uso del condón, valiéndose para ello de sofismas más o menos vistosos, de trucos de prestidigitador habituado a jugar con las palabras: puestos a elegir entre la abstracta y vaga “dignidad” de la vida sexual propia (¡y no ya el peligro de la condenación eterna!) y el riesgo de contraer el sida, ¿quién no sacrificaría lo primero?

2) El segundo punto estriba en la interesante frase que transcribe el entrevistador, atribuyéndosela a Cottier: «Recuerda, entre tanto, que el Papa [Juan Pablo II] no se ha pronunciado jamás sobre el profiláctico en sus discursos y documentos». Se trata de una frase que es menester traducir así: «Juan Pablo II no ha condenado nunca explícitamente el condón, por lo que se puede hablar de él y abrirse a la hipótesis de su utilización, visto que el magisterio del Pontífice actual jamás la ha vedado». El sentido de la frase no podía ser sino éste en el contexto de la entrevista (una entrevista en la que se pretendía hacer colar, con increíble dejadez y desparpajo, una enormidad teológica: el desplome de la moral secular de la Iglesia en materia de contracepción), es decir, que lo que pretendía Cottier con esta fabulilla desvergonzada era preparar al lector para la cesión: puesto que Juan Pablo II no ha condenado jamás explícitamente el condón (esto es, que nunca se ha servido en sus escritos de las voces “condón”, “preservativo” y “profiláctico”), puede conjeturarse que su uso es lícito. Dejando aparte el asunto de cuáles fueron las palabras que Juan Pablo II empleó en sus textos, cosa que se verá más adelante, el caso es que uno habría esperado del teólogo de la Casa Pontificia un conocimiento más sólido de los principios teológicos más elementales. En efecto, es realmente grave e inadmisible que un teólogo que ocupa la posición de Cottier pretenda hacer pasar por vinculante para el teólogo moralista sólo cuanto ha dicho o escrito el Pontífice actualmente reinante, como si la Tradición y el magisterio constante no contasen nada y la Iglesia viviera en un presente autista y autorreferencial, y asumiera, en consecuencia, como vinculante nada más que el magisterio de un par de decenios, echando en olvido y removiendo siglos de pronunciamientos del magisterio pontificio. En efecto, como veremos apenas nos adentremos en la pars destruens de nuestro trabajo sobre esta maniobra contra la moral tradicional, hay muchísimos pronunciamientos de la Iglesia más que explícitos contra el condón, por lo que nos estupeface no verlos ni citados ni examinados por Cottier (no podemos pensar que los desconozca). ¡Pasma tanta superficialidad en una materia tan grave por parte de un exponente tan autoritativo de la curia romana!

Si fuera creíble y pudiera tomarse en serio el principio que Cottier pretende aplicar aquí (“el Papa nunca ha condenado explícitamente el condón; luego se puede hablar de su posible utilización”), se seguiría una auténtica revolución teológica, y no sólo en el campo moral. En efecto, quién sabe cuántos otros contraceptivos inventados no han sido nombrados jamás explícitamente en las condenas papales. ¿Débese inferir de ello la licitud de su empleo? El Papa ha hablado de paz mil veces, pero no condenó nunca explícitamente el uso de la bomba de hidrógeno: ¿significa eso que es lícito la utilicen los ejércitos en la guerra? Ha condenado la tortura, pero no ha mencionado las últimas y más sofisticadas técnicas de ésta: ¿es que no son un mal por eso? Pido disculpas por los ejemplos, pero permiten comprender la increíble cortedad moral e intelectual del razonamiento hecho por el teólogo de la Casa Pontificia.

3) Cottier afirma en cierto momento: «No se advierte a la gente de que el preservativo no es un medio seguro al cien por cien. Aunque su uso disminuye la probabilidad de contagiarse, el riesgo subsiste. Así pues, como lo veremos mejor al desarrollar nuestra refutación en la segunda parte, el purpurado nos pone frente a una donosa paradoja, de la cual muestra ser perfectamente consciente, aunque no saca de ella la única conclusión lógica, la sola conclusión que se impone; en efecto, aun suponiendo que todo el problema se reduzca a la tutela de la vida física, ¿cómo puede Cottier sugerir se recurra a un instrumento que no anula del todo el riesgo de contagiarse? ¡Aconsejar el uso del condón equivale a aconsejar que se juegue a una especie de ruleta rusa fatal! Nos parece demasiado, la verdad sea dicha.

4) Por último, Cottier parece apresurarse a destacar que la licitud del uso del preservativo para prevenir el contagio de sida ha de considerarse como rigurosamente limitada a algunas situaciones geográficas y sociales particularmente críticas (Asia, África, etc.). Mas ¿cómo no ver que, por lo que atañe al punto determinante de la cuestión, esta distinción es irrealista a mas no poder y carente de cualquier fundamento doctrinal, y que muy pronto, en cualquier área del mundo, inclusive en las más desarrolladas, se afirmaría la tesis según la cual se puede usar el preservativo donde quiera que se dé una situación objetiva que entrañe la defensa del riesgo de contagiarse de sida? En efecto, supuesto que se hallaran en las mismas condiciones, ¿por qué no podrían usar el condón un muchacho o una esposa de un barrio de Nueva York, Berlín, Moscú o Roma, en el que abundara el riesgo de contraer el sida, mientras que sí podría lícitamente emplearlo una esposa de Calcuta o Nairobi? La nueva norma moral que fantasea Cottier sería sometida de inmediato a una interpretación o, al menos, a una aplicación de facto universalista y ampliamente laxista.

3.3 Don Vercé ataca el Magisterio de la Iglesia en el Corriere della Sera. La desdichada réplica de Mons. Maggiolini

A comienzos de febrero, don Verzé, el cura que fundó en Milán el hospital San Rafael, el cual rige en persona, y que llamó a tipos como Massimo Cacciari y Emanuele Severino a enseñar en la facultad de filosofía que se abrió poco ha (está vinculada precisamente a la obra San Rafael), concedió una entrevista al diario milanés Corriere della Sera en la que formulaba las siguientes afirmaciones:

«No soporto a los zafios inquisidores que pretenden levantar las sábanas del lecho nupcial; me parece impúdico. Creo que la Iglesia aceptará, a su tiempo, la fecundación artificial homóloga, igual que aceptará, al menos para situaciones límite, la píldora contraceptiva y el preservativo. Para que lo comprendieran ciertos prohibicionistas, bastaría con que salieran de las afrescadas estancias curiales y se demoraran algún tanto en las chabolas y los tugurios africanos».

Estamos ante una obra maestra de critica meramente negativa y de superficialidad sin precedentes. Un cura célebre de una diócesis importantísima, que se halla al frente de una conocida institución católica, ataca frontalmente el magisterio papal y la doctrina constante de la Iglesia sin preocuparse siquiera de aducir la más mínima brizna de argumentación teológica, como, por el contrario, intentaron hacer Cottier, Camino o Barragán, sino limitándose a efectuar referencias retóricas al Tercer Mundo y a las condiciones de vida en las zonas pobres de nuestro planeta, como si la doctrina y la moral fuesen opcionales y tuvieran que adecuarse a la diversidad de situaciones que se den, y no fueran expresión de una ley universal e inmutable promulgada por el Legislador Divino, en cuya mente están presentes todos los casos universales posibles. Además, don Verzé, al definir como “zafios inquisidores” a los teólogos que se han ocupado de moral matrimonial en el curso de la historia de la Iglesia, no sólo ofende la memoria de algunos de entre los más grande santos cristianos que han existido, no sólo injuria a Padres y doctores de la Iglesia de inmensa sabiduría y santidad, sino que subvierte cualquier principio de método en teología, por pequeño que sea, al hacer de la barbarie intelectual y la arrogancia un nuevo camino para la revolución en la Iglesia (esto es lo único que da a entender la vulgaridad de sus palabras).

Dadas estas premisas, no nos sorprende que periódicos laicistas y sutil pero tenazmente anticlericales, como el Corriere della Sera, no escatimen espacio para curas como don Verzé. Lo que nos pasma es e¡ culpable silencio de las jerarquías eclesiásticas, que tienen el deber de amonestar, reconvenir, corregir y, si llega el caso, castigar a los eclesiásticos que, como don Verzé, asumen posiciones heréticas o heterodoxas, de rebelión abierta contra el magisterio constante de la Iglesia.

Por desgracia, también Alessandro Maggiolini hace observaciones más bien “aperturistas” en el Resto del Carlino, el 5 de febrero del 2005 (“Don Verzé: la ética no es una chuscada”); es la ley de lo políticamente correcto: mostrarse cerrados por entero a lo nuevo que avanza es demasiado descalificador incluso para un obispo “conservador”: «No hay necesidad de ir a las chabolas y los tugurios africanos para comprender esta condescendencia [es decir, esta apertura al uso de la píldora y del preservativo; n. de la r.], que es fidelidad a la ley de Dios. Incluso los moralistas más serios, aun los obispos más severos, el Papa mismo, acentuaron en el pasado la necesidad de tener en cuenta la situación en que viven los fieles: aseguraron que no a todo desorden moral grave y objetivo –que no deje de ser tal- le corresponde una culpa subjetiva grave».

Son afirmaciones graves, porque dan por descontado lo que no es tal en absoluto, sin citar ni autores ni documentos, y aluden de manera vaga, aunque no por ello menos insidiosa, a una presunta “apertura” de la Iglesia en el controvertido asunto de que. nos ocupamos. Además, Maggiolini favorece el equívoco en una materia grave al acentuar la necesidad (reconocida, al decir de él) de tener en cuenta la “situación” y distinguir entre “desorden moral grave y objetivo” y “culpa subjetiva grave”. En efecto, o alude con eso al hecho de que la Iglesia estableció desde siempre la necesidad de la advertencia plena y del consentimiento deliberado (además de la materia grave) para que se pueda hablar de pecado mortal, y entonces es absurdo ligar tal posición al magisterio más reciente, como parece hacer en su respuesta, porque no se trataría sino de la posición de siempre de la Iglesia; o bien alude a una apertura de la Iglesia a una visión de la moral de tipo relativista, subjetivista (o del tipo “moral de la situación”, o del tipo “opción fundamental”), y en tal caso nos hallaríamos frente a una deriva modernista y protestantizante decididamente heterodoxa, inaceptable para la teología moral católica, la cual enseñó siempre que un acto malo en sí (y tal es la contracepción) no puede volverse bueno bajo ninguna circunstancia.

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ISLAM Y FE REVELADA

     Un abismo infranqueable

El desarrollo cotidiano de la historia actual nos invita a precisar sin equívocos la elección fundamental con base en la cual se juzgará a moros y cristianos al término de su existencia terrenal, es decir, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Enseguida nos hallamos aquí en presencia del abismo insuperable que separa al Islam de la fe cristiana, un abismo que ninguna voluntad ecuménica, por bien intencionada que sea, tiene derecho a cancelar o franquear.

Se trata de dos “revelaciones” enfrentadas, y con una oposición tan marcada sobre lo esencial, que, por fuerza, una debe ser totalmente verdadera y la otra totalmente falsa.

¿Incoherencia o impostura?

Dejemos las consideraciones de menor importancia para recordar que sólo una revelación salida de Dios tiene derecho a hablar de Éste con autoridad y certeza. Ahora bien, ¿qué vemos en el antagonismo susodicho?

1) En Jesucristo todo es divino: su nacimiento, su vida, su doctrina, su muerte, su resurrección, su ascensión, su asistencia permanente a la Iglesia. Sus Apóstoles y evangelistas lo afirmaron con energía: nadie puede conocer y amar a Dios sino por medio de su Hijo, que salió de Él y en quien tiene puestas “todas sus complacencias”.

2) En cambio, todo es humano, muy humano, demasiado, en la persona de los fundadores del Islam (sobre todo en la del principal de ellos). Se halla en éstos muchos rasgos de aquel hereje [Lutero] que sobrevino en la Iglesia del siglo XVI: vértigo del pensamiento, de los sentidos, voluntad de poder y carencia de escrúpulos en la acción; en pocas palabras: idéntico influjo inicial del pecado, un influjo que falsea desde el principio la aventura espiritual emprendida.

Puesto que Dios es santidad infinita, su revelación no tolera mescolanzas con el pecado. Así las cosas, considerar profetas o reformadores cualificados a Mahoma y Lutero, como pretende hoy el ecumenismo, cae de lleno en el campo de la incoherencia absoluta, si es que no de la impostura. En ausencia de ejemplos edificantes, que eran harto incapaces de dar, dichos individuos consiguieron imponer sus doctrinas imaginarias sólo mediante una presión permanente, haciendo palanca en la complicidad que les brindaba ese oscuro deseo que empuja a todo hombre a esforzarse por organizarse una vida en la cual los placeres terrenales y el deseo del cielo puedan conciliarse sin demasiada dificultad.

 

El cielo cerrado

Volvamos al pecado propio del Islam.

El que sostiene, contrariamente a la vida y milagros de Jesucristo, que el Hijo no es Dios, le infiere a Éste la mayor injuria que cabe hacerle a quien es consustancial con Aquél a quien envió para que estuviera con nosotros. Quien empuja a los hombres a profesar tamaña negación les inflige el mayor de los daños, como que los priva con ello del único camino de acceso a la vida eterna... Por último, puesto que la gracia redentora no existe en el Islam al no bajar Dios a nosotros en tal religión, es imposible que se dé en ella la santidad, por lo que el hombre permanece en su desgracia original. La presencia de Dios le será inaccesible después de su muerte; de ahí que el “Profeta” se viera reducido a imaginar un paraíso de delicias que tenía por modelo los goces terrenales. En tal clima de tinieblas espirituales, ¿cómo pueden conseguir los cinco pilares del Islam –profesión de fe, azalá, azaque, ayuno en Ramadán y peregrinaje a La Meca-, cómo pueden conseguir, decíamos, que los hombres, agradecidos, se vuelvan a Dios?

Puesto que el conocimiento de Dios se halla pervertido en el Islam desde el principio, y puesto que el cielo está cerrado, ¿qué tiene de extraño que el pensamiento musulmán se absorba en el dominio de lo temporal y se lo anexione, transfiriendo a éste la sed de absoluto del hombre? Pero bajo esa losa asfixiante no hay sacramentos, ni liturgia, ni sacerdocio capaces de ayudar a la humanidad a salir de sí misma y a merecer ver a Dios en la eternidad.

 

Un retroceso vertiginoso respecto de la verdad revelada

La “revelación” que, al decir de la morisma, le hizo el arcángel Gabriel a Mahoma cae expresamente bajo la solemne condena de San Pablo (Gál. 1, 8): «Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea maldito». Es menester sacar la conclusión de ello: lejos de ser el Islam, como pretende éste, el término y cumplimiento de todas las revelaciones precedentes, constituye un retroceso la verdad revelada por el Dios vivo y respecto de sus obras. Más aún: se ha destacado a menudo el influjo considerable que ejercieron el pensamiento judaico y las herejías cristianas en la formación del pensamiento islámico. El favor de que éste goza hoy entre ciertos cristianos proviene también del hecho de que estos últimos perdieron lo esencial de su fe.

La revelación no sólo vino de Dios con Nuestro Señor Jesucristo, sino que la enseñó el mismo Verbo divino; se puede decir asimismo que se incorporó en Él a partir del momento en que se encarnó en el seno de la santísima Virgen María. Sólo esta revelación es divina, santa y cierta a la vez, porque sólo Dios no puede engañar a la humanidad. La misma exigencia de santidad se halla en los intermediarios humanos que el Altísimo quiso para realizar esta gran obra: inmaculada concepción de María, santidad sublime del precursor y del padre adoptivo, conversión exigida a todos.

Es menester tener la franqueza de decir que, en cambio, el error es inseparable de los fundadores del Islam, porque se alzaron abusivamente contra Dios al negar la divinidad de Jesús; falsearon la fe en su nivel esencial, el de la realidad divina, al rechazar el monoteísmo trinitario; se cerraron a las fuentes de la gracia al negar la Encarnación, y sustituyeron la religión por un formalismo nacido “ex voluntate viri”, de la voluntad del varón, un sucedáneo de lo auténticamente sobrenatural.

 

Responsabilidad de los cristianos

Resta por decir que la supervivencia de este mundo inmenso cerrado a la revelación del Hijo de Dios apela tanto a nuestra responsabilidad de cristianos como a la de los eclesiásticos.

Algunas grandes almas anunciaron que la evangelización de los moros se verificará después de tribulaciones que, sin duda, serán proporcionales a la magnitud del intento de que hablamos. Ante la perspectiva de esta hora de gracia, conviene renunciar al presupuesto, adoptado demasiado a menudo incluso por católicos no “ecuménicos”, según el cual la morisma no puede abrirse al mensaje cristiano. Cierto, la empresa es ardua para los fieles del Islam en la medida en que se les impide acceder a la Buena Nueva; pero no debe olvidarse que el omnipotente le habla a cada hombre en lo más secreto de su conciencia y que puede hacer que todos se beneficien de su gracia como Él quiera. En este sentido, sería sin duda más exacto decir que el islamita puede convertirse porque debe hacerlo y porque Alguien lo llama a la conversión.

Es aquí donde tiene su sitio nuestra plegaria para obtener una gracia tan insigne. Sorprende mucho que hoy la jerarquía jamás invite, por decirlo así, a orar en tal sentido, cuando su primer deber es el de anunciar a todos los hombres la salvación en nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Frente a esta omisión, el mundo islámico se engolfa en contradicciones cegadoras, se exaspera en una violencia que renace sin cesar, y se hunde cada vez más en su infelicidad espiritual. Uno de sus diplomáticos declaró clara y rotundamente «no deseamos que el mensaje cristiano se difunda en los países islámicos».

Dado que nos hallamos frente a la misma y constante oposición plurisecular, le sigue incumbiendo a la cristiandad el mismo deber misionero.

Un deseo

Mil años son como un día para el Señor, quien le confió a su cuerpo místico los medios de salvación. Por eso formulamos el deseo, a guisa de conclusión de estas pocas reflexiones, de que la Iglesia vuelva a dotar de un esplendor especialísimo a la celebración del descenso del Verbo Encarnado en el seno de la Santísima Virgen María. Es lícito pensar que la glorificación de este gran misterio atraería una gracia excepcional de visitación sobre el mundo entero, particularmente sobre los musulmanes de buena voluntad, cerrados hasta el momento a la única Palabra salvadora.

La hora es grave para todos: al procurar adherirnos a los movimientos sucesivos de una civilización  paganizada y privilegiar indebidamente, en detrimento del anuncio de Jesucristo, las exigencias de una libertad pervertida, lo único que hacemos es acortar esos tremendos plazos de tiempo que, en medio de un dolor acerbísimo, reducirán a moros y cristianos al cumplimiento de sus deberes esenciales, es decir, llevarán a los primeros a una conversión necesaria y a los segundos a una perfecta fidelidad.

Bienaventurados los que vean a los hombres del Islam tomar el camino del santo pesebre y los oigan exclamar con el corazón compungido, pero con el alma exultante: «¿Quién no amaría a Aquél que tanto nos amó?» (Adeste, Fideles); «¡Venimos a adorarlo!» (San Mateo 2, 2).

Pyrenaicus
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LAS DECLARACIONES DEL CARDENAL CASTRILLON

“LA HSSPX NO ES HERÉTICA, NI SEDEVACANTISTA, NI CISMÁTICA”: PALABRAS DE SU EMINENCIA EL CARD. DARÍO CASTRILLÓN HOYOS, PREFECTO DE LA SAGRADA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Y PRESIDENTE DE LA COMISIÓN PONTIFICIA “ECCLESIA DEI” DESDE EL AÑO 2000

Extractamos los siguientes pasajes de las declaraciones que realizó el card. Castrillón en una entrevista que se publicó en el nº 9/2005 del conocido mensual 30 Giorni (la entrevista la había provocado la curiosidad que despertó, en muchos ambientes, la audiencia que el Papa le había concedido a Su Exc. mons. Fellay en Castelgandolfo, el 29 de agosto del 2005, a petición de este último):

1) «(...) por desgracia, mons. Lefebvre siguió adelante [en el verano de 1988] con el asunto de la consagración [de cuatro obispos], por lo que se verificó dicha situación de alejamiento, aunque no se trató de un cisma formal» (cursivas nuestras).

2) «La Hermandad San Pío X es una realidad sacerdotal integrada por sacerdotes consagrados válidamente, aunque de manera ilegítima» (cursivas nuestras).

3) A la observación que se le hizo al cardenal Castrillón según la cual «después de la audiencia [del 29 de agosto], un importante cardenal intimó a la Hermandad a reconocer la legitimidad del Pontífice actual», aquél respondió lo siguiente: «por desgracia, ésta es la prueba de que dentro de la Iglesia, incluso en los niveles altos, no siempre se conoce bien la realidad de la Hermandad. La Hermandad reconoció siempre en Juan Pablo II, y lo hace ahora en Benedicto XVI, al legítimo sucesor de San Pedro. Esto no constituye ningún problema. Que luego haya realidades tradicionalistas, los denominados “sedevacantistas”, que no reconozcan a los últimos Papas, eso es harina de otro costal, y no atañe a la Hermandad San Pío X».

Unos meses después, en una entrevista emitida por la red televisiva Canal 5, el domingo 13 de noviembre del 2005, a las 9 de la mañana, el purpurado ratificó que, en el caso de la Hermandad San Pío X:

1) «No estamos ante una herejía».

2) «No se puede decir en términos correctos, exactos, precisos, que se dé un cisma».

Breve comentario nuestro

Esta revista ha mantenido siempre posiciones semejantes a las que sustenta Su Eminencia. Hacemos votos ahora por que las claras y precisas aserciones de una fuente oficial y tan importante (el card. Castrillón no dijo que hablara a título personal) contribuyan a deshacer entre los más muchas opiniones erróneas que circulaban, y aún circulan, sobre la Hermandad, debidas casi con toda seguridad, la verdad sea dicha, más a ignorancia de los hechos y de su significado exacto que a una animosidad preconcebida.

He aquí nuestra postura:

1) Es falso que se haya de considerar “herética” a la Hermandad.

Ni a mons. Lefebvre ni a los cuatro obispos que consagró los han acusado nunca de herejía las autoridades competentes, ni en sentido material ni en sentido propio o formal. No obstante ello, se han usado varias veces calificaciones absolutamente impropias para referirse a mons. Lefebvre, como las siguientes: mons. Lefebvre era “un hereje”, porque se comportaba “como rebelde” y era, por ende, “hostil” al Papa. El “obispo rebelde”, como lo definían y siguen definiéndolo ciertos periódicos, se vuelve “un hereje” en opinión de los más, debido entre otras cosas, a la ignorancia de las más elementales nociones del derecho canónico y de la teología de la Iglesia. Pero ¿quién es el hereje? Leamos por entero el c. 751 del Código de Derecho Canónico de 1983, que contiene asimismo la definición del apóstata y del cismático: «Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos» (cursivas nuestras).

Ni mons. Lefebvre ni los obispos y sacerdotes de la Hermandad han pertenecido nunca a ninguna de las categorías catalogadas en este canon. No aceptar el accidentado concilio ecuménico Vaticano II, al que se le imputan desde varias partes, no sólo desde la Hermandad, errores doctrinales así como ambigüedades graves, no significa en absoluto ser un hereje, visto que dicho concilio, como sabe todo el mundo, no proclamó verdades de fe “divina y católica”, o sea, no definió dogmas, sino que se declaró “pastoral”, y ello en un sentido nuevo y nada claro, puesto que el objeto declarado de esta “pastoral” era la puesta al día de la verdad católica en función de la mentalidad del “hombre moderno”.

2) No puede considerarse “cismática” a la Hermandad en sentido propio o formal.

¿No aprobaron en su momento los juristas de la Pontificia Universidad Gregoriana una “tesis” de licenciatura que sostenía lo mismo? (1). Así que, incluso a juicio de las autoridades vaticanas de hoy, no se dio jamás el famoso cisma lefebvriano. Lo que se verificó fue un “alejamiento”, afirma Su Em.ª, una separación, no un “cisma” en sentido propio. Intentemos explicar la sutil diferencia que media entre ambos.

¿Una situación de “alejamiento” constituye de suyo un cisma? Es evidente que no. El “alejamiento” que deriva de una desobediencia no es, si bien se mira, un auténtico “alejamiento” respecto de la Iglesia militante, puesto que la desobediencia no configura una situación que pueda definirse como cismática en cuanto tal; en caso contrario, habría que afirmar que toda desobediencia constituye un cisma, lo cual no es verdad. Para que se dé un cisma no basta con una desobediencia: se necesitan otros elementos, que en el caso que examinamos brillan por su ausencia.

En 1988, mons. Lefebvre, frustrado por meses de negociaciones complejas y agotadoras que seguían sin desatar el nudo gordiano, fundamental para él, del nombramiento efectivo de uno o varios obispos ligados a la Tradición para guiar a la Hermandad, procedió a realizar las cuatro famosas consagraciones episcopales, desoyendo las exhortaciones papales a demorarlas más todavía. Dada la “necesidad” espiritual de muchas almas, que se dirigían a él en busca de ayuda desde todas partes del mundo católico, y dado también lo avanzado de su edad y su delicado estado de salud, mons. Lefebvre obró convencido de hallarse en un estado de necesidad: la necesidad de proveer a toda costa a la supervivencia de la Hermandad, seguro de respetar el espíritu de sus estatutos, que eran y siguen siendo los de una congregación cuya misión consiste en la formación de sacerdotes de una manera conforme con la Tradición de la Iglesia y en el mantenimiento de la santa misa de rito romano antiguo (denominada tridentina). Tamaña convicción, ya fuera acertada o errónea, impide en cualquier caso, si se está a lo que dispone el Código de Derecho Canónico de 1983, la aplicación de la censura de excomunión.

La desobediencia constituida por una consagración episcopal sin mandato pontificio la castigaba el Código de Derecho Canónico de 1917 con la suspensión a divinis. El código actual, en cambio, prevé la excomunión latae sententiae (es decir, aplicable por el Papa sin proceso), a menos que haya circunstancias atenuantes o eximentes, entre las cuales se cuenta la existencia y hasta la convicción, aunque fuese equivocada, de la existencia del estado de necesidad. El código establece, en efecto, que, tocante al estado de necesidad, cuando la violación de la norma se efectúe por un acto intrínsecamente malo o que redunde en daño de las almas, se da en la “necesidad” nada más que una circunstancia atenuante, aunque suficiente para excluir la fulminación de la pena de excomunión, que ha de sustituirse por otra pena o por una penitencia. Si la violación, en cambio, se verificara con un acto que no fuera intrínsecamente malo ni redundase en daño para las almas [y una consagración sin mandato, efectuada sin animus schismaticus, no es, ciertamente, una cosa mala en sí o que redunde en daño para las almas], entonces no se daría realmente imputabilidad alguna, por lo que no se podría irrogar una pena ni ninguna otra forma de sanción. Pero si el sujeto juzgara que se halla coaccionado a obrar en estado de necesidad, sin que su acción constituyera nada malo en sí, ni redundara en daño para la salud de las almas, entonces tendría derecho, en este caso, a solas las atenuantes, lo cual significa que también aquí, aunque mereciera la excomunión, ésta no podría ser fulminada, por lo que debería ser sustituida por otra pena o por una penitencia. Debe recordarse, además, que cuando el error de juicio que se mencionó más arriba tuviera lugar sin culpa por parte del sujete agente, entonces éste tendría derecho a la eximente en vez de a la atenuante (2).

Estando a lo que dice la ley, la desobediencia del llamado “obispo rebelde” no habría debido ser sancionada con la excomunión; de ahí que mons. Lefebvre y la Hermandad, amparados en su buena fe y convencidos de la existencia objetiva del estado de necesidad, sostuvieran siempre que la excomunión debía reputarse por inválida y que no se había verificado cisma alguno.

Pero no se dio ningún cisma no tanto a causa de la invalidez de la excomunión cuanto porque ni mons. Lefebvre ni los cuatro obispos que consagró tuvieron, ni mostraron tener nunca, una voluntad cismática. Hasta tal punto fue así, que mons. Lefebvre no confirió a estos últimos el poder de jurisdicción en sentido propio (lo cual demuestra, según nos parece, su buena fe), que supone una base territorial, organizada en auténticas diócesis.

La verdadera voluntad cismática se evidencia, en cambio, en declaraciones expresas por parte de los que se separan (como en el caso de Lutero, quien declaró a boca llena que no reconocía ya la autoridad del Papa como jefe de la Iglesia universal), y, en cualquier caso, se echa de ver en un comportamiento orientado a crear una “iglesia paralela” efectiva, como se suele decir, una organización eclesiástica nueva, autocéfala, que no reconoce la autoridad del Papa (como hizo asimismo el propio Lutero, y como habían hecho antes que él los católicos de rito griego denominados “ortodoxos”, visto que la llamada “iglesia ortodoxa” o “griega” es, en realidad, una secta cismática). La Hermandad, en cambio, ha reconocido siempre la autoridad del Romano Pontífice y de los obispos, y ruega siempre por el Papa y por el ordinario local en la celebración de la santa misa. Además, nunca se ha organizado en parroquias o diócesis, paralelas a las oficiales de la santa Iglesia, sino tan sólo en “distritos”, que son realidades geográficas, no administrativas, dado que se identifican con las naciones o hasta con los continentes (distrito de Francia, de Italia, de Asia); se trata de realidades, de espacios, en cuyo ámbito los obispos ejercen una “jurisdicción supletoria” de base personal y no territorial, es decir, tan sólo el poder de orden (impartir y administrar los sacramentos), que se puede aplicar en función de las necesidades causadas por las circunstancias, las cuales se expresan en las demandas concretas de las almas, de manera semejante a cuanto hacen los obispos en tierra de misión. Y, en efecto, el card. Castrillón reconoce que la Hermandad, a diferencia de los sacerdotes de Campos, «que mantenían de hecho una organización paralela a la diócesis», es una «asociación no reconocida [formalmente por la Prima Sedes y, por ende, no encuadrada en las figuras previstas en el código de 1983], servida por obispos que se declaran “auxiliares”» (entrevista citada publicada en 30 Giorni). Auxiliares porque, al no tener diócesis alguna, al no ejercer por lo mismo el poder de jurisdicción, al no gobernar, en suma, una organización paralela a la diócesis, ejercen la “jurisdicción supletoria” que se mencionó líneas arriba, según lo requieran los casos concretos a medida que éstos se presenten, ad personara, por el bien de las almas.

3) No es cierto que sea inválida la ordenación de los obispos y sacerdotes de la Hermandad.

¡Cuántas veces se ha oído decir que los sacramentos administrados e impartidos por los sacerdotes de la Hermandad carecían de validez porque sus ordenaciones tampoco la tenían, y que, por ende, asistir a las misas celebradas por ellos, o confesarse con los mismos, constituía sólo una pérdida de tiempo, o incluso un pecado, como si al hacer tales cosas, también los fieles se volvieran “heréticos” y “cismáticos”! Mas este modo de pensar ni respondía ni responde a la verdad.

El card. Castrillón ratificó el significado teológico y canónico exacto de las ordenaciones episcopales y sacerdotales de la Hermandad: son perfectamente válidas a despecho de que se hicieran ilegítimamente a causa de la prohibición de la autoridad suprema. Los obispos de la Hermandad son obispos a todos los efectos, así como son sacerdotes a todos los efectos los ordenados por ellos; y lo son también los ordenados por mons. Lefebvre después de ser suspendido a divinis por su negativa a cerrar el seminario de Ecône y a desmovilizar a la Hermandad, que había sido suprimida ilícitamente por el ordinario local en 1975 (ilícitamente porque el ordinario carecía de suyo del poder, que pertenece al Papa en exclusiva, de suprimir una congregación de vida común sin votos, cual era y sigue siendo la Hermandad: se necesitaba una autorización pontificia expresa, cosa que no se dio jamás).

Por eso, la ilegitimidad que se sigue atribuyendo hasta el presente a las ordenaciones de la Hermandad no significa invalidez. Sólo significa esto: que el individuo que cumplió el acto (el cual no deja de ser válido en sí mismo) queda sujeto a una sanción por parte de la autoridad legítima, al haber prohibido ésta a su tiempo la comisión del acto en cuestión, el cual se realizó, por lo mismo, sin su mandato. Se trata de un problema meramente disciplinario, de importancia secundaria, entre los obispos y curas ordenados y la Prima Sedes, un asunto interno de la jerarquía eclesiástica, que no atañe a los fieles en manera alguna, en el sentido de que no incide ni en la validez de dichas ordenaciones, ni en la de los actos que ejecutaron después, en el ejercicio legitimo de los poderes derivados de la ordenación misma, las personas que recibieron aquéllas (celebrar la santa misa, bautizar, confirmar, confesar, practicar exorcismos, etc.).

Si se reconoce, además, la existencia objetiva del estado de necesidad, que mons. Lefebvre no dejó nunca de invocar, entonces las ordenaciones que realizó ni siquiera son punibles, como que el estado de necesidad suprime la imputabilidad, según se vio. Desaparecería, pues, la nota de ilegitimidad que se sigue atribuyendo a las ordenaciones mismas. Sin embargo, la Santa Sede no ha llegado todavía, a lo que parece, a reconocer plenamente el estado de necesidad, que Mons. Lefebvre invocó en su momento.

Canonicus

Notas:

(1) V. sì sì no no del 30 de abril de 1999: Una excomunión inválida - un cisma inexistente 3. 11. Las precisiones de la tesis Murray (edición italiana).

(2) Sobre los aspectos teológicos de las consagraciones de 1988, véase en detalle los dos estudios que publicó en su momento esta revista, desde el nº 1 al nº 9 del año 1999 (XXV) (edición italiana).

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UNA MANIOBRA DE LA FACCIÓN NEOMODERNISTA... (continuación)

3. EL ATAQUE FRONTAL A LA DOCTRINA TRADICIONAL SE HACE MÁS ABIERTO

3. 1 Declaraciones contra el Papa en Davos (Suiza) a propósito del preservativo

Se celebraba en Davos, Suiza, en la última semana de enero del 2005, una reunión protocolaria de los representantes más influyentes de los gobiernos, el mundo industrial y la alta finanza. Se trataba de un ambiente cultural del mismo tipo que el de las reuniones análogas de la Trilateral Commission, del Bilderberger Group o del Council of Foreign Relations (C. F. R.), donde los círculos más exclusivos europeos y anglosajones planifican el futuro económico-social de los países tanto occidentales cuanto tercermundistas, en compañía de los gobernantes y los periodistas invitados (con base en rígidos criterios de cooptación), que sirven de comparsas y de secretarios, para dar así a la reunión una pátina de democraticidad y representatividad. Lo esencial de tales reuniones suele ser siempre de cuño fuertemente mundialista, librecambista y, al menos implícitamente, masónico y anticatólico.
Una parte de los trabajos se consagraba al tema de la lucha contra el sida. Hay que decir al respecto que los periódicos dieron un notable relieve a una intervención de la famosa actriz americana Sharon Stone, que versaba precisamente sobre tal asunto (ella y Richard Gere son embajadores de la lucha contra el sida). He aquí las palabras de ese personaje del mundo del espectáculo: «No sé cuál es la tesis mejor sobre el uso del condón, pero la mía es racional. Que el Papa cambie de idea sobre el uso de los preservativos» (Il Giornale d’Italia, 27 de enero del 2005).

Dejando aparte la estulta incoherencia de la afirmación (si no sabía cuál era la tesis mejor, no se entiende por qué invitó al Papa, con tanta perentoriedad, a mudar de doctrina), resulta interesante el hecho de que, precisamente en un momento en que se debatía la “cuestión del profiláctico”, se hicieran afirmaciones como la recién citada en un templo de la alta finanza; unas afirmaciones que no por casualidad las difundieron de inmediato la prensa y las agencias. Era evidente la tentativa de presionar a las autoridades vaticanas, así como que se recurría para ello a la intervención de una actriz muy conocida del gran público (mejor será no hablar de las películas que le dieron esta notoriedad), la cual, en cuanto tal, gozaba de mayor “autoridad” y era capaz de cautivar más al lector medio que cualquier tecnócrata o banquero. Se trataba de una señal pequeña, pero sería ingenuo infravalorarla, porque el enemigo de Cristo y de su Iglesia no descuida los detalles en absoluto; antes bien, es un maestro consumado en el arte de usarlos con astucia y rara eficacia.

3.2 Entrevista concedida por el teólogo de la Casa Pontificia, el card. Cottier, a la agencia de prensa APCOM titulada: «Se puede considerar moralmente legítimo el uso del condón en algunos casos para frenar la epidemia del sida»

El 29 de enero del 2005 y, por consiguiente, un par de días después del ataque desencadenado en Davos contra la Iglesia católica, APCOM difundía una importante entrevista del card. Cottier; importante, ante todo, por la categoría y el puesto jerárquico del protagonista, pero también y sobre todo porque Cottier es el teólogo de la Casa Pontificia desde hace un cuarto de siglo, y eso significa que era el teólogo de confianza de Juan Pablo II, la persona que revisaba, desde el punto de vista doctrinal, los textos de las encíclicas y de los demás documentos o discursos oficiales pontificios, el encargado de evaluarlos y de asesorar al Papa sobre ellos incluso en su fase redaccional; era, pues, un garante, al menos en teoría, de la ortodoxia de cuanto decía, hacía y escribía Juan Pablo II. Cottier es un dominico natural de suiza, más que ochentón, harto experto y muy enterado de todos los “secretos” y las tensiones políticas de los palacios vaticanos, buen conocedor del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, y hasta autor de textos de teología moral; recordemos de paso, como detalle curioso, que también se ocupó antaño, bastante a fondo, de algunos problemas ligados al pensamiento marxista y al ateísmo; fue una figura clave, entre otras cosas, junto con Ratzinger y Bruno Forte, en el proceso que condujo a la redacción del documento La Iglesia y las Culpas del Pasado (hecho que traiciona de suyo una mentalidad eclesiológica más bien “abierta” y “progresista”, no demasiado sensible, digámoslo así, a la inmutabilidad del dogma). No es una figura muy conocida del público, aunque la prensa habló de él con motivo de su elevación al cardenalato (1). Pero la cercanía continua a Juan Pablo II y la frecuentación diaria de éste hacían de Cottier una figura ciertamente influyente y significativa, que es difícil imaginar se lanzara a efectuar afirmaciones delicadas, como las que veremos enseguida, de haber carecido de la certeza de interpretar con exactitud también la mens del Pontífice reinante a la sazón. Éstas son las razones de fondo que explican por qué hay que considerar con mucha atención cuanto vamos a leer a continuación. He aquí, en síntesis, las afirmaciones del cardenal Cottier:

«El uso del condón puede considerarse legítimo en determinadas situaciones (pienso en los ambientes en que circula mucha droga, abunda la promiscuidad y ésta se asocia con una gran miseria, como, p. ej., en zonas de Asia o África, donde la gente es prisionera de esta condición). Y ello por dos motivos. El primero es que en las condiciones que acabo de describir, ante un riesgo inminente de contagio, es difícil emprender el camino normal de lucha contra la pandemia, es decir, la educación en la sacralidad del cuerpo humano. El segundo atañe a la naturaleza misma de esta terrible enfermedad. El virus se transmite por conducto de un acto sexual; y así se corre el riesgo de transmitir también la muerte junto con la vida. Es en este punto donde se aplica el mandamiento “no matarás”. Se debe respetar la defensa de la vida ante todo. Una línea que sostienen varios teólogos, aunque no todos estén de acuerdo con esta orientación, cuya base la constituye la tutela de la vida. Un caso dramático [el de África; n. de la r.], verdaderamente dramático, donde cada día se cuentan millares y millares de muertos por sida, y otras tantas personas que se contagian, así como millares de niños que ven la luz marcados por el virus de la inmunodeficiencia humana; pues bien, en esta situación (y vaya por delante, una vez más, que la mejor manera de oponerse al contagio sigue siendo la castidad y la educación), el uso del profiláctico contribuye a disminuir el riesgo del contagio. Sólo en tal caso el uso de dicho medio puede ser legítimo, moralmente hablando, puesto que protege la vida. Está claro que no es la permisividad sexual lo que se anima en tal contexto, sino que se tiende más bien a preservar la vida de la muerte».

A continuación, Cottier se lamenta a propósito de las campañas de algunas asociaciones y organismos internacionales que tienden a presentar el preservativo como la única solución contra el sida: «No se advierte a la gente de que el condón no es un medio seguro al cien por cien. Aunque su uso disminuye la probabilidad de contagiarse, el riesgo subsiste (*). Se encuentra en la base de esta campaña una visión globalizada de una sexualidad no conforme con la dignidad humana. [...]. Y, a la postre, también la lucha contra el sida acaba por alentar lo que, por el contrario, debería combatir. Porque no olvidemos que precisamente la permisividad constituye un factor indudable de difusión del virus». El cardenal, bastante preocupado por la extensión de la epidemia del sida, considera «que se deberá reflexionar más, acaso en el futuro, sobre este asunto». Entre tanto, recuerda que el Papa no se ha pronunciado jamás sobre el profiláctico en sus discursos y documentos. «En cambio, ha insistido siempre en los valores, en el respeto al otro, en el significado del matrimonio, de la castidad, en el respeto al propio cuerpo, en la importancia de la vida humana y de su defensa».

Pienso que ni siquiera a la mirada más superficial se le escapa la gravedad e importancia de las afirmaciones recién transcritas. Cottier repetía al fin y al cabo, bien que apliándolo, el núcleo de la afirmación que el entrevistador le había sonsacado a Barragán en la entrevista del 20 de enero, donde el ilustre prelado dijo que la mujer puede exigirle lícitamente al marido, enfermo de sida, que use el condón, y donde introdujo el principio según el cual es lícito resistir al agresor incluso matándolo. Pero, a diferencia de Barragán, Cottier no se cuida en absoluto de recalcar que está exponiendo opiniones rigurosamente personales: no expresa opiniones que, a lo menos, puedan ponerse en duda, o entre signos de interrogación, sino certezas, aserciones que asumen el aspecto de principios incontrovertibles. ¿De dónde provenía esta seguridad del cardenal de la orden de Santo Domingo sino del hecho de que su intervención la avalaban las más altas autoridades vaticanas? ¿Se estaba preparando ya un documento oficial, una declaración formal? No lo sabemos, como es obvio, pero todo induce a pensar que si, a juzgar por el estilo de las aseveraciones de Cottier, (allende, naturalmente, la oficiosidad de sus declaraciones en cuanto tales), que no pueden explicarse de otro modo. Cottier, un cardenal anciano, que estaba fuera, al menos hipotéticamente, de las apuestas más altas relativas a la sucesión de Juan Pablo II, y que por eso no tenía nada que perder, se ofreció de mil amores a correr el albur de darle un chinazo al palomar.

Más adelante examinaremos, a la luz de la Tradición y del magisterio constante de la Iglesia, el núcleo de fuerza (llamémoslo así) de las argumentaciones de Cottier; nos limitaremos por ahora a destacar algunos detalles dignos de nota:

1) Cottier recalca repetidamente en su entrevista que lo mejor no es el uso del preservativo, sino un camino alternativo: la educación en la “sacralidad del cuerpo humano”; habla después de una concepción de la sexualidad “no conforme con la dignidad humana”. Como puede inferirse fácilmente de éstas expresiones, nos hallamos con ellas en el seno de una concepción personalista y antropocéntrica de la moral y de la sexualidad, coherente con la Gaudium et Spes y con el magisterio de Juan Pablo II sobre la familia y el matrimonio, pero opuesta diametralmente a la Tradición católica. Es inevitable que en esta óptica no se hable ya de ley divina, de pecado, de ofensa a Dios, de actos impuros, etc., sino tan sólo de una mala comprensión de la “dignidad humana”. Constituye una constante de los documentos que estamos analizando, aunque habría que dei cir que ocurre lo mismo con todos los documentos eclesiales a partir de los textos del concilio Vaticano II: la palabra “pecado” (no hablemos ya de la expresión “pecado mortal”, que se ha convertido en una especie de reliquia arqueológica) se halla por completo empañada, y, por tanto, también lo está, a par de ella, el concepto que denota. Está claro que, en un contexto teológico y moral tan enervado y evanescente, el teólogo de la Casa Pontificia no tiene demasiados reparos en admitir el uso del condón, valiéndose para ello de sofismas más o menos vistosos, de trucos de prestidigitador habituado a jugar con las palabras: puestos a elegir entre la abstracta y vaga “dignidad” de la vida sexual propia (¡y no ya el peligro de la condenación eterna!) y el riesgo de contraer el sida, ¿quién no sacrificaría lo primero?

2) El segundo punto estriba en la interesante frase que transcribe el entrevistador, atribuyéndosela a Cottier: «Recuerda, entre tanto, que el Papa [Juan Pablo II] no se ha pronunciado jamás sobre el profiláctico en sus discursos y documentos». Se trata de una frase que es menester traducir así: «Juan Pablo II no ha condenado nunca explícitamente el condón, por lo que se puede hablar de él y abrirse a la hipótesis de su utilización, visto que el magisterio del Pontífice actual jamás la ha vedado». El sentido de la frase no podía ser sino éste en el contexto de la entrevista (una entrevista en la que se pretendía hacer colar, con increíble dejadez y desparpajo, una enormidad teológica: el desplome de la moral secular de la Iglesia en materia de contracepción), es decir, que lo que pretendía Cottier con esta fabulilla desvergonzada era preparar al lector para la cesión: puesto que Juan Pablo II no ha condenado jamás explícitamente el condón (esto es, que nunca se ha servido en sus escritos de las voces “condón”, “preservativo” y “profiláctico”), puede conjeturarse que su uso es lícito. Dejando aparte el asunto de cuáles fueron las palabras que Juan Pablo II empleó en sus textos, cosa que se verá más adelante, el caso es que uno habría esperado del teólogo de la Casa Pontificia un conocimiento más sólido de los principios teológicos más elementales. En efecto, es realmente grave e inadmisible que un teólogo que ocupa la posición de Cottier pretenda hacer pasar por vinculante para el teólogo moralista sólo cuanto ha dicho o escrito el Pontífice actualmente reinante, como si la Tradición y el magisterio constante no contasen nada y la Iglesia viviera en un presente autista y autorreferencial, y asumiera, en consecuencia, como vinculante nada más que el magisterio de un par de decenios, echando en olvido y removiendo siglos de pronunciamientos del magisterio pontificio. En efecto, como veremos apenas nos adentremos en la pars destruens de nuestro trabajo sobre esta maniobra contra la moral tradicional, hay muchísimos pronunciamientos de la Iglesia más que explícitos contra el condón, por lo que nos estupeface no verlos ni citados ni examinados por Cottier (no podemos pensar que los desconozca). ¡Pasma tanta superficialidad en una materia tan grave por parte de un exponente tan autoritativo de la curia romana!

Si fuera creíble y pudiera tomarse en serio el principio que Cottier pretende aplicar aquí (“el Papa nunca ha condenado explícitamente el condón; luego se puede hablar de su posible utilización”), se seguiría una auténtica revolución teológica, y no sólo en el campo moral. En efecto, quién sabe cuántos otros contraceptivos inventados no han sido nombrados jamás explícitamente en las condenas papales. ¿Débese inferir de ello la licitud de su empleo? El Papa ha hablado de paz mil veces, pero no condenó nunca explícitamente el uso de la bomba de hidrógeno: ¿significa eso que es lícito la utilicen los ejércitos en la guerra? Ha condenado la tortura, pero no ha mencionado las últimas y más sofisticadas técnicas de ésta: ¿es que no son un mal por eso? Pido disculpas por los ejemplos, pero permiten comprender la increíble cortedad moral e intelectual del razonamiento hecho por el teólogo de la Casa Pontificia.

3) Cottier afirma en cierto momento: «No se advierte a la gente de que el preservativo no es un medio seguro al cien por cien. Aunque su uso disminuye la probabilidad de contagiarse, el riesgo subsiste. Así pues, como lo veremos mejor al desarrollar nuestra refutación en la segunda parte, el purpurado nos pone frente a una donosa paradoja, de la cual muestra ser perfectamente consciente, aunque no saca de ella la única conclusión lógica, la sola conclusión que se impone; en efecto, aun suponiendo que todo el problema se reduzca a la tutela de la vida física, ¿cómo puede Cottier sugerir se recurra a un instrumento que no anula del todo el riesgo de contagiarse? ¡Aconsejar el uso del condón equivale a aconsejar que se juegue a una especie de ruleta rusa fatal! Nos parece demasiado, la verdad sea dicha.

4) Por último, Cottier parece apresurarse a destacar que la licitud del uso del preservativo para prevenir el contagio de sida ha de considerarse como rigurosamente limitada a algunas situaciones geográficas y sociales particularmente críticas (Asia, África, etc.). Mas ¿cómo no ver que, por lo que atañe al punto determinante de la cuestión, esta distinción es irrealista a mas no poder y carente de cualquier fundamento doctrinal, y que muy pronto, en cualquier área del mundo, inclusive en las más desarrolladas, se afirmaría la tesis según la cual se puede usar el preservativo donde quiera que se dé una situación objetiva que entrañe la defensa del riesgo de contagiarse de sida? En efecto, supuesto que se hallaran en las mismas condiciones, ¿por qué no podrían usar el condón un muchacho o una esposa de un barrio de Nueva York, Berlín, Moscú o Roma, en el que abundara el riesgo de contraer el sida, mientras que sí podría lícitamente emplearlo una esposa de Calcuta o Nairobi? La nueva norma moral que fantasea Cottier sería sometida de inmediato a una interpretación o, al menos, a una aplicación de facto universalista y ampliamente laxista.

3.3 Don Vercé ataca el Magisterio de la Iglesia en el Corriere della Sera. La desdichada réplica de Mons. Maggiolini

A comienzos de febrero, don Verzé, el cura que fundó en Milán el hospital San Rafael, el cual rige en persona, y que llamó a tipos como Massimo Cacciari y Emanuele Severino a enseñar en la facultad de filosofía que se abrió poco ha (está vinculada precisamente a la obra San Rafael), concedió una entrevista al diario milanés Corriere della Sera en la que formulaba las siguientes afirmaciones:

«No soporto a los zafios inquisidores que pretenden levantar las sábanas del lecho nupcial; me parece impúdico. Creo que la Iglesia aceptará, a su tiempo, la fecundación artificial homóloga, igual que aceptará, al menos para situaciones límite, la píldora contraceptiva y el preservativo. Para que lo comprendieran ciertos prohibicionistas, bastaría con que salieran de las afrescadas estancias curiales y se demoraran algún tanto en las chabolas y los tugurios africanos».

Estamos ante una obra maestra de critica meramente negativa y de superficialidad sin precedentes. Un cura célebre de una diócesis importantísima, que se halla al frente de una conocida institución católica, ataca frontalmente el magisterio papal y la doctrina constante de la Iglesia sin preocuparse siquiera de aducir la más mínima brizna de argumentación teológica, como, por el contrario, intentaron hacer Cottier, Camino o Barragán, sino limitándose a efectuar referencias retóricas al Tercer Mundo y a las condiciones de vida en las zonas pobres de nuestro planeta, como si la doctrina y la moral fuesen opcionales y tuvieran que adecuarse a la diversidad de situaciones que se den, y no fueran expresión de una ley universal e inmutable promulgada por el Legislador Divino, en cuya mente están presentes todos los casos universales posibles. Además, don Verzé, al definir como “zafios inquisidores” a los teólogos que se han ocupado de moral matrimonial en el curso de la historia de la Iglesia, no sólo ofende la memoria de algunos de entre los más grande santos cristianos que han existido, no sólo injuria a Padres y doctores de la Iglesia de inmensa sabiduría y santidad, sino que subvierte cualquier principio de método en teología, por pequeño que sea, al hacer de la barbarie intelectual y la arrogancia un nuevo camino para la revolución en la Iglesia (esto es lo único que da a entender la vulgaridad de sus palabras).
Dadas estas premisas, no nos sorprende que periódicos laicistas y sutil pero tenazmente anticlericales, como el Corriere della Sera, no escatimen espacio para curas como don Verzé. Lo que nos pasma es e¡ culpable silencio de las jerarquías eclesiásticas, que tienen el deber de amonestar, reconvenir, corregir y, si llega el caso, castigar a los eclesiásticos que, como don Verzé, asumen posiciones heréticas o heterodoxas, de rebelión abierta contra el magisterio constante de la Iglesia.

Por desgracia, también Alessandro Maggiolini hace observaciones más bien “aperturistas” en el Resto del Carlino, el 5 de febrero del 2005 (“Don Verzé: la ética no es una chuscada”); es la ley de lo políticamente correcto: mostrarse cerrados por entero a lo nuevo que avanza es demasiado descalificador incluso para un obispo “conservador”: «No hay necesidad de ir a las chabolas y los tugurios africanos para comprender esta condescendencia [es decir, esta apertura al uso de la píldora y del preservativo; n. de la r.], que es fidelidad a la ley de Dios. Incluso los moralistas más serios, aun los obispos más severos, el Papa mismo, acentuaron en el pasado la necesidad de tener en cuenta la situación en que viven los fieles: aseguraron que no a todo desorden moral grave y objetivo –que no deje de ser tal- le corresponde una culpa subjetiva grave».

Son afirmaciones graves, porque dan por descontado lo que no es tal en absoluto, sin citar ni autores ni documentos, y aluden de manera vaga, aunque no por ello menos insidiosa, a una presunta “apertura” de la Iglesia en el controvertido asunto de que. nos ocupamos. Además, Maggiolini favorece el equívoco en una materia grave al acentuar la necesidad (reconocida, al decir de él) de tener en cuenta la “situación” y distinguir entre “desorden moral grave y objetivo” y “culpa subjetiva grave”. En efecto, o alude con eso al hecho de que la Iglesia estableció desde siempre la necesidad de la advertencia plena y del consentimiento deliberado (además de la materia grave) para que se pueda hablar de pecado mortal, y entonces es absurdo ligar tal posición al magisterio más reciente, como parece hacer en su respuesta, porque no se trataría sino de la posición de siempre de la Iglesia; o bien alude a una apertura de la Iglesia a una visión de la moral de tipo relativista, subjetivista (o del tipo “moral de la situación”, o del tipo “opción fundamental”), y en tal caso nos hallaríamos frente a una deriva modernista y protestantizante decididamente heterodoxa, inaceptable para la teología moral católica, la cual enseñó siempre que un acto malo en sí (y tal es la contracepción) no puede volverse bueno bajo ninguna circunstancia.

3.5 El cardenal Barragán se desmiente a sí propio y cede del todo
El 11 de febrero del 2005, en una entrevista concedida a la agencia de prensa Zenit, el cardenal Barragán rompe las vacilaciones que había mostrado hasta entonces y cede, alineándose con las tesis más atrevidas de Camino y de Cottier. El purpurado parte, en efecto, de una pregunta retórica: «¿Cómo podemos hacer frente desde este dicasterio [Consejo Pontificio para la Salud; n. de la r] a la pastoral del sida?» [una frase algún tanto disparatada, dicho sea a modo de inciso: se tratará más bien de hacer frente al sida, no de hacer frente a la pastoral del sida; el problema es el sida, no la pastoral relativa a él]. La respuesta está en los mandamientos: «El desafío atañe en particular a dos mandamientos específicos: uno es el quinto, “no matarás”, que es un desdoblamiento de los dos primeros: amar a Dios y amar al prójimo. El otro mandamiento es el sexto: “no cometerás adulterio”. Por el mandamiento “no matarás” estamos obligados a no matar a nadie, pero también a no dejarnos matar, es decir, a proteger nuestra vida –explicó-; y ello hasta tal punto que una doctrina tradicional de la Iglesia, que jamás ha cambiado, es aquella según la cual se puede llegar incluso a matar al agresor para defender la propia vida inocente. Si el agresor tiene el virus del Ébola, la gripe o el sida y me quiere matar, debo defenderme. Si se me quiere matar con el sida, debo defenderme del sida. ¿Cómo me defiendo? Con los medios más apropiados. ¿Con un bastón? Con un bastón. ¿Y si el medio más apropiado es una pistola? Pues con una pistola. ¿Y con un preservativo? Sí, si es eficaz para que me defienda en este caso de agresión injusta. Hay que ver cuáles son los modos de contraer el sida. Son tres: la sangre, la transmisión maternofilial y el sexo. Tocante a la sangre, decimos: “¡Cuidado con las transfusiones! ¡Cuidado con las jeringas de droga!”. Respecto a la transmisión de madre a hijo, decimos: “¡Mamás, cuidado con la transmisión a los hijos!”. Gracias a Dios, hay píldoras muy eficaces. “¡Cuidado con el propio parto! ¡Cuidado con el momento de amamantar a los hijos porque puede ser muy peligroso!”. En tercer lugar está el sexo, el remedio para el cual lo constituyen la abstinencia y la fidelidad. ¿Por qué? Porque el sexo es la expresión más sublime que nos ha dado Dios del amor; significa el amor vital y la vida; es la donación total [...]. Dios puso un mandamiento absoluto, enunciándolo en forma negativa, para defender el valor del sexo: “No cometerás adulterio”. No dijo: “No tengáis relaciones sexuales”. Las relaciones sexuales son cabalmente la expresión más grande del amor humano, que se realiza en el matrimonio. El celibato es superior aún, pero se trata de amor divino. Se protege la vida guardando estos dos mandamientos: “no matarás” y “no cometerás adulterio”. ¿Cómo nos defendemos del sida? Protegiendo la vida tanto en su excelencia sexual cuanto frente a una agresión maliciosa. Si nos oponemos a que se agreda maliciosamente a la vida, si nos oponemos a que se menoscabe la exquisitez de esa presa primorosísima que es el sexo, no contraeremos el sida. Pensamos que estamos hablando en este sentido del centro del cristianismo, porque se trata de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Lo que cuenta es la abstinencia, la fidelidad y el “no matarás”» (negritas nuestras).
Han pasado poco más de una decena de días desde la intervención revolucionaria de Cottier el 29 de enero y quizás por eso el card. Barragán se ha sentido autorizado a romper las vacilaciones con afirmaciones más decididas, que repiten al pie de la letra, en resumidas cuentas, las argumentaciones del teólogo de la Casa Pontificia, con la adición de algunas “golosinas” que merece la pena destacar.

El cardenal efectúa un razonamiento no demasiado sutil, la verdad sea dicha; en efecto, argumentar de la siguiente manera:

A) la Iglesia admite que se puede matar al agresor injusto que tenta contra mi vida;

B) si el agresor tiene el virus del sida, debo defenderme del sida;

C) y si el preservativo es un medio eficaz de defensa, es lícito usarlo.

Pero no es difícil advertir (como se trasluce en las mismas palabras del cardenal) que el agresor no es el virus en sí, sino la persona que tiene el virus y pretende mantener, a despecho de ello, una relación con una persona sana. Siguiendo al pie de la letra el razonamiento del purpurado, sería lícito en realidad no tanto defenderse del virus con el preservativo, cuanto matar sin más a la persona enferma que quiere contagiarme, la cual se comporta a la manera de una asesino que pretende matarme con premeditación (valiéndose del virus del sida, en vez de usar un puñal o una pistola).

Repárese, entre otras cosas, en que el cardenal Barragán desmiente de una manera radical, con las admisiones susodichas, precisamente la posición que había distinguido sus intervenciones de los años pasados. Citemos, a título de ejemplo, la presentación que hizo de la convención sobre Identidad de las Instituciones Sanitarias Católicas, que se celebró en el Vaticano en noviembre del 2002, en el curso de la cual afirmó: «Nos acusan de matar, pero sólo una sociedad pansexualista como la nuestra, capaz sólo de pensar en el principio del “bienestar en el desarrollo sostenible”, puede juzgar ridículo e incómodo el sexto mandamiento, el que veda cometer actos impuros, que Dios dice a Moisés y es común a la tradición judaica y a la cristiana. Para la Iglesia. la prevención se llama castidad. La Iglesia no puede decir más que “no” al preservativo porque tiene otro horizonte ético: el de la tutela de la vida».

Barragán, pues, no está de acuerdo ni siquiera consigo mismo. ¿Y fue suficiente el espacio de tiempo de dos o tres años para hacerle cambiar diametralmente de opinión? Es difícil explicar un cambio de perspectiva tan radical, puesto que los términos de la cuestión no habían cambiado, ciertamente, en tan pocos años, ya fuera en el ámbito médico o en el social y moral.

Reservaremos para el análisis doctrinal complementario la refutación de dichas posiciones nuevas, por lo que aquí nos limitaremos a hacer observar la anomalía de otra posición de Barragán, quien se lanza en varias ocasiones a una exaltación de la sexualidad en sí no sólo absolutamente grotesca y fuera de lugar, sino también y sobre todo diametralmente opuesta a la doctrina que la Iglesia ha profesado siempre. En efecto, no renuncia a afirmar las siguientes enormidades teológicas: «El sexo es la expresión más sublime que nos. ha dado Dios del amor»; «Las relaciones sexuales son cabalmente la expresión más grande del amor humano, que se realiza en el matrimonio». Parece como si por aquí hubiera pasado la revolución sexual de los años sesenta. Y párese mientes sobre todo en que esta indebida exaltación de la sexualidad se realiza sin recordar jamás:

1) Que el fin primario del matrimonio es el procreador (2), como lo recalcaron siempre la Tradición constante de la Iglesia (hasta la Gaudium et Spes y la posterior teología moral modernista), los Padres de la Iglesia, los grandes doctores de la Escolástica, los teólogos post-tridentinos y el magisterio constante de los pontífices (piénsese en el vértice constituido por la Casti Connubii de Pío XI, o en las innumerables intervenciones de Pío XII sobre el matrimonio y la moral sexual).

2) Que el matrimonio es asimismo, en el estado actual de naturaleza caída, remedium concupiscentiae, de esa concupiscencia, consecuencia del pecado original, que permanece en el hombre incluso después del bautismo (a fin de que el hombre pueda merecer la salvación mediante el combate espiritual que debe librar contra su tendencia residual al mal y al desorden moral).

Así que el matrimonio desempeña también una función medicinal en la óptica tradicional, una función de tratamiento, curación, purificación y sublimación graduales del instinto sexual; de ahí que se le considerara siempre (a partir de las luminosísimas páginas de San Pablo sobre el mismo) como todo lo contrario de una celebración de la sexualidad y del erotismo en cuanto tales. Nos preguntamos, por consiguiente, a partir de qué fe cristiana, de qué teología heterodoxa, pudo ocurrírsele al cardenal Barragán definir las relaciones sexuales como “la expresión más grande del amor humano”; nos preguntamos, más en general, si seguimos estando ante la religión fundada por Nuestro Señor Jesucristo, o si nos hallamos ante un nuevo catolicismo acuariano, a una anómala versión suya “new age”. Si el ilustre prelado hubiese dicho “el matrimonio” o “la relación afectiva y espiritual entre los cónyuges”, quizás hubiese podido seguirle todavía, pero poner “el sexo”, “las relaciones sexuales” en cuanto tales, como la suprema manifestación del amor (superior a cualquier otra dimensión y manifestación de éste), nos parece una aberración tan grave, que casi no merece que se la impugne y refute. De tomar en serio las estultas aseveraciones del cardenal, resultaría que el amor desinteresado de una madre o un padre por sus hijos, el tierno afecto de un niño por su madre y su padre, el delicado sostén reciproco y el mutuo y casto intercambio de cuidados y afectos entre dos ancianos cónyuges, el asiduo y humilde servicio a los enfermos de una enfermera, la fraternal amistad entre dos jóvenes, serían expresiones de un amor limitado e inferior simplemente debido a la ausencia de relaciones sexuales (!). ¿Y con qué sinceridad y convicción se puede proponer la castidad como único remedio verdadero contra el sida si, al mismo tiempo, se exalta el acto sexual, asumido en su cruda realidad física y material, desligado del fin reproductivo, transformado en una especie de fetiche irrenunciable? Barragán afirma, al menos implícitamente y de una manera decididamente ofensiva para con todos los célibes (consagrados o no), que sólo una vida rica en una sexualidad plena y satisfactoria es la que merece vivirse, y que no se entra en la plenitud de la dimensión amorosa donde no se dan relaciones sexuales. Pero la verdad es más bien justamente lo contrario (ya S. Agustín, p. ej., lo enseñaba con claridad): sólo cuando los cónyuges comiencen a estar conformes con la abstinencia, o los embargue al menos el anhelo creciente de practicar una abstinencia plena, esa su relación comenzará a animarse de una tensión espiritual verdadera, empezará a transfigurarse en la luz de la caridad, comenzará a orientarse plenamente hacia Dios.

En este error de planteamiento de Barragán –y de la “neoteología” moral, uno de cuyos hijos es pese a todo-, en esta indebida valorización de la sexualidad de tipo personalista, si es que no hedonista, radica el error originario que alimenta toda la disputa sobre el condón y el sida.

Las distorsiones en el magisterio, en la pastoral, en la praxis eclesiástica, derivan siempre de errores doctrinales, de errores en punto a los principios: cuando los principios se olvidan, tuercen o adulteran, está claro que se seguirá de ahí un hundimiento, una catástrofe irremediable.

La situación es aun más grave, si cabe, en el caso en consideración, puesto que lo que se ventila es la firmeza o la cesión en la afirmación de la ley natural.

3.6 La Civiltà Cattolica publica una conferencia en la que el card. Martini hace una referencia muy favorable a una carta del teólogo jesuita Lonergan sobre el problema de la contracepción

Para contextualizar bien el razonamiento que estamos haciendo es menester recordar que Juan Pablo II tuvo un primer ingreso en el Hospital Gemelli de Roma del 1 al 10 de febrero del 2005, que volvió al Gemelli el 24 de febrero para que se le practicara el mismo día una traqueotomía, que perdió el uso de la palabra y entró de hecho en la agonía pocos días después. Así pues, el momento en que se desplegó este colosal ataque doctrinal era un momento de sede vacante, al menos virtual, con todas las consecuencias del caso. Es difícil pensar que fuera sólo una casualidad que este percance explotara y se desarrollara en un momento de tan gran debilidad del Pontífice. Es lícito pensar, en cambio, que los miembros de la secta modernista que desencadenaron el ataque se afanaban por conseguir que el sucesor de Juan Pablo II se encontrara con una situación ya comprometida de hecho respecto a este asunto, o al menos tan incandescente en punto a doctrina como para constreñirlo a ceder o, en el peor de los casos, para dificultarle la defensa de la doctrina tradicional. En resumidas cuentas, estábamos ya, al menos virtualmente, en pleno cónclave, y el partido progresista comenzaba a afilar las armas sobre un viejo caballo de batalla suyo: el rechazo de la Humanae Vitae y de la concepción católica del matrimonio en favor de una liberalización protestantizante de la moral matrimonial y sexual en general.

En este contexto situacional se publicó en el número del 19 de febrero del 2005 de La Civiltá Cattolica, revista publicada con la aprobación oficiosa de la Secretaria de Estado, una conferencia del card. Martini, que había pronunciado éste en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma el 17 de noviembre del 2004, en la apertura de un simposio sobre el teólogo jesuita Bernard Lonergan (1905-1984), uno de los maestros putativos del propio card. Martini. Ahora bien, Martini hace en su conferencia una referencia sutil (aunque no demasiado para quien conozca a Lonergan) a una carta-ensayo del teólogo jesuita de septiembre de 1968, en la que se empieza por recalcar que no todas las relaciones sexuales son fecundas, sino que la relación entre acto conyugal y concepción es sólo estadística, y que no se concibe vida alguna en un gran número de casos. Lonergan hace notar, además, que si no se considera esta relación estadística sagrada e inviolable, se vuelve legítimo el recurso a cualquier instrumento contraceptivo, y que, en consecuencia, no puede decirse que se halle estabilizado definitivamente sobre este punto el magisterio de la Iglesia, el cual debería y podría modificarse, al decir de Lonergan, quitando trabas a la contracepción. Está claro que el card. Martini se halla perfectamente de acuerdo con el teólogo citado; por lo demás, Martini había hecho comprender claramente, en el curso de los últimos años, a qué aperturas se inclinaba en el campo de la moral sexual.

3.7 Pequeño florilegio de ataques, provenientes de dentro o de fuera de la Iglesia, contra la doctrina tradicional sobre el asunto del condón

El objeto del breve catálogo que presentamos a continuación sin comentario alguno es el de hacer comprender que esta pendencia que se suscitó en el interior de la Iglesia católica fue tan sólo la última etapa de un camino mucho más largo, salpicado de ataques continuos al magisterio de la Iglesia.

a) Mayo del 2000: el obispo católico de Auckland, Patrick Dunn, declara que los jóvenes «deberían usar el condón si no logran mantenerse castos».

b) Enero del 2001: el dominico Giordano Muraro responde en Famiglia Cristiana, a una carta en que se afirmaba que la Iglesia es inhumana al considerar ilícito el preservativo incluso cuando uno de los cónyuges es seropositivo, responde, decíamos, que es lícito emplear el preservativo en tal caso, con tal que se lo utilice sólo en los periodos no fértiles.

c) La firma Durex (una multinacional líder en la producción de condones) lanzó en el 2004 una campaña publicitaria: un anuncio representa a África, y con un fotomontaje se figura en él a Juan Pablo II, de brazos cruzados, sobre la parte más alta del continente. Una leyenda en caracteres cubitales reza así: «STOP AIDS, STOP THE VATICAN». Más abajo, en caracteres más pequeños, se lee lo siguiente: «¿Cuánta gente debe morir antes de que abandones tus principios, señor Papa?». Nótese de paso que, probablemente sin quererlo, los sañudos agentes publicitarios que idearon dicho anuncio plantearon el problema precisamente en sus términos más correctos: están en juego, de hecho, “principios” fundamentales, a los cuales la Iglesia no puede renunciar en ningún caso, a menos que elija renunciar a sí propia por completo.

d) Por último, se presentaron en el seno del parlamento europeo, a lo largo del 2004, una treintena de quejas formales contra la Iglesia católica (frente a 15 contra China y 5 contra Cuba); no era raro que tales mociones tuvieran como objeto precisamente la posición de la Iglesia católica respecto al preservativo (entre los promotores de tales iniciativas no faltan nunca, además de los eurodiputados de la izquierda europea, los exponentes del partido radical; pero eso no le impidió al diario de la CEI, Avvenire, propugnar a Emma Bonino, conocida líder abortista, como posible candidata para el cargo de Comisaria de la ONU).

Notas del traductor español

(*) No es cierto que el uso del condón disminuya la probabilidad de contagiarse, por las razones siguientes:

a) Hay estudios relativos a los profilácticos, encargados por las asociaciones de consumidores, que demuestran que la mitad de los condones que se venden en España son de mala calidad; es decir: se rompen con facilidad.

b) La detumescencia del pene comienza una vez se ha eyaculado, por lo que el preservativo empieza a venirle holguero a aquél; de ahí que sea grande el riesgo de que se vierta en la vagina parte del contenido del condón, si el hombre no se retira de inmediato de la mujer después de eyacular. O dicho con otras palabras: es enorme el riesgo de contraer el sida si se usa preservativo, independientemente de la calidad de éste.

c) Se ha aislado el virus del sida en la saliva; he ahí una nueva fuente de contagio, pues durante las relaciones sexuales es frecuente el intercambio de salivas al besarse los amantes en la boca: basta que en la boca del compañero sano exista alguna herida para que, en contacto con la saliva del compañero enfermo de sida, el virus penetre en el torrente sanguíneo. Esto no hay condón que lo estorbe.

d) Se da una correlación positiva entre el número de contagiados de sida y el número de condones vendidos: cuanto más condones se venden, más gente contrae el sida (en efecto, se venden hoy mas condones que antaño debido al miedo a contraer la enfermedad, pero, por otra parte, hay cada vez más enfermos de sida en el mundo, pues esta enfermedad avanza sin parar); a la vista de dicha correlación no es descabellado pensar en una relación causal entre el uso del condón y la expansión de la pandemia.

Podemos concluir, pues, afirmando que una de las causas principales, si es que no la más importante, de la expansión del sida en el mundo es la difusión de una idea falsa: aquella según la cual el uso del preservativo impide el contagio del sida o disminuye la probabilidad de que se verifique. Los que difunden esta idea son responsables de la muerte de millones de personas. Dado que algunos de tales individuos han propuesto seriamente que se juzgue a la Iglesia católica por “crímenes contra la Humanidad” debido a su rechazo del condón, no estaría mal, habida cuenta de la inmensa cantidad de personas que han muerto víctimas de las mentiras interesadas de los filocondoneros, imputar a éstos la comisión del crimen de genocidio, juzgarlos y condenarlos.

Notas

(1) Me viene a la memoria una entrevista que concedió Cottier, a principios del año 2000, a TVSAT (canal televisivo católico por satélite), en un programa sobre la historia de la Inquisición que presentaba Gigliola Cinquetti. Cottier no llevaba el hábito de los dominicos, como habría sido de esperar, sino que durante toda la entrevista lució un alzacuellos que no permitía distinguirlo de un cura del clero secular. A buen seguro que se trataba de un pequeño detalle, acaso insignificante. Dejo al lector que valore qué podía denotar o no tamaño desafecto para con el estado propio y para con la pertenencia a una orden determinada, precisamente la protagonista, mira qué casualidad, de aquella historia de la Inquisición de la que Cottier debía hablar en el curso de la transmisión (dejo al lector que imagine en qué tono y con qué valoraciones teológicas lo hizo).

(2) El fin secundario, es decir, el fin unitivo, se subordina al primario, porque su objeto es la creación y el mantenimiento entre los cónyuges de ese ambiente de afecto, de entendimiento mutuo y de familiaridad que es esencial para que pueda conseguirse el fin primario (la procreación, pero sobre todo la educación humana y la formación cristiana de los hijos) con plena eficacia espiritual y de la manera más fructuosa.

Nota del traductor: el fin unitivo tiene una base biológica; en efecto, se sabe que durante las relaciones sexuales el cerebro segrega una hormona que, refuerza la unión de la pareja.

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