LOS TRES GRANDES MISTERIOS DE LA REDENCION EN LA NIEBLA DE LA NEOTEOLOGIA
Un lector nos escribe lo siguiente:
“Les ruego realicen un examen detenido de los tres grandes misterios de la cruz, la resurrección y la ascensión de Ntro. Sr. Jesucristo, así como de la relación que media entre ellos, pues me percato cada vez más de que ya se les considera en la Iglesia casi como una única realidad (p. ej., según la neomisa, la resurrección goza de valor redentor junto con la cruz, mientras que a mi me parece que es victoria y consumación).
Bien conozco lo exhaustivos que saben ser ustedes, siempre fieles a lo que se ha creído y adorado desde el origen.
Les agradezco todo lo que hacen, sobre todo por nosotros, pobres seglares, confusos y abandonados en la oscuridad de estos tiempos tan extraños.
Gracias de todo corazón”.
CARTA FIRMADA
Los grandes misterios de la cruz, la resurrección y la ascensión de Ntro. Sr. Jesucristo forman los tres partes del plan divino de la redención, pero de valor harto distinto. La cruz tiene un valor satisfactorio y meritorio:
1) Satisfactorio porque, al aceptar libremente, por amor, la obediencia heroica de la cruz, Ntro. Sr. Jesucristo, nuevo Adán, reparó la ofensa que le había inferido a Dios la desobediencia del primer Adán.
2) Meritorio porque la cruz fundó el derecho a todas las gracias sobrenaturales que se nos distribuyen, especialmente por conducto de los sacramentos, para nuestra salvación individual (denominada también redención subjetiva o justificación). Esto constituye un dogma de fe: el concilio de Trento enseña que Ntro. Sr. Jesucristo “sua sanctissima passione (...) nobis iustificationem meruit” (D. 799) (“con su santísima pasión (...) nos mereció nuestra justificación”.
En efecto, aunque Ntro. Sr. Jesucristo comenzó a merecer desde el primer instante de su encarnación (cf. Heb. X, 5-10), con todo y eso, nos mereció la salvación principalmente mediante su pasión y muerte, por ser voluntad del Padre y suya que su muerte rescatara nuestra muerte, y que por los méritos de su muerte muriésemos al pecado, a nuestras concupiscencias rebeldes y al desordenado amor de nosotros mismos. Por eso, hablando con rigor, “el género humano no fue redimido por los demás sufrimientos de Cristo, sino por su muerte” (Sto. Tomás, Quodlibet. 2, q. 1 a. 2), cosa que Ntro. Sr. Jesucristo afirmó repetidamente: “(...) pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 45; cf. Mt 20, 28); “Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28), etc.
La resurrección y la ascensión son dos misterios que siguen a la muerte de Cristo. Ahora bien, Cristo cesó de merecer después de su muerte, como cualquier otro hombre. En efecto, el mérito, que es el derecho al premio por una obra cumplida, exige, entre otras cosas, que las obras se realicen en “estado de viador”; de ahí que la resurrección y la ascensión, las cuales siguieron a la muerte del Señor, no merecieran nada ni, para Él ni para nosotros, mientras que, por el contrario, fueron meritorias, tanto para Él como para nosotros, las obras que ejecutó en vida, sobre todo la muerte en la cruz, según ya se dijo.
Así que la resurrección no fue un mérito de Cristo, sino que constituyó para Éste la recompensa de la humillación que sufrió en su pasión y muerte: “(...) se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó (...)” (Filip 2, 8).
Cuanto a nosotros, el mérito de la cruz se nos aplica con el bautismo (D. 790), que nos incorpora místicamente a Cristo al borrarnos el pecado original, de manera que, como miembros unidos a la cabeza, formamos “como una sola persona mística” con Aquél (Sto. Tomás, S. Th. III, q. 48, a. 2 ad 1). Se sigue de ahí que así como Cristo resucitó de entre los muertos y subió al cielo, así y por igual manera pasará también con nosotros, sus miembros, en virtud de la incorporación a Él que nos mereció su pasión y muerte. Ésta es la fe según la cual nos hace rezar la Iglesia: “para que lleguemos, por su pasión y cruz, a la gloria de la resurrección” (“ut per Passionem Eius et Crucem ad Resurrectionis gloriam perducamur” (Oremus del Angelus).
Por consiguiente, tampoco la resurrección de Cristo nos mereció nada, pero:
1) Es el prototipo de nuestra resurrección espiritual del pecado, que la cruz nos mereció: “Con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que, como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 4)
2) Es asimismo el modelo y la prenda de nuestra resurrección corporal, cosa que también nos la mereció la cruz de Cristo: “Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que duermen (en la muerte). Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán mueren todos, así también en Cristo serán todos vivificados” (I Cor 15, 20-22).
De semejante manera, la ascensión es la consumación gloriosa de la obra redentora de Ntro. Sr. Jesucristo, así como el tipo y la péñora de nuestra asunción a los cielos: “pero Dios (...) nos resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús (...) “ (Ef 2, 6). Iniciada en la cabeza, la ascensión seguirá en nosotros en virtud de nuestra mística unión con Él; de ahí que también la resurrección y la ascensión formen parte de la redención y tengan para nosotros, en el sentido que hemos ilustrado, un “valor soteriológico” o salvífico. Mas cuando queramos precisar el valor salvífico de los tres grandes misterios de nuestra redención, hemos de decir que sólo la cruz es “causa meritoria” de ésta, mientras que la resurrección y la ascensión son su “causa ejemplar y eficiente” (cf. S. Th. III, q. 56, a 1 ad 3, y q. 57, a. 6).
Se ve patente ahora por qué la santa misa constituye la re-presentación (repraesentatio, Concilio de Trento, D. 938) o renovación (instauratio, Catecismo Romano, It, 6 874), no de la resurrección ni de la ascensión, sino del sacrificio de la cruz, cuyos méritos nos aplica.
La táctica de los “novadores” comienza comúnmente por embrollar la terminología, pues una vez trastornada ésta resulta más fácil subvertir la doctrina. En el caso que nos ocupa, se empezó por abandonar la terminología que la escolástica había precisado con todo cuidado. No se distingue ya entre “causa meritoria” (la cruz) y “causa eficiente y ejemplar” (resurrección y ascensión) de nuestra redención, sino que se habla indistintamente de “redención” en general para dar a entender, con tal lenguaje nebuloso, que hemos sido redimidos por la cruz y por la resurrección a partes iguales (y acaso por ésta más que por aquélla, visto que la resurrección agrada más que la cruz), y que, por ende, la santa misa no es ya el “memorial de la pasión” del Señor, sino el “memorial de la pasión y resurrección” de Éste, según la nueva fórmula que se lee asimismo en la encíclica de Juan Pablo II sobre la eucaristía (cf. Si S No No, 30 de sept. del 2004, pp. 1 y ss.).
No obstante, Pío XII había remachado también, en la Mediator Dei (1947), tocante a este asunto, la doctrina de la Iglesia contra las desviaciones del movimiento litúrgico, el cual afirmaba que se había ocultado al “Cristo glorificado” durante siglos: “Por eso -escribe Pío XII-, algunos llegan hasta el extremo de querer retirar de las iglesias las imágenes del divino Redentor sufriendo en la cruz. Mas estas falsas opiniones son absolutamente contrarias a la sagrada doctrina tradicional. (...)La sagrada liturgia nos propone (en el curso del año litúrgico) todo el Cristo, en los distintos aspectos de su vida (...). Y puesto que sus acerbos dolores constituyen el misterio principal del que proviene nuestra salvación, es conforme con las exigencias de la fe católica iluminarlo al máximo, dado que es como el centro del culto divino por ser el sacrificio eucarístico su representación (re-presentación) y renovación diarias, y por estar unidos a la cruz, con estrechísimo vinculo, todos los sacramentos (S. Thom., Summa Th. III. q. 49 y q. 62, a. 5)”.
Tras una ratificación tan clara de la “sagrada doctrina tradicional” de la Iglesia, habría debido cesar cualquier intento de subversión. No fue así, por desdicha. Las “termitas” neomodernistas continuaron su trabajo hasta que, al derrumbarse la fachada con el Vaticano II, quedaron al descubierto las ruinas que habían practicado en el dogma. Esto debería bastar para juzgar la obediencia al Papa de quienes hoy tachan de desobediencia a los verdaderos obedientes.
Una precisión para terminar: no atribuyamos nunca a la “Iglesia”, ni siquiera por imprecisión del lenguaje, los errores de la “neoteologia”: éstos son el fruto de una larga y obstinada resistencia al magisterio de la Iglesia, particularmente al de los Romanos Pontífices, que la soberbia de los neoteólogos degradó, desde los tiempos de Pío IX, a mera “escuela de teología”. Es necesario tener clara esta precisión para no dejarse inquietar por los que quieren crearles mala conciencia a los católicos fieles a la Iglesia de siempre, como si fueran reos de desobediencia a “Iglesia” (de hoy): la verdadera Iglesia, hoy como ayer, no puede dejar de explicar y transmitir la fe que se le confió en “depósito” (para que la custodiara, por tanto, no para que señoreara sobre ella). Quien, p. ej., excogitara “novedades” que contradijesen el teorema de Pitágoras tal como se ha enseñado hasta hoy, no explicaría dicho teorema, sino que lo corrompería; si, por el contrario, sacara a la luz algún aspecto nuevo, que no contradijese cuanto ya se sabe del teorema en cuestión, lo desarrollarla, lo explicaría (= lo desplegaría, es decir, lo sacaría de los pliegues donde ya estaba en su integridad) sin corromperlo. Lo mismo pasa con el dogma católico; el indicio de la corrupción del dogma es la contradicción de la “novedad” con la doctrina de siempre. Está claro, a la luz de la doctrina católica sobre el desarrollo coherente del dogma, que hoy se pretende hacer pasar por desarrollos o explicaciones del dogma a muchas novedades que constituyen, por el contrario, la corrupción de éste.
Marcus
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