EL PECADO ORIGINAL Y LA MISERICORDIA DE DIOS
Un lector nos escribe:
«Estimado director,
En su número de abril de 2004, a propósito de la Teología de Juan Pablo II, usted dice que este Papa ha eclipsado el dogma del pecado original. He de reconocer que, personalmente, nunca alcancé a comprender por qué Dios, a causa del pecado de nuestros primeros padres, ha castigado a sus hijos y a sus millones de descendientes. Pongamos un ejemplo: si en un país un hombre comete un crimen, asesinando a otro,¿condenará el juez, en consecuencia, a sus hijos a trabajos forzados a perpetuidad? ¿Es, por tanto, concebible, creíble, que el Soberano Juez haya tenido la idea de condenar a los millones de descendientes de Adán y Eva, castigándoles por el pecado de sus padres? ¿Es posible pensar que los jueces de este mundo sean más sabios que el Juez Supremo del Universo?».
Estimado amigo,
Le respondemos encantados rogándole nos excuse por el retraso debido, como siempre, a razones de tiempo y de espacio.
Recordemos, en primer lugar, que el dogma del pecado original fue definido, por el Magisterio infalible de la Iglesia, de la siguiente manera:
«Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea anatema” (Concilio de Trento, sesión 5, canon 2).
La Iglesia, mediante una sentencia infalible, ha afirmado que la doctrina sobre el pecado original es una verdad revelada por Dios, contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición, y, en consecuencia, todo católico, si quiere seguir siéndolo, debe aceptarla – la comprenda o no – bajo la Palabra de Dios quien no puede engañarse ni engañarnos. Se trata del mérito de la fe.
De todos modos, la Iglesia no condena – la teología está ahí para demostrarlo – a aquellos que buscan penetrar lo más posible en el contenido del dogma, siempre que está búsqueda permanezca fides quaerens intellectum, una fe que busca comprender; es decir, búsqueda de un espíritu que no suspende la adhesión de fe sino que continúa a creer, incluso “sin ver” (Jn 20, 29), que permanece decidido a creer bajo la sola palabra de Dios, propuesta por la Iglesia, también si él no llegara jamás a “comprenderla”.
Esto dicho, volvamos a su ejemplo.
Usted nos escribe: “si en un país un hombre comete un crimen...,¿va el juez a condenar por ello a sus hijos a trabajos forzosos a perpetuidad?” Por supuesto que no. Sería, efectivamente, una injusticia el imputar a los hijos el pecado de su padre, como si se tratase de una falta personal. Pero si un hombre se juega sus bienes, nadie, en ningún país del mundo, clamará como injusticia el hecho de que sus hijos no hereden nada o hereden las deudas de su padre, consecuencia dolorosa de la falta personal de éste último. Aún más: si un rey promete a un sujeto un don (cualquier cosa que no le es debida), don que puede transmitir a sus hijos, a condición de realizar un acto personal de valor o de fidelidad; si el sujeto no cumple la condición impuesta, comportándose como un felón, nadie, en ningún país del mundo, acusaría al rey de injusticia si los descendientes de aquel hombre no heredasen el don y debiesen, consecuencia dolorosa de la falta paterna, ganar el pan con el sudor de su frente viviendo penosamente.
Este es, exactamente, el caso del “pecado original”.
Dios había prometido a Adán, no en tanto que individuo sino como cabeza del género humano, un don sobrenatural (que no le era, por tanto, debido), don que podía transmitir a sus descendientes: la visión de Dios cara a cara (a pesar de que el hombre, por naturaleza, no puede conocer a Dios más que a través de las cosas creadas); para ello había dotado a Adán con la Gracia, que le permitía alcanzar ese fin sobrenatural, además de los dones preternaturales (ciencia infusa, dominio de las pasiones, inmortalidad), los cuales, perfeccionando la naturaleza humana, la vuelven más apta para recibir y usar del don de la Gracia. Pero la promesa de Dios estaba condicionada a la victoria de Adán en la prueba ante la que, finalmente, sucumbió cometiendo el primer pecado. Sucumbió no solamente en tanto que individuo sino también como cabeza del género humano, perdiendo, para él mismo y para sus descendientes, el derecho a la visión beatífica, el don sobrenatural de la gracia y los dones preternaturales. De este modo, Adán, que hubiera debido transmitir una naturaleza humana intacta y en estado de gracia, transmitió, por el contrario, una naturaleza corrompida por la concupiscencia y en estado de pecado.
Adán cometió, por tanto, el pecado original y nosotros lo hemos recibido en herencia. Ahora bien, si para Adán fue un auténtico pecado para nosotros, como enseña el concilio de Trento, se trata de un pecado en tanto que “muerte del alma”, es decir, pecado en sentido analógico (no unívoco) porque, analógicamente al pecado personal, nos priva de la Gracia y de nuestro destino sobrenatural ; precisamente por ello no es suficiente ser “generados”, sino que debemos ser «regenerados” en el Bautismo por virtud de la Sangre de Cristo. Además, de modo análogo al pecado personal, el pecado original comporta un desorden en nuestra voluntad y su alejamiento (aversio) de Dios, dado que nacemos privados de esta “justicia” o rectitud original que facilitaba a Adán la sumisión a Dios, al mismo tiempo que facilitaba la sumisión de las facultades inferiores a su razón. De ahí la lucha ( y el mérito) por reestablecer en nosotros la rectitud perdida en Adán.
La doctrina del pecado original puede parecernos un poco misteriosa – aunque si se reflexiona sobre los lazos de la generación carnal no lo será tanto – por lo que concierne a la ley de la solidaridad que une a todo el género humano con el primer hombre, pero esta doctrina no puede, bajo ningún aspecto, ser acusada de “injusticia”.
Habría injusticia si el pecado de Adán fuese imputado a sus descendientes como falta personal, pero no es el caso. Prueba de ello es que los condenados están en el infierno a causa de sus pecados personales y no a causa del pecado original heredado de Adán. Los niños y los disminuidos síquicos (no responsables), que mueren con sólo el pecado original, no van al infierno sino el limbo, donde ellos gozan del conocimiento y del amor naturales de Dios (poco importa que la nueva teología se esfuerce en eliminar, al mismo tiempo que la distinción entre natural y sobrenatural, la doctrina católica sobre el limbo...).
¡No!, el Juez Supremo del universo no se deja ganar en sabiduría y justicia por los jueces de este mundo, ni en bondad por nadie, sea quien sea. Dios, efectivamente, castigó la falta de nuestros primeros padres mucho menos severamente de lo que ellos merecían. Eva confía más en el demonio que en Dios; Adán da prioridad a su mujer frente a Dios; los dos desobedecen tras la ambición de volverse semejantes a Dios y, a parte las acusaciones recíprocas, ni la más leve petición de perdón sale de sus labios (¡a pesar de no sufrir, como nosotros, el aguijón de la triple concupiscencia!). Sin embargo, Dios hace brillar en sus ojos la esperanza de la Redención que va a devolver a la criatura humana la Gracia y el Cielo. En cuanto a las otras consecuencias del pecado original: muerte, sufrimiento, desorden de la concupiscencia, cosas que Dios no había creado sino que entraron en el mundo «por la envidia del diablo» (Sab. 2, 24), Dios las ha transformado, misericordiosamente, en medio de expiación y de elevación (del mismo modo que se saca remedio del veneno de la víbora) y, aún más misericordiosamente, ha tomado sobre El, haciéndose hombre, “los pecados del mundo”, desde el pecado de Adán hasta los pecados personales del último de sus descendientes, para satisfacer la Justicia divina mediante Su sufrimiento, Su humillación y Su muerte, y enseñarnos, a los hijos de Adán, que después del pecado original el camino de la Cruz es el camino de la Vida.
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