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LOS PRIMEROS CHOQUES DE LA BATALLA APOCALÍPTICA

“Todo el mundo ve que eso es totalmente contrario a la doctrina católica transmiti­da por todos hasta hoy, enseñada y propug­nada por los Romanos Pontífices”.

Cardenal Quiroga y Palacios

Han pasado exactamente veinte años desde que S.E. Monseñor Lefebvre pronunció una brillan­te conferencia sobre el nuevo código de derecho canónico en el teatro Carignano de Turín. To­có varias veces, en dicha ocasión, el falso “derecho” a la libertad religiosa que introdujo el Vaticano II, así como las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Monseñor Lefebvre mostró, durante la fase inicial de su intervención, dos opúsculos que llevaba consigo: se trataba de los diferentes esquemas que se presentaron, tocante a los puntos susodichos, en la fase preparatoria del concilio: el esquema de la Comisión Teológica, presidida por el Cardenal Otta­viani, y el del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, con el Cardenal Bea al frente.

Monseñor afirmó a boca llena y proféticamente que la contienda entre esas dos posiciones, que se saldó en el aula conciliar con la victoria de la segunda, constituía el inicio de la gran batalla en la Iglesia entre católicos y “liberales”. Ilustraremos en este artículo ambos esquemas y los debates que suscitaron a lo largo de la fase preparatoria del Concilio, con lo que tomaremos el hilo de la conferencia de Monseñor Lefebvre, una conferencia en la que vibra­ba una advertencia a la par que un llamamiento a no deponer las armas sobre un punto de tanta importancia para la edificación del reinado social de Jesucristo. Los propios enemigos de la Iglesia reconocen la importancia de la realeza social de Nuestro Señor, como lo demostraron al poner a contribución todas sus fuerzas para laicizar los Estados otrora católicos e imponer el “dogma” de la libertad religiosa.

El examen que sigue nos permitirá recordar, así lo esperamos, la doctrina católica que los Papas defendieron contra el liberalismo, “católico” o no, a costa de lágrimas y sangre, y refutar al mismo tiempo las doctrinas de los novadores que, por desgracia, constituyen hoy la forma mentis de la casi totalidad del mundo católico, el cual se ha vuelto “liberal” mas o menos conscientemente.

1. EL ESQUEMA DE LA COMISIÓN TEOLÓGICA: “DE TOLERANTIA RELIGIOSA”

El primer esquema, De relationibus inter Ecclesiam et Statum necnon de tolerantia religiosa (1), es una obra maestra de síntesis sobre la doctrina católica relativa al asunto de que se ocupa. Puede considerarse como su artífice principal al Cardenal Ottaviani, presidente de la Comisión teológica que se encargó de redactar los esquemas preparatorios (2).

El esquema principia con la afirmación de la existencia de dos poderes: la sociedad civil y la Iglesia, ambos necesarios y supremos en su orden. La finalidad propia de cada uno de los dos órdenes constituye el fundamento de la distinción entre ambas sociedades, y tal distinción integra a su vez la garantía de su potestad real y efectiva. Y dado que entre el fin terrenal, propio de la sociedad civil, y el espiritual, privativo de la Iglesia, se da una relación de subordinación del primero al segundo, en cuanto que de nada valdría la felicidad temporal si no se alcanzara la eterna, se sigue de ahí que el fin propio de la sociedad civil no puede ni debe ser perseguido “excluso vel laeso fine ultimo: salute videlicet aeterna” [con exclusión en detrimento del fin último, es decir, de la salvación eterna] (3).

De ahí que la Iglesia no intervenga en los asuntos puramente temporales; pero lo que intere­sa tanto al ámbito natural cuanto al sobrenatural (como, por ej., el matrimonio, la educación de la juventud, etc.) debe tratarlo el Estado de manera que no se dañen, a juicio de la Igle­sia, los bienes superiores del orden sobrenatural. La salvaguarda y promoción de tales bienes, aunque propias de la misión de la Iglesia, resultan harto ventajosas también para el Estado, puesto que favorecen la formación de buenos ciudadanos.

LOS DEBERES RELIGIOSOS DEL ESTADO

El parágrafo que trata de los deberes religiosos del poder civil puede reputarse por el más importante de todos, y, ciertamente, fue el blanco de las críticas más acerbas por parte de los novadores. Se abre con una sentencia lapidaria: “Potestas civilis erga religionem in­differens esse nequit” [el poder civil no puede ser indiferente en punto a la religión] (4).

En efecto, el poder civil lo instituyó Dios a fin de que ayudara a los hombres a conseguir la perfección humana, no sólo mediante la justa adquisición de los bienes temporales y materia­les, sino, además, favoreciendo la circulación de los bienes espirituales y el cumplimiento de los deberes religiosos. Entre tales bienes, ninguno es más importante que conocer al Dios verdadero y cumplir los propios deberes para con Él. Eso lo exige el mismo orden natural, expresión de la sabiduría y voluntad divinas, rechazar tal doctrina “daña sobremanera el bien público y privado” (5).

Llegados a este punto, el esquema sustenta una afirmación de importancia capital: “No sólo los síngulos individuos han de llenar los deberes referidos para con Dios, sino que también al poder civil, que representa a la sociedad civil en los actos públicos, le corre la misma obligación hacia la majestad divina. Con efecto, Dios es el autor de la sociedad civil y fuente de todos los bienes que afluyen a los miembros de ésta por su conducto. Así, pues, la so­ciedad civil debe honrar y venerar a Dios” (6). Dios, en efecto, no creó a los hombres como individuos aislados; antes al contrario: quiso que el hombre fuese un animal social. Al ins­cribir en la naturaleza humana la característica de la socialidad instituyó también la potes­tatem civilem: “Es inherente a la naturaleza del hombre ser social y creado para ser regido por leyes sociales, viviendo agregado a otros, mucho más de lo que se observa en los demás animales (...) El hombre (...) puede procurarse recursos, más no por sí solo, porque por sí solo sería insuficiente para acudir al remedio de todas las necesidades de su vida. Natural es, pues, que el hombre viva en sociedad (...).

Siendo natural que el hombre viva en sociedad, debe haber en ella todo cuanto sea ne­cesario para su gobierno; porque si en una sociedad nadie se ocupara más que de sí propio, pronto se disolvería, a no ser que hubiera uno que la detuviera en su perdición, consagrándo­se al régimen y dirección de los intereses comunes...” (7).

Aún falta algo por decir sobre los deberes del poder político para con Dios: “El modo en que se debe honrar a Dios en la presente economía no puede ser más que el que Dios mismo estable­ció como obligatorio en relación con la verdadera Iglesia de Cristo” (8).

Así, pues, el primer punto sustentado por el esquema es que Dios es el autor de la sociedad civil y del poder político; de aquí el poder que le incumbe al mismo poder político de “dar a Dios lo que es de Dios” (Lc 20, 25) (9).

El segundo punto atañe al modo en que la sociedad civil ha de honrar a Dios. En efecto, Dios no dejó al hombre sin guía ni freno: fundó una sola religión verdadera y una única y auténtica Iglesia, la Católica, que no ha dejado nunca de señalar los deberes de la sociedad civil para con Dios. Por eso se recalca en el esquema que “también al poder civil, como a los ciudadanos, le corre el deber de reconocer la revelación propuesta por la Iglesia” (10).

El tercer punto es el siguiente: Dios no se limitó a fundar la Iglesia; manifestó además al mundo entero el origen divino de ésta (11): “Cuál es la verdadera religión, lo ve sin di­ficultad un juicio imparcial y prudente, toda vez que tantas y tan preclaras demostraciones, como son la verdad y cumplimiento de las profecías, la frecuencia de los milagros, la rápida propagación de la fe aun al través de potestades enemigas y de barreras humanamente insupera­bles, el testimonio sublime de los mártires y mil otras hacen patente que la única religión verdadera es aquella que instituyó Jesucristo en persona, confiándola a su Iglesia para que la mantuviese y dilatase en todo el universo (12). Se sigue de ahí el deber, para el poder civil, de defender la libertad plena de la Iglesia y no permitir que nadie pueda impedirle que cumpla su misión (13).

APLICACIÓN A LOS ESTADOS CATÓLICOS Y ACATÓLICOS

Una vez mostrados claramente los principios doctrinales, el esquema infiere de ahí las aplicaciones.

En los Estados donde los ciudadanos profesan en su mayoría la religión católica, “el poder civil no goza en modo alguno del derecho a constreñir las conciencias [de los acatólicos] para que acepten la fe revelada por Dios” (14); de ahí no se infiere, sin embargo, que el Estado no tenga derecho a intervenir “negativamente”, es decir, a impedir que se difundan religiones falsas y principios contrarios a la religión católica: “para proteger a los ciudadanos de la seducción del error, para conservar al Estado en la unidad de la fe, bien supremo y fuente de numerosos beneficios, temporales inclusive, el poder civil puede usar de su autoridad para regular y moderar las manifestaciones públicas de los demás cultos y defender a los ciudada­nos de la difusión de doctrinas falsas que, a juicio de la Iglesia, pongan en peligro su sal­vación eterna” (15). Por eso Monseñor Lefebvre afirmaba también: “Naturalmente, el poder civil no puede constreñir a nadie a abrazar la religión católica (ni, con mayor razón, otra reli­gión), como dice el Código de Derecho Canónico, can. 1351; pero puede, en cambio, prohibir o moderar el ejercicio público de las otras religiones” (16).

El Estado puede promulgar asimismo, con la mira puesta en el bien de la Iglesia y en el suyo propio, leyes que se inspiren en la tolerancia de las religiones falsas. Eso puede darse “pe­ra evitar males mayores, como el escándalo o la discordia civil, un obstáculo para la conver­sión a la fe verdadera...” (17). El Papa Pío XII abordó magistralmente este tema en una audien­cia concedida a los participantes en el V Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos: “El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, por tanto, una norma última de acción. Debe estar subordinado a normas más altas y más generales, las cuales en determinadas circunstancias permiten e incluso hacen aparecer a veces como mejor camino no impedir el error, a fin de promover un bien mayor.

Con esto quedan aclarados los dos principios de los cuales hay que deducir en los casos con­cretos la respuesta a la gravísima cuestión de la conducta del jurista, del hombre político y del Estado soberano católico ante una fórmula de tolerancia religiosa y moral del contenido antes indicado (...). Primero: lo que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene ob­jetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción. Segundo: el no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, hallarse justificado por el interés de un bien superior y más vasto” (18).

Tocante a los Estados católicos, el esquema recuerda el deber que tiene el Estado de confor­marse con la ley natural como mínimo, por ende, el Estado debe garantizar la libertad civil a todos aquellos cultos que no se opongan a la religión ni a la moral natural (19).

EL DERECHO-DEBER DE ANUNCIAR EL EVANGELIO

Al esquema visto hasta aquí, que se insertaba en el esquema De Ecclesia. Pars Secunda (cap. IX), se agregaba el capítulo siguiente, el X: De necessitate Ecclesiae annuntiandi Evangelium omnibus gentibus et ubique terrarum (20).

El oficio de la Iglesia de evangelizar a todas las gentes deriva de los poderes mismos de Cristo, quien ordenó: “id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado”. (Mt. 28, 19-20). Por donde “la Iglesia goza en todas partes, independientemente de cualquier poder humano, del derecho inalienable a enviar nuncios del evangelio, establecer comunidades cristianas, incorporarse a los hombres mediante el bautismo y ejercer sobre sus súbditos tan­to el poder de enseñar cuanto el de regir y santificar” (21).

El Estado católico no sólo no debe impedir este derecho-deber de la Iglesia Católica, sino que debe facilitarlo, por otra parte, el poder civil de un Estado acatólico debe abstenerse de prohibirlo por lo menos, y ha de reconocer que la doctrina católica no contiene nada que discorde de la religión natural, nada contrario a la dignidad humana y que no redunde en ven­taja así de la vida individual como de la social. Tampoco le es lícito a poder alguno oponer­se a la predicación evangélica para defender sus tradiciones, puesto que todo cuanto hay en ellas de bueno y justo la obra evangelizadora de la Iglesia lo conservará y elevará.

La Iglesia, por su parte, no puede renunciar a su misión por motivo alguno, y resistirá hasta el martirio si fuere necesario: “Por este motivo el santo sínodo proclama solemnemente, ante el mundo universo, el derecho que asiste a la Iglesia de anunciar el evangelio a todos los hombres en el orbe entero y brindarles los medios de salvación, e insta a cuantos están constituidos en autoridad sobre los pueblos a que no estorben la libertad plena de la Iglesia en el cumplimiento de ese su deber, sino que más bien favorezcan el ejercicio de éste entre los pueblos que les ha confiado la providencia divina” (22).

II. EL ENFRENTAMIENTO

OPOSICIONES AL ESQUEMA DE LA COMISION TEOLOGICA

La primera oposición relevante fue la de S. Em. el Cardenal Frings. Este afirmó que la revela­ción divina tiene por destinatarios a los individuos, no a la comunidad civil. Por tanto, aun sosteniendo firmemente que existe una verdad religiosa, a las personas se las debe dejar en libertad de seguir la religión que reputen por verdadera. La intervención del Estado se justi­fica, al decir de aquél, sólo cuando la opción religiosa lesione el bien público (23). Al Cardenal Frings le hizo eco el Cardenal Léger: también para este último el Estado ha de abstenerse de to­do punto de favorecer la religión verdadera en menoscabo de las falsas (24), puesto que tal elección pertenece exclusivamente a la conciencia de los individuos.

Los dos príncipes de la Iglesia olvidaban, sin embargo, que tal posición la había condenado Pío IX de manera circunstanciada: “Sabéis perfectamente, venerables hermanos, que hay hombres en la actualidad que, aplicando al Estado el impío y absurdo principio del llamado naturalis­mo, tienen la osadía de enseñar que ‘la forma mas perfecta del estado y el progreso civil exigen imperativamente que la sociedad humana se constituya y gobierne sin consideración algu­na a la religión, y como si ésta no existiera, o por lo menos, sin hacer diferencia alguna en­tre la verdadera religión y las religiones falsas’. Y contradiciendo la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no temen afirmar que ‘el mejor gobierno es aquel en el que no se reconoce al poder político la obligación de reprimir con sanciones penales a los violadores de la religión católica, salvo cuando la tranquilidad pública así lo exi­ja’.” (25).

S. Em. el Cardenal Doepfner añadió otras “motivaciones” (26). Después de haber afirmado que no todos los teólogos católicos concuerdan tocante al deber que le incumbe al poder civil de honrar a Dios con culto público, acoger la fe católica y limitar la libertad de cultos (pero entonces dudamos de que se trate de teólogos verdaderamente católicos), el Cardenal Doepfner declara: “Parece claramente inoportuno que el Concilio enuncie el derecho de las naciones católicas a negar la libertad del culto público a las religiones acatólicas. Eso ofendería mucho a los acatólicos [?!] y estorbaría la colaboración de los católicos con los acatólicos para realizar el bien común...” (27). Por eso el cardenal rechazaba el esquema propuesto por la Comisión Teológica; en efecto, “debemos tener siempre presente el hecho de que no podemos esperar que nos traten, en los Estados con mayoría de ciudadanos acatólicos, de manera dife­rente a aquella en que nosotros tratamos a los acatólicos en los Estados de mayoría católica. Por tanto, el mismo bien de la Iglesia universal parece exigir que nos abstengamos de reprimir las demás religiones” (28).

Observemos, ante todo, que en la intervención del Cardenal Doepfner no hay ni sombra de distin­ción entre la religión verdadera y las falsas. En segundo lugar, notemos que el deber que le corre a la sociedad civil de rendir culto público a Dios lo consideraba él una “opinión teológica discutida”, aunque el magisterio, fundándose en la revelación y el derecho natural, se hu­biese pronunciado al respecto varias veces con toda claridad: “Considerada en el Estado la li­bertad de cultos [reivindicada también por los ‘católicos liberales’], pide que éste no tri­bute a Dios culto alguno público, por no haber razón que lo justifique; que ningún culto sea preferido a los otros; y que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto alguno al pueblo, dado caso que éste haga profesión de católico. Para que todo esto fuera justo habría de ser verdad que la sociedad civil no tiene para con Dios obligaciones algunas, o que puede infringirlas impunemente; pero no es menos falso lo uno que lo otro: No puede dudarse, en efecto, de que la sociedad establecida entre los hombres, ya se mire a sus partes, ya a su forma, que es la autoridad, ya a su causa, ya a la gran copia de utilidades que acarrea, existe por vo­luntad de Dios (...). Así es que la sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios, y reverenciar y adorar su poder y su dominio. Veda, pues, la justicia, y védalo también la razón, que el Estado sea ateo, o lo que viene a parar en el ateísmo, que se haya de igual modo con respecto a las varias que llaman religiones, y conceda a todas promiscuamente iguales derechos. Siendo, pues, necesario al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la verdad” (29).

Así, pues, andaba sobrado de razón el Cardenal Ottaviani cuando dijo, contra las objeciones alegadas en la fase preparatoria del Concilio, que el punto clave estribaba en comprender si la sociedad civil debe honrar a Dios, colere Deum (30), o no; lo que significaba también que había que decidir si seguir o rechazar todas las declaraciones del magisterio al respec­to.

LA DEFENSA DEL MAGISTERIO CONSTANTE DE LA IGLESIA

Dejemos que sea el propio Cardenal Ottaviani quien responda, en un tono justamente encendido, al Cardenal Doepfner y a los demás “compañeros de infortunio” de éste: “Ya dije –y no quisisteis escucharlo o bien no lo entendisteis- que en el Estado en que los católicos son mayoría y rige el principio democrático (...) los mismos católicos pueden exigir que el estado obre según los principios de los ciudadanos. En el Estado en que hay varias religiones (...) la Iglesia está por la paridad de cultos, y en el Estado donde hay una enorme mayoría de acatólicos (...) di­je que se les debe [a los católicos] la tolerancia, como pedía Tertuliano cuando los católicos eran pocos” (31). Así que el Cardenal Ottaviani enunció de manera realista el modo en que se han de plantear las relaciones Iglesia-Estado con base en las diferentes situaciones en que los ca­tólicos se hallen, sin reconocer por esto derecho alguno a la libertad religiosa, lo que habría sido contrario a la enseñanza de la Iglesia; una enseñanza que Pío XII recalcó hasta la víspera del concilio, por decirlo así: “Ante todo es preciso afirmar claramente que ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna Comunidad de Estados, sea el que fuere su carácter religioso, pueden dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o de hacer lo que sea contrario a la verdad religiosa o al bien moral. Un mandato o una autorización de este género no tendrían fuerza obligatoria y quedarían sin valor. Ninguna autoridad podría darlos, porque es contra la naturaleza obligar al espíritu y a la voluntad del hombre al error y al mal, o considerar al uno y al otro como indiferentes. Ni siquiera Dios podría dar un mandato positivo o una positiva autorización de tal clase, porque estaría en contradicción con su absoluta vera­cidad y santidad” (32).

El Cardenal Ottaviani afirma, además, con vigor: “Se ha hablado de la impresión que recibirían los protestantes, los paganos, etc.; pero debemos tener asimismo a la vista lo que dirían los católicos en Italia, en España, en Portugal, en Irlanda, en Hispanoamérica (...), y me dirijo en particular a los obispos de la América Hispana: saben qué batalla han emprendido los protes­tantes en esas zonas contra la unidad de la religión. ¿Le daremos, pues, a los protestantes, por conducto del concilio Vaticano II, un arma para atacar al catolicismo o para contrarrestar lo que hacen las autoridades civiles –y hacen mucho- en favor del catolicismo? (...). Así que no es de recibo decir, como hizo un obispo, ‘salva reverentia erga Magisterium ecclesiasticum’ [salva la reverencia debida al magisterio eclesiástico]; ¡el magisterio enseña lo que está expuesto [en el esquema], por lo que no podemos decir: ‘seamos reverentes’, y luego actuar contra él!” (33).

 

El Cardenal Alfrink atinó a percibir la diferencia sustancial que separa a la doctri­na tradicional, representada por el esquema de la Comisión Teológica, de la “liberal”, expues­ta en el esquema del Secretariado para la Unidad de los Cristianos: “Nos creará dificultades bastante grandes ya el mero hecho de que se hable de tolerancia religiosa en el primer esquema, no de libertad religiosa, como en el otro...” (34). Pero el Cardenal Alfrink, aun reconociendo en tal diferencia de términos una diferencia de doctrina, avala la posición “liberal”, porque del primer esquema “los acatólicos inferirán que la Iglesia Católica, en cuanto goce de mayoría en sus países, privará a los ciudadanos acatólicos de la libertad civil de profesar su religión, y, como mucho, los tolerará como un mal” (35). Al hablar de esa guisa, el cardenal exhibe una incomprensión absoluta así de los fundamentos de la doctrina católica cuanto del derecho natu­ral. En efecto, ¿desde cuándo el error puede reivindicar derechos?, ¿desde cuándo el arbitrio personal puede reivindicar derechos absolutos? Sólo según la reflexión filosófica moderna, cier­tamente, que se inspira en el pensamiento liberal-masónico y ha sido siempre condenada por la Iglesia. Preguntamos entonces: ¿qué deben hacer los cardenales en el concilio: enseñar la verdad perenne que Dios les confió o hacer propaganda de los delirios de cuantos reivindican para el hombre derechos absolutos que sólo le competen a Aquél? ¿No se escucha aquí el eco de la ten­tación original: eritis sicut Deus [seréis como Dios]?

S. Em. el Cardenal Larraona puso en guardia contra cualquier cesión en materia doctrinal para “favorecer” a los acatólicos: “si creemos que la conversión se hará más fácil por el hecho de que nos acerquemos a ellos de manera que no subsista ya diferencia alguna, nos equivocamos de medio a medio (...) creer que debemos ceder en la doctrina (como han cedido muchos, ¡oh dolor!) –en esa doctrina que, por desgracia, no se reverencia ya públicamente en Europa-, o que hemos de ceder también en la disciplina, constituye, a mi juicio, un error que ha de rechazarse...” (36). El Cardenal Browne sostuvo asimismo que el esquema de la Comisión Teológica era impecable y notó de “infantilismo” el suponer que la doctrina expuesta admirablemente en la Immortale Dei de León XIII fuera una doctrina contingente y no inmutable (37).

lodo lo expuesto delata a la clara la existencia de una fisura en el seno de las mismas comisiones preparatorias, una fractura que saldría definitivamente a flor de agua en el aula conciliar. Por una parte, hallamos a los que tan sólo querían reelaborar y exponer fielmente la doctrina católica de siempre, procurando dar directrices prácticas de acción pastoral, por otra, se configuraba cada vez más la voluntad de recurrir a la pastoral para insertar una modificación sustancial en la concepción católica de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La nueva orientación deletérea, que por desgracia terminó prevaleciendo, se manifiesta con claridad en el esquema del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, presidido por el Cardenal Bea.

III. LAS “NOVEDADES” DEL ESQUEMA DEL SECRETARIADO PARA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS DE LIBERTATE RELIGIOSA

EL MAGISTERIO “REPENSADO”

El primer dato que desconcierta a quien le eche aunque sólo sea un vistazo al esquema en cuestión estriba en la omisión de un aparato de notas que remita a los textos del magisterio, mientras que en el esquema de la Comisión Teológica, por el contrario, figura uno que ocupa páginas y más páginas.

El propio Cardenal Bea es quien nos dice qué peso ha de atribuirse al esquema De libertate re­ligiosa. El presidente del Secretariado para la Unidad de los Cristianos declaró, en la pre­sentación del esquema susomentado (38), que se redactó teniendo presente la situación de en­tonces, que se caracterizaba, por un lado, por las acusaciones de intolerancia que los acatóli­cos vertían contra la Iglesia Católica (¡sic!), y, por el otro, por el hecho de que no existía ya nación alguna que pudiera considerarse católica (afirmación que provocó la reacción del Cardenal Larraona [39]); sin embargo –y esto es lo que a nosotros nos interesa-, el Secretariado quiso expresarse también en términos teológicos (de principiis theologicis cogitavit [40]), o sea, quiso repensar la posición católica presentada ininterrumpidamente por el magisterio de todos aquellos Papas que debieron hacer frente a las ideas liberales. Las novedades de tal “repensamiento” son de capital importancia.

DOS “TIME BOMBS” (“BOMBAS DE RELOJERÍA”)

El esquema asevera, ante todo, que la Iglesia debe ocuparse no sólo de las verdades que de­ben creerse, sino, además, de las personas que han de adherirse a tales verdades, precisamente de “todos aquellos a quienes mueve el Espíritu Santo por caminos diversos a fin de que accedan libremente a la casa del Padre común” (41).

Encontramos ya en esta afirmación dos elementos que se desarrollarán abundantemente en el postconcilio (a esas novedades “escondidas” en los textos, de arte que constituyan las avanza­dillas y los pretextos en que estribar para desarrollar ampliamente doctrinas heterodoxas en tiempos más oportunos, se las llama con toda razón “time bombs” en los ambientes anglosajones, es decir, bombas diseñadas a conciencia para explotar a su debido tiempo).

Hallamos in primis la idea según la cual el Espíritu Santo se sirve positivamente de caminos distintos a los establecidos por Nuestro Señor Jesucristo en la Iglesia Católica (viis diversis a Spiritu Sancto moventur), unos caminos que la reflexión postconciliar identificará explícitamente con las religiones falsas, cosa que previó con vista de lince S. Em. el Cardenal Quiroga y Palacios, quien pidió se aclarara que si bien el Espíritu Santo mueve también, en efecto, a quienes andan por otros caminos que la Iglesia Católica, con todo y eso, “no lo hace para que anden por dichos caminos, sino aunque anden por ellos, es decir, a despecho de que discurran por tales senderos. Por eso no podrá inferirse nada de ahí en favor de la libertad religiosa, sino tan sólo en favor de la tolerancia” (42). El cardenal había explicado en el mismo sentido la parábola del grano y la cizaña, aducida torcidamente en el esquema del Secretariado como presunto testimonio evangélico en favor del derecho a la falsa “libertad religiosa”. En efecto, el Señor Jesús dice explícitamente que fue el enemigo quien sembró la cizaña, mientras dormía el que debía velar. Por tanto, no le reconoce derecho alguno al enemigo sembrador, porque ac­tuó a ocultas y con dolo. Por donde esta parábola sugiere la tolerancia y le niega todo derecho al error (43).

En segundo lugar, en el esquema del Cardenal Bea se insinúa que la libertad es, en su esencia, ausencia de constricción externa, por lo que exige que nadie limite la expresión de la interio­ridad del sujeto, el único límite consiste, al decir de aquél, en no obstaculizar la libertad de otros. También aquí se opuso el Cardenal Quiroga y Palacios, pues aunque sea verdad que cada uno tenga derecho a formar libremente su conciencia y a tomar sus decisiones en función de és­ta, con todo, no es verdad asimismo que el status mentis errantis (la conciencia errónea) pue­da reivindicar derechos sociales para sí o lamentarse de las intervenciones de la autoridad legítima encaminadas a evitar daños al bien de la Iglesia y de la sociedad (44).

EL PUNTO CLAVE

Con toda razón se le reconoce a la persona, en el esquema, el derecho a seguir su conciencia, aun si ésta yerra (“En materia religiosa, se debe respetar el derecho a seguir la propia conciencia, el cual asiste no sólo a los creyentes [...] sino a todos los hombres y todas las sociedades humanas sin restricción” [45]); pero el Secretariado para la Unidad de los Cris­tianos extrae de ello consecuencias erróneas, especialmente para la libre expresión de la re­ligión que la conciencia reputa por verdadera. Este punto es de una importancia extrema. Sin pretender abusar de la paciencia del lector, nos parece necesario seguir paso a paso cómo tra­ta Sto. Tomás este asunto: “Puesto que el objeto de la voluntad es lo que la razón le propone a ésta, si aquélla le presenta algo como malo, la voluntad se hará mala al procurarlo. Eso no se verifica sólo en las cosas indiferentes, sino también en las buenas o malas por naturaleza. En efecto, no sólo la cosa indiferente puede asumir accidentalmente naturaleza de bien o de mal, sino que el bien mismo puede asumir aspecto de mal, y el mal aspecto de bien, en virtud de la apreciación de la razón. Abstenerse de la fornicación, p. ej., es un bien; con todo, la voluntad no puede moverse hacia él en tanto que bien sino con base en la presentación de la razón. Así que si la razón yerra y se lo presenta como un mal a la voluntad, ésta tenderá a él bajo el aspecto de mal y, por ende, será mala puesto que querrá un mal (no un mal que sea tal por sí mismo, sino un mal que es tal accidentalmente en virtud de la presentación de la razón). Y así creer en Cristo es algo esencialmente bueno y necesario para la salvación; pero la volun­tad no puede tender a ello sino con base en la presentación de la razón. Por donde si la razón se lo presentara como un mal, la voluntad por fuerza lo querría como un mal; no porque fuera un mal en sí mismo, sino porque sería un mal en la consideración de la razón. De ahí que sea menester concluir, hablando en términos absolutos, que toda volición que se aparte de la razón, ya recta, ya errada, siempre es pecaminosa” (46). Se sigue de ahí que nadie debe constreñir a una persona a creer en Jesucristo: “La doctrina católica y la Iglesia se pronunciaron siempre, y lo siguen haciendo hoy, a favor de la más amplia libertad de conciencia en la búsqueda de la verdad revelada y en su aceptación integral mediante el acto de fe. El principio que enunció otrora San Agustín a este respecto, según el cual el hombre no puede acercarse a la fe religio­sa “nonnisi volens”, fue siempre la norma a la que se adecuó constantemente la praxis de la Iglesia en punto a los infieles, igual que se conforma con ella al presente la postura que mantiene tocante a los disidentes, nacidos y crecidos en el seno de confesiones religiosas que desertaron tiempo ha de la unidad querida por Cristo” (47).

Conque el principio de la no constricción, especialmente en el ámbito religioso, deriva de la obligación que le corre a la voluntad de seguir a la conciencia: “la aceptación de la verdad ha de ser espontánea: la fuerza o la constricción pueden producir un conformismo externo, pero nunca la adhesión espiritual a una doctrina (...). Se sigue de ahí entonces que quien yerra, especialmente si lo hace de buena fe, tiene derecho a no sufrir violencia externa o presión moral encaminada a hacerle mudar de opinión o profesión religiosa (...). Derecho de libertad interior, que excluye categóricamente el ejercicio de cualquier tiranía sobre las conciencias, tanto en el campo político cuanto en el religioso; pero se trata de un derecho no del error, sino de la persona humana en su dignidad de ser racional en la cual se anda con firmeza” (48). Sobre tal dignidad del ser racional se funda el principio de la tolerancia religiosa, defendido siempre por la doctrina católica. Pero la Iglesia jamás reputó por absoluta tal dignidad, es decir, por suelta, por desligada de todo límite extrínseco e intrínseco; antes al contrario, enseñó siempre que el derecho a la libertad del ser racional está intrínsecamente limitado por la ley moral y la justicia, y que se halla circunscrito extrínsecamente por las exigencias de la vida social (donde choca con el derecho de otros). De ahí que la conciencia errónea, aunque obligue a la voluntad, no puede ufanarse de poseer derecho alguno en cuanto que el derecho se liga ontológicamente sólo a la verdad y al bien objetivamente determinados y, por ende, a la conciencia verdadera, es decir, conforme con la verdad objetiva: “Nos gustaría preguntar a los sostenedores de los derechos de la conciencia subjetiva qué responderían a un amigo que se presentara en su casa y los invitara a abandonarla porque tiene la certeza subjetiva de que dicha casa le pertenece. No cabe duda de que lo entregarían a la policía, si es que no a los loqueros derechamente. ¿Cómo se explica tamaño comportamiento si la conciencia subjetiva [la conciencia errónea inclusive] goza del derecho a hacerse valer? Se explica a la perfección por la natura­leza de las relaciones sociales, las cuales se fundan en el derecho objetivo, ante el cual ha de batirse en retirada cualquier persuasión personal” (49).

Tampoco la voluntad que sigue los dictados de la conciencia errónea se exime siempre de peca­do: “Si la razón o la conciencia son erróneas a causa de un error directa o indirectamente voluntario tocante a cosas que uno está obligado a saber, tal error no exime de pecado a la volun­tad que sigue a la razón o a la conciencia erróneas. Pero si, por el contrario, se trata de un error que produce involuntariedad en cuanto que lo provoca, sin que medie negligencia alguna por parte del sujeto, la ignorancia de circunstancias particulares, entonces tal error de la razón o de la conciencia exime de pecado a la voluntad” (50).

Saquemos ahora las consecuencias de nuestro análisis: “Al ser una facultad moral, el derecho no puede germinar sino sobre el terreno de la verdad y del bien (...). Ahora bien, al estar la conciencia subjetiva en el error, aunque se profese éste de buena fe [es decir, aun en el caso de que la conciencia presente a tal error como un bien, aunque en realidad sea un mal], no puede engendrar por sí misma derecho alguno. Por tanto, el derecho acompaña únicamente a la conciencia objetiva, o sea, a la conciencia que se conforma con la verdad objetiva en la acep­tación de la religión” (51).

Las desviaciones doctrinales del Cardenal Bea no acaban aquí. El esquema afirma más adelante que la Iglesia no ha admitido jamás ni puede admitir la doctrina del indiferentismo religioso; sin embargo, alaba a las sociedades civiles modernas que dispensan idéntico trato a todas las re­ligiones (52). Bea sostuvo igualmente, en la relación que defendió, que el Estado ha de ocuparse tan sólo del bonum communem humanum, el único que el Estado puede reconocer a la luz de la razón (¡el Cardenal Bea excluyó ya entonces, por principio y contra el Vaticano I, que pueda reconocerse el origen divino de la religión católica mediante las pruebas externas, accesibles a la razón humana!), y que de poco serviría multiplicar citas de otros tiempos, porque el Concilio, según la voluntad de Juan XXIII, debía tener la mira puesta en ponerse al día.

EL HIATO

Es evidente el hiato que se da entre el esquema y la doctrina tradicional: “la doctrina an­tigua (...) se funda en dos premisas reveladas: que la religión verdadera no puede ser más que una y que ésta es exclusivamente la católica, en cuyo favor convergen todas las pruebas histó­ricas y dogmáticas. A estas premisas se añadía luego un principio de orden racional, o sea, que el derecho se vincula ontológicamente nada más que a la verdad. Y puesto que la religión católica es la única verdadera, deducía de ello que al Estado, particularmente si la mayoría de su población es católica, le urge el deber de proteger la religión revelada con todos los medios a su alcance (...). Se sigue de ahí (...) que no se puede sostener en línea de tesis el laicismo del Estado y su separación de la Iglesia (...) sin poner antes patas arriba ese sólido baluarte llamado dogma” (53). A ello se añade que “no sólo el bien común constriñe al Estado a salir de la neutralidad propuesta, sino que también lo hace la obligación indeclinable que le corre, precisamente en cuanto Estado, de rendir culto público al Dios verdadero en la única forma que éste estableció mediante la revelación” (54). ¡Exactamente lo mismo que sostenía el Cardenal Ottaviani y toda la enseñanza del magisterio infalible!

Por tanto, pueden advertirse varios errores graves en la posición que tomaba Bea:

1) Negación del derecho natural, según el cual también la sociedad civil, pues tiene a Dios por autor, debe rendirle a éste el culto debido.

2) Negación de la Redención, que fija cuál es el único culto verdadero y grato a Dios.

3) Negación del concepto filosófico de la verdad, entendida como adecuación del intelecto a la realidad, cognoscible universal y objetivamente.

4) Negación del concepto verdadero de libertad humana, “limitada intrínsecamente por la ley moral y la justicia, y circunscrita extrínsecamente por las exigencias de la vida social” (55).

Así, pues, con razón dijo el Cardenal Quiroga y Palacios del esquema presentado por Bea: “Nemo non videt omnia haec esse omnino contraria doctrinae catholicae usque adhuc tradiate ab omnibus et a Summis Pontificibus expositae et propugnata [Nadie hay que no vea que todo eso es con­trario a la doctrina católica transmitida hasta hoy por todos y expuesta y propugnada por los Sumos Pontífices]” (56).

CONCLUSIONES

Empezamos este artículo ponderando la clarividencia de Monseñor Lefebvre. Acaso ahora será más fácil apreciarla.

Pensándolo bien, todo el debate relativo a los dos esquemas propuestos gira en torno a un punto decisivo: ¿Es absoluta la dignidad humana y la libertad que se debe a tan preciosa dig­nidad? ¿O bien es Dios lo Absoluto? (La existencia de dos absolutos, en efecto, es imposible por contradictoria, y lo que no es posible no puede ser real). La pregunta puede parecer banal y fácil de responder; pero no es así. El castillo elaborado por el Cardenal Bea y sus colaboradores se sostiene sólo si se niega la indivisible conexión del derecho con la verdad, a cuyas exigencias debe adaptarse la libertad humana, pues procede aquélla de un orden objetivo de va­lores cuya fuente última es la voluntad del ordenador y legislador supremo. Así, pues, en nada se ofende a la libertad al negar que la conciencia subjetiva tenga derechos; como mucho, se ma­nifiesta con ello una oposición irreductible a un concepto erróneo de libertad, entendida ésta como la facultad de hacer todo lo que a uno le venga en gana: un concepto con el cual jamás podrá llegar a compromiso alguno una doctrina moral” (57).

La negación del vínculo de la libertad con la verdad lleva a la liquidación de lo Absoluto divino, fuente del orden de la verdad, fuera del Cual todo lo demás no puede ser sino relativo, no en el sentido de un medio respecto del fin, sino en el sentido de un fin segundo (el hom­bre) respecto del fin último (Dios). Ésta es la tentación original: eritis sicut Deus, seréis como Dios; es la locura del anticristo, quien “se alza sobre todo lo que se llama Dios o es objeto de veneración hasta el punto de sentarse él mismo en el templo de Dios, proclamándose Dios a sí propio” (II Tes. 2, 4); es la lucha de las dos ciudades: la ciudad de Dios, que ama a Éste hasta el desprecio de sí, y la del hombre, que se ama a sí mismo hasta el punto de menospreciar a Dios.

No le faltaba razón a Monseñor Lefebvre: los primeros choques de la batalla apocalíptica en el seno de la Iglesia se produjeron a propósito de la libertad religiosa. Que el Concilio Vatica­no II era el primer baluarte conquistado por cuantos, a sabiendas o no, le hacen el caldo gor­do a Satanás, su anticristo y su ciudad, lo dijo Pablo VI, de manera desconcertante, en un in­creíble discurso pronunciado en la ONU, precisamente al acabar el concilio mismo: “El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sen­tido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión –porque tal es- del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo... Vosotros, humanistas moder­nos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, reconocedle siquiera este mérito [al Concilio] y reconoced asimismo nuestro nuevo humanismo también nosotros –y más que nadie- somos promotores del hombre” (58).

San Juan, en cambio, dice lo siguiente: “Ellos son del mundo: por eso dicen las cosas del mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios; quien no es de Dios no nos escucha; por eso distinguimos el espíritu de verdad del espíritu de error” (I Jn. 4, 5-6). ¡Escuchemos, pues, al Espíritu de verdad!

Aloysius

Notas:

1) Acta et Documenta Concilio Oecumenico Vaticano II Apparando. Series II Praeparatoria II. 4; pp. 657 ss.

2) El cardenal había terminado hacía poco una obra en dos volúmenes sobre el derecho público de la Iglesia.

3) Acta et Documenta... cit., p. 658.

4) Ibidem.

5) Leo PP. XIII, Litterae encyclicae Libertas de libertate humana, 20 de junio de 1888.

6) Acta et Documenta... cit., p. 658.

7) Sto. Tomás de Aquino, De regimine principum, I, 1.

8) Acta et Documenta... cit., Pp. 658-659.

9) Precisamente este pasaje evangélico será muy mal entendido por los liberales, quienes lo utilizarán para sostener (erróneamente, como es obvio) la separación entre la Iglesia y el Estado.

10) Ibidem, p. 659.

11) Cf. Ibidem.

12) Leo PP. XIII, Epistola encyclica Immortale Dei de civitatum constitutione christiana, 1 de noviembre de 1885.

13) Cf. Acta et Documenta... cit., p. 659.

14) Ibidem, p. 660.

15) Ibidem.

16) M. Lefebvre, Accuso el Concilio (Acuso al concilio), Editorial Ichthys: Albano Laziale, 2002, p. 78, nota 5.

17) Acta et Documenta... cit., p. 600.

18) Pius PP. XII, Nazione e comunitá internazionale nella Allocuzione ai Giuristi Cattolici Italiani (Nación y comunidad internacional en el discurso a los juristas católicos italianos), 6 de diciembre de 1953, en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pio XII (Discursos y radio­mensajes de Su Santidad Pío XII), tipografía Políglota Vaticana, 1954, vol. XV, pp. 488-489.

19) Acta et Documenta... cit., p. 660.

20) Cf. Acta et Documenta... cit., pp. 672 ss.

21) Ibidem, pp. 672-673.

22) Ibidem, p. 673.

23) Cf. Acta et Documenta... cit., pp. 692-693.

24) Ibidem, pp. 695-701.

25) Pius PP. IX, Cuanta cura, 8 de diciembre de 1864.

26) Cf. Acta et Documenta... cit. pp. 701-706.

27) Ibidem, p. 705.

28) Ibidem.

29) Leo PP. XIII, Litterae encyclicae Libertas de libertate humana, 20 de junio de 1888.

30) Cf. Acta et Documenta... cit., pp. 719-721.

31) Ibidem, p. 720.

32) Pius PP. XII, Nazione e comunità internazionale..., 6 de diciembre de 1953, en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII cit., p. 487.

33) Acta et Documenta... cit., p. 721.

34) Ibidem, p. 707.

35) Ibidem.

36) Ibidem, p. 710.

37) Cf. Ibidem, pp. 710-712.

38) Cf. Acta et Documenta..., pp. 688-691.

39) Cf. Ibidem, p. 710.

40) Ibidem, p. 689.

41) Ibidem, p. 677.

42) Ibidem, p. 727.

43) Ibidem.

44) Ibidem.

45) Ibidem, p. 678.

46) Summa Theologiae, I-II, q. XIX, a. 5.

47) A. Messineo, S. I., La libera ricerca della verità (La libre búsqueda de la verdad), “La Civiltà Cattolica”, IV (1950), p. 57.

48) A. Messineo, S. I., Soggettivismo e libertà religiosa (Subjetivismo y libertad religiosa), “La Civiltá Cattolica”, III (1951), p. 16.

49) A. Messineo, S. I., La coscienza soggetiva e la vita sociale (La conciencia subjetiva y la vida social), “La Civiltà Cattolica”, II (1950), p. 510.

50) Summa Theologiae, I-II, q. XIX, a. 6.

51) A. Messineo, S. I., Soggettivismo e libertà religiosa cit., p. 5.

52) Cf. Acta et Documenta... cit., pp. 680-681.

53) Cf. Ibidem, pp. 689-690.

54) A. Messineo, S. I., Democrazia e laicismo dello Stato (Democracia y laicismo del estado), “La Civiltà Cattolica”, II (1951), p. 588.

55) Ibidem, p. 589.

56) A. Messineo, S. I., Soggettivismo e libertà religiosa cit., p. 15.

57) Acta et Documenta cit., p. 728. Intervención de S. Em. el Cardenal Quiroga y Palacios.

58) A. Messieneo, S. I. Soggettivismo e libertà religiosa cit., p. 15. I Documenti del Concilio Vaticano II (Los documentos del concilio Vaticano II), Edit. Gregoriana, Padua, 1967, pp. 1155-1156.

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NOTAS DE UN CATÓLICO PERPLEJO (III)

El bautismo

Después del concilio, el bautismo parece tan sólo un rito que nos une a Dios, o, mejor dicho, que nos hace miembros de la comunidad. Esto explica el “rito de bienvenida” impuesto en algunas zonas como paso inicial, a título de primera ceremonia. No se trata de una iniciati­va privada, porque, a juzgar por las publicaciones del Centro Nacional de Liturgia Pastoral francés, esta ceremonia forma parte del «bautismo por etapas». Después de la “bienvenida” vie­ne la “progresión”, la “búsqueda”. El auténtico sacramento se administrará (o no) cuando el niño sea capaz de elegir libremente, y esto puede suceder a cualquier edad, incluso a los die­ciocho años o más tarde.

Un profesor de teología dogmática, muy estimado en esta “nueva iglesia” (en la cual no me reconozco), estableció una distinción entre aquellos cristianos cuya fe y cultura religiosa pueden verificarse y los otros, más de los tres cuartos del total, a los que se les supone la fe cuando piden se bautice a sus hijos. Al decir de él, a estos cristianos «de la religiosi­dad popular» debería identificárseles durante los encuentros preparatorios para disuadirles de continuar el camino bautismal, a fin de que se contenten con sola la ceremonia de “bienve­nida”. Añade que «este método es más apropiado a la situación cultural de nuestra civiliza­ción».

Se pueden leer patochadas tocante al sacramento del bautismo en cualquier revista católica de las que se venden hasta en las iglesias, como Famille Chrétienne. Se pudo leer hace algunos años, en una revista católica francesa, que «el bautismo no es un rito mágico que nos salvará milagrosamente del pecado original. Creemos que la salvación es total, libre y para todos: Dios en su amor, ha elegido a todos los hombres, en cualquier condición, o, por mejor decir, sin condiciones. Para nosotros, el bautizarnos es decidir cambiar nuestra vida, es un compromiso personal que nadie puede asumir por nosotros. Constituye una decisión plenamente consciente, que supone una instrucción preliminar», etc.

Asistí en octubre del 2002, por pura casualidad, a parte de una ceremonia semejante, que se celebraba en Dublín, en la parroquia de San Salvador, regida por los padres dominicos. No creo que se tratara de un bautismo auténtico porque no logré comprender el significado de aquel extraño rito, desconocido para mí; mas, sea de ello lo que fuere, el caso es que el ce­lebrante nunca habló del pecado original, sino que centró su intervención en el ingreso de un nuevo miembro en la comunidad. Hace poco, durante un bautismo en la iglesia en que se ubica en la sede de mi orden tercera, el celebrante se deshizo en declaraciones de “bienvenida” para con la bautizanda, pero sin pronunciar jamás las palabras “pecado original”, salvo una sola vez, y porque una plegaria litúrgica lo obligaba a ello. Además, el término “diablo” se trans­formó en “mal” a la hora de formular los votos bautismales (¡?). Al parecer, el diablo ha desapa­recido oficialmente en esta Iglesia (¡felizmente para ellos!). Sucedió también que, en Francia, precisamente en el Departamento de Somme, un sacerdote pidió la partida de bautismo, como de ordinario, de dos hermanos que se preparaban para la primera comunión. Encontró que uno de los dos no estaba bautizado de hecho, sino que tan sólo había recibido la “bienvenida”, sin que sus padres cayeran en la cuenta de ello, pues creían que ambos había sido bautizados regularmente. Éste es el resultado de ciertas prácticas: dan una vaga impresión de bautismo, mientras que, por el contrario, son burlas que algunos identifican de buena fe con el sacramento autén­tico. Y Roma calla. ¿Por qué?

El matrimonio

En algunos países se da asimismo algo parecido tocante al sacramento del matrimonio. Exis­te en Francia la ceremonia de “bienvenida” para las parejas. En el Departamento de Saone-et-Loi­re se dijo, para justificar dicha “liturgia de la bienvenida” que los sacerdotes querían dar a las jóvenes parejas el deseo de volver más tarde para casarse plenamente (sic!). ¡Tras dos años y unos doscientos pseudomatrimonios, ninguna pareja ha vuelto para regularizar su situa­ción!

Una estadística oficial de la Iglesia ha revelado que, en Paris, el 23% de las parroquias ha celebrado ya matrimonios no sacramentales, incluso para parejas de descreídos. En Italia y otros países se discute si se ha de permitir o no a los divorciados el acceso a la eucaristía (cosa que pasa de hecho, porque ¿quién vigila?, ¿quién aplica sanciones?). ¿Dónde está la serie­dad en todo esto? ¿Dónde, la autoridad de la Iglesia?

La extremaunción

¿Sigue existiendo el sacramento de la extremaunción, rebautizado como sacramento de los enfermos? ¿Continúa teniendo el mismo significado que tenía antes del concilio? De hecho, no parece ya el sacramento de los enfermos, sino el de los viejos: algunos sacerdotes lo adminis­tran a pensionistas que no presentan síntoma alguno de hallarse en peligro de muerte. He aquí el texto de la invitación que cursó una iglesia parisina a todos los fieles para que asistieran a la siguiente extremaunción colectiva: «Para aquellos que aún son activos, el sacramento de los enfermos se administrará, en presencia de toda la comunidad, durante la celebración euca­rística. Fecha: domingo, en la misa de las 11h00».

En Italia se llama muchas veces al cura cuando el enfermo ya ha muerto, por desgracia; en Francia, por el contrario, mucho antes. Si el asunto no fuera tan serio, sería para echarse a reír. Habría que ver qué pasaría en el sur de Italia si a un sacerdote se le ocurriese hacer lo mismo que a sus colegas parisinos. ¡En el mejor de los casos, escaparía a duras penas de un linchamiento en masa por aojador confeso!

La confesión

Por lo que hace al sacramento de la confesión, que ahora llaman de la reconciliación, no quiero hablar de hechos de los cuales fui “víctima”, por desgracia. Me limitaré a presentar al­gunos ejemplos. El periódico católico británico The Universe (que se puede adquirir también en Irlanda) apoyó hace años un movimiento impulsado por dos obispos para traer de vuelta a la Iglesia a quienes hacía mucho se habían desentendido de las prácticas religiosas. Visto así, todo parece lícito y digno de estima, pero... el llamamiento de los obispos se parecía a los mensajes que difunden los padres de adolescentes desaparecidos (“Fulanito, vuelve a casa, por favor; nadie te regañará”): «Tus obispos te invitan, durante esta cuaresma, a regocijarte y a alabar. La Iglesia brinda a todos sus hijos el perdón de sus pecados, a imitación de Cristo, libremente y sin restricciones, sin merecerlo y sin que lo pidan. Los invita a aceptar y les ruega que vuelvan a casa. Hay muchos que desean volver a la Iglesia después de años de separa­ción, mas son incapaces de confesarse. Podrán hacerlo más tarde, sin prisa alguna». Y también: «Se invita a aceptar el perdón de sus pecados a todos los asistentes a la misa que celebrará el obispo en vuestro decenazgo». ¿Y el arrepentimiento? ¿Y la penitencia?

También en Francia, el Periódico de la Gruta, la revista bimensual de Lourdes, publicó una curiosa carta pastoral titulada: «Absolución general: comunión ahora, confesión después», con la siguiente excusatio: «Nuestros lectores se habrán dado cuenta del profundo espíritu evangé­lico que la inspira, así como de la comprensión pastoral que manifiesta por la situación actual de la gente». Algo parecido está ocurriendo en Irlanda. Esta llamada hecha a los “hijos pródi­gos” nació en el ambiente protestante local, fuertemente calvinista, la iglesia católica local adoptó dicha práctica, aunque, por desdicha, mantuvo ciertos aspectos nada católicos al dejar a los fieles en la mayor libertad y concentrarse en el hecho de que Dios es tan misericordioso, que basta aceptar su amor, y sanseacabó. Se acuerda de San Agustín sólo para citar la célebre frase: «ama y haz lo que quieras», y olvida todo el resto, así como su celo por la verdad con­tra las herejías. La idea de una vaga adhesión a la persona de Cristo, sin tener en cuenta su doctrina, es una idea protestante, que jamás ha tenido nada que ver con el catolicismo... (hasta ahora, por desgracia).

El Orden

Me abstengo de todo comentario sobre el sacramento del orden: salta a la vista la profun­da crisis que se creó sobre todo después del concilio, el cual, no obstante, se las había pro­metido muy felices y había albergado esperanza sobre Dios sabe qué triunfos. El ministerio sa­cerdotal ha perdido todo significado en el actual marasmo teológico. El cura no es ya quien debe «ofrecer a Dios el sacrificio incruento y administrar los sacramentos de la Iglesia» (Catecismo Tridentino), ni tampoco le cuadra cuanto afirma, de manera detallada y más complicada, el Nuevo Catecismo, sino que se ha convertido en el presidente de la asamblea eucarística, una especie de asistente social y demás. ¿Cómo no comprender a esos pobres presbíteros que se sien­ten desplazados? Hoy hay laicos que ambicionan las prerrogativas de los curas, y curas que se contentarían con las de los seglares. Muchos jóvenes sacerdotes querrían ser misioneros en los países tercermundistas, no para evangelizar, sino para llegar a ser auténticos asistentes so­ciales, o hasta paladines políticos de sus asistidos: al obrar así se sentirían realmente úti­les, cosa que no pasa ni ocurre a pequeña escala, en nuestros opulentos países. Eso sucede porque hace tiempo que perdieron el sentido trascendente de su ministerio. No es culpa suya: la culpa la tienen los malos maestros que encontraron en los seminarios y en las aulas teológi­cas.

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REFLEXIONES SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA ENCÍCLICA “ECCLESIA DE EUCHARISTIA”

2ª PARTE: EL DESPLAZAMIENTO DEL CENTRO DE GRAVEDAD DE LA MISA: DE LA PASIÓN A LA RESURREC­CIÓN, DEL SACRIFICIO A LA COMUNIÓN

5. Observaciones sobre algunos puntos esenciales de la encíclica

5.1 El significado auténtico del “mysterium fidei” en el “Novus Ordo”: Cósmico y escatológico: Banquete en el cual se consume al Cristo glorioso

El desplazamiento

Hemos visto que la encíclica titula “misterio de la fe” su primera parte, consagrada por en­tero a la relación entre la Iglesia y la eucaristía (11-20). Eso significa que esta fórmula permite aprehender el “misterio de la fe”, porque “con estas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia (La Iglesia nace de la eucaristía)” (EU, 5).

En la misa de rito romano antiguo, llamada tridentina, el “mysterium fídei” lo proclama en voz baja el sacerdote oficiante durante la consagración del vino: “Porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, misterio de fe, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pecados”. El catecismo tridentino explica así dicho mysterium fidei: “(...) las palabras eterna (ad Hebr., 13, 20) y misterio de fe nos han sido enseñadas por la santa tradición, que es la intérprete y defensora de la verdad católica. (...) La palabra eterna debe referirse a la herencia eterna, que por derecho nos pertenece por la muerte del testador eterno, Cristo nuestro Señor.

Las palabras que siguen: misterio de fe, no se oponen a la verdad del sacramento, antes sig­nifican que debe creerse con fe firme lo que está tan encubierto y tan lejos del sentido de la vista (Greg., Papa, Hom. 22: De consecr., dist. 2, capt. 13). Pero es diverso el sentido dado aquí a estas palabras del que tienen cuando se aplican al bautismo. Pues dícese misterio de fe porque con la fe vemos la sangre de Cristo cubierta con la especie del vino; y el bautismo, por comprender la profesión completa de la fe cristiana, se llama con razón por nosotros (esto es, por la Iglesia latina) sacramento de la fe, y por los griegos misterio de fe. Bien que por otra razón (Aug., Epist. 23 ad Bonif.; De Consecr., dist. 1, cap. Hoc est) llamamos también misterio de fe a la sangre del Señor, a saber: porque la razón humana encuentra en esto muchí­sima más dificultad y oposición, al proponernos la fe creer que Cristo nuestro Señor, verda­dero Hijo de Dios, y al mismo tiempo Dios y hombre, padeció muerte por nosotros, la cual muer­te se significa por el sacramento de la sangre. Por cuya razón se hace memoria en este lugar, con más oportunidad que en la consagración del cuerpo, de la pasión del Señor, por estas pala­bras: Que se derramará para remisión de los pecados. Porque la sangre, consagrada separadamen­te, tiene más fuerza y eficacia para representar en la mente de todos la pasión y muerte del Señor y el modo como padeció” (CT, 216).

Así, pues, el “misterio de fe” proclamado por el sacerdote en el rito romano se refiere:

a) A la transubstanciación, que debemos creer por fe, puesto que, obviamente, sigue siendo un misterio cómo pueda verificarse.

b) Al hecho de que el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, “sufriera la muerte por nosotros” y, por ende, al significado del hecho histórico de su crucifixión, que sobrepuja la capacidad de la mente humana.

El catecismo tridentino explica también por qué el texto de la consagración dice que la san­gre de Nuestro Señor se derramó “por vosotros y por muchos”, no “por todos”: “Respecto a las pala­bras que se añaden: Por vosotros y por muchos, las primeras están tomadas de San Lucas, y las otras de San Mateo (Luc. 22, 20; Mat. 26, 28), pero las juntó seguidamente la Santa Iglesia, instruida por el espíritu de Dios; y son muy propias para manifestar el fruto y las ventajas de la pasión. Porque, si atendemos a su valor, habrá que reconocer que el Salvador derramó su sangre por la salvación de todos; pero si nos fijamos en el fruto que de ella sacan los hom­bres, sin dificultad comprenderemos que su utilidad no se extiende a todos, sino únicamente a muchos. Luego, cuando dijo: por vosotros, dio a entender, o a los que estaban presentes, o a los escogidos del pueblo judío, cuales eran sus discípulos, excepto Judas, con los cuales esta­ba hablando. Y cuando dijo: por muchos, quiso se entendieran los demás elegidos de entre los judíos o los gentiles. Muy sabiamente, pues, obró no diciendo por todos, puesto que entonces sólo hablaba de los frutos de su pasión, la cual sólo para los escogidos produce frutos de salvación. A esto se refieren las palabras del Apóstol (Hebr. 9, 28): «Cristo ha sido sacrifi­cado una sola vez para quitar de raíz los pecados de muchos»; y lo que dijo el Señor, según San Juan (Jn. 17, 9): «Por ellos ruego yo ahora; no ruego por el mundo, sino por éstos que me diste, porque tuyos son»” (1).

En las preces eucarísticas que han sustituido al canon de la misa tridentina en el Novus Ordo la fórmula de la consagración es, en cambio, la siguiente, que el oficiante lee en voz alta: “Tomad y bebed todos de él: éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres en remisión de los pecados. Haced esto en memoria mía” (2). El oficiante exclama a renglón seguido: “¡Misterio de fe!”, y los fieles responden con la ya conocida aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. ¿Por qué este cambio? ¿Qué se pretende ahora con la expresión “misterio de fe”, sacada de su contexto originario e inserta en una fórmula nueva de pies a cabeza, que mira no tanto a la muerte en la cruz cuanto a la resurrección y a la venida (final) de Cristo?

El significado del cambio, confirmado por la encíclica

El susomentado estudio litúrgico de la Hermandad San Pío X da, a nuestro parecer, una interpretación exactísima: “Una modificación litúrgica reveladora de la divergencia que media entre el misal tradicional y el nuevo estriba en el desplazamiento de la expresión Mysterium fidei, ‘Misterio de fe’. Colocada en el corazón de la consagración por el misal tradicional, el nuevo misal la saca fuera para que sirva de introducción a las aclamaciones de la anamnesis. De ahí que su significado haya cambiado. El misal tradicional, al colocar dicha expresión en el cora­zón mismo de las palabras consagratorias, suscita un acto de te en la presencia de Cristo veri­ficada en la transubstanciación, y subraya el vértice de la misa: aquí radica el sacrificio puesto que Cristo se halla presente en estado de inmolación, y las especies del pan y del vino significan la separación del cuerpo y la sangre de Cristo durante la pasión. El Mysterium fidei no es ya el de la consagración en el nuevo misal, sino que se identifica con el conjunto de los misterios de la vida de Cristo, proclamados a manera de memorial: [sigue la fórmula referida supra]. La segunda aclamación, a voluntad (ad libitum), hasta separa netamente el Mysterium fidei de la consagración para empalmarlo con la comunión: ‘¡Misterio de fe! Cada vez que come­mos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, ¡ven, Señor!’. Este cambio desplaza el centro de gravedad de la misa y revela la diferencia fundamental que se da entre el misal tradicional y el nuevo: para el primero es oblación sacrificial de la presencia transubs­tanciada, mientras que para el segundo es el memorial de la pascua de Cristo” (3).

Ahora bien, la encíclica permite, en nuestro concepto, aprehender plenamente el significado escatológico de dicha mudanza, que responde perfectamente a la idea de la Iglesia comunión y, por ende, al ecumenismo. Sigamos su razonamiento.

Tornemos al parágrafo 14, citado antes en parte: “La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y la muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración: ‘Proclamamos tu resurrección’. Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la Resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente, resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía ‘pan de vida’ (Jn. 6, 35-48), ‘pan vivo’ (Jn. 6, 5l)”(EU, 14). El “misterio de fe” consiste, pues, en el memorial de la resurrección; no estriba ya en la consagración, dado que la resurrección constituye ahora no ya el fruto, sino el coronamiento, es decir, el cum­plimiento o completamiento del sacrificio eucarístico; por donde tenemos de hecho en la encí­clica una nueva definición de la misa como “sacrificio de Cristo, coronado por su resurrección” (EU, 15). Gracias a la neoteología del “misterio pascual”, la resurrección se incluye ahora en el sacrificio eucarístico como su “coronamiento”.

La dimensión cósmica y escatológica

No bastaba eso para que se desvelara del todo la “tensión escatológica” que se encierra ahora en el Mysterium fidei y, por ende, en la nueva misa que lo celebra. De ahí que los novadores añadieran una frase ulterior, tomada de I Cor. 11, 26, la cual hace referencia no sólo a la re­surrección, sino, además, a la venida del Kyrios, del Cristo en su gloria, cual “señor de la asamblea” eucarística (4). El misterio de fe y la eucaristía se articulan así, de una manera absolutamente inédita, sobre el binomio resurrección-nuevo adviento, con lo que adquieren una dimensión escatológica y cósmica a la vez. Leamos la encíclica:

“La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf. I Cor. 11, 26): ‘¡Ven, Señor Jesús!’. La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn. 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y ‘pren­da de la gloria futura’ (...). En la Eucaristía, todo expresa la espera confiada: ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo’ (...). Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.

En efec­to, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: ‘El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día’ (Jn. 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso de resucitado. Con la Euca­ristía se asimila, por decirlo así, el ‘secreto’ de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico ‘fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte’ (...)” (EU, 18).

Creemos que a este denso párrafo pueden hacérsele las siguientes observaciones:

1. La frase tomada de San Pablo, “¡Ven, Señor Jesús!” (su redacción en el original es algo distinta: “hasta que él venga”), se pone en boca de los fieles para hacerles manifestar de ma­nera indisputable la “proyección escatológica” que se atribuye a la eucaristía. Es evidente que tal proclamación constituye una profesión de fe (que pretende declaren los fieles el sentido de lo que acaba de suceder con la consagración), pero su elemento sustentador se desvincula por completo de la muerte del Señor (de la presencia de Cristo transubstanciado sobre el altar en estado de víctima incruenta) y se centra, en cambio, en la resurrección, interpretada escatoló­gicamente, por añadidura, y, por ende, en la resurrección como espera del adviento final. Este modo de entender la resurrección hace emerger plenamente, al decir de la encíclica, la (presun­ta) “tensión” interior de la eucaristía (desconocida para la misa tridentina), que es “tensión hacia el fin”, anticipación del paraíso. La encíclica mezcla aquí imágenes nuevas y antiguas. La idea de una “tensión” en la eucaristía parece que reinterpreta la imagen tradicional de la “prenda de la gloria futura” según filosofemas del pensamiento profano, como el “aquí y no aun de cierto existencialismo asumido por la “nouvelle théologie”.

2. Con todo y eso, la encíclica parece ir más allá de la idea de una mera “tensión” sustitu­toria de la imagen tradicional según la cual la eucaristía cuenta también, entre sus efectos, con el de ser en perspectiva, para cada uno de nosotros, los creyentes, una “prenda de la vida eterna”. En efecto, parece atribuir a la eucaristía la capacidad de hacernos recibir directa­mente la vida eterna, o sea, de conducirnos de por si, sin ayuda, a la resurrección: “Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eter­na, etc.”. Parece establecer de esta guisa ni más ni menos que un nexo causal objetivo entre la eucaristía y nuestra resurrección, adoptando de hecho una exégesis que ya habían rechazado como inaceptable la mayoría de los teólogos antes del concilio. Anotaba Bartmann en su clásico manual: “La resurrección gloriosa [la nuestra] la califica el Señor de consecuencia de la euca­ristía (Jn. 6, 55). Tales palabras no han de tomarse, como hicieron algunos Padres, en un sen­tido demasiado estrecho y establecer una conexión causal física entre eucaristía y resurrección. La eucaristía nos hace espiritualmente capaces de vivir la vida de los hijos de la resurrección de manera semejante a los ángeles (Lc. 20, 36)” (5). La encíclica, por el contrario, no habla de la “capacidad espiritual” de santificarnos que induce el sacramento y, por ende, la gracia, sino de una auténtica “garantía de la resurrección futura”, que “proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso de resucitado”.

Ahora bien, es cierto que el Cristo transubstanciado es también al mismo tiempo el que se sienta a la diestra del Padre, por lo que se identifica con el Cristo glorioso. Pero a este Cristo glorioso nosotros lo “manducamos” místicamente bajo las especies eucarísticas, tras ha­berse inmolado otra vez, sobre el altar, aunque de manera incruenta, es decir, lo “comemos” en estado de inmolación incruenta efectiva, en cuanto víctima por nuestros pecados, no en cuan­to Cristo glorioso. Se recibe en la comunión el Christus passus, según suele decirse, no el glorioso (6), precisamente porque lo que se renueva sacramentalmente en la eucaristía es el sacrificio del Calvario, no la resurrección ni la ascensión, a las que tan sólo se las recuer­da en algunas plegarias (del rito tridentino). ¡El razonamiento de la encíclica inclina, en cambio, a la falsa conclusión según la cual lo que se “renueva” en la misa es la resurrección!

3. Estas son las consecuencias absurdas a que conduce el “desplazamiento del baricentro” obrado por la misa del Novus Ordo, un desplazamiento que expresa, en nuestro concepto, la rup­tura dogmática constituida por la falsa doctrina, recordada antes, de la redención universal incondicionada, que se verificó ya para todos por el mero hecho de la Encarnación; porque esta doctrina es la que exige, en cierto sentido, que el “carácter salvífico” del sacrificio de la misa se trasponga erróneamente a la resurrección (bautizada ahora “coronamiento” de la eucaristía) y, por ende, al Cristo glorioso, que ya salvó a todos con su encarnación, por lo que no condenará a nadie.

El nuevo vértice de la misa

Volviendo a las distorsiones específicas a que conduce el haber convertido a la eucaristía en un banquete memorial, notemos que la encíclica afirma en el parágrafo 16: “La eficacia sal­vífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión (...). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente” (EU, 16; cursivas nuestras).

La enseñanza tradicional, en cambio, ratificada por Pío XII, sostuvo siempre lo contrario:

“La recepción de la comunión [por parte del celebrante, no de los fieles] es necesaria para la integridad y totalidad de la misa: sin embargo, no es esencial para la oblación sacrifícial en cuanto tal” (7). Con efecto, se lee lo siguiente en la Mediator Dei: “el sacrificio eucarístico consiste esencialmente en la inmolación incruenta de la víctima divina, inmolación que se manifiesta místicamente mediante la separación de las especies sagradas y su oblación al Padre eterno. La santa comunión pertenece a la integridad del sacrificio [...] y, aunque es absolu­tamente necesaria para el ministro sacrificador, a los fieles tan sólo ha de recomendársela vivamente” (8). Ni siquiera a la comunión del celebrante se la consideró nunca el corazón de la misa, ni, por ende, el punto central de la eucaristía en cuanto sacrificio: es un elemento in­tegrante de él, pero no su esencia; no constituye el vértice de la misa, que está representado, en cambio, por la consagración. “No se debe buscar la esencia del sacrificio –reconvenía Bart­mann-, como hacen algunos recientes aventureros de la teología, única, o al menos principalmen­te, en la comunión; porque desaparecería entonces el elemento de adoración y, sobre todo, de expiación (9). Y justo eso es lo que sucedió, ni más ni menos, con el misal del Novus Ordo.

Por eso no puede afirmar la encíclica que “la eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente” con el banquete eucarístico. O mejor dicho: puede afirmarlo y de hecho lo hace, pero es de saber que eso es contrario a la enseñanza tradicional; no constituye un desarrollo de ésta, sino un falseamiento. ¿Acaso habría debido decir, para conformarse efectivamente con la tradición de la Iglesia, “la eficacia salvífica del sacramento”, y no, como dice de hecho, “del sacrificio”? Lo ignoramos, porque hoy el uso repetido y ambiguo de la categoría de la plenitud enturbia algún tanto las aguas. Hay que preguntarse, además si en la teología de la misa del Novus Ordo, que abolió el ofertorio, se sigue distinguiendo con claridad entre euca­ristía-sacrificio (santa misa) y eucaristía-sacramento (sagrada comunión), tal y como se hace, p. ej., en el parágrafo 236 del catecismo tridentino. La duda es más que lícita, habida cuenta, entre otras cosas, de la singular noción de sacramento que el Novus Ordo parece haber adoptado (copiada en gran parte de la teología misteriosófica de Oddo Casel), y de la voluntad que mani­fiesta de reexhumar las formas hebraicas del rito de la pascua, como si la última cena no las hubiese superado definitivamente.

5.2 La Sagrada Comunión en cuanto origen de la “Iglesia de Cristo”, fin de la última Cena

El haber puesto a la comunión como el elemento esencial de la eucaristía conduce a la encí­clica a ver en ella nada menos que la fundación de la santa Iglesia, su “formación”.

Se dice lo siguiente en el § 5 de la encíclica, de manera aún coherente con la tradición “Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las sendas del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo” (EU, 5). Pero en la parte IIª (21-25), titulada “La Eucaristía edifica a la Igle­sia”, se precisa el significado de ese “momento decisivo” de una manera tal, que nos parece hace depender la “formación” de la Iglesia de la manducatio Domini sacramental, es decir, de la santa comunión. En efecto, en el parágrafo 21, después de una referencia al Vaticano II, que “recordó que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Igle­sia” (sigue una doble cita de la Lumen Gentium 3), dice así la encíclica: “Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la última Cena, etc.” (EU, 21: las cursivas no son nuestras, sino de la traslación oficial en castellano de la encíclica).

¿De dónde resulta dicho influjo causal? Parece darse a entender que del hecho de que “Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: ‘Tomad, comed... Bebed todos de él’ (Mt. 26, 26-27), entraron por vez primera en comunión sacramental con él”. Verdad palmaria, pe­ro de la cual saca la encíclica esta conclusión: “Desde aquel momento, y hasta el final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: ‘Haced esto en recuerdo mío... Cuantas veces la bebierais, hacedlo en recuerdo mío’ (I Cor. 11, 24-25; cf. Lc. 22, 19)” (EU, 21; las cursivas son nuestras). Eso es como decir, a nuestro parecer, que desde entonces acá la Iglesia se edifica mediante la sagrada comunión, la cual, pues, produce a la Iglesia, la “hace”, es como su causa.

Ahora bien, que la sagrada comunión contribuya de manera mediata a la edificación (a la uni­dad) del Cuerpo Místico de Cristo, en la medida en que mantiene e incrementa en nosotros la gracia que nos mereció el sacrificio cruento del Calvario y que nos aplica el sacrificio reno­vado incruentamente sobre el altar, nadie lo ha puesto en duda desde los tiempos de San Pablo por lo menos (I Cor. 10, 16-17). Pero la encíclica, ciertamente, no quiere limitarse a recalcar esta verdad, sencilla y casi banal de puro obvia. En cuanto que se la considera el elemento esencial del sacrificio (puesto que es ella, según parece, la que realiza plenamente la efica­cia salvífica), la comunión se convierte también en el elemento esencial de la edificación de la Iglesia. Se puede condensar entonces el pensamiento de la encíclica en este silogismo: la eucaristía es “el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia” (Vaticano II), la comunión es el centro de la eucaristía; así, pues, la comunión es el centro del “proceso de crecimiento de la Iglesia”, la “edifica” ni más ni menos. ¡Y no desde hoy o ayer, sino a partir de la úl­tima cena!

Así que el “misterio de la Iglesia” comienza a aclarárnoslo la encíclica con un concepto insólito, según el cual es la santa comunión la que funda la Iglesia, la que la construye, la que la hace, de manera directa, inmediata, a causa de la unión íntima con Cristo que comporta. ¿Conque la Iglesia-comunión es tal también porque ‘nace’ de la sagrada comunión en el sentido que acabamos de ver? De la sagrada comunión, en lugar de nacer de la efusión del Espíritu Santo sobre los doce, que estaban congregados en el cenáculo en torno a la Santísima Virgen; de la sagra­da comunión, en la cual la presencia del Espíritu Santo está implícita, o, por mejor decir, está implícita en la manducatio sacramental en virtud de la inhabitación del Espíritu Santo, y explícita en la acción de la gracia subsiguiente a dicha manducatio, por lo cual el Espíritu Santo, que vive en el alma humana de Jesús, obra in interiore homine disposiciones semejantes a las de Nuestro Señor Jesucristo (Tanquerey). Como quiera que sea, la unión que la sagrada comunión realiza entre el hombre y Cristo la reinterpreta la encíclica como si realizar a de suyo la uni­dad de todos los cristianos, es decir, de todos los miembros de la Iglesia de Cristo, de la cual la Iglesia Católica es ahora tan sólo una parte (según el art. 8 de la Lumen Gentium).

El significado de la sagrada comunión se reinterpreta así a la luz de una concepción de la Iglesia, típica de la nouvelle théologie, que trasciende de la Iglesia Católica, porque no es ya la unidad de la Iglesia Católica en sí misma, sino que es la unidad de la Iglesia Católicala Iglesia-comunión, es decir, de la “eclesiología de comunión” excogitada por el Vaticano II y puesta en obra sin cesar por el ecumenismo impuesto por Juan Pablo II. con todos los elementos de la “Iglesia de Cristo” que, según dicen, se halla fuera de ella. Y esta noción de unidad es la que parece hallarse como fundamento de la “teología” de

También la Mystici Corporis recuerda “la eucaristía signo de unidad”, “imagen vívida y admi­rable de la unidad de la Iglesia”, y, por ende, símbolo (en cuanto “signo” e “imagen”) de la “admirable unión” del Cuerpo Místico de los creyentes realizada por Cristo, pero una unión que ni depende exclusivamente de la sagrada comunión, ni ésta la produce causalmente.

5.3 La Sagrada Comunión realiza de suyo la unión de los fieles con Cristo, que se convierte en el fin esencial de la Eucaristía

¿Vuelve la “misa -comida”?

¿Por qué afirma la encíclica que es la comunión la que obra plenamente el efecto salvífico del sacrificio eucarístico? Porque, según escribe, “De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión” (EU, 16, cit.). El santo sacrificio, “de por sí” y, por tanto, por su naturaleza, “se orienta a”, tiene, pues, como su fin esencial, primario, el de unirnos a Cristo de manera íntima. ¿Y de unirnos con qué medio?, ¿en qué momento del rito? Con la sagrada comunión. Si ésta es la que realiza plenamente “la eficacia salvífica del sacrificio” (EU, 16, cit.), eso significa que el sentido y el fin de este sacrificio es el de realizar nuestra unión con Cristo. Conque la unión ante todo: ¡la unión, la unidad, la... comunión!

La idea de la unión con Cristo no es nueva, obviamente. Lo nuevo es la perspectiva en la que se inserta, porque ahora la unidad con Cristo se vuelve el objeto esencial por el que se insti­tuyó la eucaristía incluso en cuanto sacrificio. Eso se desprende de las palabras recién comen­tadas “De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta” (está “totalmente orientado”, dice el art. 1382 del Nuevo Catecismo), que denotan la causa final del sacrificio eucarístico, y del hecho de que la encíclica no hace referencia a otras formas de realización de la plena “efica­cia salvífica” de este sacrificio. Pero que la eucaristía-sacrificio (la santa misa) tenga es­te fin como su fin esencial no deriva de la enseñanza tradicional de la Iglesia; antes al con­trario, constituye un error que ya se esbozó, aunque fue impugnado enseguida, en el lejano 1902, con la teoría de la “misa-comida”, que hacía “consistir el carácter sacrificial (...) en el acto de unión, en el cumplimiento del sacramento de la unión (...). De arte que la consa­gración se verifica en la misa, desde el punto de vista del sacrificio, tan sólo como una pre­paración necesaria para la comunión” (11).

La doctrina del Magisterio infalible

El concilio de Trento explicó bien cuáles son los fines por los que quiso Nuestro Señor instituir la sagrada eucaristía, distinguiendo con mucho cuidado entre eucaristía-sacrificio (misa) y eu­caristía-sacramento (comunión):

1) “Ahora bien, quiso que este sacramento se tomara como espiritual alimento de las almas [Mt. 26, 26] por el que se alimenten y fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquel que dijo: El que me come a mí, también él vivirá por mí [Jn. 6, 58], y como antídoto por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales. Quiso también que fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y juntamente símbolo de aquel solo cuerpo cuya cabeza es El mismo [I Cor. 11, 3; Ef. 5, 2] y con el que quiso que nosotros estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera escisiones entre no­sotros [Cf. I Cor. 1, 10]” (12).


1) Así, pues, como sacramento, la eucaristía se instituyó para dar una ayuda poderosa a nues­tra alma, un auténtico “alimento espiritual”, un alimento que, como suele decirse, es “fuente de todas las gracias”: su fin es nutrir nuestra alma con la gracia; la unión con Cristo es el medio para conseguirlo.

2) Como sacrificio, la eucaristía se instituyó “para que tenga la Iglesia un sacrificio per­petuo, por cuya virtud se expíen nuestros pecados, y el Padre celestial, gravemente ofendido con frecuencia por nuestras infidelidades, convierta su ira en misericordia, y el rigor de sus justos castigos en clemencia. Una figura y semejanza de esto puede verse en el cordero pascual (Exod. 2, 3-4), que los hijos de Israel solían ofrecer y comer como sacrificio y como sacramen­to” (13).

Otra diferencia fundamental: como sacrificio (de Cristo), la eucaristía obra ex opere operato, es decir, independientemente de nosotros; como sacramento, lo hace ex opere operantis, esto es, en función de nuestras disposiciones personales.

De esta límpida doctrina, perfectamente coherente con las Escrituras y la tradición de la Iglesia, resulta que el fin esencial de la eucaristía, en cuanto sacramento, estriba en nutrir nuestra alma con la gracia y ayudarnos en nuestra lucha diaria contra el pecado. Su ser “prenda de la gloria futura” es un fin explícito suyo (según lo declaró Nuestro Señor), mas que ha de consi­derarse en perspectiva, no en relación causal inmediata con la eucaristía, como parece hacerlo la encíclica (vide supra 5.1). Quien viva santamente, como si debiera comulgar cada día (San Agustín), se hará de seguro muy acreedor a la vida eterna; pero no la adquirirá de no perseve­rar hasta el fin (Ap. 2, 10). ¡Ay de quien se arrellane en la vana convicción según la cual la comunión nos ha granjeado ya, objetivamente (ex opere operato), la salvación eterna! Objetivamente, concurre a procurarnos las grandes gracias que derivan de los méritos de la santa cruz con objeto de hacernos conseguir la salvación eterna; pero debemos corresponder subjetivamente (ex opere operantis) con nuestra voluntad a dichas gracias en el comportamiento diario. Esto es lo que la Iglesia enseñó siempre (14).

Tocante a la unidad de los cristianos, se ve fácilmente que la eucaristía se entendió siem­pre como un símbolo de aquélla, y como su alimento: símbolo del cuerpo místico que es la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación, y alimento de la caridad fraterna (15) (vide asi­mismo la Mystici Corporis citada supra, 5, 2). De la unión de todo fiel con Cristo, producida por la comunión, no se habla como de un significado autónomo, tal que constituya desde luego el fin esencial del sacrificio eucarístico o hasta el fin propio del sacramento. Esta unión, que a nadie se le ha ocurrido negar jamás, se considera implícita, evidentemente, en el hecho mismo de la recepción del alimento espiritual constituido por la hostia consagrada. Lo que cuenta, así para el concilio de Trento como para los catecismos que se basan en el, no es tanto esa unión con Cristo (hecho obvio) cuanto la nutrición del alma, el incremento de gra­cia que produce dicha unión en quien se acerca a la comunión con las debidas disposiciones, dándole así la ayuda indispensable, sobrenatural, de que tiene necesidad.

No consta en lugar alguno que “la unión íntima con Cristo” constituya para el magisterio preconciliar, en cuanto unión, el fin primario de la eucaristía, ni tampoco que sea su fruto primario (que viene a ser lo mismo), y bien se echa de ver por qué. Ver en la unión en sí y por sí el fin esencial del sacramento puede llevar a ver la eficacia del sacramento únicamente ex opere operato. Por el contrario, así como la eficacia ex opere operato no puede separarse, a efectos de la salvación, de la ex opere operantis, del mismo modo, la unión en cuestión no puede separarse de su contenido, que es “el alimento espiritual”, la gracia, a la cual debemos corresponder libremente (16).

Bartmann distingue bien los dos significados esenciales que se deben atribuir a esta unión, la cual delineó otrora la escolástica con precisión: “La unión con Cristo se puede entender de dos maneras: sacramental y mística. Ante todo, se recibe y come el sacramento: tal unión es exterior y corporal. Esta, sin embargo, debe transformarse enseguida en unión interior y mística, que se verifica por medio de la gracia ligada al sacramento: ‘De ore in cor’ [De la boca al corazón], dice Hugo de San Víctor. Mientras que la primera unión [la sacramental] cesa al cabo de poco tiempo, porque se alteran las especies exteriores que son su condición, la unión íntima y mística, en cambio, continúa y constituye el fundamento real de la vida que el justo saca de las fuerzas divinas” (17).

El “Nuevo Catecismo”

Resulta casi excusado recordar que también el Nuevo Catecismo confiere un relieve particu­lar a la unión con Cristo, entendida como el más importante entre los frutos de la comunión (arts. 1391-1401): Art. nº 1391: “La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. (...) La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico (...)” (cursivas nuestras). Los artículos 1392-1395 nos recuerdan, además, que la comunión “conserva, acrecienta y re­nueva la vida de gracia recibida en el Bautismo”; “nos separa del pecado” porque la sangre de Cristo se derramó “para el perdón de los pecados”; que “no puede unirnos a Cristo sin purifi­carnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de los futuros pecados”; “forta­lece la caridad”. Desde el art. 1396 al 1401, último de la sección, se echa mano otra vez del concepto de la unión con Cristo: la eucaristía (o sea, la comunión) funda la unidad del cuerpo místico; “hace la Iglesia” (1396); “entran a un compromiso en favor de los pobres” (1397), y está en la base de la unidad de los cristianos (1398-1401); tan cierto es que la eucaristía constituye un elemento común con los “hermanos separados”, no sólo “orientales” (pseudoorto­doxos) (1399), sino hasta protestantes (1400) (en efecto, enseñó el Vaticano II que, aunque estos últimos “no han conservado la sustancia genuina e íntegra del misterio eucarístico [lo niegan todo, desde la transubstanciación al sacrificio expiatorio]”, sin embargo, “al conmemo­rar en la Santa Cena la muerte y la resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa”: cita del decreto Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo, 22).

Nótese que los aspectos positivos que se atribuyen a la idea que se hacen de la eucaristía las distintas sectas protestantes parecen coincidir con la nueva noción de ella adoptada en sustancia por el concilio y el Nuevo Catecismo: banquete memorial de la muerte y resurrección del Señor (casi semeja una admisión involuntaria de culpa, como si el concilio hubiese querido copiar a los herejes).

De la Eucaristía brota un impulso mundano y ecuménico

Nótese asimismo el poquísimo espacio que el Nuevo Catecismo concede a las disposiciones con las que se debe recibir la sagrada eucaristía, sobre todo si se las compara con las disposicio­nes cuidadosamente examinadas en el catecismo tridentino, 230, y en el catecismo mayor de San Pío X (627-641). Esta deficiencia se convierte en omisión en la encíclica, a nuestro juicio. En efecto, todo lo que sabe decir sobre la componente ex opere operantis, es decir, sobre las disposiciones que deben interactuar del lado del sujeto receptor del sacramento, se reduce a la indicación de un objetivo mundano, concerniente al compromiso de tipo político-ecuménico en que debe prodigarse el cristiano de hoy, a tenor de los dictámenes de la “teología de la li­beración revisada y corregida por la Congregación para la Doctrina de la Fe:

“Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es también que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedica­ción cotidiana de cada uno a sus propias tareas (...). Deseo recalcado con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se sientan más comprometidos que nunca a no descui­dar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios [Sabe­mos que esta terminología no contempla el concepto de la conversión del mundo a Cristo].

Son muchos los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Basta pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de las numerosas contradicciones de un mundo ‘globalizado’, don­de los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana (...).

Anunciar la muerte del Señor ‘hasta que venga’ (I Cor. 11, 26) conlleva para los que partici­pan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo ‘eucarística’ [la Santísima Virgen, ‘mujer eucarística’; la vida del cristiano, ‘eu­carística’, en función de la misma perspectiva escatológico-milenarista]. Precisamente este fruto de transformación de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio [compromiso, lo repetimos, que no debe mirar a convertir a los pueblos al catolicis­mo, sino al diálogo recíproco para hallar una acción común que exprese ‘la verdad del hombre] hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: ‘¡Ven, Señor Jesús!’ (Ap. 22, 20)” (18).

Así que el impulso a la santificación personal suscitado en nosotros ex opere operantis por la sagrada comunión en cuanto sacramento (y por el sacrificio de expiación renovado incruenta­mente en la santa misa) se sustituye por un “impulso a nuestro camino histórico”, por el im­pulso a “transformar el mundo según el Evangelio”, es decir, a realizar (como sabemos) la uni­dad del género humano auspiciada por el Vaticano II (en particular, por la Gaudium et Spes), unidad que se fundará, no en Cristo, sino en los “derechos del hombre”, derivados de la “digni­dad del hombre”, un Hombre cuya inclinación al mal, constituida por el pecado original y sus consecuencias, no se menciona ya. Incluso batallas justas y obligadas, como las relativas al aborto, la eutanasia y el trasplante de órganos, se justifican en nombre de tal “dignidad”, no de la ofensa que se hace directamente a Dios con estas prácticas abominables; en nombre de la violación de los “derechos humanos”, no de la ley divina natural y positiva.

5.4 La Sagrada Comunión como módulo y arquetipo constitutivo de la unidad de la Iglesia, de los “cristiano”, y del... género humano

Conque, según parece, la unión íntima que se realiza en la sagrada comunión pone en el ser (se trata de una especie de arquetipo) una unidad y una comunión que se extienden, por círculos concéntricos, a la Iglesia Católica, a todos los “cristianos”, a todo el género humano. Si no fuera así, ¿qué sería de la naturaleza “cósmica” y “escatológica” de la eucaristía?

“Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el pueblo de la nueva alianza se convierte en ‘sacramento’ para la humanidad [Lumen Gentium, 1], signo e instrumento de la salva­ción realizada por Cristo, luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt. 5, 13-16), para la reden­ción de todos [Lumen Gentium, 9] (EU, 22); “con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo [sigue el conocido pasaje de I Cor. 10, l6-l7]” (EU, 23); con “El don de Cristo y de su Espíritu, que recibimos en la comunión eucarística”, la Iglesiala Lumen Gentium, 1: se atribu­ye a la Iglesia la vocación de realizar la unidad del género humano como una forma de la unión íntima con Dios que se verifica en la sagrada comunión]. Con efecto, “La eucaristía, constru­yendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres” [¿entre todos los hombres?, ¿y ex opere operato, sin convertir a ninguno?] “ (EU, 24). desarrolla la fraternidad “humana” (no sólo “cristiana”) y realiza cada vez más profun­damente ese su ser “‘(...) como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano’” [otra cita, ésta, de

Cuestión no de fe, sino de mera oportunidad

Además, la santísima eucaristía edifica a la Iglesia de Cristo en la “colegialidad apostóli­ca” (entendida según el art. 22 de la Lumen Gentium), anterior a todas las divisiones entre los cristianos. Así que ha de considerarse que la sagrada comunión esta en la raíz del impul­so ecuménico (EU, arts. 26-33).

A propósito del ecumenismo, la encíclica sostiene que el dialogo con los protestantes es provechoso (...) porque, a este respecto, se han obtenido significativos progresos y acerca­mientos que nos hacen esperar un futuro en el que se comparta plenamente la fe” (EU, 30; cur­sivas nuestras). El documento recuerda el harto citado art. 22 del decreto Unitatis Redintegra­tio sobre el ecumenismo (vide supra, nº 5, 3), que reconoce el valor de la concepción protes­tante de la misa como banquete memorial de la muerte y resurrección del Señor; pero luego invi­ta a los católicos a la prudencia: “Los fieles católicos, por tanto, aun respetando las convic­ciones religiosas de estos hermanos separados, deben abstenerse de participar en la comunión distribuida en sus celebraciones, para no avalar una ambigüedad sobre la naturaleza de la Eu­caristía y, por consiguiente, faltar al deber de dar un testimonio claro de la verdad. Eso retardaría el camino hacia la plena unidad visible (...)” (EU, 30; cursivas nuestras). Se trata, pues, de “ambigüedades” que hay que evitar, al mismo título que los “encuentros de oración” interconfesionales, o las “celebraciones” ecuménicas, inclusive el suministro de la comunión aun a quien no esté bautizado o “que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarís­tico” (EU, 38).

Pero esta prudencia ¿la imponen razones de fe o un criterio de mera oportunidad? La encícli­ca no afirma que las prácticas desaconsejadas sean contrarias a la fe; sólo son “ambiguas”, al decir de ella, y, sobre todo, retardan el camino a la meta anhelada, la de la “plena unidad visible”. De manera que no hay que impacientarse. Los fieles deben guardar la calma. La unidad invisible existe ya gracias al bautismo, que nos incorpora a todos a la Iglesia de Cristo (Decreto Unitatis Redintegratio, 3 y 4); la visible, imperfecta de momento, llegará un día en que también ella se haga “plena”. Llegará un día en que se dé la “comunión plena, incluso euca­rística” (EU, 30 cit.); un día en que, por decirlo con las palabras del Card. Ratzinger, se realizarán finalmente “nuevas formas de unidad con el Señor” (19).

Declaraciones inconcebibles y abominables

Cómo sea posible una cosa así, una comunión plena, “incluso eucarística”, con las sectas protestantes, que reducen a polvo la doctrina católica sobre la santa eucaristía, o con las comunidades cismáticas, que confían la consagración a la invocación del espíritu Santo (epi­clesis) y no a las palabras del Señor pronunciadas por el sacerdote celebrante, nadie que esté dotado del bien del intelecto alcanza a imaginárselo. Esta nueva noción de la unidad de la Iglesia conduce de hecho a la noción protestante de la verdadera Iglesia de Cristo como “Igle­sia invisible”, y es sin duda uno de los errores constitutivos de la “apostasía silenciosa” que caracteriza al mundo católico actual (20).

Y tampoco se alcanza a imaginar cómo puede contribuir la eucaristía a la Iglesia-comunión, que incluye por grados también a los pseudoortodoxos y los protestantes. Se lee, en efecto, en la encíclica: “Al considerar la Eucaristía como sacramento de la comunión eclesial, hay un te­ma que, por su importancia, no puede omitirse: me refiero a su relación con el compromiso ecu­ménico (...)” (EU, 43); “‘Toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma’ (...)” (EU, 39). ¿Cuáles son las iglesias cristianas separadas de Roma? Las sectas cismáticas orientales, sin duda. ¿Se debe, pues, admitir que sus celebra­ciones eucarísticas son válidas, de suerte que reclamen “objetivamente” la “comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera”? Pero ¿qué significa “reclamar objetivamente”? ¿Independien­temente de sus intenciones, o, por mejor decir, contra sus intenciones?

Tampoco se entiende cómo la eucaristía puede contribuir a una unidad aún más bastarda, la del género humano entero, bajo la égida del dialogo interreligioso: “Ni la voluntad de unidad de Dios debe creerse limitada exclusivamente a los cristianos. La unidad cristiana se invoca para que la Iglesia pueda ser un signo más eficaz del reino de Dios que es reino de amor y jus­ticia para toda la humanidad. En efecto, la Iglesia es el signo y el sacramento de esa comunión en Cristo que es voluntad de Dios para toda su creación” (21).

Son semejantes declaraciones abominables las que provocan la ira divina y la consiguiente disgregación de la Iglesia, pero Juan Pablo II parece no entenderlo: Deus dementat quos perdere vult.

Canonicus

1) Catecismo tridentino, tr. it. de Tito Centi, O. P., Ed. Cantagalli: Siena, 1981, nº 216 cit., pp. 260-261.

2) Se sabe que el texto latino del Novus Ordo ha mantenido “por muchos”. Sin embargo, se halla “por todos” en todas las versiones en vernáculo de la catolicidad, excepto en la polaca y la portuguesa, a lo que parece. El propio Papa se sirve de la expresión “por todos” en la encí­clica en italiano y en latín. Mas con eso y todo, la edición oficial de la encíclica publicada por las AAS tiene “pro multis” (sobre esta cuestión, cf. “Pro omnibus” ou “pro multis”?, en Le Sel de la terre, nº 46, otoño de 2003, pp. 1-6). Tan increíble confusión, y tocante a cuestio­nes atinentes al dogma, constituye un ejemplo del estado de degradación en que está sumida hoy la Iglesia Católica reformada por el Vaticano II.

3) Her. Sac. S. Pío X, Il problema della riforma liturgica.

4) Op. cit., pp. 85-87, 95.

5) Bernard Bartmann, Manuale di Teologia Dogmatica, vol. III, p. 175, Ed. Paoline, 1949.

6) Al respecto, cf. Fr. Pierre-Marie, O. P., La sainte messe: saint Thomas de Aquin face au mystère pascal (La santa misa: Santo Tomás de Aquino frente al misterio pascual), en Le Sel de la Terre, nº 45, verano de 2003 pp. 48-107, pp. 60 ss.

7) P. Peter R. Scott, L’encyclique Ecclesia de Eucharistia cit., p. 18.

8) S. S. Pío XII, encíclica Mediator Dei sobre la sagrada liturgia.

9) Bartmann, op. cit., III, p. 125. La edición alemana original data del 1932. La adverten­cia iba dirigida contra los neoteólogos y contra algunas tendencias que afloraban en el movi­miento litúrgico.

10) Al respecto, cf. Her. Sac. S. Pío X, Il problema della riforma liturgica cit., 63 ss., 87 ss., 15 ss.

11) “Recenti deviazioni dottrinali sull’Eucaristia” (“Desviaciones doctrinales recientes so­bre la eucaristía”), de A. Michel, en A. Piolanti, Eucaristia, Ed. Desclée, 1957, p. 584.

12) Concilio Tridentino, sesión XIII, tr. it. de R. Galligani, en Decisioni dei concili ecu­menici (Decisiones de los concilios ecuménicos), a cargo de A. Alberigo, Ed. UTET: Turín, 1978, p. 578 (DS, 1638); cursivas nuestras.

13) Catecismo Tridentino, 235, tr. it., cit., p. 289, que resume la doctrina enseñada en la sesión XXII del concilio de Trento, dedicada al “santísimo sacrificio de la misa”.

14) Releamos las palabras que dirigió Pío XII a los sacerdotes y predicadores de la cuaresma, en el discurso que leyó en Roma, el 17 de febrero de 1945. Aunque es muy cierto que los sacramentos confieren la gracia ex opere operato, dijo el Papa, “con todo y eso, la disposición y la cooperación de quien los recibe concurren, con la acción del sacramento, a la consecución del objetivo que es propio de éste. Tal concurso de la voluntad humana es tan esencial, que, según la doctrina de la Iglesia, nadie que haya llegado al uso de razón puede recibir válidamente, y aún menos dignamente o con fruto, un sacramento si carece de las condi­ciones necesarias. Debe abrir su alma al sacramento y al torrente de la gracia a fin de que ésta pueda inundaría y llenarla libremente” (La liturgia, Ed. Paoline, nn. 478-479).

15) Cf. Catecismo Tridentino, 214, y también 228, tr. it. cit., p. 277: “En efecto, la euca­ristía es el fin de todos los sacramentos y el símbolo de la unidad asociativa de los miembros de la Iglesia, fuera de la cual nadie puede conseguir la gracia”. Cf. asimismo el Catecismo Mayor de San Pío X, 623-626.

16) Entre los fines por los cuales se instituyó la eucaristía y los efectos que le son pro­pios, que tienden obviamente a coincidir con dichos fines, el Catecismo Mayor de San Pío X, recordado en la nota precedente, ni siquiera incluye el hecho en sí de la unión con Cristo, sino que insiste más bien en el hecho de que aquélla es “alimento de nuestra alma”, que “con­serva e incrementa la vida del alma, que es la gracia” (623, 625 cit.). Es verdad que el de­creto Pro Armenis (22 de nov. del 1 439) parece conferir un relieve particular, al ilustrar la eucaristía, a su significado de “unio populi Christiani ad Christum” (DS, 1320-1322), razón por la cual su efecto principal parece ser la “adunatio hominis ad Christum” (Sto. Tomás), que produce “el aumento de la gracia”. Sin embargo, ha de subrayarse que, tocante al punto que nos interesa, el decreto goza de autoridad indiscutible sólo hasta cierto punto, porque, al dirigirse a herejes y cismáticos deseosos de volver al redil, era natural que insistiera con parti­cular fuerza sobre la utilidad que el sacramento demuestra tener para el mantenimiento de la unidad de la Iglesia.

17) Bartmann, op. cit., III, p. 173; cursivas nuestras.

18) Ecclesia de Eucharistia, 20. Cf. toda la parte final, titulada “XI-Orientaciones”, con la conclusión, pp. 29-35, de la “Instrucción sobre algunos aspectos de la ‘teología de la libe­ración”, dada por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Ciudad del Vaticano, 1948.

19) J. Ratzinger, Il Dio vicino. L’Eucaristia cuore della vita cristiana (El Dios cercano. La eucaristía corazón de la vida cristiana), tr. it., Ed. S. Paolo: Milán, 2003, p. 52, cur­sivas nuestras: “...deberíamos abordar asimismo la cuestión de la intercomunión con la debida humildad y paciencia. No es cometido nuestro hacer cano si la unidad ya existiera cuando, por el contrario, no existe aun... En vez de hacer experimentos y privar al misterio de su grande­za, reduciéndolo a un instrumento en nuestras manos, también nosotros deberíamos aprender a celebrar la eucaristía del deseo y esperar, en la plegaria común y en la esperanza, nuevas formas de unidad con el Señor” (op. cit., ivi).

20) Hermandad Sacerdotal San Pío X, Dall’ecumenismo all’apostasia silenziosa. Veinticinque anni di Pontificato (Del ecumenismo a la apostasía silenciosa. Veinticinco años de pontifica­do), Menzingen, 2004, pp. 13 ss., pp. 23 ss.

21) Dichiarazione comune con l’Arcivescovo di Canterbury (Declaración común con el arzobispo de Canterbury), del 2 de octubre de 1989, en La traccia. L’insegnamento di Giovanni Paolo II (La huella. La enseñanza de Juan Pablo II), revista mensual, nº 10, pp. 1022-1023, cita de la p. 1023; cursivas nuestras.

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REFLEXIONES SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA ENCÍCLICA 'ECCLESIA DE EUCHARISTIA'

1ª PARTE: UNA ENCÍCLICA QUE NO SE SALE DE LA ÓPTICA INAUGURADA CON EL VATICANO II

 

1. EL CONTENIDO ESENCIAL DE LA EUCARISTÍA

 

La encíclica Ecclesia de Eucharistia, dada el 17 de abril de 2003 en sesenta y dos breves parágrafos, se ocupa de la “Eucaristía en su relación con la Iglesia”, tal y como se explica en el subtítulo (1).

En efecto, el núcleo teológico fundamental del documento lo constituye la exposición de la relación eucaristía-iglesia, cuyos rasgos se recogen en la siguiente progresión:

1) En el “misterio de fe”, como lo expresa la nueva fórmula introducida en el Novus Ordo para que la reciten los fieles en voz alta, inmediatamente después de la consagración del vino hecha por el sacerdote, una fórmula que, al decir de la encíclica (EU, 18), manifiesta la “pro­yección escatológica” que distingue la celebración eucarística: “¡Misterio de fe! Anunciamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección, esperamos tu venida!” (parte primera de la en­cíclica: EU, 11-20).

2) En la “edificación de la Iglesia” como “sacramento”, que es “signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (parte segunda: EU, 21-25).

3) En la consiguiente “apostolicidad” de la Iglesia (parte tercera: EU, 26-33).

4) En la “eclesiología de comunión”, es decir, en la nueva concepción de la Iglesia, la Iglesia-comunión, que brotó del Vaticano II (parte cuarta: EU, 34-36, titulada “Eucaristía y comunión eclesial”).

5) Y, por último, en la concepción, absolutamente privativa del pontífice actual, de María Santísima como “mujer eucarística”, dado que la eucaristía, según afirma la encíclica –la cual se hace eco a su modo del antiguo paralelo que trazó San Justino mártir entre eucaristía y en­carnación-, “a la vez que remite a la pasión y la resurrección, está también en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino en la realidad también física del cuerpo y de la sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmen­te en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor” (EU, 55).

San Justino, empero, se servía del parangón sólo para afirmar (estamos en el siglo II) que la presencia de Nuestro Señor en la hostia consagrada –cuerpo y sangre- es real como en la encarna­ción, es cuerpo y sangre como en la encarnación (2). La encíclica, en cambio, se sirve de él para construir la figura de María como “mujer eucarística”, concepto que no nos parece muy cla­ro que digamos: la Santísima Virgen hace presente en el Magnificat, según el documento, la misma “tensión escatológica de la eucaristía”, esa tensión gracias a la cual, “cada vez que el Hijo de Dios se nos representa en la ‘pobreza’ de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se ‘derriba del trono a los poderosos’ y se ‘enaltece a los humildes’ (cf. Lc 1, 52). María canta el ‘cielo nuevo’ y la ‘tierra nueva’ que se anticipan en la eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su ‘designio’ programáti­co” (EU 58).

Se echa de ver por estas pocas y breves noticias que la encíclica se mueve siempre muy den­tro de la óptica inaugurada por el Vaticano II. El “cielo nuevo” y la “tierra nueva” que re­cuerda el documento son, a nuestro juicio, los del art. 39 de la Gaudium et Spes, que formula una visión bastante ambigua del reino de Dios, de cuño naturalista y milenarista. La encíclica parece que quiere hacer extensiva dicha visión también a la eucaristía y a la Santísima Virgen (3).

El espíritu del Magnificat, sin embargo, no es el que pretende atribuirle el documento: “El Magnificat es un himno de alabanza al Omnipotente por el misterio de la encarnación que se ha­bía verificado sin ruido en el castísimo seno de la Virgen, y desarrolla estos conceptos: a) a despecho de la poquedad de su sierva, Dios obró en ella grandes prodigios (concepción inmacu­lada, maternidad divina, virginidad perpetua: favores todos que ‘exigían’, además, la asunción a los cielos), por lo que todos los pueblos la proclamarán ‘Bienaventurada’: b) las maravillas obradas en María, así como también los otros muchos favores concedidos por Dios a sus siervos fieles a lo largo de los siglos, evidencian sus tres atributos fundamentales: el poder, la santidad, la misericordia; c) con detalles deducidos de la conducta ordinaria de la Providencia, se manifiesta la intervención constante de Dios para proteger a los humildes y confundir a los orgullosos; d) el principal beneficiario de tantos favores fue Israel, con el cual Dios mantuvo todas las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia, especialmente aquella según la cual el Mesías nacería de su estirpe” (4).

Así que María evoca la “dispersión de los orgullosos”, el derrocamiento de los poderosos de sus tronos y la exaltación de los humildes no para proclamar el inicio de una “historia nueva”, que debería terminarse en función de la visión naturalista-milenarista de la Gaudium et Spes, artículo nº 39, sino para confirmar la historia de siempre, caracterizada por la intervención de la Providencia, la verdadera protectora del huérfano y la viuda. Sirviéndose en parte de imáge­nes tomadas de los profetas, tradicionales en la cultura popular del Israel de entonces, la Santísima Virgen expresa su infinita gratitud al Omnipotente por haber elegido a su “humilde sierva” como madre del Mesías.

 

2. EL PAPA DEPLORA LOS ACTUALES ABUSOS LITÚRGICOS

 

Esta encíclica gozó del aprecio de los católicos aún fieles a la tradición de la Iglesia por­que, sobre denunciar y deplorar los actuales abusos litúrgicos, repitió asimismo algunas verda­des de fe esenciales concernientes a la eucaristía. Conque es justo detenerse en este importan­te aspecto del documento y poner de relieve los abusos que denuncia y las verdades de fe que propone de nuevo.

En el parágrafo 10 de la introducción (EU, 1-10), después de haber loado la “reforma litúrgi­ca del Concilio” porque, al decir del Papa, “ha reportado grandes ventajas para una participa­ción más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el santo sacrificio del altar” y un in­cremento de la adoración eucarística (la Santa Sede parece que no está al corriente del vacia­miento progresivo de las iglesias y los seminarios en todo el orbe católico, precisamente a par­tir del viraje doctrinal y litúrgico que dio el Concilio), el texto se detiene en las “sombras” presentes a par de las “luces”: “En efecto, hay sitios –dice- donde se constata un abandono ca­si total del culto de adoración eucarística”. Además, se registran “abusos” concernientes a “la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable sacramento”, que se vive a veces como si se tratara de un mero “encuentro convival fraterno”, donde ni siquiera se siente “la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica” (EU, 10), es decir: ¡hay fieles que piensan que se puede celebrar la misa sin el cura!

El “carácter sacramental” de la eucaristía se oscurece por ello, por lo que, “en diversos lugares, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe” (ivi). “En diversos lugares”, afirma el documento firmado por el Papa. Nos preguntamos sí éste está bien informado. En realidad, se ha difundido ya ampliamente en toda la catolicidad la práctica de celebrar las llamadas “misas ecuménicas” (que comprenden incluso la sunción de las sagradas especies) en asociación con los “hermanos separados”, y hasta con representantes de religiones acristianas.

La encíclica aconseja respetar la disciplina de la Iglesia: no se puede suministrar la santí­sima eucaristía a quien no esté en comunión con la Iglesia Católica (EU, 43-45), ni, desde luego, a quien no esté bautizado (EU, 38). Allende eso, ratifica la obligación de confesar antes de comulgar si se está en pecado mortal, así como la validez perpetua de la doctrina remachada por el concilio de Trento en este campo (EU, 36-37). Parece, pues, que, en la iglesia reformada según las directrices del Concilio, ha caído algún tanto en desuso la práctica del sacramento de la penitencia o confesión auricular antes de la sagrada comunión, una práctica obligatoria para quien esté en pecado mortal.

Está también el problema del “decoro” de la santa misa. Se verifican abusos (que no perdonan ni al arte ni a la música sacra), provocados por “innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes”. Es menester, pues, que “se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística” (EU, 52). La exigencia de “una sana y, al mismo tiempo, obligada inculturación”, sostenida por el Vaticano II y verificada en la reforma li­túrgica, es justa, al decir de Juan Pablo II: “En mis numerosos viajes pastorales he tenido oportunidad de observar en todas las partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la ce­lebración eucarística en contacto con las formas, los estilos y las sensibilidades de las di­versas culturas. Adaptándose a las mudables condiciones de tiempo y espacio, la eucaristía ofrece alimento no solamente a las personas, sino también a los pueblos mismos, y plasma cul­turas cristianamente inspiradas” (EU, 51; las cursivas son nuestras). Al respecto, es obligado preguntarse lo siguiente: ¿logró la eucaristía nutrir a los pueblos y plasmar cristianamente las culturas, durante casi veinte siglos, antes de tal “adaptación” (o puesta al día, o accomodata renovatio), o no? Siguiendo la lógica implícita en el discurso de Juan Pablo II, sería menester responder que no, ¡que la formación cristiana de los pueblos la empezó la Igle­sia tan sólo a partir de las reformas del Vaticano II, el “nuevo pentecostés”, gracias al cual la Iglesia se redefinió de hecho a sí propia! Sea como fuere, las ventajas de la “incul­turación” litúrgica se han oscurecido –lamenta la encíclica- a causa de “experimentos o prácti­cas llevadas a cabo sin una atenta comprobación por parte de las autoridades eclesiásticas com­petentes. Además, la centralidad del misterio eucarístico es una magnitud tal, que requiere una verificación realizada en íntima relación con la Santa Sede” (EU, 51).

El caso es que –comentamos- la puesta al día introducida con las reformas litúrgicas sufre a su vez, por decirlo así, una continua puesta al día en el ámbito local. El Vaticano II quiso atribuir a las conferencias episcopales una amplia autonomía en la aplicación de la liturgia, en aras de la experimentación y la creatividad. Dicha autonomía se templa, en teoría, con la preceptiva aprobación, por parte de la Santa Sede, de todas las innovaciones y experimentos. Pero, en la práctica, este control imprescindible se demora en imponerse, al paso que la tendencia al pluralismo litúrgico (que provoca una situación de sustancial anarquía) se ha arraigado ya tanto, que no parece que tenga la menor intención de bajar la cabeza. Tan es así, que el Papa anuncia en la encíclica que precisamente “para reforzar este sentido profundo de las normas litúrgicas, he solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia Romana que pre­paren un documento más específico, incluso con rasgos de carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia” (EU, 52). Dicho documento vio la luz al fin, y lo estudiaremos en otra parte.

Pero ¿se podrá remediar una situación tan grave con intervenciones que discurren siempre en el sentido de las “reformas” conciliares? Es obligado el escepticismo, visto que la causa pro­funda de la crisis se remonta al Concilio, a nuestro juicio, que quiso reformar la Iglesia adaptando su doctrina, pastoral y liturgia al “pensamiento moderno” y a sus “métodos”. Nos permitimos añadir que quizás haya llegado el momento de reformar concretamente las decisiones tomadas por aquel Concilio meramente pastoral y canónicamente ambiguo, comenzando por abolir la autonomía concedida a las conferencias episcopales, así como todo experimentalismo en cual­quiera de sus formas, y por restituir a la Santa Sede la tradicional centralidad en materia li­túrgica (7).

 

2.1. Excursus: un ejemplo concreto del caos y la traición a la Fe que asolan hoy la Iglesia

 

A comienzos del 2002, cinco seminaristas del seminario diocesano de Bombay, en la India, puesto bajo la advocación de San Pío X, dejaron esa institución y entraron en el seminario de la Hermandad Sacerdotal San Pío X, escandalizados por lo que se habían visto obligados a ver y oír.

Los estudiantes del primer año, dedicado a la orientación, debían participar cada martes en una misa en lengua local, durante la cual los participantes llevaban fulares de color anaranja­do-azafrán: “El celebrante ostentaba el símbolo del aum u om, palabra sánscrita que significa más o menos el Todo, el Uno-todo del monismo hindú. Una religiosa del curso de formación reci­taba el aarti, plegaria hindú que exalta la gloria del dios inefable. En las frentes de los y participantes debía brillar el tilak, la marca denominada ‘tercer ojo de Shiva’, que denota la pertenencia a la religión hindú. Durante la misa resonaban cantos hindúes de adoración y alabanza. El padre Vincenzo Pereira, encargado del año de orientación, parecía bastante más interesado en la psicología que en la espiritualidad (...). Se servía de la psicología como si fuese Dios en persona. ‘Con la psicología hago milagros en mi aposento’, decía. Nos enseñaba que podíamos resolver todos los problemas con la ayuda de la psicología [léase: con el empleo de técnicas hindúes de meditación acompañadas del uso de la magia]. Alababa a los hindúes que, bajo el régimen portugués, apretaban las soletas antes que convertirse [...]. Entre los ac­cesorios de la misa contaba también con un símbolo fálico (Shivalingam, típico del culto al dios Shiva, representativo de la fertilidad)... El padre Oscar Rozarie, S. I., profesor de es­piritualidad, nos enseñaba que todos los hombres se salvan: ‘Seamos racionales –decía-. ¿Por qué un hindú honesto que hace muchas obras buenas debería ir al infierno?’. El padre Giuliano Saldahna, S. I., docente de aculturación y de lenguas, nos iniciaba en el mundo hindú, y tenía por objetivo esencial el de hacernos comprender la bondad del hinduismo... El padre Jean Mer­cier, venido de Bélgica para enseñarnos filosofía, antropología y lógica, afirmaba: ‘Me fasti­dia hablar de María como de la Madre de Dios. Eso no es filosófico. En efecto, significa decir que Dios tiene una madre’. El mismo sacerdote negaba que el hombre se compusiera de cuerpo y alma. Tamaña concepción no era para él sino ‘filosofía griega’. Por tal motivo no rogaba nunca por el alma de un difunto, sino por el reposo eterno del señor X... La teología se dividía en sectores, entre los que se contaban: ‘teología contextual’, ‘eco-teología’ y ‘teología feminis­ta’. A cada sector se le concebía de manera que explicara la teología en general desde su pun­to de vista: p. ej., la ‘teología contextual’ hace de la situación [concepto típico del mate­rialismo existencialista de Sartre], el elemento central para comprender la Biblia, razón por la cual esta o aquella interpretación de la Biblia deja de ser pertinente si se aplica al contexto actual. En efecto, al decir de aquélla, la Biblia no tiene nada que ver con las circuns­tancias de nuestro tiempo. El padre Gilbert nos impartía clases sobre la gracia y pretendía que estaba presente en las doctrinas y enseñanzas de la religión hindú. El padre John D´Mello nos hablaba del pecado y de la perversión, y sostenía que el pecado es un concepto occidental. En la lengua india [hindi, lengua oficial] no existe una palabra que exprese la noción de pe­cado. El padre John nos enseñaba estos tres axiomas, como si fuesen verdades reveladas: 1. To­do conocimiento ha de ponerse en su justa perspectiva. 2. Todo conocimiento es contextual. 3. La teología se sirve de la sociología. El padre Giuliano Saldanha, S. I., que nos enseñaba escatología, afirmaba que el infierno existe, pero está vacío, y que ésta era la doctrina de la Iglesia...”.

Le ahorramos al lector la continuación, que contiene también un epítome de la “cristología” que se enseña en el seminario susodicho. Todo lo anterior lo hemos tomado del nº 45 de la re­vista Le Sel de la Terre, verano de 2003, que publicó un artículo titulado “Du séminaire diocésain Saint Pie X á la Fraternité Saint Pie X. Des séminaristes de Bombay témoignent”, págs. 209-226. El artículo contiene sendas cartas de cuatro de los cinco seminaristas en cues­tión, el citado resumen de la “doctrina” enseñada en el seminario diocesano y el testimonio de un presbítero, quien se pasó a la Hermandad San Pío X en el sur de la India luego de que otro sacerdote, profesor de seminario, hubiese sostenido ante los curas de toda la diócesis, con la aprobación del obispo local y sin suscitar protestas, que el sacerdocio como tal no existía, razón por la cual no podía haber sido instituido por Nuestro Señor, y que la santa misa no tenía carácter de sacrificio, por lo que el oficiante no desempeñaba en ella ninguna “función sacri­ficial”.

 

3. LAS VERDADES DE FE RECORDADAS EN LA ENCÍCLICA A PROPÓSITO DE LA EUCARISTÍA

 

La existencia ya innegable de abusos y desviaciones, que comprometen también a la doctrina, constriñó al Papa a recalcar en la encíclica algunas verdades de fe esenciales atinentes al dogma (sustantivo, por lo demás, que el texto no usa nunca).

Los principios dogmáticos recordados en relación con la eucaristía son los siguientes:

1) La transubstanciación del pan y del vino (EU, 15 y passim).

2) El carácter de sacrificio de la eucaristía, que “hace presente el sacrificio de la cruz: no se le añade y no lo multiplica”, y posee “eficacia salvífica”, aunque se evite cuidadosamen­te la dicción “sacrificio propiciatorio” y se la sustituya por perífrasis del tipo: “lo recibimos a él mismo, que se ofreció por nosotros: su cuerpo, que él entregó por nosotros en la cruz; su sangre, ‘derramada por muchos para perdón de los pecados’ (Mt., 26, 28)” (EU, 16); perífrasis que diluyen el concepto.

3) La verdad, que se había oscurecido, evidentemente, según la cual sólo el sacerdote tiene el poder de efectuar la consagración in persona Christi, no la asamblea del “pueblo de Dios por sí sola o junto con el sacerdote (EU, 5, 28-33).

4) La verdad, oscurecida igualmente, según la cual no se trata de un “alimento espiritual” o “en sentido genérico”, sino de un alimento que contiene efectivamente el cuerpo y la sangre de Cristo todo entero, según la “doctrina siempre válida del concilio de Trento” (EU, 13, 15, 17).

 

4. QUE NADIE SE DEJE ENGATUSAR POR LA RATIFICACIÓN DE ESTAS VERDADES: LA ENCÍCLICA SE MUEVE EN LA ÓRBITA DEL “NUEVO CATECISMO”

 

Tales confirmaciones dogmáticas hinchan de satisfacción a todo corazón sinceramente católico. Sin embargo, sería erróneo querer creer que representan un cambio efectivo de rumbo tocante a la liturgia y la santa misa. La encíclica no dice nada que no se hubiese dicho ya en el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, que data de 1992. ¿Por ventura disipó las ambigüedades di­cho catecismo e inició el retorno a la verdadera misa y a la liturgia auténtica? No nos lo pa­rece en absoluto.

Luego de las graves omisiones y ambigüedades del Vaticano II sobre el significado de la misa y la eucaristía, y tras la gravísima acusación formulada por los cardenales Ottaviani y Bacci de que el Novus Ordo Missae (promulgado en 1969 y modificado sucesivamente sólo de modo mar­ginal) “se aleja de manera impresionante (...) de la teología católica de la santa misa cual se formuló en la sesión XXII del concilio tridentino” (8), el Nuevo Catecismo no podía dejar de recordarnos el dogma de la transubstanciación (nn. 1374-1377) y el carácter sacrificial de la eucaristía (nn. 1330, 1357 ss., 1365 ss.); no podía dejar de confirmar que “sólo los presbíteros válidamente ordenados pueden presidir la eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor” (nº 1411). Mas con todo y eso, bri­llan por su ausencia los adjetivos “propiciatorio” e “impetratorio” en la lista que brinda el Nuevo Catecismo de los nombres y adjetivos atribuidos a lo largo de los siglos a este sacramen­to (una lista más amplia que la del artículo 288 del catecismo tridentino: cf. nn. 1328-1332): Eucaristía, Banquete del Señor, Fracción del pan, Asamblea eucarística (synaxis), Memorial, Santo Sacrificio (de alabanza, espiritual y santo), Santa y divina liturgia, Comunión, etc. Los conceptos que denotan los dos adjetivos omitidos se declaran sólo indirectamente, de ma­nera casi accesoria y perifrástica, en el art. 1365, en el 1366 (con una cita del concilio de Trento), y en el 1414, en la parte compendiosa o resumen que se halla al final de cada capítulo de dicho catecismo: “En cuanto sacrificio, la Eucaristía es ofrecida también en reparación de los pecados de los vivos y difuntos [sacrificio propiciatorio], y para obtener de Dios beneficios espirituales o temporales [sacrificio impetratorio]”.

Sin embargo, en la enunciación final y conclusiva del significado de la eucaristía, el Nuevo Catecismo presenta a la misa exclusivamente como sacrificio de alabanza y de hacimiento de gra­cias, y, por ende, como banquete memorial, que incluye la resurrección al mismo título que la cruz: “La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofreci­do de una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de este sacrificio derramó las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia” (nº 1407): “La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la vida, la muerte y resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la acción litúrgica” (nº 1409).

 

Una “nueva” concepción de la Misa

 

El Nuevo Catecismo, pues, mantiene plenamente la nueva concepción de la misa, que apareció con el Vaticano II y el Novus Ordo Missae, concepción que constituye una neta ruptura con el pasado y con la que se obró sin ambages un desplazamiento del “centro de gravedad” de la misa: para el misal tradicional “la misa es oblación sacrificial de la presencia transubstanciada”; para el nuevo misal la misa es “el memorial de la pascua de Cristo”, que comprende, en cuanto banquete pascual, tanto el misterio de la pasión como el de la resurrección (9). Esta nueva concepción, aunque conserva formalmente el concepto de la “presencia real” según el dogma de la transubstanciación de la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Señor, lo enturbia con el concepto nuevo y poco claro del “hacer presente” toda “la obra de la salva­ción realizada por la vida, la muerte y la resurrección de Cristo”. Pero, por no hablar de la “vida”, ¿cómo es posible “hacer presentes” en la misa, del mismo modo, la muerte de Cristo y su resurrección? Puesto que el texto no especifica, es menester decir: del mismo modo. La resurrección que se hace presente en el rito de la misa, ¿lo está del mismo modo que el cuerpo y la sangre de Cristo en la hostia consagrada? Responder que sí significaría afirmar algo pri­vado de sentido. ¿Y entonces? Se queda uno a oscuras, entre otras cosas porque de esta nueva formulación resulta, según parece, que uno de los objetivos fundamentales de la misa es el de hacer presente la resurrección, sin excluir la ascensión, obviamente: el de hacer presente, en resumidas cuentas, la gloria del Kyrios, lo cual resulta igualmente ayuno de sentido (10). Mas ¿qué se esconde tras esta oscuridad? Sería menester procurar comprenderlo.

 

 

Nótese que cuando el Nuevo Catecismo dice que mediante el “sacrificio de alabanza y acción de gracias”, que es la eucaristía, Cristo “derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia” (nº 1407 cit.), no ha de entenderse la “Iglesia” en el sentido del cuerpo místico de Cristo en la tradición: no se la entiende ya como la societas de solos los creyentes, de solos los católicos, en la cual se entra con el bautismo y en la que se permanece perseve­rando en la fe y en las obras. Esta “Iglesia” es la Iglesia-comunión propuesta por el Vaticano II, que debe llegar a abarcar, por grados, a todos “los hermanos separados” y, en el porvenir, a toda la humanidad; obviamente, no mediante la conversión, ¡sino mediante el diálogo y un culto interreligioso común! “En definitiva –dijo ya Mons. Lefebvre en el lejano 1977-, ¿cuál fue uno de los resultados más graves del concilio? A mi entender, fue el haber cambiado la definición de la Iglesia; se modificó la definición de la Iglesia. La Iglesia no era ya una socie­dad divina, visible, jerárquica, fundada por Nuestro Señor Jesucristo para la salvación de las al­mas. No. Desde entonces la Iglesia era una comunión. ¿Qué significa esto? ¿Qué quiere decir ‘Iglesia comunión’? Una comunión que acogerá en el seno de la Iglesia Católica a diversos gru­pos religiosos, completamente distintos de la Iglesia Católica. Y se llegará no sólo a aceptar las religiones cristianas acatólicas, sino también las religiones acristianas y hasta a los descreídos...” (11).

Una doctrina “trinitaria” de novísima planta subyace también a tamaña concepción de la “Igle­sia”, porque la “comunión” que la caracteriza tiene por modelo, al decir de sus teóricos, la inhabitación mutua (pericóresis) de las tres personas de la Santísima Trinidad. Se trata de uno de los partos más audaces de la nouvelle théologie, disimulado tras la fachada usual constituida por alguna cita patrística o testamentaria aislada, elegida tras una rebusca ahincada y torcida (12).

A una “Iglesia” así entendida no se le podrá proponer, ciertamente, la imitación de la cruz para la salvación propia, ni, por ende, la conversión al catolicismo, el arrepentimiento, la mortificación. A esta “Iglesia”, cuya comunión refleja sin más ni más la comunión de las tres personas de la Santísima Trinidad, la “gracia de la salvación” puede venir sólo de la resurrección. Y, en efecto, la resurrección ha sustituido a la Cruz en la enseñanza corriente. Se dice en un documento bastante reciente de la conferencia episcopal de la Emilia Romaña, para explicar el concepto de la santa misa a los musulmanes, que en ella la Iglesia “hace memoria del Señor re­sucitado poniendo en una comunión viva y real a sus hijos con Dios uno y trino” (13). No está muy claro de qué “comunión viva y real” se trata (es la “comunión” del oscuro “hacer presente” de que se habló supra). Por el contrario, está clarísimo que la jerarquía actual prefiere enca­minar a la contemplación del gozo de la resurrección antes que a la aceptación de la ignominia de la santa Cruz, escándalo para los judíos y locura para los paganos: “puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la Cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios” (Heb., 12, 2; cur­sivas nuestras).

 

Una teología corrompida de la Redención

 

No podía ser de otro modo, puesto que la concepción de la Iglesia-comunión, aplicada en nues­tros días con particular protervia por el Card. Kasper, con la mira puesta en el ecumenismo, y profundizada en Italia, en el ámbito teológico, por su “discípulo”, Mons. Bruno Forte, no es más que la aplicación a la eclesiología de la falsa doctrina de la redención universal in­condicionada, o sea, de la redención realizada ya objetivamente para todos los hombres por el mero hecho de la encarnación de Nuestro Señor, una doctrina elaborada por Karl Rahner y en la cual confluyen los delirios del “pancristismo” de los Blondel, de Lubac, Teilhard de Chardin.

Esta “doctrina” enseña concretamente que la salvación la tienen ya todos los hombres en el bolsillo, sea cual fuere su religión y su modo de vivir, porque Dios es amor y el amor no sen­tencia a nadie a la condenación eterna (!). La misión de la Iglesia Católica consiste entonces en hacer cobrar conciencia de esta nueva y definitiva “verdad” mediante el diálogo interconfe­sional e interreligioso, verdad de la cual la jerarquía misma tomó conciencia, a lo que pare­ce, sólo a partir del “nuevo pentecostés” constituido por el Vaticano II. Y, por ende, si to­dos los hombres están ya salvados por la encarnación sin saberlo, ¿a santo de qué tomar la Cruz para conseguir, al final de nuestra vida, el fruto de la misma, constituido por la sal­vación eterna y la visión beatífica? Al haberse salvado ya todos gracias a la encarnación, la Cruz debe desaparecer en el interior de la “dinámica” del “misterio pascual”, que, de manera lógica y consecuente con las premisas de esta teología corrompida, privilegia netamente, en la misa, al memorial de alabanza y hacimiento de gracias por el beneficio de la resurrección, es decir, por la salvación ya firme para todos (!). Se comprende, pues, por qué desapareció de la nueva misa el ofertorio, en el cual se precisaba con detalle que el sacrificio se ofrecía para el perdón y la expiación de nuestros pecados, y por qué fue sustituido por una “mera presenta­ción de dones que se convertirán en pan de vida y bebida de salvación” (14).

 

4.1 LA PRESENTACIÓN TEILHARDIANA DE LA EUCARISTÍA EN LA ENCÍCLICA

 

Una vez precisado todo eso, consideremos ahora el modo en que la encíclica presenta a la santísima eucaristía: “Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso la eucaris­tía, que es el sacramento por excelencia del misterio pascual, está en el centro de la vida eclesial” (EU, 3). La eucaristía es para la encíclica lo mismo que para el Vaticano II y el Nuevo Catecismo: “el sacramento del misterio pascual” cuya teología corrupta recordamos lí­neas arriba. Además, “La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, ‘misterio de luz’. Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: ‘Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron’ (Lc 24, 31)” (EU, 6). Así, pues, “luz” y “asombro” en la eucaristía. Juan Pablo II se abandona a imáge­nes poéticas, pero no demasiado, visto que los enigmáticos “misterios de luz” son una elabora­ción de su teología personal, y que los propuso recientemente para completar los misterios tra­dicionales del santo rosario. También aquí estamos fuera de la tradición de la Iglesia y puede que hasta en contra, visto que la neoteología del rosario parece que quiere atenuar la sustancia mariana de éste mediante la acentuación desmesurada de su componente cristológica (15).

Así que la eucaristía es un misterio de luz: una “luz” ni mas ni menos que cósmica. No se pasme el lector. El § 8 de la encíclica es un auténtico ditirambo al significado cósmico de la santa misa y la eucaristía: “He podido celebrar la santa misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares cons­truidos en estadios, en las plazas de las ciudades... Estos escenarios tan variados de mis ce­lebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra siempre, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquel que lo hizo de la nada. De ese modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eter­no mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo ha­ce a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia, para gloria de la Santísima Trinidad. Ver­daderamente éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo que salió de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo” (EU, 8).

En este singular texto, el carácter “cósmico” de la eucaristía se liga al carácter “cósmico” de la redención, en conformidad con la visión naturalista del reino de Dios recordada más arri­ba, la cual se basa en una interpretación errónea de un pasaje de San Pablo (Rom 8, 20 ss.): visto que Cristo restituyó redimido al Padre “todo lo creado”, la eucaristía debe entenderse como el acto de alabanza y de hacimiento de gracias que impregna todo lo creado y “une cielo y tierra”. Todo el pasaje es un eco de Teilhard de Chardin, el jesuita descreído, panteísta y evolucionista, aprendiz de científico, que quería conciliar la fe con el materialismo, y cuyo pensamiento ejerció gran influencia en el clero de inspiración liberal-modernista en las décadas de los cincuenta y sesenta, un clero al cual pertenecía el joven Wojtyla, sin duda.

He aquí, en efecto, como Teilhard de Chardin ve el sentido profundo de la eucaristía: “Me­diante la Hostia transustanciada, la operación del sacerdote se extiende al propio cosmos, que se transforma gradualmente en la sucesión de los siglos por la Encarnación, la cual nunca se termina. No hay más que una sola misa en el mundo durante toda la duración del tiempo: la verdadera hostia, la hostia total, es el universo, penetrado y vivificado por el Cristo de ma­nera cada vez más íntima...” (16).

La terminología teilhardiana aparece también, a nuestro juicio, en la conclusión de la encí­clica, donde Juan Pablo II, en vez de servirse de la imagen tradicional de la eucaristía “co­razón de la Iglesia”, afirma que es “el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hom­bre, aunque sea inconscientemente, aspira” (EU, 59). Esta insólita expresión, “corazón del mun­do”, la hallamos referida a Cristo en las denominadas Litanies [Letanías] escritas por el je­suita fedífrago en el reverso de una imagen de Nuestro Señor: “Jésus: Coeur du Monde; Essence Moteur de l’Evolution [Jesús: Corazón del Mundo; Esencia Motor de la Evolución]” (17).

Conque “corazón” y “altar del mundo”: la eucaristía es una acción litúrgica de relevancia “cósmica”. ¿Nos hallamos frente a meros arranques líricos, a inofensivas imágenes literarias? No. A tales arranques se les pretende dotar de un significado teológico, puesto que el “mundo” cuyo “corazón” es la eucaristía es el mundo que abarca a toda la humanidad y la naturaleza (la creación”), ya salvadas por la redención universal. El “fin” a que todo hombre, “aunque sea inconscientemente, aspira” (y, por ende, sin necesidad de la gracia) es, pues, el que la euca­ristía constituye en sentido cósmico: la presunta “unión entre cielo y tierra” que ya realizó Jesucristo con la Encarnación.

Decir que esta “teología” de la eucaristía está lejos de la enseñanza constante de la Igle­sia es decir poco. Coincide a la perfección con la del Nuevo Catecismo. Dice la encíclica, en efecto: “Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y ‘se realiza la obra de nuestra redención’ (Lumen Gentium, 3)” (EU, 11; cursivas nuestras). Sigue la cita li­teral del art. 1382 del Nuevo Catecismo sobre la misa, entendida una vez más como memorial y banquete, “para la salvación del género humano”, de donde “la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo de una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos” (EU, 12; cursivas nuestras). Así que la encíclica se ciñe a remachar la nueva doc­trina sobre la misa, o sea, que “el sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio” (EU, 14; cursivas nuestras).

Canonicus

 

1) S. S. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia. Carta encíclica del Papa sobre la eucaris­tía en su relación con la Iglesia (= EU), Progetto editoriale italiano (Proyecto editorial italiano): Vigodarzere, 2003. A esta encíclica se la sometió a severas críticas, formuladas desde el punto de vista de la teología ortodoxa de la santa misa, en Le Sel de la Terre, nº 45, verano de 2003: Ecclesia de eucharistie: quelle eucharistie pour quelle Eglise? (La Iglesia nace de la eucaristía: ¿qué eucaristía para qué Iglesia?), pp. 1-8; y en P. Peter R. Scott, L’encyclique Ecclesia de Eucharistia (La encíclica “La Iglesia nace de la eucaristía”), y en Le Sel de la Terre, nº 46, otoño de 2003, pp. 16-22.

2) Sobre este punto, cf. L. Ott, Précis de théologie dogmatique (Breviario de teología dogmática), tr. fr. Salvator-Castermann, Mulhouse, Tournai, París, 1955, p. 524; EB, 128.

3) Para la interpretación del art. 39 de la Gaudium et Spes, cf. Paolo Pasqualucci, L’altera­zione dell’idea del sovrannaturale nei testi del Vaticano II (La alteración de la idea de lo sobrenatural en los textos del Vaticano II), en Atti del IV Congresso Teologico di “Sì Sì no no” (Actas del IV Congreso Teológico de “Sì Sì no no”), Roma 3-5 agosto de 2000, ed. Ich­thys: Albano Laziale, 2003, pp. 195-236; 207-213.

4) Dizionario Biblico, dirigido por Francesco Spadafora, 3ª edición revisada y ampliada, ed. Studium: Roma, 1963, voz “Magnificat”.

5) Esta interpretación del significado del Vaticano II es la que Juan Pablo II dio del Conci­lio tanto como cardenal cuanto como Papa, y es, en sustancia, la que asume la jerarquía actual. Se trata de una interpretación que, por lo demás, se remonta al promotor mismo del concilio, Juan XXIII, que lo presentó y planeó como si se tratara de un “Nuevo Pentecostés”. Al respecto, cf. Johannes Doermann, La teologia di Ciovanní Paolo II e lo spirito di Assisi (La teología de Juan Pablo II y el espíritu de Asís), tr. it. Ichthys, Albano Laziale, vol. I, pp. 25-41, sobre el sentido y el espíritu del Concilio según se desprende de los documentos conciliares; vol. II, sobre la iglesia reformada del Concilio como iglesia del “Nuevo Adviento” en el pensa­miento de Juan Pablo II.

6) Cf. la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, arts. 22, 23, 38, 39, 40; Decreto conciliar Christus Dominus sobre el oficio pastoral de los obispos, art. 38.

7) Una “reforma” de ese linaje es, a nuestro juicio, competencia del Papa uti singulus, y no en cuanto cabeza del colegio episcopal. Tocante al dogma, autoriza el ejercicio de la infalibi­lidad pontificia (que pertenece al Pontífice iure divino y no en cuanto jefe del colegio epis­copal, no iure ecclesiastico) en la forma de una condena solemne de los errores constituidos por la aculturación, el experimentalismo, la creatividad en el campo litúrgico. En efecto, una condena del error en forma solemne tiene valor dogmático, puede considerarse una auténtica de­finición doctrinal dada “a contrario”.

8) Tomado de la carta a Pablo VI de los cardenales Ottaviani y Bacci: “Breve esame critico del “Novus Ordo Missae” (Breve examen crítico del “Nuevo orden de la misa”), suplemento del nº 1, año 1, 2000, de Inter Multiplices Una Vox, Turín, p. 3.

9) Hermandad Sacerdotal San Pío X, Il problema della riforma liturgica. La Mesa del Vaticano II e di Paolo VI. Studio teologico e liturgico (El problema de la reforma litúrgica. La Misa del Vaticano II y de Pablo VI. Estudio teológico y litúrgico), Ed. Ichthys, 2001, p. 21.

10) Op. cit., p. 85.

11) Mons. Marcel Lefebvre, La Chiesa dopo il Concilio (La Iglesia tras el Concilio), confe­rencia impartida en Roma, el 6 de junio de 1977; ahora en ID. Il colpo maestro di satana (El golpe maestro de Satanás), Il Falco: Milán. 1978, pp. 7-42, cita a las pp. 16-17.

12) Cf. Bruno Forte, La Chiesa nella Trinità. Saggio sul mistero della Chiesa comunione e missione (La Iglesia en la Trinidad. Ensayo sobre el misterio de la Iglesia comunión y misión), ed. S. Paolo: Milán, 1955, pp. 203-205.

13) Conferencia Episcopal de la Emilia Romagna, Islam e Cristianesimo, Documenti Chiese loca­li (Documentos iglesias locales) nº 99, ed. Dehoniane: Bolonia, 2000, p. 30.

14) Hermandad Sacerdotal San Pío X, Il problema della riforma liturgica cit., p. 16.

15) Cf. P. Peter R. Scott, Commentaire de la lettre apostolique Rosarium Virginis Mariae (Comentario de la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae), con las adiciones, en Le Sel de la Terre, nº 45, verano de 2003, pp. 123-166

16) Pierre Teilhard de Chardin, Oeuvres (Obras), tomo 10, Comment je crois (Cómo creo), Ed. du Seuil: Paris, 1969, p. 90. Se trata del texto de una conferencia inédita de 1923, op. cit., pp. 73-91.

17) Op. cit., p. 293.

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SUBVERSIÓN Y CONVERSIÓN

Subversión universal y totalitaria

Dotado de una serie de medios técnicos, con una variedad y potencia sin precedentes, el laicismo moderno que tiende a eliminar todo tipo de influencia de la Iglesia y por lo tanto de la religión católica en la vida social, no esconde su carácter totalitario y su ambición universal. Con habilidad, y usando una táctica de dominación progresiva, ha llegado a imponer su ideología y sus instituciones en todo el universo. Actualmente domina la vida personal de los individuos y la de las colectividades, envolviéndolas y cercándolas, bajo el imperialismo y la obligación de un pensamiento único, a través de la mediación de poderes que ha instalado por doquier, bajo formas más o menos diversificadas, lo que le permite mezclar tácticas y evitar la vulnerabilidad de una dirección centralizada, demasiado ostensible.

La conquista del poder espiritual

Podemos decir que alrededor de 1950 la conquista de los poderes temporales estaba prácticamente acabada y que los frágiles islotes de resistencia que todavía existían se encontraban sabiamente minados en su interior. Sólo quedaba por conquistar el poder espiritual.

Víctima de su propia trampa a causa de la separación de la Iglesia y del Estado, que el laicismo no había dejado de predicar durante todo el siglo XIX, pudo comprobar éste durante los Pontificados de Pío IX, San Pío X y Pío XII que en realidad había contribuido bastante para purificar y realzar la autoridad espiritual del Catolicismo. Se hacía necesario por tanto cambiar de táctica para obtener un resultado más rápido y completo.

El laicismo empezó a maniobrar en dos direcciones. La primera consistió en una política de “tender la mano” a la Iglesia. La Historia nos lo muestra: este acuerdo de fachada (en diversas fases sucesivas) iba a manifestar un aspecto unilateral flagrante ya que la parte civil se alzaba con el derecho absoluto de imponer su laicismo mientras que a la parte eclesial se le “rogaba” que, en compensación de las limitadas ventajas materiales, escondiese su misión divina en el secreto de la conciencia individual, previamente condicionada por la supremacía del “libre examen”.

La segunda táctica consistiría en apoderarse de las riendas del poder eclesiástico, gracias a una penetración interior sutilmente gestionada. Una especie de “entendimiento cordial y práctico” sólo podía proporcionarles en verdad numerosas connivencias en gran parte del clero y de los fieles, siempre proclives a conceder al enemigo que sonríe las mejores intenciones.

En 1958, es decir cuando muere Pío XII, la Iglesia Católica era el único baluarte que impedía la expansión del materialismo liberal o totalitario en el mundo. Más todavía: permanecía como la gran referencia estable de la Palabra de Dios después de dos guerras mundiales que habían dejado a la Humanidad en un total desarraigo. Los poderes temporales, lacayos dóciles de un laicismo omnipotente en el que se inspiraban, no podían aceptar esta primacía infalible y molesta, siempre dispuesta a recordarles su responsabilidad ante Dios y ante los hombres. Conocemos lo que pasó: la opinión fue ampliamente manipulada, las instituciones eclesiásticas zarandeadas, la doctrina y la pastoral “reinterpretadas”, la Curia romana y los episcopados renovados sin piedad alguna, en resumidas cuentas el poder espiritual, establecido por el Salvador y entregado a la fragilidad de los hombres, se convertía, con la anuencia del laicismo triunfante, en una pareja útil con la que se podía finalmente dialogar y sobre todo cooperar. Hoy en día se olvida a menudo esto: estar a bien con Dios y con los hombres representa una de las formas más despreciables de rechazar a la Cruz.

Los medios

No es difícil señalar el paralelismo de los medios empleados en la subversión laicista para la conquista de los dos Poderes.

El poder de la mentira no sería completo si no se extendiese a todo lo que constituye el ser y la acción del hombre. Como consecuencia de esto el empleo simultáneo o sucesivo, según los casos, de los procedimientos de seducción y de violencia capaces de dominar al hombre, cuerpo y alma. Resumámoslos: primacía ideológica de los derechos del hombre contemplados desde una óptica deformada y hostil respecto a las realidades naturales y sobrenaturales; exaltación al mismo tiempo de las pasiones entre las masas y las élites; odio del pasado y un futuro expuesto con color de rosa; insurrección “legalizada” o violenta asegurando la toma del poder; confiscación y “enmohecimiento” del poder temporal y espiritual en provecho de una minoría debidamente “adoctrinada”, respecto a la cual se tomará la elemental precaución de proporcionar un apoyo ficticio y mayoritario fruto de la propaganda y de consultas pre-orientadas.

Teniendo a ambos Poderes entre las manos, se encontrarán comprometidos en un misma ideología dominante y en unos procedimientos técnicos de manipulación, disimulados en un proceso evolutivo y sincronizado. Acoplados convenientemente en este paralelismo, los dos Poderes obtienen una fuerza muy por encima del nivel vulgar pero esclava en sí misma. Se les proporciona una conducta perfectamente “asistida” pero a condición de que no se separen de la dirección impuesta.

Los frutos

Este imperialismo horizontal puede indudablemente satisfacer a colaboracionistas situados tanto en un campo como en otro. No puede ser aceptado de ninguna manera desde el punto de vista de la Fe revelada, se trate del poder temporal o espiritual. La Sagrada Escritura habla muy claro sobre la mirada que el Dios de Verdad dirige a los regímenes deliberada y totalmente laicizados: son rechazados ciertamente por la Majestad divina. El giro a la izquierda de la Iglesia (sus representantes) hacia una secularización laicizante no puede ser agradable a Dios.

Todos los poderes se encuentran fundamentalmente viciados desde el momento en que se separan conscientemente de la voluntad creadora y redentora del Dios vivo; sus malvadas connivencias se asemejan a un desafío, o lo que es lo mismo a una rebelión contra su Ley. La observación del día a día nos lo muestra sobremanera; cuando la enseñanza sobrenatural transmitida por Cristo se esfuma debido a la hostilidad de los unos y a la relajación de los otros, la ley natural se diluye y los sueños bárbaros empiezan a surgir por todas partes. El laicismo lanza a la libertad a todas las variantes del mal.

Poderes que se desvían de su objeto y de su verdadero fin; transmisión falsificada o parcial de los valores cristianos; burla de la Voluntad Con la santa Tradición “cabeza abajo”, lo único que han hecho los poderes humanos es traernos el “viento” de sus fatuos discursos. Pero sin duda hay algo más grave: nuestra época guarda una analogía con aquella que vio, hace 2000 años, la Encarnación de Cristo. Los dirigentes del laicismo saben que no pueden alcanzar a Dios: lo que intentan es “anularlo” en el espíritu de los hombres. La Resurrección se producirá cuando crean que han ganado la partida. Sea lo que sea de su malicia y de los que les han favorecido en la misma Iglesia, digamos sencillamente que no se puede anunciar al Dios uno y trino favoreciendo las alteraciones de la Fe ni aceptando la supremacía del laicismo negador de la Fe. No hay una tercera vía capaz de producir milagros.

El “nuevo Cristianismo”

La verdadera Fe es espíritu y vida; supone e impone las dos exigencias de fidelidad y perfección tanto a los simples creyentes como a las autoridades que los guían. No hay ninguna ambigüedad en los consejos de San Pablo a sus discípulos en cuanto a este punto. Todos deben guardar una fidelidad absoluta a la Revelación que nos ha aportado el Verbo Encarnado, Luz única e insuperable sobre nuestra existencia y nuestro destino, así como la Tradición que nos ha sido dada por sus testigos inmediatos y privilegiados. Éstos han recibido el mandamiento expreso de difundir la enseñanza del divino Maestro en su pureza y plenitud hasta las extremidades de la tierra. Como corolario lógico y necesario su vida deberá ser ejemplar como lo exige el Dios tres veces santo del que se proclaman creyentes.

Es cierto que cuanto más se aleja el tiempo de la Encarnación en el curso de la Historia más se hace necesaria la fidelidad a este misterio, pues existen continuamente múltiples factores susceptibles de alterarlo o debilitarlo en la memoria humana: la ignorancia, el error, la relajación moral, las pasiones, la inestabilidad y el deseo de novedades, en una palabra enemigos por doquier. Desde los primeros siglos el espíritu humano acometió la tarea de fabricar conceptos fantasiosos incluso sobre verdades fundamentales como por ejemplo la naturaleza de Dios, de Cristo o del Espíritu Santo.

Las cosas apenas han cambiado; nadie se cree nunca más inteligente que cuando pone en interrogación las afirmaciones dogmáticas; se sitúa al Padre en un monismo inaccesible, al Hijo en una humanidad sublime y al Espíritu Santo en función de... nuestras inspiraciones. La promoción abusiva de los derechos del hombre hace que las nuevas generaciones desconozcan que llegan a este mundo en el mismo estado de ignorancia, de suficiencia y codicia que las que les han precedido. En este contexto el verdadero Dios y la verdadera Revelación ya no se enseñan; un nuevo “Cristianismo” viciado se extiende con la ayuda de un mundo secularizado en extremo en donde se han perdido a la vez su unidad, su santidad y su impulso misionero.

El carácter específico de la crisis actual

Pero el carácter específico de la presente crisis reside sin duda en el hecho de que los dirigentes espirituales de la cristiandad han pactado con esta inversión alarmante; dan la impresión de preferir los compromisos con los peores enemigos y de querer acelerar la desaparición del Dios vivo que penetra sus interioridades más secretas y trastorna sus turbias maquinaciones.

Esta mezcla impura de verdadero y falso, de bien y de mal, tan contraria a la verdadera Tradición cristiana, no puede en absoluto favorecer la apertura de las almas ante las exigencias de la santificación por medio de la Cruz. Por el contrario los bautizados caen en una especie de infidelidad práctica por la que les son distorsionados los caminos de la salvación e incluso, al amparo de tantos seguidores de falsas religiones, ¡se creen justificados cuando hacen el mal! Estamos pues en el polo opuesto de lo que el honor y la gloria de Dios nos exigen, especialmente desde “este hecho único, sin similitud posible, que es la Encarnación” (Gabriel Marcel). No se dirá nunca lo suficiente: la ascensión espiritual es inseparable de la fidelidad doctrinal.

Nuestro deber

En su famosa obra, Jesucristo, vida del alma, el gran abad de Maredsous, dom Marmion, subraya la siguiente verdad y su importancia capital: “Dios habría podido contentarse aceptando de nosotros el culto de una religión natural... Dios no lo ha juzgado suficiente. Porque ha decidido hacernos partícipes de su vida infinita, porque nos ha dado su gracia. Dios nos pide que nos unamos a Él con una unión sobrenatural que tenga esta gracia por principio. Fuera de este plan sólo nos queda una pérdida eterna”.

Estas líneas, puro reflejo de toda la Tradición cristiana, adquieren un relieve especial en nuestro tiempo en el que tantos autoproclamados doctores religiosos reducen la Revelación a un nivel humano cada vez más horizontal, acorde con el modernismo que “disuelve literalmente el dogma de la Redención” (Initiation théologique, tomo IV, pg. 181). Viene a la memoria el minimalismo teológico manifestado por algunos en el transcurso del Vaticano II. El Papa Pablo VI, a pesar de sus tendencias liberales, sintió que debía reaccionar si no quería ver cómo la doctrina se iba degradando para después ser negada. Proclamó a la Santísima Virgen Madre de la Iglesia, mientras que algunos no se escondían al decir que la Virgen debería ser puesta “en el lugar que le corresponde”, según la expresión tristemente célebre de uno de ellos.

Era sólo hacer justicia. ¿Quién como Ella ha comprendido su vocación y su misión sobrenatural en este mundo? La Virgen está en esa conjunción humano-divina en tanto que Madre de Dios. Y sin embargo los espíritus rebeldes no cejan. Le niegan el título de Corredentora (pronunciado con toda naturalidad por los fieles), basándose en que Cristo es el único Redentor, lo que ningún cristiano pone en duda. Ciertamente la Co-redención que atribuimos a María se deriva y está subordinada a la de su divino Hijo, pero –nos dice dom Marmion- “Ella ha entrado tanto en los sentimientos de Jesús que puede ser llamada co-redentora”. Digamos que es nuestro lenguaje y no la Fe el que da la impresión de introducir una idea de igualdad en lo que no es sino un prefijo adjunto. Además, y aunque lo quisiéramos, nos sería sin duda alguna imposible traducir con nuestro pobre lenguaje la inseparable comunión de los dos Corazones en la obra de la Redención. ¡Oh buena y santa Madre, sin duda porque sentís que estamos dispuestos a limitar osadamente vuestra co-redención, es por lo que os habéis adelantado a decir en 1846 a los pastorcillos de La Salette: “Por más que hagáis nunca podréis recompensar mi afán por vosotros”.

Mutatis mutandis, estamos llamados a una vocación parecida; nuestra participación co-redentora, por ser de nivel inferior, no es optativa: “El que quiera venir en pos de Mí que tome su cruz y me siga”. Una vez más conviene repetir que la partícula co traduce una idea de cooperación, un poco como la ayuda realizada por Simón de Cirene en el camino del Calvario, pero nunca una idea de igualdad entre Dios y nosotros. Sabemos bien que incluso en el orden puramente humano nuestra ayuda en el trabajo o el esfuerzo de alguien no significa igualdad de valor, de competencia o de energía por parte de ninguno de los cooperantes. A más fuerte razón, es debido a la divinidad de Nuestro Redentor que nuestra co-redención adquiere tal importancia. Así lo expresa con exactitud Tanquerey: “Este mismo Jesús que ha venido a sufrir en María y a divinizar sus dolores, viene también a vivir en nosotros para divinizar los nuestros. A nosotros nos toca aceptar generosamente el participar en sus sufrimientos para tener parte en su gloria”. En realidad se nos hace raro el término “co-redención” porque no nos decidimos a entrar en este camino, mientras que el divino Maestro ha expresado formalmente que su yugo es suave y su carga ligera. Las razones gramaticales con tinte teológico guardan el peligro de esconder una falsa cuestión. Bossuet decía que todos nosotros “somos inagotables en buenos pretextos”. El Cielo no nos pide ni una humildad mal comprendida que nos alejaría de la acción redentora ni una injerencia pretenciosa que nos llevaría a cierta presunción en este punto.

Sin duda que estamos muy lejos de la dignidad de la Santísima Virgen que “pertenece a un orden trascendente en el que está asociada como Madre a la paternidad de Dios Padre sobre Jesucristo” (R. P. Lagrange). Pero cada uno de nosotros, debido a su Bautismo, no deja de estar llamado a participar en la Cruz redentora. Esta cooperación, más activa que pasiva, nos hace comunicar mediante la gracia con la divinidad del Salvador y merecer el Cielo. Comprometiéndonos con ello contribuimos a salvar muchas almas debido precisamente a esta unión con el Verbo encarnado. La acción misionera del Cuerpo místico tiene por objeto y por fin llevar esta ayuda “compensadora” a los pecadores y a los infieles limitados a su impotencia natural. Podemos por lo tanto e incluso debemos dar la vuelta sin temor al dudoso sofisma de los innovadores en esta materia. Únicamente Cristo es fuente de todas las gracias de la Redención pero reclama la ayuda de nuestra co-redención, por pobre e ínfima que sea, para unirla a su Amor infinito y otorgar así un valor de alguna manera divino a esta aporte humano lleno de su gracia y transfigurado por su poder.

Sólo en el Cielo comprenderemos todo el alcance de esta misteriosa participación. El Salvador no ha dispensado a su Iglesia de anunciarlo y vivirlo, ya que de esto ha hecho condición necesaria de la Fe en este mundo y de salvación en el otro. “Non est in alio aliquo salus” (Acta A.).

De esta forma comprenderemos mejor la catástrofe espiritual que representa la ignorancia generalizada de esta necesaria corredención. Inmersos en el naturalismo y la secularización que nos rodean, ¿acaso los cristianos conceden a todo esto la atención requerida? La esperanza permanece a pesar de todo pues esta “causa” es más querida por Nuestro Dios tres veces santo que por nosotros mismos. En este sentido podemos sostener legítimamente que el actual combate por la verdadera Fe y por la verdadera Misa se inscribe en lo más hondo del corazón de esta perspectiva salvadora. No dudemos en dar a este término de “co-redención” el sentido más cierto, pleno y fuerte, pensando en la Voluntad del Salvador que instituyó esta extraordinaria conexión entre su Sacrificio y los miembros de su Cuerpo místico, por poco que en éstos su deseo de oblación esté por encima de sus deficiencias.

Sacar a la luz este misterio de participación redentora constituye una condición totalmente prioritaria para hacer resurgir realmente en nuestra época la vida religiosa y social.

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EL MENSAJE OCULTO (AUNQUE NO DEMASIADO) DE LAS CELEBRACIONES CON MOTIVO DEL CUADRAGÉSIMO ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN SACROSANCTUM CONCILIUM

Últimamente han aparecido en la prensa de signo católico diversas declaraciones con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium sobre Sagrada Liturgia. En el presente artículo vamos a examinar dos de esas declaraciones, dentro de las más importantes e interesantes. La primera es de Su Excelencia Monseñor Piero Marini, Maestro de ceremonias en las celebraciones papales, publicada en su día por el Osservatore Romano el 6 de diciembre de 2003[i]; la segunda fue publicada por la Civiltà Católica el 20 de diciembre de 2003, firmada por el Padre Giraudo, S. J.

Una mentira

Monseñor Marini comienza mintiendo cuando afirma: “Hay que reconocer que el deseo de situar a la liturgia en un primer plano es altamente significativo, deseo que llevó a promulgar como primer documento del Vaticano II la Constitución Sacrosanctum Concilium. El Papa Pablo VI, plenamente consciente del valor y de la significación de este momento, se erigió en intérprete de la alegría de toda la Iglesia: En esto reconocemos el respeto debido a la escala de valores y deberes. Dios en un primer plano... la liturgia como primera fuente divina que debe ser comunicada”[ii].

En realidad la aprobación del documento sobre Sagrada Liturgia, como primera etapa del Concilio, se debió a otros motivos. En efecto “tras la primera Congregación general, en la mañana del 13 de octubre de 1962, cuando apenas los Padres se habían ausentado de la sala, tuvo lugar la reunión del Consejo de Presidencia, formado por diez Cardenales nombrados por el Papa. En esta reunión los representantes de la Alianza europea, los Cardenales Frings, Liénart y el holandés Alfrink, apoyaron firmemente la proposición del episcopado holandés (Padre Schillebeecks) de someter en primer lugar a discusión el esquema sobre Sagrada Liturgia, dejando para más tarde el estudio de la Constitución dogmática sobre la Revelación. El consejo de Presidencia aprobó tal proposición. Más tarde fueron recibidos por el Papa en audiencia privada, el lunes 15, y los diez obtuvieron sin dificultad alguna el visto bueno a su decisión que fue comunicada a la Asamblea al empezar la segunda Congregación general, el 16 de octubre”[iii].

De esta forma se postergó la discusión de los cuatro primeros esquemas elaborados durante la fase preparatoria del Concilio (además del esquema sobre las fuentes de la Revelación había un esquema sobre la defensa del depositum fidei, otro sobre el orden moral cristiano y finalmente uno sobre la castidad, el matrimonio, la familia y la virginidad), esquemas que serán más tarde rechazados in toto por ser “demasiado esolásticos”, “poco pastorales”, con pocas citas bíblicas, en desacuerdo con la mentalidad de nuestro tiempo, etc. La discusión en primer lugar de la Constitución sobre Sagrada Liturgia fue la segunda victoria del frente neomodernista (la primera fue el rechazo del voto para la formación de las comisiones). Si se decidieron por el debate de esta Constitución en primer lugar fue porque aparecía, respecto a las otras, como la menos “conservadora”; nada que ver con “el deseo de situar a la liturgia en un primer plano”.

Un criterio no católico

Hay un punto sobre el que Monseñor Marini insiste de forma especial y que nos parece importantísimo. Veamos su explicación: “Remontarse a la Constitución Sacrosanctum Concilium significa acercarse no sólo a un documento conciliar sino también al fruto maduro de esa larga y esforzada marcha que ha llevado a la Iglesia Católica hasta las fuentes mismas de su liturgia para poder efectuar una reforma general y detallada del culto litúrgico (SC, 21)”[iv]. Más tarde vuelve sobre el tema y dice. “Para comprender la Constitución sobre la Liturgia hay que saber de qué fuentes ha brotado su verdadero espíritu. La Constitución ha sido realmente modelada en las fuentes bíblicas y patrísticas de las que ha brotado... La Sagrada Escritura ha sido tomada como regla y criterio para comprender la liturgia y reformar su práctica. Si la Sagrada Escritura es la fuente de donde brota la renovación litúrgica, la práctica litúrgica primitiva de las Iglesias de los Padres, es decir la pristina Sanctorum Patrum norma, debe ser considerada como norma y regla inspiradora de esta reforma. La práctica litúrgica de las Iglesias de los Padres constituye la forma original de la liturgia cristiana, junto a la cual la vida litúrgica de la Iglesia de cualquier época debe modelarse y estructurarse. Por esa razón la liturgia debe volver a su sencillez original”[v].

Así pues el sentido de la reforma litúrgica es éste: volver a las fuentes primitivas de la liturgia que serían la Sagrada Escritura y la práctica litúrgica de los Padres de la Iglesia, ignorando en su conjunto (de hecho ya lo habíamos advertido aunque estamos “contentos” de que Monseñor Marini nos lo haya hecho ver) todo lo que la Iglesia ha decidido, prohibido o estipulado desde entonces (es decir ¡durante 1500 años!). Está claro que todo lo que ha ocurrido desde aquella época dorada de los orígenes hasta el “renacimiento” del Vaticano II es considerado como una especie de “edad media” obscurantista, que no ha sabido guardar y transmitir la verdadera liturgia, de suerte que todo eso no ha sido considerado como digno de constituir una fuente para la renovación litúrgica. Ha tenido lugar como una especie de paréntesis, todo menos legítimo, de quince siglos de aportaciones litúrgicas, como si el Vaticano II constituyese el despertar tras un largo período en el que “el espíritu litúrgico auténtico” hubiese estado como adormecido.

No nos detendremos en estas consideraciones ya que la Iglesia ha juzgado estas actitudes a través del magisterio de S. S. Pío XII: “Volver con el espíritu y el corazón a las fuentes de la sagrada liturgia es ciertamente algo sabio y laudable, pues el estudio de esta disciplina, remontándose a sus orígenes, es de una utilidad considerable para penetrar con más profundidad y cuidado la significación de los días festivos, el sentido de las fórmulas al uso y de las ceremonias sagradas; pero no sería sabio ni loable reconducir todo a la antigüedad. Y así, por ejemplo, sería desviarse del recto camino querer que el altar volviese a su forma primitiva de mesa, o suprimir radicalmente el negro de los colores litúrgicos, o bien hacer desaparecer de los templos los cuadros religiosos y las imágenes (el Padre Santo no pudo encontrar mejores ejemplos...). Y así también ningún católico que se precie de este nombre puede, bajo el pretexto de volver a las antiguas fórmulas empleadas en los primeros Concilios, marginar las expresiones de la doctrina cristiana que la iglesia, bajo la inspiración y guía del Espíritu Santo, ha creado en épocas más recientes, bajo obligación de guardarlas, con gran proveo para las almas... cuando se trata de la sagrada liturgia, si alguien quisiera volver a los antiguos ritos y costumbres, rechazando las normas introducidas por la acción de la Providencia, apelando a que las circunstancias han cambiado, tal actitud no sería evidentemente fruto de una solicitud sabia y justa. Tal forma de pensar y actuar sería revivir esta excesiva y malsana pasión por las cosas antiguas que movía al Concilio ilegítimo de Pistoya”[vi].

Por lo tanto el Concilio utilizó un criterio no católico para la reforma litúrgica, considerando como necesario volver a la Sagrada Escritura y a los Padres de la Iglesia para reencontrarse con el verdadero espíritu de la liturgia, olvidado total o parcialmente en la liturgia de los siglos posteriores, Misa tridentina incluida. Insistimos sobre este punto porque si se ha visto necesario remontarse a los Padres de la Iglesia y a la Sagrada Escritura para reencontrarse con el verdadero espíritu litúrgico, eso significa que durante 1500 años que han transcurrido entre tanto, ¡el Espíritu Santo no ha asistido a su Iglesia! Este modus cogitandi que intenta demostrar que el Concilio ha vuelto a descubrir esa pureza que sólo existió en los primeros tiempos de la vida de la Iglesia, nos da la impresión que se asemeja al pensamiento del Siglo de las Luces que no ha dudado en presentar como Edad Media (edad de en medio) todo lo ocurrido entre el Siglo de las Luces y la gloriosa época clásica, considerando este “intermedio” como un tiempo obscuro, negativo, incapaz de expresar al espíritu humano. Esto nos recuerda también el cisma protestante que acusó a la Iglesia de haberse olvidado del espíritu de los primeros tiempos y de la Sagrada Escritura, reivindicando a favor propio la fidelidad a las fuentes.

Una utilización personal

Este criterio, tan ensalzado él, de retorno a los Padres de la Iglesia y a la sencillez de los orígenes, ha sido utilizado de forma harto personal. En efecto, se ha llevado a cabo una prudente selección entre las tradiciones patrísticas. Por ejemplo, nadie se atreve a recordar que un Papa del siglo III, san Eutiquiano, escribió lo siguiente: “Nullus praesumat tradere communionem laico faeminae ad referéndum infirmo” (“Que nadie permita que un laico o una mujer lleven la Comunión a un enfermo”)[vii]. ¡Por lo tanto nada de ministros, o ministras, extraordinarios de la Eucaristía! Nadie se acuerda tampoco del ayuno guardado en las largas vigilias de las primeras comunidades cristianas por aquellos que deseaban acercarse el día siguiente a la Sagrada comunión. Nadie habla de los iconostasios que fueron frecuentemente usados para velar a los ojos del cuerpo el Misterio que sólo podía ser contemplado por los ojos de la Fe. ¿Por qué todas estas tradiciones de los Padres que se encuentran substancialmente presentes en la Misa tridentina (y decimos substancialmente ya que si es cierto que no hay ya iconostasios existe sin embargo la obligación de recitar el Canon en voz baja, y si han desaparecido las largas vigilias, todavía queda un ayuno eucarístico importante...), han desaparecido tales tradiciones en la Nueva Misa? Por ejemplo, ¿a qué tradición litúrgica patrística se vincula el Ofertorio del nuevo rito, cuando lo que parece es más bien un himno a los labradores (con todo el respeto que nos merecen)?

En resumen: tendremos un criterio no católico si pretendemos que durante siglos y siglos el verdadero espíritu litúrgico se ha difuminado u olvidado en la Iglesia, lo que hará que no tengamos un verdadero retorno a las tradiciones patrísticas. Y si esto no fuese suficiente se acusa también a los que permanecen fieles a la Misa tridentina de no aceptar el Espíritu (¿cuál?) que mueve a la Iglesia. En efecto, este último criterio, traído a colación por Pío XII, aunque ignorado por el Concilio y por la reforma de Pablo VI, de nuevo es sacado a la luz, como por encanto, para acusar a los católicos opuestos al rito de Pablo VI, quienes en realidad no son susceptibles de tal acusación ya que no es el acto de reforma en sí lo que no aceptan, sino el hecho de que la reforma de Pablo VI no se conforma a un punto fundamental que ha sido admirablemente expresado por Pío XII: “la Sagrada Liturgia está en unión íntima con los principios doctrinales enseñados por la Iglesia como principios de verdad manifiesta, por el hecho mismo de que debe conformarse a los principios de la Fe católica emanados del Magisterio Supremo para asegurar la integridad de la religión revelada por Dios”[viii]

Santa “pasividad”

Monseñor Marini saca a colación también la cuestión de la participación activa de los fieles. Habla de “la condición de extrema pasividad a la que se veían reducidos los fieles al participar en la llamada Misa tridentina”[ix]. Es cierto que Monseñor se lamenta también de los excesos de espontaneidad y creatividad actuales y recomienda a la “pastoral litúrgica” que “vuelva a ofrecer una liturgia que sea un tiempo propicio para la acogida y la interiorización de la Palabra de Dios, escuchada y meditada en la oración”[x].

Que la liturgia sea lo que afirma Monseñor Marini nos parece más bien novedoso. La Santa Misa no es el lugar en donde se medita y se interioriza la Palabra de Dios. El recogimiento, el silencio, la dignidad en el comportamiento no tienen ese fin. Su objetivo es “hacer pensar en la majestad de este sacrificio, llevar el espíritu de los fieles, mediante los signos visibles de piedad y religión, a la contemplación de las excelsas realidades escondidas en este sacrificio”[xi]. En cuanto a la pasividad de los “pobres” fieles que participan en la Misa tridentina, responderemos con Pío XII que la verdadera participación de los fieles consiste en “inmolarse como víctimas”[xii] y tener un “ardiente deseo de configurarse estrechamente con Jesucristo que ha sufrido crudelísimos dolores (...), ofreciéndose con y por Jesucristo, Sumo Sacerdote, como una hostia espiritual”[xiii]. Por eso es necesario que un sagrado silencio sea el protagonista de las celebraciones, en especial durante la Consagración. Pío XII nos recuerda que no todos encuentran esta disposición interior de la misma forma. Y así es posible que asistamos también “meditando piadosamente los misterios de Jesucristo, llevando a cabo otros ejercicios de piedad y otras oraciones que, aunque difieran de los ritos sagrados por la forma, sin embargo se conforman con ellos por su naturaleza”[xiv].

Bendita sea pues la pasividad de la Misa tridentina que nos recuerda otra santa “pasividad”, la de la Santísima Virgen en la Anunciación y al pie de la Cruz. ¿Qué tendría que haber hecho la Virgen en el Calvario? Contemplaba y adoraba a su divino Hijo mientras Él se inmolaba por la salvación del mundo y la gloria del Padre; la Virgen unía su alma virginal a la ofrenda de la “Víctima pura, santa e inmaculada”. Por eso cuando se peguntaba al santo Padre Pío cómo había que asistir a la Santa Misa, no dudaba en señalar a la Virgen al pie de la Cruz como modelo sublime e incomparable. ¡Aquí está la verdadera educación litúrgica, no se trata precisamente de participación activa y de corresponsabilidad ministerial!

Cualidades del “presidente”

He aquí una última perla de Monseñor Marini concerniente a la “presidencia litúrgica”: “las condiciones de los signos exigen sobre todo cualidades en la presidencia de la celebración. El que preside (!) frente a la asamblea no es alguien a quien solamente se mira, sino alguien a quien se aprueba y juzga en el cumplimiento de su función in persona Christi. Y sin embargo esta presidencia no se puede ejercer sin tener en cuenta las cualidades de la asamblea, y sin ser capaz de responder a las expectativas del pueblo de Dios”[xv]. Aquí tenemos al sacerdote transformado en un presidente que debe ser algo psicólogo para captar las impresiones y los juicios de la asamblea que le observa, un poco sociólogo para responder a las expectativas del pueblo de Dios y quizá incluso un poco modelo de pasarela ¡ya que todo el mundo lo mira! Dios nos libre de estos “presidentes” y por el contrario nos dé santos sacerdotes que se identifiquen con el misterio de pasión, muerte, redención, expiación y adoración que celebran.

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El segundo artículo al que hemos aludido está firmado por el Padre Cesare Giraudo S. J.[xvi]. Este artículo ha sido ya objeto de un excelente comentario[xvii]; nos vamos a permitir algunas puntualizaciones respecto a la estructura general del mismo.

Una ridiculización injusta e interesada

La primera parte está consagrada a una pretendida reconstitución histórica de las celebraciones de la Santa Misa antes de la reforma litúrgica. Algunos párrafos nos darán una idea del tono de esta “evocación”. “La fisionomía de la celebración en esos años es siempre la misma... Los fieles están sentados en la nave a la que una reja, a menudo con dos portezuelas casi siempre cerradas, separa del espacio reservado al sacerdote. Más allá de esta reja... durante los oficios, los seglares no pueden acceder, sobre todo las mujeres... Y los hombres, ¿dónde están?, nos preguntamos. Miramos y los vemos al fondo de la iglesia, apoyados contra la puerta y como pegados a la pared... Sea como fuere, no son muchos los hombres. Los hemos visto entrar en pequeños grupos, a menudo tarde. Están allí, junto a la cancela de la iglesia, un tanto aburridos, de pie, con ganas de salir... El sacerdote, ante el altar, dando la espalda a los fieles, dice la Misa en latín, casi siempre en un tono de voz tan bajo que ni el monaguillo llega a oírlo... Los gestos del celebrante están bien calculados, medidos. Cuando dice Dominus vobiscum separa los brazos y los junta enseguida, cuando bendice parece que a veces corta el aire con la mano, con ángulos geométricos. La Misa está ordenada por un conjunto de normas precisas que cada sacerdote conoce a la perfección. Todos celebran de la misma forma. No hay liugar para ninguna improvisación... El sacerdote que describimos está tan habituado a hacerlo que es él quien lo hace todo: las lecturas, por supuesto en latín, las oraciones, en latín, limitándose con frecuencia a mover los labios...”[xviii].

¿A quién interesa esta descripción que va de lo dramático a lo satírico y cuyas evidentes exageraciones se unen a puntos de verdad mal comprendidos e injustamente ridiculizados? ¿Por qué ha querido unirse, por ejemplo, la imagen de esos hombres que iban a la Misala Iglesia en los detalles mínimos de la celebración, aunque presentado como un factotum y moviéndose como un robot...? El fin de esta descripción es acentuar el contraste con lo que a continuación se señala: “Entonces (en tiempos de los Padres de la Iglesia) las cosas eran diferentes. Entonces los fieles participaban activamente en la Misa. Entonces celebraban la Misa con su sacerdote. Entonces los fieles comprendían lo que se decía en las lecturas, lo que el sacerdote rezaba en las oraciones, en especial en la plegaria eucarística... En tiempos de Jerónimo, en las iglesias de Roma, el Amén retumbaba como el trueno entre las nubes. Los fieles asentían con fuerza porque habían comprendido bien lo que el presidente de la asamblea decía a Dios Padre en su nombre”[xix] distraídos, aburridos, y la del sacerdote obediente a

Conclusión: en tiempos de los Padres los fieles participaban con entusiasmo porque comprendían; después los fieles se distrajeron, aburridos, porque no comprendían nada. En tiempo de los Padres el sacerdote era “un presidente de la asamblea” implicando al pueblo; después dio la espalda al pueblo, ¡qué mal educado!, y se puso a hacerlo todo él solo, ¡dejando a los fieles que se aburriesen!

Un modelo revolucionario

“Sin embargo hay que reconocer que entonces (antes de la reforma de Pablo VI) los sacerdotes decían la Misa con gran devoción y los cristianos oían la Misa con piedad sincera”[xx], admite el jesuita Giraudo. ¡Qué generosidad! Los cristianos han conseguido, durante más de quince siglos, a sacar frutos piadosos de la Misa y los sacerdotes han llegado a celebrar con devoción a pesar de las malas disposiciones litúrgicas de la Iglesia. Estos “héroes” reciben hoy la recompensa de sus esfuerzos al resistir frente al desvío litúrgico de todos estos siglos, ¿y saben ustedes un poco cómo ha sido? Evidentemente gracias a la Constitución Sacrosanctum Concilium que “sin duda alguna ha abierto unos horizontes que estaban cerrados desde hacía un largo tiempo”[xxi]. Es el mismo esquema adoptado por Monseñor Marini en el artículo analizado anteriormente. Es el esquema utilizado por todos los novatores que se ven obligados a justificar sus obras ante la historia como fidelidad a los orígenes, sobre todo porque los frutos de sus obras constituyen para ellos un testimonio adverso.

Giraudo, forzado por ciertas evidencias (algo no ha funcionado, admite en el último párrafo de su artículo) se ha visto obligado, también él, a preparar el terreno para una elegante pars destruens, con el fin de ridiculizar la posición de los que frente a la situación actual “culpan a la reforma litúrgica y oponen de forma polémica el Misal de Pío V frente al Misal de Pablo VI... claman para que vuelva el uso del latín... querrían de nuevo ver el altar junto a la pared o muro...verían con agrado la reposición de las rejas incluso en las nuevas iglesias (respecto a este último punto diremos que nos bastaría con que las nuevas iglesias se parecieran un poco más a lugares de culto y no a salas cinematográficas y que las rejas se conservasen al menos en las antiguas iglesias)[xxii]. Así pues no es posible volver hacia atrás ya que el pasado es peor que el presente: tal es el mensaje subliminal pero insistente de todo el discurso (mensaje claramente dirigido también y especialmente a las altas jerarquías que, in alto loco, se habrían propuesto una “reforma de la reforma”). Las causas de la situación actual sólo pueden encontrarse en una mala interpretación, en una traición de las intenciones reales de la reforma.

No hay revolución digna de este nombre que no haya procedido de esta forma: demolición-burla del reciente pasado; presunto retorno a una época dorada; supuesta irreversibilidad del proceso. Y todo esto naturalmente en nombre del pueblo.

Si la Civiltà Católica ha perdido su ponderada actitud científica hasta el punto de adoptar un modelo típico de lenguaje revolucionario, está claro que el descontento respecto a la reforma litúrgica actual y los daños que ha provocado están a punto de alcanzar niveles alarmantes.

Lanterius



[i] El artículo está tomado del Prólogo escrito por Monseñor Marini para el libro Renovación litúrgica – Documentos de base, Centro Nacional de Pastoral litúrgica, París, Ediciones du Cerf, Colección litúrgica nº 14, 2004.

[ii] Una “consigna” siempre actual para la pastoral litúrgica que debe ser tomada en cuenta junto a un compromiso renovado, Osservatore Romano, 6 de diciembre de 2003, pg. 7.

[iii] F. Spadafora, La Tradición contra el Concilio, Roma Volpe Editore, 1989, pgs. 38-39.

[iv] Una “consigna” siempre actual... cit.

[v] Ibidem

[vi] Pío XII, Encíclica Mediator Dei, 20 de noviembre de 1947

[vii] PL., V. 163-168

[viii] “Lex credendi legem statuat supplicandi”, Mediator Dei, cit.

[ix] Una “consigna” siempre actual...” cit.

[x] Ibidem

[xi] Concilio de Trento, ses. XXII, c. 5

[xii] Pío XII, Encíclica Mediator Dei, cit.

[xiii] Ibidem

[xiv] Ibidem

[xv] Una “consigna” siempre actual... cit.

[xvi] La Constitución Sacrosanctum Concilium: el primer gran don del Vaticano II. La Civiltà Católica, 20 de diciembre de 2003, pgs. 521-533

[xvii] Puede encontrarse en www.unavox.it.

[xviii] La Constitución Sacrosanctum Concilium... cit. pgs. 521-523.

[xix] Ibidem

[xx] Ibidem, pg. 523

[xxi] Ibidem, pg. 525

LA ÚNICA RELIGIÓN VERDADERA Y LAS FALSAS 'RELIGIONES'

El verdadero Dios no está al alcance del hombre

De Deo Vero! ¡Cuestión sobre la que han meditado con unción muchos teólogos!

Para todo hombre presente en este mundo la búsqueda del Dios vivo y verdadero constituye, lo quiera o no, la preocupación esencial de su existencia a la que no podrá atribuir otra causa ni finalidad diferentes. Así pues no tendrá fácil el camino.

¿Acaso no tiene que hacer un considerable esfuerzo para captar correctamente las realidades materiales que sin embargo le son accesibles a través de los sentidos y los medios técnicos de que dispone? El Dios vivo y verdadero no está a su alcance: incluso antes del pecado original Dios se manifiesta a la primera pareja creada por Él mediante visitas espaciadas en el Paraíso terrenal. Basta con esta familiaridad, por otra parte inconcebible, para que el espíritu de insumisión se haga presente.

Tal frívola presunción sólo podía conducir a indisponerse con el Todopoderoso que se alejó por largo tiempo, hundiendo a nuestra inteligencia en una noche que no hubiera tenido remedio si el Amor incesante del verdadero Dios no hubiera prevalecido sobre la necesidad de justicia que se desprende de su Santidad, y así se anunciaba la venida de un Salvador que restablecería la amistad perdida. El Dios vivo y verdadero no miente. La promesa se confirmó a lo largo de los siglos por medio de los profetas y escritos divinamente inspirados. Finalmente el anhelado Mesías se hizo presente entre nosotros “lleno de gracia y de verdad”.

El Único

Sin embargo la Historia nos demuestra que son muchos los que no aceptan este Don de Dios. La actitud rebelde aparece en cada generación, multiplicándose impugnaciones y negaciones, traduciéndose éstas últimas por un laicismo negador de la Divinidad que se nos ha revelado y las primeras mediante falsas o imaginarias religiones que nos retrotraen a las tinieblas de los primeros tiempos. Un extraordinario caos de errores y mentiras se enfrentan hoy al anuncio del verdadero Dios con el apoyo de los poderes civiles, paganizados por doquier en su gran mayoría. Por esta razón sentimos actualmente, y con más fuerza que nunca, la necesidad de recurrir al Dios vivo y verdadero, el único que nos puede enseñar en verdad el camino de la salvación, pues únicamente la Verdad, la Santidad y la Omnipotencia divinas, las tres juntas, pueden a la vez iluminar y curar nuestra pobre inteligencia que se debate entre sus límites e inconsecuencias. Estas notas de trascendencia no se encuentran, en grado tan excepcional, más que en Aquel que ha aceptado encarnarse en nuestra condición humana.

Ha sido San Agustín el que mejor ha glosado este carácter ÚNICO del Verbo de Dios en un texto admirable de su obra De Trinitate: “Era necesario que la multitud, ante la voluntad y el mandato de un Dios misericordioso, clamase con sus gritos por la venida del Único; necesario era que Él viniese en medio de los gritos de la multitud, Él, el Único, y que, libres de la pesada carga de la multitud, vengamos a Él, el Único, y que, muertos en el espíritu bajo la multitud de los pecados, consagrados a la muerte en nuestra carne por el hecho del pecado, amemos a Aquel que, sin pecado, ha muerto por nosotros en su carne, el Único, y preciso nos era, teniendo fe en su Resurrección, y por la Fe resucitando en el espíritu con Él, ser justificados en el Único justo, congregados en la unidad, y no desesperar de resucitar nosotros también, incluso en nuestra carne después de haber visto, nosotros diversidad de miembros, cómo nos precede la única Cabeza; que podamos en Ella, purificados ahora por la Fe, más tarde restaurados por la visión, y reconciliados con Dios Padre por el Mediador, unirnos al Único, gozar del Único, permanecer en el Único”.

La mediación única y necesaria de Cristo Salvador es la realidad divina esencial respecto a la cual todas las búsquedas y razonamientos humanos son actos supererogatorios o inútiles; ella es el criterio absoluto que separa sin piedad la Verdadera Fe de la incredulidad, así como de las falsas religiones. El Verbo Encarnado permanece hasta el final de los tiempos como Aquel a quien se puede pedir y por quien se puede obtener ya, desde este mundo, el Reino de Dios.

Frente a la infidelidad de Israel que se obstina en rechazar al Divino Mesías, frente a la revelación imaginaria de un Mahoma o frente al empecinamiento de todos los cismas y herejías, la actitud del alma fiel sólo puede permanecer en la constante adoración del Único Salvador y en la fidelidad a la única Iglesia que vive del Espíritu Santo. Igualmente la vida y extensión del Cuerpo Místico no pueden separarse de las palabras y promesas que le han sido entregadas con la infalibilidad y la transmisión de los poderes requeridos a este efecto.

La misión única de la Iglesia

Nos complace volver a leer estas líneas del Papa San Gelasio (siglo V después de Cristo) en las que subraya que la confesión de Fe por parte de la Sede Apostólica “no podría soportar el contagio de ninguna doctrina falsa, el contacto con error alguno. Si tal desgracia se produjese entre nosotros, aunque tenemos la firme confianza de que esto no es posible, ¿podríamos enfrentarnos con alguna esperanza a cualquier error que nos invadiese o cómo cabría la posibilidad de enderezar los errores ajenos?” Esta breve cita, exclusiva del Papa San Gelasio, resume los derechos y deberes del sucesor de Pedro.

La Iglesia docente nunca proclamará en exceso que el fundamento, la vida y el cumplimiento de la Revelación residen en la intervención inigualable –Única, decía San Agustín- del Verbo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, para esclarecer, santificar y salvar a la Humanidad perdida. La marcha misionera de los Apóstoles no ofrece ambigüedad alguna: “Id y enseñad a todas las Naciones, bautizando en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Señala el camino santo y real, imitando a “Aquel que ha salido del Padre para venir a nuestro mundo y que ha salido de este mundo para volver a su Padre” (San Juan), de Aquel también que, el Único, podía afirmar, sin engañarse ni engañarnos, que su Padre nos ama porque hemos creído que Él ha salido de Dios.

Vemos como resultado un cambio radical de perspectiva. Desde la caída original la historia del mundo no ha sido nada más que una larga y dolorosa agonía a la espera de Cristo Salvador. Desde su advenimiento, si aceptamos seguir fielmente su Palabra y su ejemplo, nuestro destino consiste en otro sufrimiento transfigurado por el Bautismo y por nuestra justificación en Cristo Resucitado.

Una verdad corrompida aleja al hombre de Dios

Llegamos aquí al segundo aspecto de estas reflexiones: el Dios vivo y verdadero es el Dios “tres veces Santo”. La Fe verdadera del que cree, sin importar el grado jerárquico en que se encuentre, conlleva la misma exigencia. La búsqueda sincera de la Verdad está ligada a nuestra victoria interior sobre el mal, y sólo puede desembocar en una elevación espiritual que, entre los mejores, se llama santidad.

Cuando la criatura llega a este grado de lucidez que le hace reconocer su incapacidad para elevarse hasta su Señor y Salvador, entonces la criatura se humilla con una humildad que atrae sobre ella la gracia divina y la conduce por el camino de una vida íntegra, de buena voluntad y de creciente purificación. La “vera fide” es espíritu de vida, doctrina e imitación del Dios santísimo del que proceden todas las perfecciones inherentes a la Divinidad. La Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, está llena de esta llamada a la perfección. La Iglesia, a su vez, no cesa de proclamar la Santidad de Dios e invita a los fieles a reverenciar este océano de grandeza, pureza y bondad indecibles.

Las consecuencias son inevitables. Nuestro Señor nos lo ha hecho saber: “El árbol se juzga por sus frutos”. Este criterio no nos engaña nunca, incluso si los innovadores y los falsos reformadores no lo toman demasiado en cuenta. Puede asegurarse que una “reforma” es engañosa o está equivocada cuando quiere hacer compatible la Divinidad con imperfecciones notorias o promulga una doctrina que es fuente de preceptos abusivos e inmorales, o incluso cuando sus promotores se comportan de forma totalmente condenable, tanto en el plan natural como en el plan de la auténtica Revelación sobrenatural. La mezcla de misticismo y pecado o la quimérica ilusión vicia de raíz cualquier “reforma” con pretensiones espirituales. Solamente el Dios santo es el verdadero, y una verdad corrompida aleja al hombre de Dios. Pero el falso reformador no se da cuenta de que su irresponsabilidad llega hasta sus últimas consecuencias, llenando el universo con su cizaña envenenada. Y así un pensamiento pervertido puede pervertir a una multitud de almas, conduciéndolas a una mala vida de la que se desprenden sin cesar sufrimientos, guerras y muerte.

El monoteísmo puramente racional y el monoteísmo islámico son un empobrecimiento de la realidad divina

La Iglesia, depositaria de la plena Verdad revelada, está perfectamente capacitada para denunciar estos errores fundamentales que se esconden, desde hace siglos, en estas verdades espirituales deformadas y no para intentar reunir entre todas ellas una serie de elementos que nunca serán compatibles. Por ejemplo veamos el problema que se plantea con el vocablo politeísmo, vocablo que él solo ahonda un abismo infranqueable entre millares de seres humanos abandonados en la ignorancia de la realidad divina expresada con este término.

Mientras tanto, y oponiéndose al politeísmo pagano, el pensamiento de los antiguos descubrió, sin duda bajo la influencia de la religión judía, que la Divinidad no podía ser múltiple. Pero el Verbo de Dios, que habitó entre nosotros, nos ha enseñado que esta Unicidad poseía una superabundancia de vida de carácter trinitario de la que el hombre no puede hacerse una idea aquí abajo.

Sólo algunas décadas después de la aparición del Islam, San Juan Damasceno, doctor de la Iglesia, puntualizaba que en realidad la unidad numérica atribuida por los musulmanes a Dios no era sino un empobrecimiento a escala humana, refutando igualmente la acusación de un triple asociacionismo, injustamente imputado a los cristianos, que confiesan su Fe en un solo Dios sin que la Unidad de su naturaleza divina sea afectada al manifestarse real y no especulativamente en su acción trinitaria de Creador, de Redentor y de Santificador respecto a nosotros.

El monoteísmo puramente racional no acerca el hombre a Dios pues, según decía el gran San Hilario de Poitiers, “las analogías humanas no son capaces de dar cuenta de las realidades divinas”, y criticaba a los herejes arrianos de su tiempo que pretendían imponer a Dios las leyes de la procreación humana según las cuales son necesarios dos los que engendren, diciendo a este respecto: “Dios tiene el poder de dar nacimiento sin sufrir cambio alguno. Se otorga crecimiento de ser sin perder su naturaleza. En razón de la similitud de una naturaleza idéntica a la suya, el Padre pasa al Hijo al que ha engendrado y el Hijo, que vive nacido del viviente, no tiene al nacer otra naturaleza que la naturaleza divina”.

Una capa de plomo

A partir de estas alturas en las que el alma sencilla y humilde reconoce la absoluta Soberanía del Dios Santo, Vivo y Verdadero, puede apreciarse la caída y el empobrecimiento que envuelven al que niega la Revelación proveniente del Verbo de Dios. Esta reflexión parecía tan indigente a los cristianos de Oriente Medio, hace ya trece siglos, que consideraban los textos del Corán como una recopilación de historias bíblicas mal traídas y peor comprendidas, según afirma un historiador de crédito. No sospechaban entonces que el error que se comenzaba a propagar iba a crearles esa situación insostenible que dura ya 1300 años. No es raro que infidelidades tan profundas, en el orden de la Fe, se traduzcan en el tiempo en situaciones insuperables e intrincadas; el ser humano que se deja seducir por ellas es presa de sombríos y falsos razonamientos, cayendo en la seducción de los vicios y en los excesos del poder cuando tiene la oportunidad de acceder al mando espiritual o temporal. Su conciencia no vive ya en la presencia del Dios vivo, santo y verdadero. Incluso cuando admira el bien que encuentra en su caminar, su voluntad no tiene ya la fuerza para librarse de los lazos que le tienen prisionero del error. Tomemos un ejemplo entre varios: uno de los pensadores del Islam más interesantes de la Edad Media escribió esta frase harto conocida: “El Cristianismo sería la expresión más absoluta de la verdad si no fuera por el dogma de la Trinidad y su negación de la misión divina de Mahoma”. Tal juicio dice mucho del callejón sin salida en el que se encuentran los espíritus más selectos cuando son presa de las falsas premisas sociales dominantes, encontrándose desasistidos para comprometerse radicalmente con una Fe auténticamente revelada. El citado pensador se inclinaba sin duda alguna ante la egregia figura de Cristo y sus heroicos santos que mediante la gracia y la imitación del Maestro han llenado los primeros siglos de la Cristiandad. Quizá incluso ha experimentado, en el silencio de sus reflexiones, un cierto pesar de que el Islam no tenga esos ejemplos, aunque sepultado por esa capa de plomo que pesaba sobre él, no ha caído en ese encuentro necesario entre verdad y santidad que caracteriza a una auténtica relación de Dios con el hombre..

El neopaganismo

Al empezar el tercer milenio se dibuja un horizonte poco halagüeño tanto en lo que se refiere al orden temporal como a nuestra vida eterna. Los enemigos acérrimos del Dios vivo y verdadero prácticamente han monopolizado el poder político y mediático en todo el mundo, y esto valiéndose de medios de los que se puede afirmar, sin ironía ni temor a engañarse, que la santidad es la gran ausente de todos ellos. Dos siglos de revoluciones sangrientas y de guerras mundiales, más terribles que nunca, no han hecho nada más que paganizar en alto grado todas las instituciones, vaciándolas de todo contenido espiritual. Peor todavía: los poderes así secularizados no dejan de favorecer a las confesiones religiosas más condenables en detrimento de la única y verdadera Revelación.

El hombre moderno, lejos de estar libre del error y del mal, se encuentra hoy entregado en alma y cuerpo, podemos decirlo sin temor a exagerar, a una dogmática racionalista o pseudorreligiosa de substitución que le deja inerme ante los ataques violentos, mientras que por su parte los fieles del Dios vivo y verdadero son llamados por sus propios pastores (en connivencia establecida) para pedir un sospechoso perdón en cuanto a las faltas de un lejano pasado, puesto de actualidad de forma artificial, que deja curiosamente en la sombra situaciones de más gravedad y además más recientes.

El paso obligado, único, de la salvación

Ante esta conjunción de desgracias la proclamación del Dios vivo, verdadero y tres veces santo se convierte en un objetivo prioritario. Los Padres de la Iglesia comprendieron perfectamente que la explicación y adoración del misterio trinitario debían ocupar el centro de la Fela Humanidad. Así pues este Dios trino y uno que supera todos los límites de comprensión y de lenguaje susceptibles de aplicarse a este misterio, es también el que se humilla ante nosotros con una humildad que nunca hubiéramos podido imaginar y ante la cual los no cristianos siguen sintiéndose desconcertados. Pero Dios no ha venido para que nos alejemos de Él ni para que deformemos lo que Él es o lo que ha dicho. Su exigencia para todos es ser dulces y humildes de corazón: la inteligencia espiritual tiene este precio y así la Redención se torna superabundante. San Jerónimo decía: “O miserabilis humana conditio, et sine Christo vanum omne quod vivimus! ¡Cuán miserable es la condición humana y cuán vano es todo lo que llevamos a cabo sin Cristo!” revelada y manifestaba de forma única una gracia portadora de gracias a favor de toda

Para todos, cristianos o infieles, la Divinidad de Nuestro Señor es el paso obligado, único, de la salvación. Él lo ha dicho y lo ha probado: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. He aquí la conclusión de la auténtica Revelación que anula todas las demás.

Un vínculo indisoluble

Mas insistamos sobre el vínculo substancial que prohibe la disociación entre verdad y santidad divina.

La santidad es inherente a la santidad divina. Es la fuente misma de las demás santidades: la de la Santísima Virgen María, la de los ángeles, la de los santos, la de la Iglesia y la de los dones sagrados que no cesa de otorgar a la Humanidad. Todo ataque consciente o inconsciente a este atributo divino es fruto de la profanación o del sacrilegio, bien como consecuencia de una alteración, de una deformación o de una negación de este carácter inviolable.

En tiempos de grave relajación moral, como los nuestros, los individuos experimentan una desasosiego en ajustarse a la santidad de Dios, olvidando que no puede haber mancha alguna en Él ni en sus obras: nulla macula in divinis! Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que las herejías, los cismas declarados o camuflados y las falsas creencias tienen su causa original en esta especie de ceguera que desde el principio acompaña a sus fundadores, entre los cuales no es difícil hallar las peores perversiones: orgullo, concupiscencia, crueldad, defectos que vician gravemente su inteligencia, su acción y también las de sus discípulos.

Es evidente que en un clima en el que la santidad no es un objetivo deseado, las malas pasiones proliferan como la cizaña, provocando un derrumbe moral que además no es incompatible con un furor acorde con el deseo de entregarse a las empresas más ambiciosas de este mundo. Cuando se considera demasiado exigente el camino estrecho de la santidad, las generaciones se hunden precipitadamente en el pozo abierto por los pseudorreformadores, no sin antes sucumbir ante las trampas de las aparentes buenas intenciones para acallar, sin duda alguna, el reproche de sus conciencias. Bebiendo mil venenos y contradicciones que fluyen de ese comportamiento, el hombre se agota intentando conciliar lo que es inconciliable en una atmósfera turbada y malsana en donde el alma se aleja cada vez más de la plena claridad que exige la divina pureza.

Únicamente la verdad religiosa auténtica engendra la santidad y, recíprocamente, la santidad es prueba de la verdad cristiana pues las dos provienen del Dios vivo y verdadero, del Dios tres veces santo.

El imperativo de la tolerancia universal flatus vocis y ruina de las almas

Cuando este vínculo se rompe, la Fe y la práctica se debilitan hasta desaparecer permaneciendo únicamente en la persecución y en las catacumbas, mientras que las episódicas y multitudinarias manifestaciones de religiosidad se derraman en una gregaria participación tan alejada del Sinaí como del Sermón de la Montaña, de la Cruz y de la Resurrección, substituyendo las Postrimerías con el imperativo de la tolerancia universal. La Fe divinamente revelada conduce a la santidad, es decir al Dios verdadero de toda santidad; las creencias, fruto de la imaginación humana y aceptadas como tales, desvían de la santidad.

La misión esencial de la Iglesia en la llamada incesante de esta alternativa fundamental hasta el fin del mundo. Cualquier desviación de este primer deber es sólo un banal “flatus vocis” acompañado de una infidelidad que llega a ser gravemente peligrosa para la salvación de las almas. Por eso el Cristianismo se alimenta a la vez de la verdad y de la santidad divinas, de suerte que un gran teólogo, Bernard Bartmann, ha llegado a escribir que el Cristianismo es “en su expresión auténtica la religión absoluta e insuperable”. Esta afirmación, que ni el poder infernal puede hacer tambalear, con la parte que hemos hecho resaltar en negrita, quiere indicar la responsabilidad culpable de los acercamientos, intercambios y compromisos preconizados por los espíritus víctimas del error y del pecado.

Entre los falsos reformadores el desorden de la vida coincide con el desvío de su conciencia o tal vez lo contrario. No se hace necesario refutar las desviaciones doctrinales: los perversos efectos dan testimonio en contra de ellas. Se comprende esto mejor cuando los dirigentes civiles y religiosos acaban en la opresión como consecuencia de sus excesos personales. Su culpabilidad saca a la luz el odio que sienten por la verdad y la santidad. No quieren ni pueden imitar al Verbo de Dios en su vida y en sus obras y entonces imponen lo contrario con una audacia, una perseverancia y una maldad que dicen mucho sobre el espíritu que los anima. En el extremo opuesto escribía San Agustín en la Ciudad de Dios: “ Bonus verusque Mediator ostendit peccatum esse malum”; “el Mediador bueno y verdadero muestra que el pecado es un mal”, con lo que concluye lógicamente que debemos estar unidos a Él en santa sociedad, gracias al mérito de la Encarnación Redentora, fuente divina y camino de salvación.

Pyrenaicus

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¿Ésta es la presencia real?

¡A propósito! Transcribo aquí a continuación lo que dijo de la presencia real el decano de la facultad de teología de Estrasburgo:
 
«También nosotros hablamos de presencia de un orador o de un actor, significando con ello una cualidad diferente de la mera presencia geográfica. Después de todo, alguien puede estar presente en virtud de un acto simbólico que no cumple físicamente, sino que otras personas realizan por fidelidad creativa a sus intenciones fundamentales. Por ejemplo, el festival de Bayreuth [renombrado festival de música sinfónica] hace presente, sin duda, a Richard Wagner de una manera harto superior a la que puede verificarse con recitales o conciertos ocasionales dedicados a su música. Me parece que deberíamos colo­car la presencia de Cristo dentro de esta última perspectiva».

¿Ésta es la presencia real? ¿Ésta es la Iglesia Católica? ¿Dónde está Roma? ¡Un decano de una facultad teológica afirma que la presencia real de Nuestro Señor en la santa misa puede parangonase a la de Wagner en el festival de Bayreuth! Pero, ¿es que han perdido el seso?

Lutero y el concilio

La Documentation Catholique y otros documentos diocesanos franceses refieren que la Comisión Católico-Luterana declaró lo siguiente: «En las ideas del concilio Vaticano II podernos ver mucho de cuanto Lutero demandaba, como la descripción de la Iglesia en tanto que ‘pueblo de Dios’ [idea asumida también por el Nuevo Código de Derecho Canónico: una idea democrática, no ya jerárquica, de la Iglesia]; el énfasis marcado en el sacerdocio de todos los bauti­zados; el derecho del individuo a la libertad de religión. Otras exigencias de Lutero en su tiempo fueron aceptadas por la teología y la praxis de la iglesia actual: uso de la lengua vulgar en la liturgia, posibilidad de comulgar bajo las dos especies, así como una teología y una celebración renovadas de la eucaristía».

Me pregunto al respecto: ¿no declararon herético y cismático al protestantismo el concilio de Trento y los papas siguientes?

Si paramos mientes en el razonamiento citado, echaremos de ver que no son los protestantes y / o sus comunidades los que retornan a la Iglesia Católica, sino que es ésta la que se está protestantizando lentamente (!).

Cuando triunfa el antitriunfalismo

No se hacen ya procesiones en muchos países, no porque los fieles carezcan de interés, o debido a alguna decisión política, sino a causa de las nuevas teorías pastorales, las cuales, embargo, no dejan de sostener, curiosamente, que es urgente se tomen iniciativas para lograr la participación activa del “pueblo de Dios”. En 1969, un párroco de la región de Oise (Fran­cia) fue destituido sin más ni más por su obispo, quien había prohibido la tradicional procesión del Corpus Christi.

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