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Abril 2004

FAMILIA SIN HISTORIA

La Iglesia, al predicar el evangelio, ha impelido siempre a todos sus hijos a la santidad con la gracia de Jesucristo, que el Espíritu Santo concede a todos los que creen en Él. En esto no ha hecho jamás distinción alguna entre hombres y mujeres, seglares y religiosos, jóvenes y viejos, blancos y negros, por lo que el pasado concilio no descubrió nada cuando habló de la vocación universal a la santidad. Todos, antes, habían hablado de ello, acaso hasta mejor.

Con todo, lo que me asombra es que, pese a haber descubierto el Mediterráneo, el concilio no tenga muchos santos que mostrarnos, pues incluso los beatificados o canonizados en serie son todos santos “preconciliares”; quizás para enmascarar este vacío sea por lo que se proclaman tantos santos, y será también por eso mismo por lo que se quiso canonizar a Balaguer a toda costa, quien parece de hecho (sólo hasta cierto punto) el primer fruto “santo” del concilio.

Por suerte, la Iglesia no esperó al último concilio para producir frutos de santidad, por lo que me gustaría proponer hoy a los padres y a las familias el ejemplo de una familia “preconciliar”. Mi exposición no será nada teológica, pero la historia que voy a narrar vale por todas las disquisiciones teológicas sobre el matrimonio y las incluye.

En esta familia el padre era militar y la madre... madre de familia. Tenían once hijos en 1939. A despecho de la guerra, las privaciones y otras grandes preocupaciones, los hijos llegaban a catorce en 1944. Dichos padres ganaron el premio que merecía su generosidad porque, de sus tres hijos, tres se hicieron monjas y uno sacerdote.

Menos mal que mi historia no transcurre después del pasado concilio, porque entonces nada tendría que contar, merced al descubrimiento de la “paternidad responsable” y la difusión en el mundo católico de los denominados métodos “naturales”, que pretenden enseñar a los padres a “amarse” sin amar a los hijos, sin ofender con esto a la ley divina -así se dice-, y en conformidad también con el derecho canónico renovado para el cual la alianza matrimonial es un consorcio «ordenado, por su misma índole natural, al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (Código de Dercho Canónico de 1983, c. 1055, §1). En cambio, los padres cuya historia estoy por contar creían en lo que enseñaba el derecho canónico no renovado: «La procreación y la educación de la prole es el fin primario del matrimonio; la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia es su fin secundario» (C.D.C. de 1917, c. 1013, §1). Por eso, dichos padres se amaban mucho y se ayudaban, prodigando desvelos, con vistas a tener y educar a los hijos según la voluntad de Dios, a fin de llevarlos a todos al amor de Jesús y María, a la virtud y la santidad. Menos mal que no hicieron esos cálculos dictados por un egoísmo que no tiene ni pizca de católico, y que hoy vemos se hacen, por desgracia, en las familias, tocante al número de hijos y al modo de no tener demasiados: y digo menos mal dado que el hijo sacerdote y una de las monjas de que hablamos antes se contaban entre sus tres últimos hijos.

En la casa, nada de frigorífico, agua potable, agua caliente, calefacción, lavadora automática, lavaplatos, radio, coche... pero, en cambio, mucha alegría de estar juntos y compartir lo poco que había. Y la mayor alegría, aunque inconsciente, era sin duda la de tener siempre a los padres en casa. Así los hijos tenían lo único necesario para su felicidad, la cual no estriba en los juguetes, ni siquiera en el pan, sino en la certeza de ser amados personalmente.

No había miseria, ni tampoco pobreza, hablando con propiedad, sino ausencia de toda superfluidad, excepción hecha de aquella cosa superflua (aunque sólo en apariencia) que, no obstante, forma parte de lo necesario, la cual reinaba por doquiera: la sonrisa de la madre. A ésta no se le habría ocurrido jamás salir a trabajar para ganar dinero, o so color de desarrollar la propia personalidad; pero, en cualquier caso, tampoco los hijos se lo habrían permitido nunca, pues la necesitaban demasiado para amar y ser amados sin inquietud, al paso que ella precisaba harto de ellos para llegar a su verdadera nobleza y grandeza: la de la madre glorificada en sus hijos. Cuando la comida no era suficiente para todos, la mamá recorría la mesa para llenar los platos sin detenerse ante el suyo, que se quedaba vacío. Nadie decía nada, pero todos veían brillar el amor de la madre en este hecho concreto. No se guardaban miramientos con los caprichos de los hijos, por lo que si uno no quería comer algo, estaba seguro de que lo encontraría en su plato a la comida siguiente, hasta que desapareciera en el estómago. Así todo se volvía sabroso, al menos por la virtud, y ésta crecía.

El domingo iban a la iglesia todos juntos, y a pasear por la tarde, siempre todos juntos, o bien, si el tiempo no lo permitía, se representaban escenitas en casa, o se cantaba en coro, o se daba un concierto. Entraba entonces en función el único lujo de la familia: los instrumentos musicales. La madre se sentaba al piano, el padre cogía el violín, el hermano mayor tocaba la flauta, una hermana el violoncelo, etc., y los más pequeños... ¡a cantar, con más o menos armonía! No había necesidad de la televisión ni de la radio para divertirse, y, de todos modos, tales trastos no formaban parte del moblaje de aquella casa: la música más bella y educativa es la que hace uno mismo, no la que oye tocar a otros.

Había también un momento privilegiado para cantar a coro, y era cuando se fregaban los platos. Todos se ponían a ello, desde el padre a la benjamina, para escamondar, aclarar, secar y permitirle a la madre descansar un tanto y divertirse un momento con aquel espectáculo. Entonces la cocina no tenía nada que envidiar al teatro Scala de Milán, al menos en su opinión. En todo caso, lavar los platos no era ya un trabajo ingrato, y los corazones de los cantores eran más eficaces que los lavavajillas más modernos. Tales momentos de concordia dejaron en los corazones una impronta tal, que, aún hoy, cuando los hijos se reúnen, afloran a sus labios aquellos cantos ante el fregadero para celebrar la alegría de estar juntos.

Las vacaciones eran algo desconocido para los padres, que siempre estaban en casa. Mandaban a los hijos de vacaciones a casa de los padrinos o de las madrinas, o bien a un campamento; pero ellos se quedaban en casa para que los hijos, al volver, la encontraran siempre presta y acogedora. A veces visitaban a los amigos, pero siempre se llevaban a los hijos consigo. Y como los amigos de los padres tenían asimismo muchos hijos, se puede imaginar cómo transcurrían las jornadas que pasaban juntos. Los hijos de los amigos de los padres se hacían amigos de los hijos de éstos, por lo que nada tiene de extraño que se fraguara así algún matrimonio, de una manera natural y sin complicaciones.

Por Navidad, luego de la misa del gallo oída en familia, esperaba la sorpresa de los regalos que había traído el niño Jesús (no el horrible y pagano “Papá Noel”), que habían sido depositados ante el pesebre mientras todos estaban en la Iglesia celebrando su cumpleaños: pequeños recuerdos, hechos a mano con frecuencia; santicos; libritos; caramelos, u otras cosas... Nada valioso, a no ser lo más valioso de todo: la manifestación de la ternura de Jesús para con sus pequeños hermanos, junto con la ternura de los padres.

La gloria del muchacho estribaba en crecer lo bastante para heredar los pantalones del hermano mayor; la de la muchacha, en crecer lo bastante como para tener una cama para sí sola, y la de los padres, en que se les siguiera por la senda de la sencillez y la alegría en el cumplimiento de los deberes del propio estado. El sentido del deber, la generosidad y el olvido de sí, la atención a los otros, el desprecio de la mediocridad o del trabajo hecho a medias, en compañía del amor hacia las cosas bellas y grandes, ejecutadas sin rechistar, era lo que se transmitía así, sin palabras, pero con más profundidad.

En todo esto, nada de teología, nada de consideraciones moralistas, sino una vida de fe y un amor vivido en el don de sí sin muchos discursos. El padre no hablaba mucho, pero poseía una mirada que decía cosas que la lengua no sabía expresar. Se le respetaba y acaso se le temía, pero se le amaba con gran admiración porque sabía unir la autoridad a la ternura. Su pudor la ocultaba, mas cuando tocaba el violín, o cuando se leían los poemas que componía (¡un militar poeta!), algunos de los cuales ganaron premios (los más bellos, aunque no premiados, fueron los que escribió para su mujer), o cuando iba uno a pedirle consejo o ayuda para las tareas escolares, su corazón se volvía ternísimo. Inflexible si un hijo merecía que lo castigasen, lo era también cuando algún hijo sufría una injusticia. ¡Ay del maestro que la hubiese cometido! Aquel mismo día el coronel desembarcaba en la escuela para exigir una reparación, que obtenía indefectiblemente. Murió sin decir nada, solo y silencioso. Treinta años después, los hijos aún lo añoran y suspiran por recabar algún consejo suyo y la ayuda de su rectitud.

Las últimas palabras de la madre cuando, después de enviudar, hubo de guardar cama por vez primera y vio en torno a sí a todos sus hijos, que habían acudido para estar con ella, fue para darles las gracias: «Qué buenos habéis sido viniendo todos... ¡Todos aquí! ¡Qué amables sois!». Los había amado mucho a todos, aunque sin mimar a ninguno, y se asombraba de que la mimaran todos en sus últimos momentos. ¡Cómo si no se lo hubiera merecido luego de 48 años de entrega de sí en la maternidad! Murió feliz, premiada, antes que con el paraíso, con la alegría de ver el fruto de sus sacrificios en estos hijos tan buenos. A decir verdad, no he visto jamás una mujer más digna que aquélla, cuya gloria fue la maternidad y la total dedicación a su familia.
“Los tiempos han cambiado, ya no es posible vivir así hoy, las condiciones sociales y materiales no permiten ya tener tantos hijos”; “¿De qué sirve tener muchos hijos si no podemos criarlos bien?”; “Es mejor tener pocos hijos y educarlos bien”, etc. Son muchas las objeciones que oigo a esta propuesta de vida.

Ante todo, respondo que no son los tiempos los que han cambiado, sino los corazones. Los tiempos han venido cambiando desde el principio del mundo, pero fue menester llegara nuestro siglo de progreso y modernidad para ver a los corazones de los padres vaciarse de generosidad, la cual desaparece con el bienestar, mas crece con la pobreza. Es el egoísmo el que debe cambiar, o mejor dicho, el que debe ser desterrado de los corazones cristianos. ¿De qué sirve tener televisión, computadora, equipos de alta fidelidad, coches potentísimos, si no se goza de más compañía que de la del perro o del gato? Además, es una estulticia, del mismo nivel que la que consiste en decir que es mejor rezar poco pero bien, el afirmar que se educa mejor a los hijos cuando son pocos (!). Jesús, en cambio, nos dijo que rezáramos siempre. Dios necesita, o por mejor decir, quiere necesitar mucha materia para poder darle una forma adaptada a los efectos deseados. El cometido de la plegaria es suministrarle a Dios esta materia. El hará luego lo que sabe que es mejor. Además, cuando rezáis poco, ¿estáis seguros de que lo hacéis realmente bien? ¿Se puede rezar bien cuando se escatima con Dios la generosidad o el tiempo con la excusa de que hay demasiadas cosas que hacer? ¿Tenemos algo mejor que hacer sino rezar? Asimismo, ¿los esposos tienen algo mejor que hacer que respetar la libertad del acto creador de Dios? ¿Se puede hablar todavía de amor a Dios cuando se le impide crear nuevas almas?

Por último, puedo atestiguar que no hay educación mejor y más equilibrada que la que se brinda en una familia numerosa, porque no hay alegría cristiana más profunda que la que se imprime en los corazones de los hijos cuando están seguros de que se les ama personalmente: cuando ven que los padres no buscan su propio bien, sino únicamente el de los hijos: cuando sienten que no son sólo un medio para la satisfacción de los padres, un medio del que se usa mientras dé placer, y del que se desembaraza uno apenas amenace con causar fastidio. La familia numerosa es la mejor escuela para aprender a olvidarse de sí propio y a amar al prójimo, no embargante sus defectos.

No cabe duda de que no soy un santo, pero sé que si hay algo de virtud dentro de mí, alguna capacidad de amar al prójimo, se lo debo, después de a la gracia de Dios, a la generosidad de mis padres, a quienes no pude nunca darles las gracias como querría hacerlo hoy, cuando no están ya. En efecto, esta familia sin historia es la mía, y sólo quiero agregar lo siguiente:

¡Gracias, padre! ¡Gracias, madre! Dios os bendiga a ambos. ¡Hasta la vista... en Dios!


Un sacerdote

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SANTIAGO, HIJO DE JOSÉ, HERMANO DE JESÚS

A PROPÓSITO DE UN RECIENTE DESCUBRIMIENTO ARQUEOLÓGICO...

El hecho

Un tal Bazzi, sacerdote de la diócesis de Fiesole, expone en Toscana Oggi del l/XII/2002, con el titulo Los hermanos de Jesús y la virginidad de María, sus “consideraciones” sobre el descubrimiento que se realizó en Jerusalén de una urna que porta la inscripción: Santiago, hijo de José, hermano de Jesús.

«Aún estamos a la espera -escribe- de que el paleógrafo francés André Lernaire haga público oficialmente el descubrimiento». Así pues, habría sido oportuno, cuando menos, esperar a dicha publicación oficial; pero Bazzi pensó que no debía esperar a ello para sembrar dudas sobre la virginidad perpetua de la santísima madre de Dios.

¿Qué “José”?

Comienza dando por averiguado que la inscripción Santiago, hijo de José, hermano de Jesús se refiere a Santiago el Menor, a quien los evangelios cuentan entre los «hermanos de Jesús» y que fue obispo de Jerusalén. En cambio, el autor del descubrimiento, André Lemaire, dice con más prudencia que es “muy probable” que la inscripción de marras haga referencia a dicho personaje. Pero no se olvide, nos permitimos añadir nosotros, que entre los “hermanos de Jesús” de que habla el evangelio hay uno también llamado José (v. Mt. 27, 56; Mt. 13, 55; Mc. 6, 3); de ahí que el Santiago mencionado en la urna podría haber tenido por padre a este “José, hermano de Jesús”, por lo que no habría pasado de ser un homónimo de su tío Santiago, tanto más cuanto que en los evangelios no se califica nunca a éste de “hijo de José”, sino de «hijo do Alfeo», como veremos.

Una “interpretación” herética

Bazzi escribe luego que, “en general”, se dan tres “interpretaciones” de la expresión “hermano de Jesús”, y pone en primer lugar la siguiente: « ‘Hermano’ ha de entenderse en su sentido propio, por lo que Santiago, en cuanto hijo tanto de José como de María [¡sic!], es hermano carnal de Jesús» (!).

Bazzi olvida que ésta no constituye una “explicación” cualquiera posible, con derecho de ciudadanía en el mundo católico, sino que constituye una herejía contra la cual levantaron la voz en el pasado los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, y que fue condenada por el magisterio de la Iglesia, según veremos. A la vista de lo anterior, ¿hemos de pensar que para Bazzi, un sujeto ecuménicamente puesto al día, son equivalentes el dogma y la herejía?
“Testimonios evangélicos” que no figuran en los Evangelios, y una “tradición” que no est tal Bazzi añade: «Que [Santiago] sea ‘hijo de José’ [sic] pocos lo ponen en duda, habida cuenta de los testimonios evangélicos [sic] y de la confirmación brindada por el osario encontrado».

A decir verdad, ni a Santiago ni a los otros “hermanos de Jesús” se les llama nunca “hijos de José” en los evangelios, así como tampoco se les denomina “hijos de María” (v. F. Spadafora, Dizionario Biblico, voz Fratri di Gesú), antes bien, a Santiago en particular se le llama “hijo de Alfeo”, como recordamos y documentamos unas líneas más arriba. De ahí que no sepamos, entre otras cosas porque Bazzi no nos lo dice, cuáles son los “testimonios evangélicos” en que pretende fundarse; a menos que nos quiera vender por tales a los evangelios apócrifos, en especial el Protoevangelio de Santiago, respecto de cuyo autor supuesto, Santiago (no el Apóstol), hijo no menos supuesto de san José, se finge que fue habido por éste de un matrimonio anterior al suyo con la Virgen. No obstante, es sabido que «otro punto desagradable de los apócrifos [allende la aserción de que José se hallaba en la decrepitud al tiempo de su desposorio con María] lo constituyen las primeras nupcias y la subsiguiente viudez de José» (Enciclopedia Cattolica, voz Giuseppe). De hecho, ¿quién no ve «la inconveniencia y, por ende, la inadmisibilidad de un vínculo conyugal precedente, aunque se disolviera regularmente con la muerte de la primera esposa, de quien había sido preordenado por Dios a desposarse con la virgen de las vírgenes»? «Es inconcebible como un buen ordenamiento aquel en que el Señor, quien se había preparado una Madre tan perfecta, no hubiera preparado asimismo (...) al esposo de su madre» (P. C. Landucci, Maria Santissima nel Vangelo, págs. 255 y 110).

Bazzi, empero, parece no tener ojos para ver esta inconveniencia y expone como sigue su segunda “interpretación” del término “hermano”: «2. ‘Hermano’ ha de entenderse en el sentido de ‘hermanastro’, es decir, un hijo que José había tenido de un matrimonio precedente. La tradición oriental y muchos autores modernos [nos gustaría conocer un nombre al menos] entienden en este sentido los ‘hermanos y hermanas de Jesús’».
¿Quién diablos cometió la injusticia de suponer que a los modernos “novadores” los anima un “espíritu antitradicional”? He aquí a Bazzi apelando a la “tradición” (¡oriental, sí, pero tradición al fin y al cabo!). Lástima, sin embargo, que su “tradición oriental” no valga más que sus “testimonios evangélicos”, de que hablamos antes: «La narración de los apócrifos relativa a un matrimonio precedente de José gozó de amplio crédito en la tradición oriental, cuyos escritores acogieron de buen grado tal especie para solucionar con más facilidad la dificultad bíblica de los ‘hermanos del Señor’: éstos eran, al decir de ella, hijos de José, habidos de un matrimonio anterior. Dicha opinión convenció y se encuentra todavía en los libros litúrgicos orientales, especialmente los griegos. Los latinos, en cambio, salvo contadas excepciones (San Hilario, Gregorio de Tours, el Pseudo-Ambrosio), entendieron de común acuerdo la locución ‘hermanos del Señor’ en el sentido impropio de ‘primos’, conforme a la acreditada información proporcionada por Hegesipo (hacia el año 180 d. C., en Eusebio de Cesarea [PG 20, 380J]); de ahí que rechazaran en globo la narración legendaria de los apócrifos sobre el primer matrimonio de José» (Enciclopedia Cattolica, voz Giuseppe).

Desvalorización de la explicación tradicional Bazzi expone como sigue, en tercer y último lugar, la “interpretación” católica, afirmada por la tradición y defendida victoriosamente por los teólogos y exegetas dignos de este nombre:

«3. Desde Jerónimo en adelante, se entendió en Occidente la voz ‘hermano’ como ‘primo’ [...] Ejemplos en las Escrituras no faltan...».
¿”Desde Jerónimo en adelante”? Ya el historiador Hegesipo, que escribió cinco libros de memorias en Roma, hacia el 180, atestigua que dos “hermanos” de Jesús (Simón y Judas) eran primos de Nuestro Señor (v. Enc. Cat., cit., y F. Spadafora, Dizionario Biblico, cit.). Y su testimonio sigue siendo válido no porque -o mejor dicho- no sólo porque “no falten ejemplos en las Escrituras” sino, sencillamente, porque faltaba en la lengua hebrea o aramea del tiempo de Jesús, igual que ocurre hoy todavía en muchas lenguas y dialectos, el vocablo correspondiente a “primo” (así como los que corresponden a “sobrino” y a “cuñado”), y porque el griego de los evangelios, que es una lengua impregnada de semitismos, emplea la palabra griega “hermano” (adelfós) en el sentido que tiene la voz correlativa en hebreo y arameo: de ahí que san Agustín (In Ioann. 10, 2) escribiera que la Sagrada Escritura «tiene una lengua propia [habet linguam suam]; quien no conoce esta lengua se turba y dice: ‘¿De dónde vienen estos hermanos del Señor? ¿Es que acaso María siguió pariendo?’» (v. F. Spadafora: Attualitá Bibliche, Citta Nuova, ed. 1964, pág. 117). Angelo Penna, miembro de la Pontificia Comisión Bíblica (que no había perdido su seriedad a la sazón) y profesor de hebreo y griego bíblicos en la Pontificia Universidad de Letrán, escribía: «Mucho más sencilla es la dificultad que deriva de la expresión ‘hermanos de Jesús’. En todas las lenguas, pero especialmente en la que hablaba Jesús, la voz ‘hermano’ goza de una elasticidad notable; se usa para denotar al hermanastro, al primo y hasta a un pariente más lejano. La opinión más difundida desde la antigüedad los señala como ‘primos hermanos’» (Cento problemi biblici, ed. Pro Civitate, 1962). San Jerónimo, pues, no inicio “explicación” alguna, como pretende Bazzi, sino que le cupo el mérito no más de defender la explicación ya tradicional en la Iglesia contra Elvidio o Joviniano, herejes negadores de la perpetua virginidad de María santísima.

El “Evangelio según Bazzi”

Bazzi pasa a hilvanar “algunas reflexiones”, una vez presentadas sus tres “interpretaciones” como equivalentes sobre poco más o menos (la primera de las cuales es herética; la segunda, infundada e inconveniente; sólo la tercera es la tradicional y verdadera, pero Bazzi se las ingenia para restarle valor).

La primera reflexión nos asegura que «los datos del Nuevo Testamento y los demás testimonios antiguos [sic] no son claros tocante al sentido exacto del parentesco entre Santiago y Jesús. Honestamente [sic], hay que reconocer que la manera más lógica [¿?] de entender la expresión ‘hermano de Jesús’ es la de considerar a Santiago hijo de los mismos padres que Jesús [¡sic!]. Así pues, no sólo hijo de José, sino también de María. Éste es, en efecto, el sentido constante en los evangelios y en todo el Nuevo Testamento». ¡Increíble pero cierto!

Comencemos por “los datos del Nuevo Testamento”. De Santiago el Menor, “hermano de Jesús”, los evangelios nos dan el nombre de su padre, Alfeo, y de su madre, María, y precisan que se trataba de una “hermana” de la madre de Jesús, es decir, también aquí, de una cuñada o prima de ésta. San Mateo, en efecto, en el elenco de los Apóstoles (10, 3), llama a Santiago el Menor «Santiago, el de Alfeo», para distinguirlo de «Santiago, el de Zebedeo» (10, 2), que era Santiago el Mayor, hermano de Juan, ambos «hijos de Zebedeo» (Mc. 10, 35 y Mt. 20, 20). Lo mismo hacen el evangelio de san Marcos (3, 18), el de san Lucas (6, 15) y los Hechos de los Apóstoles (1, 13): «Santiago, hijo de Alfeo». Si, pues, los datos del Nuevo Testamento nos dicen que Santiago el Menor es hijo de Alfeo, no puede ser hijo de José al mismo tiempo.
El evangelio de san Marcos nos da también, más adelante (15, 40), el nombre de la madre de Santiago el Menor: en el Calvario, entre las «mujeres que le miraban desde lejos» (a diferencia de la madre de Jesús, quien estaba a los pies de la cruz), se hallaba «María la madre de Santiago el Menor y de José» (otro ‘hermano de Jesús’). A esta otra María se la llama más adelante, con mayor brevedad, «María la de José» (15, 47) y «María la de Santiago» (16, 1), distinguiéndola siempre claramente de María la madre de Jesús: «Nunca en el Nuevo Testamento se llama ‘hijo de María’ o ‘hijo de José’ a ninguno de estos ‘hermanos de Jesús’, mientras que cada vez que hallamos junto al nombre de María santísima el apelativo ‘madre’ le sigue siempre la neta especificación ‘de Jesús’» (F. Spadafora, loc. cit.). En consecuencia, cabalmente de Santiago el Menor nos brindan los evangelios los nombres de sus padres, que, salta a la vista, no son los de los “padres propios” de Jesús. De ahí que no se pueda de buena fe (a menos que no se hayan leído jamás los evangelios), o por mejor decir, de ahí que rebase el límite de toda deshonestidad e ilogicidad el escribir que, “honestamente, hay que reconocer que la manera más lógica de entender la expresión ‘hermano de Jesús’ es la de considerar a Santiago hijo de los mismos padres que Jesús” (¡precisamente eso mismo que los evangelios excluyen con toda claridad!), para agregar a continuación, a título de remache y de una manera absolutamente gratuita: “Éste es, en efecto, el sentido constante en los evangelios y en todo el Nuevo Testamento” (!).

Si pasamos luego a los “testimonios antiguos”, basta sólo con considerar el hecho de que, desde los primeros siglos, se reputaba la virginidad de María por verdad fundamental del cristianismo: tan es así que se la insertaba en la “regla de la fe”, obligatoria para todos los creyentes: Conceptus de Spiritu Sancto (...) natus ex Maria Virgine (Símbolo de los Apóstoles); sin que para ello constituyeran el menor obstáculo “los hermanos de Jesús”, nombrados por los evangelios y bien conocidos de la comunidad cristiana primitiva, como que algunos de ellos fueron jefes de ésta: señal de que para todos era indiscutible que no se trataba de hermanos en sentido propio. Con esto basta, sin que sea menester citar a los Padres de la Iglesia.

También los “testimonios antiguos”, pues, excluyen claramente que la expresión “hermano de Jesús” usada por los evangelios signifique, como pretende Bazzi, “hijo de los mismos padres que éste”.

El Magisterio, al desván

Nótese que, al menos oficialmente, Bazzi no es un protestante, sino un cura católico, para quien el magisterio de la Iglesia deberla ser “norma próxima” de verdad; pero, por el contrario, no apela jamás al magisterio de ésta, exactamente igual que un protestante, aunque a dicho magisterio y sólo a él le incumbe determinar el sentido verdadero de las Sagradas Escrituras.

Ahora bien, el concilio primero de Letrán (649) sentenció: «Si alguno no confiesa, de acuerdo con los santos Padres, propiamente y según verdad por madre de Dios a la santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente lo engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado»; y el concilio tercero de Constantinopla (680) renovó, contra los monotelitas, la misma profesión de fe, ensalzando en María la «inmaculada virginidad imperecedera antes del parto, en el parto y después del parto» (Enciclopedia Mariana Theotocos, pág. 299). Mas Bazzi, como todos los modernistas, parece haber relegado al desván, amén de a los evangelios, también a su Denzinger.

Bombas de humo y “coletazo”

Con eso y todo, seríamos injustos si dijéramos que Bazzi hace caso omiso por entero del magisterio de la Iglesia, como si no existiese; pero no es así: lo que ocurre es que lo quiere en “evolución”, hasta el punto de que, sacando del “depósito de la fe cosas nuevas y cosas antiguas”, se llegue a sacar asimismo cosas en contradicción con las antiguas.
Con tal objeto, hace de todo para minimizar el alcance y el peso del magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia: «la virginidad de María in partu [sólo in partu] es tradicional y antigua. La afirmación de la virginidad perpetua de María es doctrina común desde el siglo VI en adelante [¿sólo desde el siglo VI hasta acá?], desde que el concilio II de Constantinopla la recibió [¡si la “recibió”, es que tal doctrina común ya existía!] en un canon [a decir verdad, la formuló varias veces en diferentes cánones: véase Denz. §§ 214, 218, 227]. Cuenta con los sufragios de la liturgia; la sostienen asimismo algunas declaraciones de los papas [¡por fin!: bienaventurados los últimos...]». Mas ¿qué importa todo eso? «Estas afirmaciones tienen un carácter global [¿?] -nos asegura Bazzi-, sin alzarse nunca a la categoría de declaraciones solemnes y detalladas [pero ¿es que no son “solemnes y detalladas” las dos declaraciones conciliares susomentadas?]». Y después de estas bombas de humo lanzadas contra el magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia, agrega Bazzi, con un “coletazo” final: «Es menester reconocer que a lo largo de la historia, sobre todo al principio y hoy, se han alzado voces contrarias a la virginidad perpetua [de María], contra las que no se han formulado acusaciones de herejía ni condenas directas».

No hagamos comentarios sobre el “hoy”, dado que en la actualidad se les otorga un “pase” a todas las herejías en el mundo católico (no sin razón definió san Pío X el modernismo como «cloaca de todas las herejías»); mas pasa de castaño oscuro asegurar que “sobre todo al principio (...) se alzaron voces contrarias a la virginidad perpetua [de María], contra las que no se formularon acusaciones de herejía”: «Concebido del Espíritu Santo (...) nacido de la Virgen María» constituye, desde el principio, el artículo fundamental de la fe católica, y como tal figura en el Símbolo de los Apóstoles, que constituye la expresión del magisterio infalible de la Iglesia desde el comienzo, por lo que es regula fidei para todos los cristianos desde siempre. No hace falta más para entender por qué los escritores eclesiásticos y los Padres de la Iglesia se interesaron, desde el principio, en sus diferentes tratados denominados -¡mire usted qué casualidad!- Adversus haereses (“Contra los herejes”), por las “voces contrarias a la virginidad perpetua [de María Santísima]” de ahí que San Epifanio pudiera resumir, a finales del siglo IV, la fe constante desde el “principio”: «¿Quién y
cuándo osó [¡sic!] nunca pronunciar el nombre de María sin añadirle, en caso necesario, el apelativo de ‘Virgen’?» (Adversus haereses 78, 6). Pero Bazzi nos dice que “en el principio”, igual que hoy, ¡no se formularon acusaciones de herejía ni condenas directas contra las voces contrarias a la virginidad perpetua de María!

¿Reír o llorar?

Así que no sabemos si reír o llorar cuando Bazzi habla del «gran redescubrimiento de María en el ámbito de la Iglesia desde el concilio Vaticano II». Su escrito basta por sí solo para probar de qué clase de “redescubrimiento” se trata: el redescubrimiento de todas las herejías antimarianas. Y, por si no bastase, aquí está la confesión del mismo Bazzi: «esta renovación mariana se ha hecho, a causa de su apertura ecuménica entre otras cosas, sin contradecir, aunque también sin exaltar [sic], este aspecto particular [la virginidad] de la tradición sobre María». Se trata del diabólico de Maria nunc satis (“¡Basta ya de María”), que resonó en el concilio “ecumenista” y que se perpetúa escandalosamente en el postconcilio.

No sólo es la “apertura ecuménica” la que sugiere que “no se exalte” (léase: que se deprima) la virginidad de María. También está el “hombre de hoy”, embargado por la pasión de la sensualidad, al cual es menester “abrirse”; por respeto a dicha pasión, se hace imperativo presentar «la fe en la virginidad perpetua de María en sentido positivo, evitando toda forma de desprecio del cuerpo y de la sensualidad». Poco importa que éste sea exactamente el argumento esgrimido por todos los herejes, desde los antiguos encratitas (siglo II) a los cátaros (más recientes), quienes sostenían (más púdicamente, todo hay que decirlo) que la virginidad de Nuestra Señora desvalorizaba el matrimonio (v. Enciclopedia Mariana Theotocos cit., pág. 272).

Está claro que para Bazzi, modernismo obliga, no son los tiempos los que deben adaptarse a la verdad revelada, sino que es ésta la que ha de corromperse para adaptarse a aquéllos.

Las mentiras de Satanás

Bazzi no ignora que «los amigos de Cristo no toleran oír que la Madre de Dios cesó de ser virgen» (San Basilio, Homilia in S. Christi generationem, § 5). Por eso larvatus prodit, avanza con cautela (aunque no demasiada). De ahí que titule su conclusión: La búsqueda de la verdad, como si la virginidad perpetua de la Virgen santísima fuera todavía una verdad que hubiera de buscarse, no un dogma que ha de aceptarse con fe humilde y firme. Se invita a los católicos «a no empantanarse en disputas anacrónicas [¡sic!], porque «los estudios y nuevas contribuciones de la arqueología, la historia y la exégesis están rediseñando el sentido global de nuestros orígenes [y, por ende, también el de nuestros dogmas] con nuevos riesgos [sic], pero también con una riqueza y amplitud prometedoras [sólo en la culpable ilusión de quien ha degradado la fe, fundada en la ciencia infalible de Dios, al rango de una “variable dependiente” de las falibilísimas ciencias humanas]. Cosas buenas [¿de veras?] y nuevas [éstas sí, pero no son buenas] esperan a quien, como centinela [traidor, más bien] sabe vigilar [y aquí el diablo dantesco diría: “¡No pensabas que fuese yo tan lógico!”; cf. Infierno XXVII, l23]». Y además: «la rigidez de ciertas reacciones y la caza de brujas que se desencadena inevitablemente en algunos ambientes cuando se tratan ciertos temas [¡sic!] [¡dogmas!] es una contaminación de la tradición, no la salvación de la verdad».

¡Menos mal que la Iglesia pensó desde el principio exactamente al revés! Léase a San Juan, el Apóstol de la caridad: «Si alguno viene a vosotros y no lleva esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni lo saludéis siquiera» (2 Jn 10). Si la Iglesia hubiera hablado y razonado como hace Bazzi, no quedaría hoy piedra sobre piedra de la revelación divina. Pero el amor a Cristo, su esposo, y la caridad para con las almas, que se pierden sin la divina revelación, le impidió hacer suya la mentira de Satanás que hoy nos repite Bazzi (esperemos que sin saber lo que hace): «No es cierto que si tocarais este dogma (o cualquier otro), no seríais ya católicos; ¡al contrario, lo seréis más todavía, aún mejor!».

Irresponsabilidades más altas

Bazzi es docente de ciencias religiosas en el Instituto Superior de Florencia, además de sacerdote de la diócesis de Fiesole; Toscana oggi, por su parte, constituye el semanario interdiocesano de los obispos toscanos. ¿Es así como el obispo de Florencia, el de Fiesole y los demás obispos tutelan la fe católica en esa región? Cierto es que, en los tiempos que corren, poco han de temer de la autoridad eclesiástica humana. Mas ¿acaso es también poco lo que deben temer de la autoridad divina?

Marcus

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LA IGLESIA EN ALEMANIA Y MONSEÑOR LAJOLO

Monseñor Lajolo es el nuevo Secretario de la Sección para las Relaciones con los Estados, dentro de la Secretaría de Estado, sucediendo en esto al nuevo Cardenal Jean Louis Tauran.

¿Quién es Lajolo? Nacido en Novara el 3 de enero de 1935, fue ordenado sacerdote el 29 de abril de 1960, diplomado en Derecho Canónico, ingresó en el Servicio diplomático de la Santa Sede en 1970; con destino en la Nunciatura de Alemania, más tarde participó en el Consejo para los Asuntos públicos de la Iglesia como responsable para Italia y Alemania; posteriormente fue nombrado Secretario de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica. Pero es a partir del 7 de diciembre de 1995 cuando Monseñor Lajolo, viejo discípulo de Casaroli, ocupa el puesto de Nuncio Apostólico en Alemania, pudiendo ser considerado como uno de los principales responsables del actual desastre doctrinal, disciplinar y litúrgico que se cierne sobre la Iglesia Católica en este país. Una situación trágica y ahora casi desesperada, hasta tal punto que Juan Pablo II, con ocasión del Consistorio de febrero de 2001, pensó que debía enviar a los Cardenales alemanes una carta en la que se manifestaba su extraordinaria inquietud por las «grandes preocupaciones» sobre la situación del catolicismo alemán. La situación que Lajolo deja tras de él, al atravesar de nuevo los Alpes, es la de una Iglesia Católica en gran parte agonizante, a partir de ahora casi autocéfala en la práctica, y sobre la cual la Santa Sede ejerce una autoridad puramente formal y de fachada.

Los portaestandartes del “grupo antirromano”

Analicemos más de cerca la situación alemana, empezando por el episcopado. Ante nuestros ojos están los tristes resultados del Día de las iglesias (28 de mayo al 1 de junio de 2003), encuentro ecuménico que
reunió a católicos y protestantes. Es el fruto de una línea pastoral subyacente (sólo en cierto modo) que recorre el país. Más de dos tercios del Episcopado están en manos de representantes de tendencia secular y de progresistas intransigentes, o más bien de neomodernistas radicales y paraprotestantes.

Los Prelados que se distinguen, dentro de este grupo, son bastante pocos. La mayoría son obispos grises y anodinos que siguen la corriente principal como corderos. Los que se distinguen son los siguientes: el Cardenal Lehmann, titular de la diócesis de Mayence; Monseñor Kamphaus, obispo de Limbrug; Monseñor Wetter, de Munich y Monseñor Lettmann de Münster. Todos éstos son los portaestandartes del “grupo antirromano” (cf. el libro de S.E. Monseñor John Qinn The reform of the Papacy; in The Tablet del 14 de febrero de 1999): para ellos las instituciones de la Iglesia universal son una limitación impuesta desde el exterior, frente a las cuales es preciso reivindicar el máximo de libertad. A estos “portaestandartes” les siguen personajes como el Cardenal Sterzinsky (Berlín), Monseñor Dammertz (Augsburgo), Monseñor Luthe (Essen), Monseñor Saier (emérito de Friburgo), monseñor Homeyer (Hildesheim) y Monseñor Fuerst (Stuttgart). Unidos entre sí por fuertes vínculos de adhesión, forman un grupo compacto y monolítico frente a las “rigideces” de Roma.

El Cardenal Lehmann, cabeza indiscutible del grupo, se presenta a veces con una cierta apariencia de “romanidad” ya que su formación tuvo lugar en el Colegio germano-húngaro de Roma. Este Cardenal es igualmente el representante más destacado de la teología “post-rahneriana”, dominante en ciertos medios teológicos germánicos, y que tanto daño ha causado tras el Concilio. Entre los ex-alumnos del Colegio Pontificio Germánico hay un buen grupo favorable a los obispos neomodernistas: Monseñor Kleinmeilert (auxiliar de Trier); Monseñor Renz, (auxiliar de Rottenburg-Stuttgart) y Monseñor Wetter, arzobispo de Munich.
Es aquí donde entra en escena Monseñor Lajolo. Este italiano, Nuncio en Alemania, ha sido en efecto un gran defensor de la corriente modernista del episcopado alemán. Gracias a los buenos oficios de Lajolo el obispo hipermodernista Walter Kasper llegó a ser en 1999 Secretario del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. De nuevo fue Lajolo uno de los principales promotores del vergonzoso episodio que tuvo lugar la víspera del Consistorio de 2001, cuando el Papa, algunos días después de haber anunciado la lista de los futuros Cardenales, fue presionado para que añadiesen otros nombres, entre ellos Kasper y Lehmann. En esta ocasión las presiones ejercidas sobre el Papa fueron curiales, eclesiásticas e incluso políticas, sin olvidar la intervención de los obispos ucranianos que, en ese tiempo, preparaban el viaje del Pontífice con la ayuda económica de los obispos alemanes.
Kasper, algunos días después de haber recibido el capelo cardenalicio, fue nombrado Presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Y esto no es todo. Se debía ya a Lajolo el nombramiento de Kasper como miembro votante de la Congregación para los Obispos.

Un tándem desastroso

Para mejor delimitar el personaje de Lajolo hay que hacer también mención de su relación con Attilio Nicora, en la actualidad Cardenal y miembro de numerosas Congregaciones. Nicora, junto con Lajolo, fue el responsable de la desaparición de las I.P.A.B. (obras de caridad y hospitalarias de la Iglesia italiana) en provecho de las Regiones. Nicora ha sido también Presidente adjunto y Lajolo responsable (e inspirador) de la Comisión paritaria Iglesia-Estado para la revisión del Concordato con el Estado italiano y la reglamentación de los organismos y bienes eclesiásticos. En esta Comisión Lajolo actuaba como mandatario y representante de la Secretaría de Estado. El resultado de este trabajo de equipo ha sido desastroso. Los dos Prelados cedían en todos los campos (enseñanza, familia, mantenimiento del clero) y gracias solamente a la intervención de los representantes de los seglares católicos en la Comisión pudo evitarse lo peor; la intervención del diputado Gonella y de Monseñor Claudio Morino dio como resultado la subida del porcentaje del 4 por mil al 8 por mil [en ayudas estatales a la Iglesia italiana; n. del e.]. Pero gracias a la propaganda periodística de la “banda” se hizo ver que Nicora fue “el padre del 8 por mil” ¡aunque el mérito correspondía al diputado Gonella y a Monseñor Morino!

Una política “personalista”

Lajolo apunta más alto: sueña con el puesto de Secretario de Estado; sea lo que sea hace todo lo posible para ser bien visto por Roma, evitando cualquier motivo de polémica con las autoridades de la Iglesia a lo largo de las riberas del Rin. El resultado ahí está ante los ojos de todos: estos últimos años la Conferencia episcopal y la Nunciatura han sido tolerantes con los abusos en cuestiones de disciplina, doctrina y liturgia que han devastado a la Iglesia Católica en Alemania. Una línea que parece haber recibido su recompensa a juzgar por la promoción de Lajolo. El neo “ministro de Asuntos Exteriores” del Vaticano mantiene ahora un poder sobre todas las Nunciaturas (y a través de los Nuncios sobre el nombramiento de Obispos y orientaciones de las Conferencias episcopales), e igualmente podrá influir de una forma u otra en el próximo Cónclave sirviéndose de la Nunciatura para presionar así a los Cardenales extranjeros. Además será con toda seguridad miembro de numerosas Congregaciones y Comisiones que le permitirán dominar e influir en una buena parte de la Curia, comenzando por la Comisión del Personal de la Secretaría de Estado que gestiona todos los nombramientos y contratos hechos por la Santa Sede.

Un panorama vergonzoso

El panorama eclesial que Lajolo deja tras de sí en Alemania es vergonzoso. Ha sido necesaria la intervención de dos Obispos para dejar fuera de juego el intento por parte de la burocracia de la Conferencia episcopal de añadir un texto de Lutero como suplemento al Breviario. Un daño inmenso a la integridad de la Fe y a la disciplina universal ha sido causado por ciertos sínodos diocesanos y por determinadas orientaciones surgidas de la conferencia episcopal en los años sesenta y setenta. Por ejemplo, durante el Sínodo de Wuerzburg (1973) fue propuesta la introducción del diaconado para las mujeres y la posibilidad del matrimonio para los sacerdotes. Una tentación que sigue presente entre algunos grupos de sacerdotes y fieles.

Otro fenómeno inquietante es el del papel cada vez más preponderante de los seglares en las estructuras litúrgicas y eclesiásticas: los seglares han sido admitidos en la organización de la jerarquía diocesana, en la dirección de las Parroquias, en los colegios y facultades de teología, con la perspectiva de ser introducidos en ministerios eclesiásticos de más categoría. El resultado es que estos seglares se creen en la práctica que son Párrocos, con tendencia a invadir el terreno de las funciones propias del sacerdote. Además, en los Seminarios, se da prioridad a los candidatos que no tienen inconveniente en ceder el ejercicio del ministerio sacerdotal a los seglares (hombres y mujeres), mientras que se impide seriamente el acceso a aquellos de tendencia ortodoxa, a los que se les propone dejar el Seminario. Inútil es decir que en tal contexto el número de vocaciones ha bajado vertiginosamente en Alemania.

Otro capítulo doloroso es el de la práctica sacramental, lleno de nuevos inventos y aberraciones. En diferentes partes de Alemania no existe ya unidad de culto. Se defiende la “creatividad” y muchas Parroquias se declaran libres para cambiar lo que quieren en la Liturgia, en la Misa, según una tendencia que se ha extendido desde Alemania a otros países de lengua y cultura alemanas, tales como Austria, Suiza, Holanda y en general todo el mundo germánico. Durante las celebraciones se omite a menudo cualquier alusión a la Misa como Sacrificio, presentada exclusivamente como un banquete fraterno. Sacerdotes extranjeros al regresar de Alemania manifiestan cómo en pequeñas comunidades no es raro ver que el sacerdote entregue a cada uno de los presentes (seglar o no) un cáliz (o un vaso) de vino y pan para hacer de la ceremonia “un convite algo más participativo”, según una práctica conocida por las autoridades de la Iglesia en Alemania y que se tolera sin inquietarse demasiado. En los entierros el rito fúnebre se transforma a menudo en una liturgia de la resurrección: no se reza por el eterno descanso del difunto, ni se dice nada sobre lo que les espera al alma y al cuerpo más allá de la muerte, nada sobre el juicio particular, sobre el Purgatorio ni, naturalmente nada, sobre el Infierno. En los últimos treinta años la recepción de los Sacramentos se ha visto disminuir en dos tercios.

No se manifiesta ya el carácter sagrado del sacerdocio: el clero se encuentra, en gran parte, muy mundanizado, viste de “paisano”, más atraído por las vacaciones y una vida cómoda que por el ejercicio de su ministerio. Según esta visión (realista) y basándose en perspectivas humanas, puede afirmarse que dentro de quince o veinte años la Iglesia Católica en Alemania ni existirá ni será visible de forma patente. Y será el Nuncio Lajolo el primer responsable de esta situación.

Otras responsabilidades

Hay que decir que este proceso de autodemolición de la Iglesia en Alemania ha estado a menudo apoyado por miembros de la Curia romana. Bastaría con pasar revista a los nombres de lengua alemana de la Secretaría de Estado, en gran parte defensores de la tenencia modernista y antirromana. Durante estos últimos años estas personas han intentado disimular la gravedad de la situación alemana y han favorecido a los amigos afines a ellos para promocionarlos en sus países y en la propia Curia romana. Ha habido frecuentes encuentros en Roma y en Alemania con Monseñor Franco Marchisano, Monseñor Piero Marini,

Monseñor Francesco Monterisi...

El Nuncio Lajolo parecía no tener otra cosa que hacer sino pensar en la nueva sede de la Nunciatura en Berlín, inaugurada el 29 de junio de 2001 por el Cardenal Sodano, Secretario de Estado. L´Osservatore Romano comentaba el 11 de julio, con humor no buscado, que el nuevo edificio «ofrece una bella imagen de la diplomacia vaticana, reservada pero cercana a la gente, de una noble simplicidad, moderna». Los días 2 y 3 de julio se pudo incluso leer que la nueva sede era «sobria».

Echemos una ojeada a este edificio “simple” y “sobrio”: cuatro pisos en pleno centro de la ciudad, para cuya construcción se presentaron a concurso «siete célebres arquitectos alemanes» (L´Osservatore Ronano, 11 de julio de 2001); el edificio está formado por dos cuerpos unidos entre sí y rodeados de un amplio jardín, con un gran vestíbulo frente al portón de la fachada lateral de la Basílica de San Juan, con salas para encuentros y conferencias, una biblioteca, archivos. Y así mientras que la dramática situación eclesial de Alemania hubiera exigido una intervención inmediata, enérgica y auténtica, el Nuncio Lajolo no se preocupaba del bien de la Iglesia sino de sus necesidades particulares.

Esta “dedicación” ha sido recompensada promoviéndole al cargo de ¡ministro de Asuntos Exteriores del Vaticano! ¿Es posible que hoy en día no se promueva ningún cargo de importancia en la Iglesia del que nos podamos felicitar?


Pulvis

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Popoli e Missione

1) ¿Se puede «seguir hablando de misión en Europa del Este», dado que los “misioneros” católicos operan allí «en territorios donde la mayoría cristiana la garantizan otras confesiones cristianas [cristianas]?»
2) Visto que dichas «iglesias cristianas [sic] radicadas allí [...] lo aceptan todo, salvo que se reconozca que necesitan misioneros, ¿cuáles son los destinatarios de la labor misionera de la Iglesia Católica en Europa del Este? ¿Quién, qué, constituye el objeto de tal labor? ». Es menester preguntárselo -agrega Popoli e Missione-, porque «no se puede obrar a ciegas».

Popoli e Missione, revista de “animación misionera” a cargo de las Obras Misioneras Pontificias, mayo del 2002, págs. 19 y ss.: La presencia católica en tierra ortodoxa ¿Cómo ir al Este?.

Basándose en una conferencia de Monseñor Claudio Gugerotti, nuncio apostólico de Armenia, Georgia y Azerbayán, la revista formula dos preguntas relativas a las misiones:

1) ¿Se puede «seguir hablando de misión en Europa del Este», dado que los “misioneros” católicos operan allí «en territorios donde la mayoría cristiana la garantizan otras confesiones cristianas [cristianas]?»

2) Visto que dichas «iglesias cristianas [sic] radicadas allí [...] lo aceptan todo, salvo que se reconozca que necesitan misioneros, ¿cuáles son los destinatarios de la labor misionera de la Iglesia Católica en Europa del Este? ¿Quién, qué, constituye el objeto de tal labor? ». Es menester preguntárselo -agrega Popoli e Missione-, porque «no se puede obrar a ciegas».

¡Perfecto! Pero he aquí ahora la confesión del redactor del artículo: «Tengo la impresión [¿nada más que eso?] de que se trata de preguntas harto nuevas en el ámbito de nuestra concepción misionera tradicional», que «equiparaba a todos los acatólicos a título de destinatarios de la misión»; de ahí que ignorara, añadimos nosotros, los pseudoproblemas que plantea Popoli e Missione (con la ayuda, ¡oh dolor!, del nuncio apostólico de Armenia, Georgia y Azerbayán) sin la menor esperanza de resolverlos.

Para hacer caer las escamas con que estos ciegos voluntarios se cubren las pupilas basta, en efecto, con hacer honor de nuevo al “dogma fundamental” de nuestra santa religión: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”. Está claro, entonces, que la presencia de los misioneros en las tierras dominadas por el cisma (y también por la herejía, en cierta medida) es tan necesaria como en las dominadas por el paganismo, porque la Iglesia fundada por Jesucristo es una y única, y sólo en ella hay salvación. También está claro cuáles son los destinatarios de la labor misionera de la Iglesia Católica en Europa del Este: no lo son las sedicentes “iglesias cristianas”, obstinadas y cerradas en su separación de la unidad católica, sino las almas, que gozan del derecho a conocer a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual sus antepasados las separaron al separarse ellos.

Así pues, no es la presencia de los “ortodoxos” cismáticos en la Europa del Este lo que les quita toda razón de ser a las misiones católicas, sino el ecumenismo (y no sólo en el territorio de los herejes y los cismáticos); en efecto, si una “confesión” vale lo mismo que cualquier otra; si se conceden patentes de “iglesia cristiana” a las sectas heréticas y cismáticas, olvidando que «niega a Cristo quien no reconoce todo lo que es propio de Cristo» (San Ambrosio); si hasta en las creencias religiosas paganas hay salvación. si, en pocas palabras, se arrincona ecuménicamente el problema de la religión verdadera revelada por Dios, la pregunta adecuada que es necesario formular tocante a “la presencia católica en tierra ortodoxa” no es “¿cómo ir al Este?”, sino más bien “¿por qué ir al Este?”, o, más en general, “¿por qué misionar?”.
 
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