Blogia
sisinono

AL AÑO DE LA DEFUNCIÓN DE JUAN PABLO II

LAS RAZONES DE NUESTRO SILENCIO
Un lector nos escribe:

“Estimados amigos:

(...) No conocí el periodo preconciliar, pero vivo con malestar la pérdida del sentido de lo sagrado, el mal gusto, etc., que hoy se propagan subrepticiamente en la Iglesia. Mi formación es jurídica, por lo que carezco de la preparación teológica que se requiere para valorar los documentos del concilio, del magisterio actual, etc. Sea como fuere, creo que la Iglesia debería cultivar más el sentido de lo sagrado, y también el de lo bello, en lugar de mortificarlos como se hace hoy.
 

Vengo ahora al motivo de este escrito. Me turbó mucho la posición de silencio total que asumió el quincenal de ustedes con ocasión de la muerte de Juan Pablo II. ¡¡¡Se había muerto el Papa!!! ¿Es que son ustedes sedevacantistas?

Podrían haber tomado ustedes motivo de la muerte de Juan Pablo II para efectuar una interpretación crítica de su pontificado y distanciarse del tono laudatorio y en sentido único de muchos comentadores (televisivos sobre todo).
 

Juan Pablo II fue de seguro una gran personalidad, bien que contradictoria. Seguramente fue un hombre de Dios, y a su modo un místico también, aunque precisamente a causa de su actitud las misas papales se caracterizaron demasiado a menudo -sobre todo las celebradas en el curso de sus viajes- por un ambiente propio de un estadio. ¿Qué decir, en efecto, de la exasperación del aplauso, que Juan Pablo II favoreció, sin duda; de aquella multitud de concelebrantes con sombreritos colorados; de las monjas con bolsito y zapatillas de tenis, etc.? Todo esto me horrorizó con frecuencia.
Así que era obligada una crítica (pero hecha con caridad). ¡Por eso encuentro injustificable el silencio ante su muerte!

¡Saludos cordiales y buen trabajo!”.

Carta firmada


La crisis actual no se limita a la pérdida del sentido de lo sagrado y de lo bello (ésta no es más que su consecuencia), sino que atañe a la fe ante todo. No es menester una gran preparación teológica para advertirlo; basta la fe viva y vivida, amén del conocimiento de las verdades fundamentales que todo cristiano tiene el deber de conocer. De hecho, el católico que conozca lo suficiente el misterio de la Sma. Trinidad y rece con fe a las tres personas divinas no puede dejar de preguntarse cómo diablos es posible que nosotros los cristianos, quienes profesamos la unidad de la naturaleza y la trinidad de las personas en Dios, tengamos, como pretende el lema propagandístico ecuménico, “el mismo Dios” que los judíos y los moros, los cuales rechazan la Sma. Trinidad. Y el católico que, por lo menos, rece con fe los domingos “Creo (...) en la Iglesia una, santa”, no puede dejar de preguntarse de dónde salió la pluralidad de “iglesias” de que se habla después del concilio, y por qué demonios la Iglesia no es ya santa, sino “pecadora”, de arte que se siente la obligación de pedir perdón de sus delitos por todas partes. Más aún: el catecismo de san Pío X, que resume la fe constante de la Iglesia, pregunta en el nº 124: “¿Quién está fuera de la comunión de los santos?”. Respuesta: “Está fuera de la comunión de los santos quien está fuera de la Iglesia, o sea, los condenados, los infieles, los judíos, los herejes, los apóstatas, los cismáticos y los excomulgados”. El católico que recuerde eso o vuelva a leerlo no puede dejar de preguntarse por qué milagro a todas estas categorías, que estaban “fuera de la Iglesia” hasta el concilio, se las considera hoy en comunión con ella, bien que no “plena” (sin excluir a los precitos, visto que se nos dice que el infierno está vacío). Podríamos seguir documentando por largo tiempo la oposición que se da entre la doctrina católica y lo que hoy se nos vende por tal.

La dolorosa realidad (no nos referimos a nuestro suscriptor, sino que hablamos en general) es que el concilio y la crisis subsiguiente sorprendieron a los cristianos no sólo en un estado de fe muerta (¿cuántos católicos se cuidaban de vivir en estado de gracia?), sino, además en un estado de deplorable ignorancia religiosa (¿cuántos sabían, al menos en teoría, qué es el estado de gracia y por qué es lo más precioso que el hombre puede poseer en esta tierra?).

“Mas de una vez -escribía mons. Olgiati en su precioso Sillabario del Cristianesimo (Silabario del Cristianismo, 1956)-, en reuniones juveniles, donde me hallaba ante jóvenes que frecuentaban la comunión y eran dignos de elogio en grado sumo por el coraje y la audaz franqueza que mostraban al profesar la fe, incluso en público, probé a preguntar: -¿Qué es la “gracia”? O bien: -¿En qué consiste “el orden sobrenatural” y en qué difiere del natural?

Las respuestas que obtuve nunca dejaron de convencerme de que la ignorancia de los principios del cristianismo es enorme hasta entre los mejores cristianos practicantes.

Y también vosotros, los que leéis esto, si debieseis explicar lo que entendéis por “gracia”.. ; pero basta ya: no sé que resultado daría vuestro examen.

(...) Por lo demás, no se lo digáis a nadie: respondeos sólo a vosotros mismos en el secreto de vuestra conciencia:

¿Es verdad o no que no se os daría una higa por que las personas de la Sma. Trinidad fueran una sola en lugar de tres, o fueran dos, o cinco? Mejor dicho- ¿es verdad o no que si Dios no hubiese revelado este misterio, os habríais quedado tan panchos, sin que vuestra vida religiosa experimentara modificación alguna?

¿Y qué significa todo eso sino una ignorancia absoluta del catecismo? ¿No os parece que vuestra ignorancia religiosa debe de ser mucho más honda que un abismo si el primero de los misterios principales de la fe os deja tan olímpicamente indiferentes?

Muchos protestan porque mientras que en los primeros siglos, en las escuelas del catecumenado, instruirse en el cristianismo sicnificaba convertirse y los cristianos de entonces contribuían a cambiar la fe del mundo, o sea, a instaurar una nueva civilización, los cristianos de hoy, en cambio, amenazan con andar a reculones y volver a la civilización pagana. Nada más injustificado que tales protestas: los cristianos de entonces conocían el cristianismo; los de hoy ni siquuiera lo estudian, persuadidos como están de conocerlo por ciencia infusa”.

Podemos comprender ahora por qué el modernismo, cuya esencia estriba, como el protestantismo, en la negación del orden sobrenatural (naturalismo), engañó y arrastró consigo a tantos católicos valiéndose de su ignorancia religiosa culpable (pues tal es la ignorancia religiosa de un católico). Debemos añadir que el deber de conocer las verdades de fe es tanto mayor cuanto más instruido se halla uno en el campo profano, porque la falta de equilibrio entre la cultura profana y la religiosa es ocasión de crisis y de peligrosas desorientaciones, tanto más cuanto que la escuela “laicista” o “aconfesional” es una fragua óptima de enemigos de la fe, o cuando menos de escépticos.

Bien es verdad que no es el conocimiento religioso el que salva: lo que salva es la práctica de las virtudes cristianas; pero ésta no se da sin conocer las verdades religiosas.

Esto supuesto, vengamos ahora al motivo de nuestro silencio al morir Juan Pablo II.

Pensamos que nuestro lector nos escribió antes de recibir el número de julio pasado, en cuya página 7 le explicábamos a otro suscriptor los motivos cristianos que nos habían aconsejado el silencio con ocasión de la muerte del Papa Wojtyla. Añadimos aquí que el sedevacantismo no se cuenta entre dichos motivos.

No somos sedevacantistas; más aún, demostramos en varias ocasiones la ilogicidad y la esterilidad de dicha posición (cf. Si Si No No, 31 de octubre del 2003).

Ilogicidad porque constituye una postura que se funda en el siguiente silogismo:

1) El Papa siempre es infalible
2) Este Papa se equivoca
3) Luego no es Papa

No obstante, la premisa primera es falsa, porque la Iglesia no ha enseñado jamás que “el Papa siempre es infalible”, sino que enseñó y enseña que el Papa es infalible cuando, pronunciándose en materia de fe y de moral, habla ex cathedra, es decir, empeñando en el grado sumo su autoridad magisterial (y también cuando se limita a transmitir la enseñanza constante y universal de la Iglesia, en la cual está en juego la infalibilidad de toda ésta). La Civiltá Cattolica puntualizaba lo siguiente en el número del 4 de marzo del 1902:

“Pero ¿es que cae todo bajo esta enseñanza infalible? Aquí está el quid de la cuestión, que muchos desdeñan alegremente (y de ese desdén provienen luego los escándalos susomentados) [y hoy el escándalo de los sedevacantistas ante la crisis abierta por el concilio].

Una cosa puede estar fuera de la esfera de la infalibilidad del magisterio eclesiástico de dos maneras, o sea, por dos razones: o porque está fuera del objeto de la infalibilidad prometida a la Iglesia, o porque está fuera del sujeto al que se prometió la infalibilidad.

Son objeto de la infalibilidad todas las verdades que atañen a la fe y las costumbres, o que tienen una conexión necesaria con éstas. El sujeto de la infalibilidad es doble: el Papa, incluso sólo, y la Iglesia junto con su cabeza cuando ejercen la autoridad docente en su grado supremo. Este último punto ha de recordarse bien para no llamarse a engaño, pues que rara vez la Iglesia o el Papa pretenden usar en el grado máximo su poder en el ejercicio de la potestad docente, sino que pueden muy bien, y suelen hacerlo así de ordinario, exhortar, aconsejar, permitir, mandar, sin que quieran propiamente definir nada ex cathedra con sentencia irreformable” (las negritas del texto corresponden a las cursivas del original).

También hoy está aquí “el quid de la cuestión, que muchos desdeñan alegremente”, metiéndose por ello en atolladeros peligrosos.
La de los sedevacantistas es asimismo una postura estéril porque los compromete en polémicas inútiles con los católicos fieles a la Iglesia de siempre sólo porque no comparten su opinión.

Constituye, por último, una postura imprudente y peligrosa, porque los enreda en una serie de cuestiones insolubles y porque, peor aún, es posible que los conduzca a un cisma irreparable.

Así se pierden los sedevacantistas en oscuros atolladeros, aunque tienen delante, para superar el escándalo de la hora presente, la senda segura que le muestran el sensus fidei y la doctrina católica. Ésta nos dice que al Papa no le incumbe el cometido de “inventar” una nueva religión, sino el de “transmitir” el depósito de la fe y explicarlo “fielmente” (Vaticano I); de ahí que cuando un Papa rompa con la Tradición al proponer o imponer opiniones y utopías personales opuestas al depósito de la fe (como el ecumenismo), no obre como Papa y no tenga derecho alguno, con respecto a tales asuntos, a la obediencia de los fieles, a quienes, por el contrario, les corre el deber de resistirle por fidelidad a Cristo Ntro. Señor y a su Iglesia.

Conque no fue el sedevacantismo el que nos sugirió el silencio con ocasión de la muerte de Juan Pablo II. Bien es verdad que había muerto un Papa (no el Papa), pero un Papa que había puesto a prueba nuestra fe durante años, a veces duramente (piénsese en Asís con el Buda sobre el tabernáculo; en el beso que dio al Alcorán; en las libaciones en honor de los antepasados que realizó en los bosques de Togo, y en el signo de Shiva con que se hizo signar su frente de vicario de Cristo). ¿Qué habríamos podido decir nosotros de su pontificado? Hablar mal habría sido una repetición inoportuna amén de inútil; hablar bien habría sido mentir y desmentir la “lectura crítica” que durante años nos creímos obligados a hacer. Optamos por el silencio, y ése fue el modo de alejarnos del “tono laudatorio” no sólo de muchos comentadores televisivos, sino, además, del de publicaciones tocante a las cuales no logramos comprender por qué diablos se batieron durante años en defensa de la sagrada Tradición si el pontificado de Wojtyla había sido realmente cual ellas lo describían en sus conmemoraciones fúnebres. Una de tales publicaciones llegó a definir a Juan Pablo II como “defensor de la fe” (¡sic!) y a calificar de “fecundo” su magisterio. ¿Acaso la muerte de un Papa nos autoriza a mentir y a tachar de un plumazo años de resistencia legítima y obligada?

Juan Pablo II “fue de seguro una gran personalidad”, escribe nuestro lector. Lo dudamos mucho (y no somos los únicos). Pero la cuestión es otra: no se es Papa para exhibir la propia personalidad, sino para “confirmar en la fe” a los hijos de la Iglesia y para trabajar en la propagación del reino de Cristo entre quienes siguen fuera de ella; de ahí que Juan Pablo II no habría sido de fijo un gran Papa ni aunque hubiese sido “una gran personalidad”, como que arrojó la perplejidad, el indiferentismo y hasta el escándalo entre los hijos de la Iglesia, y eximió a los que están fuera de ésta del deber de entrar en ella o de volver a su seno. Y a buen seguro que tampoco fue “un hombre de Dios”, por los mismos motivos recién expuestos, pues con dicha expresión se denota a un administrador fiel de la doctrina y de los misterios de Cristo (v. II Tim 3, 17; 1 Cor 4, 1).

Cuanto a lo de “místico”, recordemos que existen un misticismo verdadero y otro falso, y que el primero exige, ante todo, la fe íntegra y pura: un místico “a su manera” es un falso místico o, cuando menos, un no-místico.

Como es evidente, la ruptura de nuestro silencio se acompañó asimismo, inevitablemente, de la obligada “lectura crítica”, sin que por ello faltáramos a la caridad ni para con el difunto (a quien, repetimos, dejamos al juicio de Dios por lo que toca a las intenciones que tenía y su responsabilidad efectiva), ni tampoco para con nuestros hermanos, como que, por el contrario, habría constituido una gravísima falta de caridad no haber gritado “¡al lobo!” mientras las ovejas de Cristo corrían peligro de ser devoradas una a una por esa impostura, por esa falsa caridad que es el ecumenismo.

Esperamos que nuestro suscriptor no lleve a mal que le sepa a hiel algo de lo que hemos dicho: la hiel no está en nuestro corazón; pero estamos convencidos de que, cuando está en juego la fe, raíz y fundamento de nuestra salvación personal, la amarga verdad debe preferirse a las más dulces mentiras.

Hirpinus

http://sisinono.blogia.com 

 

0 comentarios