REPETITA IUVANT: LAS CONSAGRACIONES DE MONS. LEFEBVRE Y LOS PERSUADIDORES... INCULTOS
Un asociado nos escribe lo siguiente:
“Estimado Sr. Director:Confío en su paciencia para deshacer un tópico que no por manido deja de repetirse, desgraciadamente, cada vez que se habla de la ‘Hermandad San Pío X’.
He aquí lo que pasó: invité hace poco a una persona a quien estimo, amiga de mi familia, a que asistiera a misa en Albano. Me replicó donosamente que antes le pediría su parecer al sacerdote que celebra la misa conciliar a la que asiste habitualmente. Después me refirió que había formulado la pregunta en los siguientes términos, sobre poco más o menos: ¿la misa de los ‘secuaces de Lefebvre’ (sic) vale para cumplir la obligación dominical de santificar las fiestas? La respuesta que recibió fue un ‘no’ rotundo, motivado por la inexistencia de un sacerdocio válido y reconocido, habida cuenta de que monseñor Lefebvre consagró obispos sin tener autoridad para ello, los cuales, a su vez, ordenaron sacerdotes sin la debida autorización. Conclusión: la misa de los lefebvrianos no es válida por carecer de todo fundamento.
Quizás el sacerdote interpelado goce de una preparación específica en otros sectores, pero la respuesta que brindó traiciona una ignorancia perniciosa sobre la validez real de las consagraciones en la ‘Hermandad San Pío X’: una ignorancia supina y tan crasa, como para volver peligroso al cura de marras debido a su activa desinformación. Mi padre habría aprovechado la ocasión para afirmar: ‘Se coge antes a un embustero que a un cojo’.
Ahora bien, si se quiere hablar sin tendenciosidad, lo obligado es decir que la Iglesia sigue viviendo hoy en la realidad de la Tradición Apostólica merced al coraje de monseñor Lefebvre y de otros consagrados del pasado y del presente. Desinformar por prejuicios o por otros motivos, acaso tras haber leído algún que otro ‘articulito’ en una revista en lugar de documentos oficiales válidos e incontestables, es como impedirle a los ‘niños’ que se acerquen a Jesús; es impedirle a quien vive en la ignorancia que disponga de una información honesta y adecuada, ni más ni menos que verdadera. Pero hasta el mundo católico rebosa hoy de persuadidores... incultos, bien que capaces, con todo, de convencer a un agricultor de que siegue la uva y vendimie el grano, o de que tueste las semillas de coco para hacer café. Y es ahora cuando apelo a su paciencia, gentil director: como no puedo hallar todos los números de Sì Sì No No donde se trata el asunto con amplitud, se aclaran dudas y se desenmascaran mentiras, ¿querría usted volver a impugnar la grosera aserción que formuló, esperemos que sin mala intención, él joven cura ‘conciliar’ que mencioné líneas arriba?”.
Carta firmada
Estimado amigo:
El joven sacerdote “conciliar” muestra que ignora dos nociones tan elementales cuanto fundamentales:
1) La distinción entre invalidez e ilicitud.
2) La doctrina católica sobre el estado de necesidad, que puede legitimar una acción “prohibida en otras circunstancias” (Enciclopedia Católica, voz “necesidad”).
Pasamos a resumir lo que escribimos por menudo sobre el asunto en el pasado (1), y lo hacemos de buen grado porque es menester informarse bien para poder obrar con tranquilidad de conciencia.
Invalidez e ilicitud
Una cosa es la validez de una consagración y otra muy distinta su ilicitud.
Un obispo tiene por derecho divino, en virtud de su consagración episcopal, el poder de consagrar otros obispos, por lo que siempre consagra válidamente.
Si consagra “sin la debida autorización”, la que exigen las leyes eclesiásticas, la consagración puede que sea ilícita, pero nunca inválida.
Esta distinción entre validez e ilicitud la conocía hasta la buena de Agnese, personaje de la novela “Los novios”, quien la ilustra de la siguiente manera, tan pintoresca cuanto eficaz, a propósito del matrimonio clandestino (válido a la sazón, ciertamente, pero ilícito): “(...) es como darle un puñetazo a un cristiano. No está bien; pero, cuando se lo habéis dado, ni el mismo Papa se lo puede quitar” (cap. VI).
Validez y licitud de las consagraciones de Mons. Lefebvre
Sin embargo, las consagraciones episcopales de mons. Lefebvre y las ordenaciones sacerdotales de los obispos que él consagró son no sólo válidas, sino, además, lícitas, o, por mejor decir, obligadas, debido al estado de necesidad general o pública en que está sumido hoy el mundo católico.
En efecto, si lo exige la extrema o cuasi extrema necesidad espiritual del individuo (peligro de muerte), o la grave necesidad de muchos (p ej., a causa de la difusión inobstaculizada de una herejía), y falta la asistencia de los pastores ordinarios, desaparecen todas las limitaciones impuestas por el derecho eclesiástico, por lo que a cualquier ministro de Dios (cura u obispo) le corre la obligación de poner por obra todo lo que pueda hacer válidamente en virtud de su poder de orden (lo que legitima su actuación, por ende, aunque carezca de “la debida autorización”). Pecaría mortalmente de no obrar así, porque el derecho divino, tanto natural cuanto positivo, obliga a socorrer, si se puede, a quien se halle en estado de grave necesidad (2). De ahí que a cualquier cura (éste es el caso más corriente) le corra el deber de absolver a un moribundo a quien encuentre al borde de un camino, por lo que lo absolvería válida y lícitamente, aun sin “la debida autorización” del obispo del lugar. De igual modo, un obispo está obligado a consagrar otros obispos cuando lo exija la necesidad grave de muchas almas, por lo que los consagraría no sólo válida, sino también lícitamente, aun “sin la debida autorización del Papa”. Esto ya se verificó antaño en la historia de la Iglesia, p. ej., en tiempos de la herejía arriana, y, más recientemente, allende el telón de acero. Todo ello se justifica porque la ley fundamental de la Iglesia es la “salus animarum”, por lo que, cuando corre peligro la salvación de un alma o de muchas, “la Iglesia suple la falta de jurisdicción” (3); es decir: confiere la “autoridad” necesaria, por expresarnos como el joven cura conciliar, con lo que remedia la carencia de la “debida autorización” exigida por las leyes eclesiásticas ordinarias.
Deber de oficio y deber de caridad
Explica Sto. Tomás que, “en virtud del poder de orden, cualquier sacerdote tiene poder sobre todos [los fieles] indiferentemente y respecto de todos los pecados; el hecho de que no pueda absolver a todos de cualquier pecado depende de la jurisdicción impuesta por la ley eclesiástica. Pero, en caso de necesidad, puesto que ‘la necesidad carece de ley’, las disposiciones de la Iglesia no le impiden que pueda absolver, incluso sacramentalmente, dado que tiene el poder de orden” (S. Th., Suppl., q. 8, a. 6). Parafraseando: cualquier obispo tiene, en virtud del poder de orden, la capacidad de consagrar cualquier otro obispo; el hecho de que no pueda hacerlo sin la debida autorización del Papa depende de la ley eclesiástica. Pero puesto que “la necesidad carece de ley”, la ley eclesiástica no le impide consagrar otros obispos en caso de necesidad, dado que tiene el poder de orden.
Así, pues, todo obispo tiene para con las almas, igual que todo sacerdote, no sólo un deber
ligado a su oficio, que satisface en los casos ordinarios y dentro de los límites de las disposiciones eclesiásticas (que contemplan nada más que los casos ordinarios, como todas las leyes), sino, además, un deber impuesto por la caridad, que está obligado a satisfacer en casos extraordinarios sin otro límite que el de su poder de orden. No sin razón Ntro. Sr. Jesucristo, aunque confirió el primado a Pedro, se abstuvo de determinar personal y directamente los límites jurisdiccionales del poder episcopal; en efecto, “no habría sido conveniente -escribe Billot- que el derecho divino determinara inmutablemente lo que iba a verse sometido a mudanza en ocasiones debido a la variación de las circunstancias y los tiempos, a la mayor o menor facilidad de recurrir a la Sede Apostólica [nótese bien: la imposibilidad de recurrir puede ser no sólo física, sino también moral, como ocurre en nuestros días] y a otras cosas por el estilo” (De Ecclesia Christi, q. XV, § 2).
Como quiera que sea, ya que la distinción entre derecho divino y derecho eclesiástico se hace “ratione legislatoris immediati” (4), es decir, mirando al autor inmediato de la norma, lo cierto es que el primado del Papa es de derecho divino, porque lo instituyó directamente Ntro. Sr. Jesucristo, mientras que la reserva pontificia sobre las consagraciones episcopales es de derecho eclesiástico, como que la instituyó el Papa directamente; de ahí que desaparezca en caso de necesidad, igual que cualquier otra “disposición de la Iglesia” (Sto. Tomás, cit.), para dejar paso a otra ley más alta: el derecho divino (natural o positivo), que obliga sub gravi, esto es, so pena de pecado mortal, a socorrer a las almas en estado de grave necesidad espiritual.
Repárese en lo siguiente:
1) Dicho deber grave de caridad subsiste aun si es el Papa quien sume a las almas en el estado de necesidad, porque “a la caridad no le interesa de dónde nace la necesidad, sino tan sólo si la hay” (5).
2) Subsiste también aunque haya quienes por interés, ignorancia o superficialidad nieguen que se dé estado alguno de necesidad, porque esto no lo elimina en absoluto, sino que lo agrava, dada la falta de toda esperanza de socorro.
El “caso” Lefebvre
Éste es justamente el caso de mons. Lefebvre y de los obispos que consagró. Se verifica en la actualidad un proceso de “autodemolición” de la Iglesia, admitido por el propio Pablo VI (30 de junio de 1972); las herejías del modernismo “se esparcen hoy a manos llenas”, según confesó
Juan Pablo II mismo, por lo que “los cristianos se sienten hoy, en gran parte, extraviados,
confusos, perplejos” y “tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos ni moral objetiva” (L'Osservatore Romano, 7 de febrero de 1981). ¿Y qué hacen los pastores ordinarios, a quienes corre la obligación de auxiliar a las almas en tan gran necesidad? O son cómplices, o tolerantes, o les embarga el miedo; en cualquier caso, están como ausentes. Por eso es por lo que mons. Lefebvre no hizo sino aplicar la doctrina católica sobre el estado de necesidad al usar su poder de orden para remediar la necesidad de las almas que le apremiaban desde todas partes del orbe católico.
Ley de suplencia y “acción extraordinaria del episcopado”
Pero, dado que el caso de un obispo á quien la necesidad de las almas legitima a la hora de consagrar otro obispo, aun “sin la debida autorización”, es más raro que el de un cura que, también sin la autorización debida, absuelve lícitamente a un moribundo al borde del camino, aduzcamos una comparación, sencilla pero eficaz. El Papa y el obispo son en la Iglesia, por derecho divino, como el marido y la mujer en la familia: el segundo se subordina al primero, pero ambos se ordenan al mismo fin: la salvación de las almas. Por ello, así como recae en la mujer a veces el deber de suplir, en cuanto está en su mano, al marido que no provee a las necesidades de los hijos, o que lo hace de manera insuficiente, del mismo modo, también puede recaer sobre un obispo, dentro de los límites de su poder de orden [el cual comprende asimismo el poder de consagrar otros obispos], la obligación de suplir al Papa que, por cualquier motivo, con culpa o sin ella, no provea en absoluto, o lo haga “de manera insuficiente”, a la necesidad espiritual de las almas. “Así se vio, en el siglo IV, a San Eusebio de Samosata recorrer las iglesias orientales, devastadas por los arrianos, y consagrar obispos católicos para ellas sin tener sobre las tales jurisdicción especial alguna” (6), o sea, por decirlo en los términos del joven sacerdote conciliar, “sin la debida autorización”. Y del mismo modo obraron otros obispos católicos, defensores de la ortodoxia católica, a quienes la Iglesia venera hoy en los altares: confirieron a los neoconsagrados, “sin la debida autorización”, no sólo el poder de orden, como mons. Lefebvre, sino, además -párese mientes en ello-, puesto que la necesidad de la Iglesia lo exigía, el poder de jurisdicción sobre las diócesis para cuyo bien los habían ordenado. Dom Grea denomina esta acción “la acción extraordinaria del episcopado”, a quien circunstancias extraordinarias llaman a “remediar las apremiantes necesidades del pueblo cristiano”, y escribe al respecto que el episcopado obró, en tales casos, “contando con el consentimiento tácito de su Cabeza, un consentimiento que la necesidad hacía dar por seguro”.
Nótese que no es el consentimiento del Papa lo que hace a los obispos dar por segura la existencia de la necesidad, sino que es la necesidad lo que les hace dar por cosa cierta el consentimiento de la cabeza. ¿Y por qué, si puede saberse? Pues porque el consentimiento del Papa es obligado en el estado de necesidad de las almas: éste recibe de Cristo, en virtud del primado, el poder de dilatar o restringir el ejercicio del poder de orden, pero siempre de manera que se provea “suficientemente” a la salvación de las almas (7), que constituye la razón de ser de la Iglesia y del propio papado.
Una negativa no vinculante
A estas alturas ya debería de estar claro por qué el Papa no tiene el derecho de prohibirle a un sacerdote que absuelva a un moribundo al borde del camino, o a un obispo que consagre otro si la necesidad de las almas lo exige. Igual que un marido que incumple sus deberes (con culpa o sin ella) carece del derecho de prohibirle a la mujer que remedie, en cuanto esté en su mano, las necesidades de los hijos. De modo que si el Papa se opusiera, su negativa no obligaría así como, siguiendo con nuestro ejemplo, la negativa del marido no obliga a la mujer. Y ello porque el estado de necesidad pone al súbdito en la imposibilidad moral de obedecer al superior y priva a éste del poder de obligar. El súbdito, en efecto, para poder obedecer, debería pecar contra un precepto de derecho divino, “más grave y obligatorio”, por naturaleza, que la ley eclesiástica (8), al paso que el superior pecaría a su vez si obligara al súbdito contra un precepto de derecho divino, “al cual no puede oponerse el precepto humano de la Iglesia” (9). Por eso dice Sto. Tomás que “la necesidad lleva consigo la dispensa (habet annexam dispensationem)” (10). Y Suárez añade que ni siquiera ha de pedirse el consentimiento cuando se prevea el “no” del superior, porque pecaría éste al negarlo y el inferior al obedecer (11). Igual que, por seguir con nuestro ejemplo, la mujer no debe pedirle al marido consentimiento alguno para cumplir su deber de suplencia, porque pecaría obedeciendo a su “no” y pecaría también el marido, a su vez, al decir “no”.
Una doctrina desconocida para muchos, pero no para las autoridades vaticanas
Esta doctrina sobre el estado de necesidad es poco conocida del grueso de los católicos, porque por tocar casos extraordinarios, a los que se aplican principios extraordinarios, no es objeto de la predicación ordinaria. Con todo, no debería resultarle desconocida a un sacerdote, quien siempre puede leer sus principios en cualquier enciclopedia o diccionario de teología o de derecho canónico en las voces “caridad”, “equidad”, “epicheia”, “cesación de la obligación de la ley”, “necesidad”, “resistencia al poder injusto”, etc.
Por eso tampoco la ignoraban las autoridades vaticanas, pues no infravaloraron la fuerza de la eximente aducida por su Exc. mons. Lefebvre, sino que se limitaron a replicar que no había estado de necesidad, con lo que reconocían que, en caso de haberlo, la actuación de mons. Lefebvre estaría justificada, aun a despecho del “no” papal.
De ahí que la cuestión verdadera no estribe ni en la validez de las consagraciones de mons. Lefebvre y de los obispos que él consagró (eso está fuera de toda duda), ni en su licitud, sino en la existencia del estado de necesidad, sobre la cual se funda la licitud de dichas consagraciones (siempre válidas en cualquier caso). A nosotros nos parece que hoy, casi 15 años después, mientras la situación eclesial se deteriora día a día, no deberían ya abrigarse dudas tocante a la existencia real de un estado general de necesidad para las almas, a quienes se escamotea el pan de la verdad para sustituirlo por el de la duda y la herejía (e incluso el de la inmoralidad: véase el caso de los “divorciados casados de nuevo”), el cual se distribuye en las homilías, la catequesis, la prensa “católica” (desde el boletín parroquial más modesto a Avvenire, órgano oficioso del episcopado, y a L'Osservatore Romano, órgano de la Santa Sede), los pronunciamientos de las conferencias episcopales, los actos de la Santa Sede y hasta los discursos papales: la corrupción doctrinal no es ya obra de círculos pequeños, como en tiempos del primer modernismo; consta que hoy es, a la verdad, “una acción pública del cuerpo eclesial” (12). Por desgracia, hay almas que, por falta de información adecuada, se privan de la asistencia que la Providencia quiso brindarles en la obra de mons. Lefebvre; a éstas dedicamos nuestros estudios pasados sobre el asunto que nos ocupa, así como el presente, a fin de que puedan obrar con la conciencia tranquila, sin temor alguno de ofender a Dios (cosa a la que se arriesgan de continuo al adherirse a la “Iglesia conciliar”).
Por lo demás, nos limitamos a preguntar a los responsables de la presente ruina eclesial cómo piensan poder conciliar la negación de un estado general de necesidad para las almas con otras declaraciones suyas de signo opuesto, empezando por las de Pablo VI, quien denunció la “autodemolición” de la Iglesia y el “humo de Satanás en el templo de Dios”. ¿Acaso se puede demoler la Iglesia desde dentro sin que ningún alma perezca bajo las ruinas? ¿Se pueden abrir las ventanas del templo de Dios al “humo de Satanás” sin que ningún alma se asfixie? Tanto más cuanto que a dicho estado de grave necesidad general o pública (admitido varias veces, aunque negado sólo en el caso de mons. Lefebvre) no sólo no se le pone hoy remedio alguno, sino que se le agrava persistiendo en un ecumenismo cada vez más descabellado y arbitrario.
Hirpinus
(1) V. Sì Sì No No del 15 y 31 de enero de 1999 (ed. italiana): Le consacrazioni di sua ecc. za mons. Lefebvre doverose nonostante el “no” del Papa (estudio teológico) [Las consagraciones de Su Exc. mons. Lefebvre: obligadas a despecho del “no” del Papa] ; y del 15 de febrero al 15 de mayo de 1999: Una scomunica invalida - uno scisma inesistente (estudio canónico) [Una excomunión inválida, un cisma inexistente].
(2) V., entre otros muchos, a San Alfonso: Teologia moralis, 1. 3, tract. 3, nº 27 y 1. 6, tract. 4, nº 560; F. Suárez: De charitate, disput. 9, sect. II, nº 4; Billuart; De charitate, dissert. IV, art. 3; Sto. Tomás: S. Th., Suppl. q. 8 a. 6.
(3) F. Cappello, Sumrna Iuris Canonici, vol. I, pág. 258, nº 258, § 2.
(4) E. Genicot, S. J., Institutiones Theologiae moralis, vol. I, nº 85.
(5) F. Suárez, De charitate, disp. IX, sect. II, nº 3.
(6) Dom A. Grea, De l’Eglise et de sa divine constitution (La Iglesia y su constitución divina), vol. I, pág. 218.
(7) Sto. Tomás, Summa contra Gentiles, l. IV, c. 42.
(8) F. Suárez, De legibus, 1. VI, c. VII, nn. 11 y 12.
(9) San Alfonso, Th. Moralis, I. 6, tract, 4, nº 560.
(10) S. Th., I-II, q. 96, a. 6.
(11) F. Suárez, De legibus, 1. VI, c. VIII, nn. 1 y 2.
(12) R. Ameno, Iota Unum, Ricciardi editore, lª ed., pág. 597.
0 comentarios