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Marzo 2005

OTRA CONTRIBUCIÓN PRECIOSA A LA HISTORIA DE LA REFORMA LITÚRGICA

Se trata de la entrevista concedida por el canónigo Andrea Rose (fallecido poco ha, por desgracia) a Stefano Wailliez, con vistas a la elaboración de un estudio histórico sobre la reforma litúrgica.

Canónigo titular de la catedral de Namur (Bélgica), Andrea Rose fue teólogo y liturgista. Se cuentan entre sus obras, allende multitud de artículos sobre el oficio divino y las lectu­ras bíblicas, los libros “Salmos y plegaria cristiana” (Brujas, 1965) y “Los salmos, voz de Cristo y voz de la Iglesia” (París, 1981). La idea principal de estos escritos suyos es que el Antiguo Testamento (salmos inclusive) debe interpretarse a la luz del Nuevo y de los escrito de los Padres. Esto es lo que hace la Iglesia en su liturgia. El canónigo Rose fue asimismo consultor del Consilium ad exequendam constitutionem de sacra liturgia, la comisión cuyo secretario fue mons. Bugnini y a la cual se le encargó el cometido de poner por obra la cons­titución sobre la liturgia del concilio Vaticano II. Cuando al Consilium le sucedió la Sagra­da Congregación para el Culto Divino, al canónigo Rose lo nombraron consultor del nuevo orga­nismo. Su papel en la revisión de la liturgia lo desempeñó principalmente en el ámbito del Oficio Divino, pero alcanzó también el de las lecturas bíblicas, las oraciones y los prefa­cios de la santa misa. Ofrece aquí su testimonio a título de coautor de la reforma litúrgica del rito latino.

La entrevista, que se publica ahora por vez primera (al menos en Italia), constituye un testimonio preciosos por varios conceptos:

1) El canónigo Rose es un testigo directo, uno de los últimos testigos directos, de los trabajos del Consilium al que encargó Pablo VI llevara a efecto la constitución conciliar sobre la sagrada liturgia.

2) Es un testigo prudente, que se niega a pronunciarse, como se verá, sobre cuanto no le consta con seguridad (p. ej., la filiación masónica de Bugnini, la contribución efectiva de los “observadores” protestantes).

3) No es lo que se dice un “lefebvriano” o un “tradicionalista”, antes al contrario, no echa de ver todas las razones que asisten a dicha resistencia católica, y tiene asimismo ideas ine­xactas sobre ella, como lo evidencia la última parte del diálogo (esto debería bastar para po­ner su testimonio a reparo de cualquier prejuicio); pero posee el “sentido de la tradición” en la medida suficiente como para comprender que la denominada reforma litúrgica fue en realidad una “catástrofe”, de la cual es menester salir.

4) Su testimonio, en lo que mira a la orientación del Consilium, concuerda perfectamente con el que dejó el card. Ferdinando Antonelli en sus memorias personales (cf. Sì Sì No No, 30 de noviembre de 1999, pp. 3 ss.; edic. italiana), y, tocante a la persona de Bugnini en particu­lar, coincide a la perfección con el juicio que dio de éste, a su tiempo, el abate dom Alfonso Pietro Salvini, O. S. B. (Divagazioni di una lunga vita [Errabundeos de una larga vida] Livorno: ed. Stella del Mare; cf. el número correspondiente a la edición italiana de sí si no no del 31 de octubre de 1991, p. 3: La danza de los hotentotes), así como con otros testimo­nios (cf. Sì Sì No No, 15 de sept. de 1992, p. 6: Meminisse iuvat; ed. italiana).

N. B. Se puede consultar La riforma liturgica (La Reforma Litúrgica) de Aníbal Bugnini para más informaciones sobre el canónigo A. Rose. La traducción y los subtítulos de la entrevista son de nuestra redacción.

¡Bugnini!

S. Wailliez: En tanto que consultor del Consilium, figuró usted en los Coetus (grupos de tra­bajo) nn. 3, 4, 6, 9, 11, 18 bis, 21 bis. Cuando se leen las memorias de mons. Bugnini se tie­ne la impresión de que se trataba de una máquina complejísima: había casi treinta grupos de trabajo.

A. Rose: Sí, era una máquina muy compleja.

S. W.: Pero entonces, ¿cuál era la fuerza motriz que la impulsaba?

A. R.: ¡Bugnini!

S. W.: Se ha hablado mucho de mons. Bugnini, pero debía de haber otras corrientes, otras tendencias en el Consilium. ¿O es que realmente Bugnini campaba por él como amo y señor?

A. R.: Lo que yo sé, en todo caso, es que mons. Martimort no estaba muy de acuerdo con él. Me lo criticaba continuamente en cuanto volvía la espalda. Me decía, p. ej.: “¡Este Bugnini hace todo lo que le da la gana!”. Él (Martimort) era mucho más competente que aquél. Un día me dijo: “¡Lo que sabe Bugnini! Se ve que sus profesores de secundaria no perdieron el tiempo con él...”. He aquí lo que pensaba Martimort sobre Bugnini. Al principio yo creía que exageraba, pero luego me di cuenta de que tenía razón. Bugnini carecía de profundidad de pensamiento. Fue grave nom­brar a un veleta como él en el puesto que desempeñaba. ¡Que la gestión de la liturgia estu­viera en manos de un hombre semejante, de un superficial...!

S. W.: Le he formulado esta pregunta sobre mons. Bugnini porque, por otro lado, se sabe también el papel que desempeñó Pablo VI, quien seguía en persona el desarrollo de los trabajos.

A. R. Es verdad. Pero Bugnini siempre estaba con él dándole explicaciones. Un día estaba yo con el padre Dumas en la plaza de San Pedro (era al principio, cuando los problemas aun no se habían agravado mucho). Nos encontramos con Bugnini, quien nos señaló las ventanas de los apo­sentos de Pablo VI diciendo: “¡Rueguen, rueguen para que conservemos este Papa!”. Lo decía porque manipulaba a Pablo VI: iba a informarle, pero le contaba las cosas a su sabor. Luego volvía diciendo: “El Santo Padre desea esto, el Santo Padre desea aquello”; pero era él quien, por debajo de cuerda...

S. W.: Se dice de mons. Bugnini que era masón. ¿Qué piensa usted?

A. R.: Sería menester probarlo, evidentemente.

S. W.: ¿Le parece que tenía estilo masónico?

A. R.: No, no. Ya se lo he dicho: carecía de profundidad.

S. W.: ¿No tenía ninguna?

A. R.: Escribió después libros enteros para justificar su reforma, pero... cuando llegaba yo a Roma e iba a saludar a Martimort, éste me contaba todos los manejos de Bugnini para lograr que se aprobara todo lo que quería. El padre Martimort era otro hombre. Tenía otra cultura. Y cri­ticaba la manera de obrar de Bugnini.

La liturgia de las horas: un ritual a la carta

S. W.: Cuando se examina la nueva liturgia de las horas -visto que usted trabajó en su elabo­ración-, se queda uno sorprendido de las múltiples posibilidades de elección: se pueden tomar salmos distintos de los indicados, otros himnos, omitir las antífonas, añadir silencios, lectu­ras, etc.; todo “por justas razones pastorales”, lo que significa que cada uno puede hacer lo que le plazca. ¿Cómo reaccionó usted cuando se propuso este ritual a la carta?

A. R.: Nosotros pusimos sólo lo que era oficial. Pero luego se agregó “vel alios cantus, vel alios psalmos”, etc. De habernos opuesto, se nos habría tachado de integristas.

S. W.: ¿No plantea problemas eclesiológicos tan gran flexibilidad?

A. R.: Sí, por cierto. Si todo el mundo puede confeccionarse su propio ritual, ¿se puede se­guir hablando de oración oficial de la Iglesia? Salta a los ojos que la eclesialidad es lo que se pone en peligro con el nuevo ritual flexible.

S. W.: ¿Se originaban luchas en los distintos coetus a que usted pertenecía a propósito de dichas posibilidades múltiples de elección?

A. R.: Sí, y Martimort era más bien contrario. Pero Bugnini, que lo manipulaba todo, se mostraba favorable. [...]

Las lecturas de la Misa y el “retorno a la gran Tradición”

S. W. Por lo que toca a las lecturas de las misas, estaba usted en el coetus 4. Se tenía en mente enriquecer los ciclos de las lecturas. ¿Qué piensa usted de la reforma que se verifi­có en tal punto?

A. R.: [...] lo que se hizo se habría podido realizar de manera más inteligente. Por ejemplo, es de deplorar la supresión de las cuatro témporas. Precisamente en esos tiempos se verificaban de tres a cinco lecturas antes del evangelio. ¡Pero se tuvo que abolir justamente las cuatro témporas! Tales días son, por añadidura, algo antiquísimo, que había conservado el carácter semanal primitivo de la liturgia: miércoles, viernes y la gran víspera (del domingo). ¡Todo tirado por la borda!

S. W.: ¿Dónde está en todo eso el retorno a la gran tradición?

A. R.: Constituye una incoherencia, como es obvio. Algunos abogaban en el Consilium por el retorno a la gran tradición cuando les convenía. Francamente, estoy de acuerdo con que se hagan algunas pequeñas reformas, pero lo que se llevó a cabo fue abiertamente radical.

S. W.: Mons. Gamber dice, a propósito de los ciclos de las lecturas de la misa, que “se veía a las claras que la nueva organización era obra de exegetas, no de liturgistas”. Dado que figu­raba usted en ese grupo de trabajo, ¿qué opina al respecto?

A. R.: Los exegetas se las echaban de amos, igual que los judaizantes. Los primeros cristia­nos, en cambio, usaron las versiones griegas de los textos. No se preocuparon de la “veritas hebraica”. ¿Acaso había que esperar al siglo XX para descubrir por fin cómo proceder? ¡Y me ha­bla usted de la gran tradición! ¿Qué sentido tiene la pastoral cuando los exegetas imperan so­bre los liturgistas? De hecho, Bugnini y los exegetas querían transformar la primera parte de la misa en un curso de exegesis.

El Ordinario de la Misa: el Ofertorio “cepillado”

S. W.: Tocante al ordinario de la misa: no estaba usted en el grupo de trabajo interesado, pero ¿diría usted que también aquí se pecó de radicalidad?

A. R.: ¡Ah, sí! Los que se ocupaban de la misa fueron mucho más radicales con ella que noso­tros con el oficio. Mire, se pasó el cepillo sobre el ofertorio. Dom Capelle no quería ni oír hablar de él. Decía que en él “se habla como si el sacrificio ya se hubiera consumado. Se corre el riesgo de creer que todo ha terminado ya”. No se daba cuenta de que todas las liturgias pre­sentan tal anticipación. En el ofertorio se coloca uno ya en la perspectiva de la consumación.

S. W.: ¿No se daba ahí una falta de perspectiva finalista?

A. R.: Sí. Y así se llegó a suprimir todo, todo lo que era plegaria de ofertorio, porque, se­gún se decía, el sacrificio venía después. Pero eran ésas opiniones espirituales harto raciona­listas, en fin de cuentas. ¡Es elemental!

S. W.: ¿Ha conocido usted alguna vez, a lo largo de su experiencia pastoral, a fieles que crean que las sagradas oblatas se consagran en el ofertorio? Es decir: ¿ha constatado usted concretamente los daños que recalcaba Dom Capelle?

A. R.: Pues claro que no, de ninguna manera: ¡jamás! Y además, mire lo que se hace en los ritos orientales: es lo mismo. Sería interesante cotejar todo eso.

La multiplicación del Canon

S. W.: Otro punto importante del ordinario de la misa es la desaparición del canon romano. Subsiste más o menos en la plegaria nº 1, pero ésta no es ya la única plegaria eucarística, por lo que, hablando con propiedad, el canon ha desaparecido.

A. R.: Sí además de la supresión del ofertorio se multiplican las preces eucarísticas, como dice usted. Mire la oración nº 2: no puede estar más adulterada. ¡Y aún les parecía poco! Fue por eso por lo que dije “no”, lo que me valió que me pusieran de patitas en la calle. Pero ésa es otra historia.

La excusa de las traducciones

S. W.: También está el asunto de las traducciones para los países francófonos, sobre el cual se ha pronunciado usted varias veces.

A. R.: Sí, es un problema enorme. El padre Gy no quiere que se le aborde: les deparó la oca­sión de introducir todo lo que querían.

S. W.: Mons. Bugnini explica en sus memorias que, cuando no llegaba a obtener esta o aquella formulación en el texto oficial, decía: “Se acomodará esto en las traducciones”. ¿Oyó usted de­cir eso a su alrededor?

A. R.: Pues claro que sí; eso lo decían en Roma. Dom Dumas trabajó mucho en tal sentido. Era

muy progresista. También él decía: “Esto se acomodará en las traducciones”. Abogó mucho por la libertad de las versiones. Llegó a las últimas consecuencias en todo esto.

S. W.: En la versión francesa oficial del Credo figura la locución “de la misma naturaleza que el Padre”, en vez de la voz “consubstantialis” (consubstancial). ¿No está eso en el límite del arrianismo?

A. R.: Ah, sí; es evidente...

S. W.: En Francia se libraron batallas épicas en las iglesias, durante la misa, por la cues­tión de la expresión “de la misma naturaleza”.

A. R.: Sí, sí, estoy al tanto. Pero los obispos aprueban tal versión. La aprueban. No quieren que se la cambie. No fueron ellos los que hicieron eso, sino la comisión; pero no quieren que se desapruebe a ésta.

Los observadores protestantes

S. W.: Se ha hablado mucho de los observadores protestantes. Se han escrito muchas cosas so­bre ellos. Lo que me interesa son los hechos. ¿Vio usted a dichos observadores durante algunas sesiones?

A. R.: Sí, ciertamente. Estaban allí, a un lado, sentados a una mesa. No decían nada. Que hablaban con la gente a la entrada es evidente: no podían dejar de hacerlo. Pero, dado que nunca tomaban la palabra públicamente, ¿ejercieron una influencia real en ciertas cosas? Sería menester un hecho concreto para afirmarlo.

S. W.: En un primer tiempo sólo le he preguntado por su presencia. Dicho esto, en un artículo de Notitiae, nº 23, y en un testimonio de Jasper, observador anglicano, se habla del hecho de que los observadores no participaban en las sesiones de trabajo, pero mantenían reuniones sis­temáticamente con los relatores, los presidentes de los grupos.

A. R.: No se sabía nada de ello. Iban juntos a alguna parte, eso era inevitable, pero no se anunciaba oficialmente. A nosotros no nos ponían al corriente al respecto. Es cuando menos ex­traño, pero fíjese en que no había ningún “ortodoxo” entre los observadores... Los “ortodoxos” desconfiaban ya de antes, conociendo el carácter revolucionario de muchos católicos. No les gustaba. En el fondo, se percataban bien de la verdad de las cosas.

La creatividad

S. W.: Ha dicho de mons. Bugnini que era un combinador [en italiano en el texto; nota de la

Redacción]. ¿Podría ser más preciso?

A. R.: Me miraba mal porque no hacía todo lo que él quería ni aceptaba toda su creatividad.

S. W.: A usted lo expulsaron porque se negó a aprobar se permitiera a las conferencias epis­copales componer preces eucarísticas propias. Aludió usted a ello hace un momento. ¿Conque la ruptura se verificó por una cuestión de creatividad?

A. R.: Sí. Redacté un informe contrario y, como consecuencia, las conferencias episcopales se quedaron sin ese permiso. Entonces mons. Bugnini se dijo: “Ese hombre es peligroso”.

S. W.: [...] A propósito de la creatividad: siempre se la ha visto practicar, sobre todo en el campo del arte. Los estilos del arte sagrado han evolucionado mucho con el tiempo.

A. R.: No soy contrario a la creatividad por principio. Pero debe arraigarse en una tradición. Cuando no lo hace en ninguna se inventa cualquier cosa.

 La desaparición del diablo

S. W.: Se desempeñó usted como miembro del grupo 18 bis, que se ocupó de las oraciones del misal. Dom Hala, de Solesmes, explica en el Habeamus Gratiam que, en las colectas, “se cambió el vocabulario por razones pastorales”, y aduce como ejemplo: “las palabras ‘diabolus’ y ‘dia­bolicus’ han desaparecido por completo del nuevo misal”.

A. R.: No creían ya en el diablo; por lo menos algunos. Pero las cabezas dirigentes se pusie­ron de acuerdo para que no se notasen mucho tales cambios. Dichas supresiones no se mencionaron en los criterios de revisión. Pero está claro que algunos del Consilium no creían ya en el diablo.

La maldita incompetencia de los obispos

S. W.: Cuando se habla del Consilium, se piensa siempre en los consultores, en los expertos: el padre Gy, mons. Martimort, dom Botte, dom Vagaggini, Jungman... Casi se olvidan los miembros en sentido estricto, los obispos, los únicos que tenían derecho de voto. ¿Cómo se lo explica?

A. R.: Los obispos que tenían sus sesiones en el Consilium no eran nada del otro mundo. Sólo dos me dejaron cierto recuerdo: mons. Isnard, de Nuevo Friburgo (Brasil), y mons. Jenny, de Cambrai. Los expertos, en cambio, eran competentísimos. Su orientación es harina de otro cos­tal... pero eran competentes. Eran ellos quienes hacían el trabajo...

S. W.: Entre los obispos miembros del Consilium figuraba el célebre mons. Boudon, presidente de la Comisión Litúrgica de la Conferencia Episcopal Francesa. ¿Era un incompetente?

A. R.: Recuerdo que estaba allí, pero no me dejó un recuerdo indeleble. El padre Gy lo lle­vaba por donde quería. El intelecto agente de mons. Boudon era el padre Gy.

Los cambios de opinión de Pablo VI

S. W.: A partir de 1971-1972, pareció bastante claro que Pablo VI comenzaba a darse cuenta de que algunas cosas no marchaban bien.

A. R.: Tendría uno que haber sido ciego para no verlo... Fue por eso por lo que se acabó quitando de en medio a Bugnini también, y por cierto que muy brutalmente. Pero no se tocó nada de lo que había hecho mal. No se osó revisar lo que se había promulgado.

S. W.: Parece que se delinea en la actualidad un movimiento precisamente en tal sentido. Se habla cada vez más de “liberalización del misal tridentino”, y ahora es el cardenal Sodano, Secretario de Estado, quien ha hecho suya la idea de una reforma de la reforma.

A. R.: ¡Bravo! Hay que salir de esta situación lo antes posible. Se impone revisarlo todo. Pero ¿dónde se hallarán los “competentes”? Sería menester que no remitiesen personas como las causantes de la catástrofe que hemos sufrido.

S. W.: ¿Hay que sentar a todas las partes en torno a la mesa?

A. R.: A todas las personas serias, deseosas de trabajar por la Iglesia.

S. W.: Cuando se habla de liturgia tradicional, no cabe duda de que se piensa en mons. Lefebvre y en la Hermandad San Pío X que él fundó. ¿Hay que invitar a ésta también?

A. R.: ¡Claro que sí! Hay que hablar con esas personas. A veces tienen opiniones fijistas y no siempre comprenden que se necesitaban algunos arreglos, sobre todo en las lecturas de la misa o en el breviario. Pero hay que hablar con ellas. ¡No se puede escuchar a todos, sobre todo a los protestantes, y no invitar a las discusiones a la gente de mons. Lefebvre! A cambio, también ellos deberían tomar la iniciativa de ir a ver a quienes tienen el sentido de la tradición aunque no siempre compartan sus opiniones. Deben esforzarse por salir de su concha. Hay que poner los problemas en el tapete honestamente.

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¿PUEDE EL ROMANO PONTÍFICE CORREGIR LOS ERRORES DEL CONCILIO VATICANO II?

Un lector nos escribe lo siguiente:

“Me permito formularle una pregunta después de haber leído con vivo interés la serie de artículos [Sì Sì No No, 15 de abril - 15 de diciembre de 2002] de examen crítico de los errores del Vaticano II (me declaro completamente de acuerdo con los argumentos esgrimidos por el autor): ¿Podría el Papa corregir un día los errores de dicho conci­lio? ¿Hay un procedimiento que lo vuelva posible?”.

Le agradecemos su opinión al cortés lector, y nos gustaría demorarnos un poco en la que nos hace, pues nos parece, entre otras cosas, de grandísimo interés y de la mayor importancia para rebatir los errores del falso “colegialismo”.

Sólo al Pontífice le corresponde la “summa potestas” en sentido propio


A nadie se le escapa que tenemos que habérnosla con una materia asaz delicada y que requiere, a lo que parece, estudios profundos: pero nos parece asimismo que, si bien se mira, la cuestión puede reducirse, en su esencia, a la siguiente pregunta: ¿goza el Sumo Pontífice del poder de intervenir contra un concilio ecuménico adogmático para corregir sus eventuales errores y, por ende, para tachar partes de él?

Al Papa le corresponde la summa potestas docendi et gubernandi (el supremo poder de doctrina y de gobierno) sobre toda la Iglesia. Le corresponde por derecho divino. El art. 22 de la Lumen Gentium introdujo el principio nuevo, disconforme con la Tradición, según el cual tal potestas le corresponde también al colegio de los obispos: pero, con todo, no al colegio entendido como ente moral en sí, separado del Papa, sino al colegio considerado en su completud, esto es, con el Papa a la cabeza (véase LG 22 y la nota praevia a pie de página). El colegio sin su cabeza sería manco o acéfalo. Razón por la cual el colegio de marras goza de la susodicha potestas sólo y siempre en unión con el Papa, que constituye su cabeza.

Eso significa, desde el punto de vista jurídico concreto, que los obispos no pueden ejercer jamás, en tanto que colegio, la summa potestas sin la autorización del Papa, mientras que éste no necesita la autorización de ellos para ejercerla. El Papa puede, p. ej., convocar o disolver por sí solo un concilio ecuménico, cosa que el colegio episcopal encabezado por el Papa puede hacer sólo si el sumo pontífice está de acuerdo con ello.

Se da, sin embargo, una esfera de competencias graves e importantes reservada a solo el Papa, es decir, una esfera que no se extiende al colegio episcopal encabezado por éste. Tales compe­tencias exclusivas del Papa no conciernen a poderes colegiales de los obispos, pero que sean éstos incapaces de ejercer sin la aprobación pontificia: atañe a poderes que los obispos no po­seen aunque formen parte de la sumna potestas. Estimamos que la nota praevia a pie de página de la Lumen Gentium es bastante clara al respecto: la colación de la summa potestas docendi et gubernandi a los obispos en colegio con el Papa no sólo está condicionada, en cuanto á su ejer­cicio, por la aprobación del Papa, sino que también se halla limitada en cuanto al ámbito de sus poderes, que son menos extensos que los atribuidos al Papa uti singulus. También por esta última razón le sume a uno en la perplejidad la susomentada novedad de la atribución de la summa potestas al colegio episcopal encabezado por el Pontífice, como que se trata de una summa potestas carente, por fuerza, de algunas competencias o poderes, con lo que viene a quedar deme­diada o incompleta, cosa absurda de suyo.

El Papa tiene el derecho-deber (y, por ende, el poder) de condenar los errores vengan de donde vengan

A los obispos uti singuli corresponde el derecho-deber de condenar los errores que se propa­len eventualmente en sus diócesis, y la condena de un obispo no vale para toda la Iglesia, sino para la diócesis cuyo ordinario es. En cambio, la “corrección” o “condena” de los errores que formula el Papa vale inmediatamente para toda la Iglesia. Debe reconocérsele al Pontífice este derecho, que comprende el poder de intervenir contra el error, en defensa del dogma, para toda la Iglesia. Al usar de este derecho, o, si se prefiere, al ejercer este poder, el Pontífice cumple al mismo tiempo un deber, el de custodiar y defender el depósito de la fe, un deber im­puesto por Ntro. Señor en persona (Lc. 22, 32), que pesa sobre todo obispo y sobre cualquier concilio ecuménico (es decir, sobre el Papa reunido en concilio con todos los obispos).

Conque el Papa posee el poder de condenar el error dondequiera que aparezca y venga de donde venga, aunque sea de un concilio ecuménico no dogmático o de un documento, asimismo no dogmá­tico, de otro Papa (véase el caso de Benedicto XII, cuya constitución dogmática Benedictus Deus condenó la doctrina que Juan XXII había enunciado a título de opinión personal). Hemos dicho “no dogmático” con toda la razón, pues ni siquiera el Papa puede modificar o abolir, por sí solo o reunido en concilio con todos los obispos, una definición dogmática: es decir: no puede mudar el dogma de la fe, que él, en unión con todos los obispos, tiene el deber de mantener y confirmar. Cualquier pronunciamiento en este sentido, cualquier modificación o mudanza del dogma, debería reputarse por radicalmente nulo y, por tanto, carente de efecto alguno.

De ahí se infiere que la constitución de la Iglesia (cuyos fundamentos son divinos, no lo ol­videmos) no contempla una instancia superior a la summa potestas del Pontífice, excepción hecha del dogma de la fe tal y como lo mantiene y enseña, a lo largo de los siglos, el magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia (cf. DB 1836).

Eso significa, por poner un ejemplo, que una bula de un Papa o un decreto de un concilio ecu­ménico que, supongamos, pusieran en duda o declarasen inválido el bautismo de los herejes, deberían reputarse por intrínsecamente nulos e inválidos, y carentes de cualquier efecto jurídico puesto que la validez de dicho bautismo se afirma desde hace siglos (d. 46) y es dogma de fe definido por el concilio de Trento (D. 860), por lo que goza de la infalibilidad del magisterio ordinario y extraordinario.

Así, pues, no existe una instancia superior al Papa en la constitución de la Iglesia, una instancia que él no pueda juzgar, aun por sí solo si fuera necesario, en el desempeño de su cargo de supremo defensor fidei. La instancia superior a todas las otras, sometida únicamente “a la Sagrada Escritura y a las tradiciones apostólicas” (DB 1836), la constituye precisamente la summa potestas del Romano Pontífice. En eso consiste el primado doctrinal de Pedro, que se aclaró aún más en su concepto después de que el Vaticano I definiera el dogma de la infalibilidad de sus pronunciamientos solemnes (no de cualquier cosa que dijera el Papa) tocante a la fe y la costumbres.

El Romano Pontífice puede reformar y hasta invalidar el Concilio sin tener que convocar un nuevo concilio para ello

El Papa, en cuanto órgano a se stante (monarquía) de la constitución divina de la Iglesia y, por ende, con independencia de su función de cabeza del colegio episcopal, posee, pues, todo el poder necesario para “corregir los errores” del concilio pastoral y ecuménico Vaticano II; para corregirlos unilateralmente, sin tener que convocar un concilio ad hoc. La convocación de un concilio ecuménico con este objeto respondería a meros criterios de oportunidad, políticos o temporales nada más; no la causaría, ciertamente, la falta de un poder suyo de intervención respecto al concilio, dado que éste no quiso definir dogma alguno ni condenar ningún error, porque no fue un concilio dogmático, sino que se autoproclamó pastoral (cf. la declaración efectuada en el concilio el 6 de marzo de 1964, repetida el 16 de noviembre del mismo año), aunque hizo gala de una pastoralidad nueva e inusitada, por añadidura ambigua, como que se consagraba a interpretar “la doctrina antigua” mediante los “métodos del pensamiento moderno” para salir al encuentro del mundo; varias veces se ha dicho que fue un concilio cuya intención la viciaba un inaudito espíritu de apertura o de puesta al día tocante a los valores del mundo, y cuya doctrina conte­nía novedades que no armonizaban en absoluto con la doctrina siempre enseñada por todos los concilios ecuménicos precedentes y, por lo mismo, con todo el magisterio ordinario (dos veces milenario), comenzando por la definición (no dogmática) de la Iglesia contenida en el art. 8 de la Lumen Gentium, que niega implícitamente el dogma “extra Ecclesiam nulla salus”.

¿Cómo podría el Romano Pontífice no tener el poder de invalidar, en todo o en parte, un con­cilio ecuménico de esa ralea, que se convocó según una intención que no era la de la Iglesia (porque tenía por objeto la puesta al día) y que se celebró de una manera tan fiel a dicha intención como para introducir una pastoral inficionada de graves errores doctrinales? Quien no le reconociese al Papa este poder le negaría, a nuestro juicio, no sólo el primado, sino también la calificación de auténtico sucesor de Pedro.

No creemos pueda oponerse a lo dicho el argumento de que el concilio fue aprobado por el Pa­pa y su enseñanza seguida en toda la Iglesia. La aprobación del Papa recaía en documentos voluntariamente falibles, por lo que carecían de una naturaleza jurídica clara, hasta el punto de que Pablo VI la etiquetó como “supremo magisterio ordinario” (audiencia del 12 de enero de 1966): imagen nueva, confusa y ayuna de significado en cuanto referida al magisterio de un concilio ecuménico auténtico, el cual constituye de suyo un ejercicio extraordinario de la summa potestas (el Papa quiere ejercerla a título extraordinario con todos los obispos congre­gados en concilio con él).

Además, la enseñanza del concilio nunca la ha seguido toda la Iglesia. Es verdad que sólo dos obispos se opusieron abiertamente a ella, en nombre de la Tradición de la Iglesia (mons. Marcel Lefebvre y mons. Antonio de Castro Mayer), y rechazaron siempre, entre otras cosas, las reformas litúrgicas y la misa del Novus Ordo; mas, con todo, dicha oposición, bien que mínima en términos cuantitativos, imposibilita la unanimidad en la aceptación de la “pastoral” del concilio, la cual, si bien se mira, tampoco es aceptada por los elementos progresistas, aún numerosos en la Iglesia, que quieren reformas más radicales todavía y continúan obrando a su antojo, sordos a toda llamada a la moderación, sobre todo en el ámbito litúrgico, por lo que la Prima Sedes se ve obligada incluso hoy, 40 años después del inicio del concilio, a lanzar llamadas repetidas contra las desviaciones, los abusos, los personalismos, la anarquía en esta­do difuso (véase por remate de lo dicho la encíclica Ecclesia de Eucharistia, pár. 10, 29, 30, 35, 46).

No se da en el Vaticano II esa condición fundamental de validez (definida formalmente en Nicea, AD 787) constituida por la coherencia de la doctrina enseñada con la de los concilios precedentes, con todo el magisterio de la Iglesia en sustancia, ordinario y extraordinario.

Sobre el procedimiento

Nuestro cortés lector se pregunta asimismo sobre el procedimiento que podría emplear el Papa. No nos toca a nosotros, como es natural, sugerir el procedimiento que debería seguir el Pontí­fice que viniera un día -es de fe que ese día llegará- a volver a poner las cosas en su sitio en la Iglesia.

Canonicus.

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REPETITA IUVANT: LAS CONSAGRACIONES DE MONS. LEFEBVRE Y LOS PERSUADIDORES... INCULTOS

Un asociado nos escribe lo siguiente:

Estimado Sr. Director:Confío en su paciencia para deshacer un tópico que no por manido deja de repetirse, desgraciadamente, cada vez que se habla de la ‘Hermandad San Pío X’.

He aquí lo que pasó: invité hace poco a una persona a quien estimo, amiga de mi familia, a que asistiera a misa en Albano. Me replicó donosamente que antes le pediría su parecer al sa­cerdote que celebra la misa conciliar a la que asiste habitualmente. Después me refirió que había formulado la pregunta en los siguientes términos, sobre poco más o menos: ¿la misa de los ‘secuaces de Lefebvre’ (sic) vale para cumplir la obligación dominical de santificar las fiestas? La respuesta que recibió fue un ‘no’ rotundo, motivado por la inexistencia de un sacerdocio válido y reconocido, habida cuenta de que monseñor Lefebvre consagró obispos sin te­ner autoridad para ello, los cuales, a su vez, ordenaron sacerdotes sin la debida autorización. Conclusión: la misa de los lefebvrianos no es válida por carecer de todo fundamento.

Quizás el sacerdote interpelado goce de una preparación específica en otros sectores, pero la respuesta que brindó traiciona una ignorancia perniciosa sobre la validez real de las con­sagraciones en la ‘Hermandad San Pío X’: una ignorancia supina y tan crasa, como para volver peligroso al cura de marras debido a su activa desinformación. Mi padre habría aprovechado la ocasión para afirmar: ‘Se coge antes a un embustero que a un cojo’.

Ahora bien, si se quiere hablar sin tendenciosidad, lo obligado es decir que la Iglesia si­gue viviendo hoy en la realidad de la Tradición Apostólica merced al coraje de monseñor Lefeb­vre y de otros consagrados del pasado y del presente. Desinformar por prejuicios o por otros motivos, acaso tras haber leído algún que otro ‘articulito’ en una revista en lugar de documen­tos oficiales válidos e incontestables, es como impedirle a los ‘niños’ que se acerquen a Jesús; es impedirle a quien vive en la ignorancia que disponga de una información honesta y adecuada, ni más ni menos que verdadera. Pero hasta el mundo católico rebosa hoy de persuadidores... in­cultos, bien que capaces, con todo, de convencer a un agricultor de que siegue la uva y vendi­mie el grano, o de que tueste las semillas de coco para hacer café. Y es ahora cuando apelo a su paciencia, gentil director: como no puedo hallar todos los números de Sì Sì No No donde se trata el asunto con amplitud, se aclaran dudas y se desenmascaran mentiras, ¿querría usted volver a impugnar la grosera aserción que formuló, esperemos que sin mala intención, él joven cura ‘conciliar’ que mencioné líneas arriba?”.

Carta firmada

Estimado amigo:

El joven sacerdote “conciliar” muestra que ignora dos nociones tan elementales cuanto fundamentales:

1) La distinción entre invalidez e ilicitud.

2) La doctrina católica sobre el estado de necesidad, que puede legitimar una acción “prohi­bida en otras circunstancias” (Enciclopedia Católica, voz “necesidad”).

Pasamos a resumir lo que escribimos por menudo sobre el asunto en el pasado (1), y lo hacemos de buen grado porque es menester informarse bien para poder obrar con tranquilidad de concien­cia.

Invalidez e ilicitud

Una cosa es la validez de una consagración y otra muy distinta su ilicitud.

Un obispo tiene por derecho divino, en virtud de su consagración episcopal, el poder de con­sagrar otros obispos, por lo que siempre consagra válidamente.

Si consagra “sin la debida autorización”, la que exigen las leyes eclesiásticas, la consagra­ción puede que sea ilícita, pero nunca inválida.

Esta distinción entre validez e ilicitud la conocía hasta la buena de Agnese, personaje de la novela “Los novios”, quien la ilustra de la siguiente manera, tan pintoresca cuanto eficaz, a propósito del matrimonio clandestino (válido a la sazón, ciertamente, pero ilícito): “(...) es como darle un puñetazo a un cristiano. No está bien; pero, cuando se lo habéis dado, ni el mismo Papa se lo puede quitar” (cap. VI).

Validez y licitud de las consagraciones de Mons. Lefebvre

Sin embargo, las consagraciones episcopales de mons. Lefebvre y las ordenaciones sacerdotales de los obispos que él consagró son no sólo válidas, sino, además, lícitas, o, por mejor decir, obligadas, debido al estado de necesidad general o pública en que está sumido hoy el mundo ca­tólico.

En efecto, si lo exige la extrema o cuasi extrema necesidad espiritual del individuo (peligro de muerte), o la grave necesidad de muchos (p ej., a causa de la difusión inobstaculi­zada de una herejía), y falta la asistencia de los pastores ordinarios, desaparecen todas las limitaciones impuestas por el derecho eclesiástico, por lo que a cualquier ministro de Dios (cura u obispo) le corre la obligación de poner por obra todo lo que pueda hacer válidamente en virtud de su poder de orden (lo que legitima su actuación, por ende, aunque carezca de “la debida autorización”). Pecaría mortalmente de no obrar así, porque el derecho divino, tanto na­tural cuanto positivo, obliga a socorrer, si se puede, a quien se halle en estado de grave ne­cesidad (2). De ahí que a cualquier cura (éste es el caso más corriente) le corra el deber de absolver a un moribundo a quien encuentre al borde de un camino, por lo que lo absolvería vá­lida y lícitamente, aun sin “la debida autorización” del obispo del lugar. De igual modo, un obispo está obligado a consagrar otros obispos cuando lo exija la necesidad grave de muchas almas, por lo que los consagraría no sólo válida, sino también lícitamente, aun “sin la debida autorización del Papa”. Esto ya se verificó antaño en la historia de la Iglesia, p. ej., en tiempos de la herejía arriana, y, más recientemente, allende el telón de acero. Todo ello se justifica porque la ley fundamental de la Iglesia es la “salus animarum”, por lo que, cuando corre peligro la salvación de un alma o de muchas, “la Iglesia suple la falta de jurisdicción” (3); es decir: confiere la “autoridad” necesaria, por expresarnos como el joven cura conciliar, con lo que remedia la carencia de la “debida autorización” exigida por las leyes eclesiásticas ordinarias.

Deber de oficio y deber de caridad

Explica Sto. Tomás que, “en virtud del poder de orden, cualquier sacerdote tiene poder sobre todos [los fieles] indiferentemente y respecto de todos los pecados; el hecho de que no pueda absolver a todos de cualquier pecado depende de la jurisdicción impuesta por la ley eclesiás­tica. Pero, en caso de necesidad, puesto que ‘la necesidad carece de ley’, las disposiciones de la Iglesia no le impiden que pueda absolver, incluso sacramentalmente, dado que tiene el po­der de orden” (S. Th., Suppl., q. 8, a. 6). Parafraseando: cualquier obispo tiene, en virtud del poder de orden, la capacidad de consagrar cualquier otro obispo; el hecho de que no pueda hacerlo sin la debida autorización del Papa depende de la ley eclesiástica. Pero puesto que “la necesidad carece de ley”, la ley eclesiástica no le impide consagrar otros obispos en caso de necesidad, dado que tiene el poder de orden.

Así, pues, todo obispo tiene para con las almas, igual que todo sacerdote, no sólo un deber

ligado a su oficio, que satisface en los casos ordinarios y dentro de los límites de las dispo­siciones eclesiásticas (que contemplan nada más que los casos ordinarios, como todas las leyes), sino, además, un deber impuesto por la caridad, que está obligado a satisfacer en casos extraor­dinarios sin otro límite que el de su poder de orden. No sin razón Ntro. Sr. Jesucristo, aunque confirió el primado a Pedro, se abstuvo de determinar personal y directamente los límites juris­diccionales del poder episcopal; en efecto, “no habría sido conveniente -escribe Billot- que el derecho divino determinara inmutablemente lo que iba a verse sometido a mudanza en ocasiones debido a la variación de las circunstancias y los tiempos, a la mayor o menor facilidad de recu­rrir a la Sede Apostólica [nótese bien: la imposibilidad de recurrir puede ser no sólo física, sino también moral, como ocurre en nuestros días] y a otras cosas por el estilo” (De Ecclesia Christi, q. XV, § 2).

Como quiera que sea, ya que la distinción entre derecho divino y derecho eclesiástico se hace “ratione legislatoris immediati” (4), es decir, mirando al autor inmediato de la norma, lo cierto es que el primado del Papa es de derecho divino, porque lo instituyó directamente Ntro. Sr. Jesucristo, mientras que la reserva pontificia sobre las consagraciones episcopales es de derecho eclesiástico, como que la instituyó el Papa directamente; de ahí que desaparezca en ca­so de necesidad, igual que cualquier otra “disposición de la Iglesia” (Sto. Tomás, cit.), para dejar paso a otra ley más alta: el derecho divino (natural o positivo), que obliga sub gravi, esto es, so pena de pecado mortal, a socorrer a las almas en estado de grave necesidad espiri­tual.

Repárese en lo siguiente:

1) Dicho deber grave de caridad subsiste aun si es el Papa quien sume a las almas en el esta­do de necesidad, porque “a la caridad no le interesa de dónde nace la necesidad, sino tan sólo si la hay” (5).

2) Subsiste también aunque haya quienes por interés, ignorancia o superficialidad nieguen que se dé estado alguno de necesidad, porque esto no lo elimina en absoluto, sino que lo agrava, dada la falta de toda esperanza de socorro.

El “caso” Lefebvre

Éste es justamente el caso de mons. Lefebvre y de los obispos que consagró. Se verifica en la actualidad un proceso de “autodemolición” de la Iglesia, admitido por el propio Pablo VI (30 de junio de 1972); las herejías del modernismo “se esparcen hoy a manos llenas”, según confesó

Juan Pablo II mismo, por lo que “los cristianos se sienten hoy, en gran parte, extraviados,

confusos, perplejos” y “tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos ni moral objetiva” (L'Osservatore Romano, 7 de febrero de 1981). ¿Y qué hacen los pastores ordinarios, a quienes corre la obliga­ción de auxiliar a las almas en tan gran necesidad? O son cómplices, o tolerantes, o les embarga el miedo; en cualquier caso, están como ausentes. Por eso es por lo que mons. Lefebvre no hizo sino aplicar la doctrina católica sobre el estado de necesidad al usar su poder de orden para remediar la necesidad de las almas que le apremiaban desde todas partes del orbe católico.

Ley de suplencia y “acción extraordinaria del episcopado”

Pero, dado que el caso de un obispo á quien la necesidad de las almas legitima a la hora de consagrar otro obispo, aun “sin la debida autorización”, es más raro que el de un cura que, también sin la autorización debida, absuelve lícitamente a un moribundo al borde del camino, aduzcamos una comparación, sencilla pero eficaz. El Papa y el obispo son en la Iglesia, por de­recho divino, como el marido y la mujer en la familia: el segundo se subordina al primero, pero ambos se ordenan al mismo fin: la salvación de las almas. Por ello, así como recae en la mujer a veces el deber de suplir, en cuanto está en su mano, al marido que no provee a las necesida­des de los hijos, o que lo hace de manera insuficiente, del mismo modo, también puede recaer sobre un obispo, dentro de los límites de su poder de orden [el cual comprende asimismo el poder de consagrar otros obispos], la obligación de suplir al Papa que, por cualquier motivo, con culpa o sin ella, no provea en absoluto, o lo haga “de manera insuficiente”, a la necesidad es­piritual de las almas. “Así se vio, en el siglo IV, a San Eusebio de Samosata recorrer las igle­sias orientales, devastadas por los arrianos, y consagrar obispos católicos para ellas sin tener sobre las tales jurisdicción especial alguna” (6), o sea, por decirlo en los términos del joven sacerdote conciliar, “sin la debida autorización”. Y del mismo modo obraron otros obispos cató­licos, defensores de la ortodoxia católica, a quienes la Iglesia venera hoy en los altares: con­firieron a los neoconsagrados, “sin la debida autorización”, no sólo el poder de orden, como mons. Lefebvre, sino, además -párese mientes en ello-, puesto que la necesidad de la Iglesia lo exigía, el poder de jurisdicción sobre las diócesis para cuyo bien los habían ordenado. Dom Grea denomina esta acción “la acción extraordinaria del episcopado”, a quien circunstancias ex­traordinarias llaman a “remediar las apremiantes necesidades del pueblo cristiano”, y escribe al respecto que el episcopado obró, en tales casos, “contando con el consentimiento tácito de su Cabeza, un consentimiento que la necesidad hacía dar por seguro”.

Nótese que no es el consentimiento del Papa lo que hace a los obispos dar por segura la existencia de la necesidad, sino que es la necesidad lo que les hace dar por cosa cierta el consentimiento de la cabeza. ¿Y por qué, si puede saberse? Pues porque el consentimiento del Pa­pa es obligado en el estado de necesidad de las almas: éste recibe de Cristo, en virtud del primado, el poder de dilatar o restringir el ejercicio del poder de orden, pero siempre de ma­nera que se provea “suficientemente” a la salvación de las almas (7), que constituye la razón de ser de la Iglesia y del propio papado.

Una negativa no vinculante

A estas alturas ya debería de estar claro por qué el Papa no tiene el derecho de prohibirle a un sacerdote que absuelva a un moribundo al borde del camino, o a un obispo que consagre otro si la necesidad de las almas lo exige. Igual que un marido que incumple sus deberes (con culpa o sin ella) carece del derecho de prohibirle a la mujer que remedie, en cuanto esté en su mano, las necesidades de los hijos. De modo que si el Papa se opusiera, su negativa no obligaría así como, siguiendo con nuestro ejemplo, la negativa del marido no obliga a la mujer. Y ello porque el estado de necesidad pone al súbdito en la imposibilidad moral de obedecer al superior y priva a éste del poder de obligar. El súbdito, en efecto, para poder obedecer, debería pecar contra un precepto de derecho divino, “más grave y obligatorio”, por naturaleza, que la ley eclesiástica (8), al paso que el superior pecaría a su vez si obligara al súbdito contra un precepto de derecho divino, “al cual no puede oponerse el precepto humano de la Iglesia” (9). Por eso dice Sto. Tomás que “la necesidad lleva consigo la dispensa (habet annexam dispensatio­nem)” (10). Y Suárez añade que ni siquiera ha de pedirse el consentimiento cuando se prevea el “no” del superior, porque pecaría éste al negarlo y el inferior al obedecer (11). Igual que, por seguir con nuestro ejemplo, la mujer no debe pedirle al marido consentimiento alguno para cumplir su deber de suplencia, porque pecaría obedeciendo a su “no” y pecaría también el marido, a su vez, al decir “no”.

Una doctrina desconocida para muchos, pero no para las autoridades vaticanas

Esta doctrina sobre el estado de necesidad es poco conocida del grueso de los católicos, porque por tocar casos extraordinarios, a los que se aplican principios extraordinarios, no es obje­to de la predicación ordinaria. Con todo, no debería resultarle desconocida a un sacerdote, quien siempre puede leer sus principios en cualquier enciclopedia o diccionario de teología o de derecho canónico en las voces “caridad”, “equidad”, “epicheia”, “cesación de la obligación de la ley”, “necesidad”, “resistencia al poder injusto”, etc.

Por eso tampoco la ignoraban las autoridades vaticanas, pues no infravaloraron la fuerza de la eximente aducida por su Exc. mons. Lefebvre, sino que se limitaron a replicar que no había estado de necesidad, con lo que reconocían que, en caso de haberlo, la actuación de mons. Lefebvre estaría justificada, aun a despecho del “no” papal.

De ahí que la cuestión verdadera no estribe ni en la validez de las consagraciones de mons. Lefebvre y de los obispos que él consagró (eso está fuera de toda duda), ni en su licitud, sino en la existencia del estado de necesidad, sobre la cual se funda la licitud de dichas consa­graciones (siempre válidas en cualquier caso). A nosotros nos parece que hoy, casi 15 años des­pués, mientras la situación eclesial se deteriora día a día, no deberían ya abrigarse dudas tocante a la existencia real de un estado general de necesidad para las almas, a quienes se escamotea el pan de la verdad para sustituirlo por el de la duda y la herejía (e incluso el de la inmoralidad: véase el caso de los “divorciados casados de nuevo”), el cual se distribuye en las homilías, la catequesis, la prensa “católica” (desde el boletín parroquial más modesto a Avvenire, órgano oficioso del episcopado, y a L'Osservatore Romano, órgano de la Santa Sede), los pronunciamientos de las conferencias episcopales, los actos de la Santa Sede y hasta los discursos papales: la corrupción doctrinal no es ya obra de círculos pequeños, como en tiempos del primer modernismo; consta que hoy es, a la verdad, “una acción pública del cuerpo eclesial” (12). Por desgracia, hay almas que, por falta de información adecuada, se privan de la asistencia que la Providencia quiso brindarles en la obra de mons. Lefebvre; a éstas dedicamos nues­tros estudios pasados sobre el asunto que nos ocupa, así como el presente, a fin de que puedan obrar con la conciencia tranquila, sin temor alguno de ofender a Dios (cosa a la que se arriesgan de continuo al adherirse a la “Iglesia conciliar”).

Por lo demás, nos limitamos a preguntar a los responsables de la presente ruina eclesial cómo piensan poder conciliar la negación de un estado general de necesidad para las almas con otras declaraciones suyas de signo opuesto, empezando por las de Pablo VI, quien denunció la “autodemolición” de la Iglesia y el “humo de Satanás en el templo de Dios”. ¿Acaso se puede demoler la Iglesia desde dentro sin que ningún alma perezca bajo las ruinas? ¿Se pueden abrir las ventanas del templo de Dios al “humo de Satanás” sin que ningún alma se asfixie? Tanto más cuanto que a dicho estado de grave necesidad general o pública (admitido varias veces, aunque negado sólo en el caso de mons. Lefebvre) no sólo no se le pone hoy remedio alguno, sino que se le agrava persistiendo en un ecumenismo cada vez más descabellado y arbitrario.

Hirpinus

(1) V. Sì Sì No No del 15 y 31 de enero de 1999 (ed. italiana): Le consacrazioni di sua ecc. za mons. Lefebvre doverose nonostante el “no” del Papa (estudio teológico) [Las consagraciones de Su Exc.  mons. Lefebvre: obligadas a despecho del “no” del Papa] ; y del 15 de febrero al 15 de mayo de 1999: Una scomunica invalida - uno scisma inesistente (estudio canónico) [Una excomunión inválida, un cisma inexistente].

(2) V., entre otros muchos, a San Alfonso: Teologia moralis, 1. 3, tract. 3, nº 27 y 1. 6, tract. 4, nº 560; F. Suárez: De charitate, disput. 9, sect. II, nº 4; Billuart; De charitate, dissert. IV, art. 3; Sto. Tomás: S. Th., Suppl. q. 8 a. 6.

(3) F. Cappello, Sumrna Iuris Canonici, vol. I, pág. 258, nº 258, § 2.

(4) E. Genicot, S. J., Institutiones Theologiae moralis, vol. I, nº  85.

(5) F. Suárez, De charitate, disp. IX, sect. II, nº 3.

(6) Dom A. Grea, De l’Eglise et de sa divine constitution (La Iglesia y su constitución divina), vol. I, pág. 218.

(7) Sto. Tomás, Summa contra Gentiles, l. IV, c. 42.

(8) F. Suárez, De legibus, 1. VI, c. VII, nn. 11 y 12.

(9) San Alfonso, Th. Moralis, I. 6, tract, 4, nº 560.

(10) S. Th., I-II, q. 96, a. 6.

(11) F. Suárez, De legibus, 1. VI, c. VIII, nn. 1 y 2.

(12) R. Ameno, Iota Unum, Ricciardi editore, lª ed., pág. 597.

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