Blogia

sisinono

UNA MANIOBRA DE LA FACCIÓN NEOMODERNISTA... (continuación)

3. EL ATAQUE FRONTAL A LA DOCTRINA TRADICIONAL SE HACE MÁS ABIERTO

3. 1 Declaraciones contra el Papa en Davos (Suiza) a propósito del preservativo

Se celebraba en Davos, Suiza, en la última semana de enero del 2005, una reunión protocolaria de los representantes más influyentes de los gobiernos, el mundo industrial y la alta finanza. Se trataba de un ambiente cultural del mismo tipo que el de las reuniones análogas de la Trilateral Commission, del Bilderberger Group o del Council of Foreign Relations (C. F. R.), donde los círculos más exclusivos europeos y anglosajones planifican el futuro económico-social de los países tanto occidentales cuanto tercermundistas, en compañía de los gobernantes y los periodistas invitados (con base en rígidos criterios de cooptación), que sirven de comparsas y de secretarios, para dar así a la reunión una pátina de democraticidad y representatividad. Lo esencial de tales reuniones suele ser siempre de cuño fuertemente mundialista, librecambista y, al menos implícitamente, masónico y anticatólico.

Una parte de los trabajos se consagraba al tema de la lucha contra el sida. Hay que decir al respecto que los periódicos dieron un notable relieve a una intervención de la famosa actriz americana Sharon Stone, que versaba precisamente sobre tal asunto (ella y Richard Gere son embajadores de la lucha contra el sida). He aquí las palabras de ese personaje del mundo del espectáculo: «No sé cuál es la tesis mejor sobre el uso del condón, pero la mía es racional. Que el Papa cambie de idea sobre el uso de los preservativos» (Il Giornale d’Italia, 27 de enero del 2005).

Dejando aparte la estulta incoherencia de la afirmación (si no sabía cuál era la tesis mejor, no se entiende por qué invitó al Papa, con tanta perentoriedad, a mudar de doctrina), resulta interesante el hecho de que, precisamente en un momento en que se debatía la “cuestión del profiláctico”, se hicieran afirmaciones como la recién citada en un templo de la alta finanza; unas afirmaciones que no por casualidad las difundieron de inmediato la prensa y las agencias. Era evidente la tentativa de presionar a las autoridades vaticanas, así como que se recurría para ello a la intervención de una actriz muy conocida del gran público (mejor será no hablar de las películas que le dieron esta notoriedad), la cual, en cuanto tal, gozaba de mayor “autoridad” y era capaz de cautivar más al lector medio que cualquier tecnócrata o banquero. Se trataba de una señal pequeña, pero sería ingenuo infravalorarla, porque el enemigo de Cristo y de su Iglesia no descuida los detalles en absoluto; antes bien, es un maestro consumado en el arte de usarlos con astucia y rara eficacia.

3.2 Entrevista concedida por el teólogo de la Casa Pontificia, el card. Cottier, a la agencia de prensa APCOM titulada: «Se puede considerar moralmente legítimo el uso del condón en algunos casos para frenar la epidemia del sida»

El 29 de enero del 2005 y, por consiguiente, un par de días después del ataque desencadenado en Davos contra la Iglesia católica, APCOM difundía una importante entrevista del card. Cottier; importante, ante todo, por la categoría y el puesto jerárquico del protagonista, pero también y sobre todo porque Cottier es el teólogo de la Casa Pontificia desde hace un cuarto de siglo, y eso significa que era el teólogo de confianza de Juan Pablo II, la persona que revisaba, desde el punto de vista doctrinal, los textos de las encíclicas y de los demás documentos o discursos oficiales pontificios, el encargado de evaluarlos y de asesorar al Papa sobre ellos incluso en su fase redaccional; era, pues, un garante, al menos en teoría, de la ortodoxia de cuanto decía, hacía y escribía Juan Pablo II. Cottier es un dominico natural de suiza, más que ochentón, harto experto y muy enterado de todos los “secretos” y las tensiones políticas de los palacios vaticanos, buen conocedor del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, y hasta autor de textos de teología moral; recordemos de paso, como detalle curioso, que también se ocupó antaño, bastante a fondo, de algunos problemas ligados al pensamiento marxista y al ateísmo; fue una figura clave, entre otras cosas, junto con Ratzinger y Bruno Forte, en el proceso que condujo a la redacción del documento La Iglesia y las Culpas del Pasado (hecho que traiciona de suyo una mentalidad eclesiológica más bien “abierta” y “progresista”, no demasiado sensible, digámoslo así, a la inmutabilidad del dogma). No es una figura muy conocida del público, aunque la prensa habló de él con motivo de su elevación al cardenalato (1). Pero la cercanía continua a Juan Pablo II y la frecuentación diaria de éste hacían de Cottier una figura ciertamente influyente y significativa, que es difícil imaginar se lanzara a efectuar afirmaciones delicadas, como las que veremos enseguida, de haber carecido de la certeza de interpretar con exactitud también la mens del Pontífice reinante a la sazón. Éstas son las razones de fondo que explican por qué hay que considerar con mucha atención cuanto vamos a leer a continuación. He aquí, en síntesis, las afirmaciones del cardenal Cottier:

«El uso del condón puede considerarse legítimo en determinadas situaciones (pienso en los ambientes en que circula mucha droga, abunda la promiscuidad y ésta se asocia con una gran miseria, como, p. ej., en zonas de Asia o África, donde la gente es prisionera de esta condición). Y ello por dos motivos. El primero es que en las condiciones que acabo de describir, ante un riesgo inminente de contagio, es difícil emprender el camino normal de lucha contra la pandemia, es decir, la educación en la sacralidad del cuerpo humano. El segundo atañe a la naturaleza misma de esta terrible enfermedad. El virus se transmite por conducto de un acto sexual; y así se corre el riesgo de transmitir también la muerte junto con la vida. Es en este punto donde se aplica el mandamiento “no matarás”. Se debe respetar la defensa de la vida ante todo. Una línea que sostienen varios teólogos, aunque no todos estén de acuerdo con esta orientación, cuya base la constituye la tutela de la vida. Un caso dramático [el de África; n. de la r.], verdaderamente dramático, donde cada día se cuentan millares y millares de muertos por sida, y otras tantas personas que se contagian, así como millares de niños que ven la luz marcados por el virus de la inmunodeficiencia humana; pues bien, en esta situación (y vaya por delante, una vez más, que la mejor manera de oponerse al contagio sigue siendo la castidad y la educación), el uso del profiláctico contribuye a disminuir el riesgo del contagio. Sólo en tal caso el uso de dicho medio puede ser legítimo, moralmente hablando, puesto que protege la vida. Está claro que no es la permisividad sexual lo que se anima en tal contexto, sino que se tiende más bien a preservar la vida de la muerte».

A continuación, Cottier se lamenta a propósito de las campañas de algunas asociaciones y organismos internacionales que tienden a presentar el preservativo como la única solución contra el sida: «No se advierte a la gente de que el condón no es un medio seguro al cien por cien. Aunque su uso disminuye la probabilidad de contagiarse, el riesgo subsiste (*). Se encuentra en la base de esta campaña una visión globalizada de una sexualidad no conforme con la dignidad humana. [...]. Y, a la postre, también la lucha contra el sida acaba por alentar lo que, por el contrario, debería combatir. Porque no olvidemos que precisamente la permisividad constituye un factor indudable de difusión del virus». El cardenal, bastante preocupado por la extensión de la epidemia del sida, considera «que se deberá reflexionar más, acaso en el futuro, sobre este asunto». Entre tanto, recuerda que el Papa no se ha pronunciado jamás sobre el profiláctico en sus discursos y documentos. «En cambio, ha insistido siempre en los valores, en el respeto al otro, en el significado del matrimonio, de la castidad, en el respeto al propio cuerpo, en la importancia de la vida humana y de su defensa».

Pienso que ni siquiera a la mirada más superficial se le escapa la gravedad e importancia de las afirmaciones recién transcritas. Cottier repetía al fin y al cabo, bien que apliándolo, el núcleo de la afirmación que el entrevistador le había sonsacado a Barragán en la entrevista del 20 de enero, donde el ilustre prelado dijo que la mujer puede exigirle lícitamente al marido, enfermo de sida, que use el condón, y donde introdujo el principio según el cual es lícito resistir al agresor incluso matándolo. Pero, a diferencia de Barragán, Cottier no se cuida en absoluto de recalcar que está exponiendo opiniones rigurosamente personales: no expresa opiniones que, a lo menos, puedan ponerse en duda, o entre signos de interrogación, sino certezas, aserciones que asumen el aspecto de principios incontrovertibles. ¿De dónde provenía esta seguridad del cardenal de la orden de Santo Domingo sino del hecho de que su intervención la avalaban las más altas autoridades vaticanas? ¿Se estaba preparando ya un documento oficial, una declaración formal? No lo sabemos, como es obvio, pero todo induce a pensar que si, a juzgar por el estilo de las aseveraciones de Cottier, (allende, naturalmente, la oficiosidad de sus declaraciones en cuanto tales), que no pueden explicarse de otro modo. Cottier, un cardenal anciano, que estaba fuera, al menos hipotéticamente, de las apuestas más altas relativas a la sucesión de Juan Pablo II, y que por eso no tenía nada que perder, se ofreció de mil amores a correr el albur de darle un chinazo al palomar.

Más adelante examinaremos, a la luz de la Tradición y del magisterio constante de la Iglesia, el núcleo de fuerza (llamémoslo así) de las argumentaciones de Cottier; nos limitaremos por ahora a destacar algunos detalles dignos de nota:

1) Cottier recalca repetidamente en su entrevista que lo mejor no es el uso del preservativo, sino un camino alternativo: la educación en la “sacralidad del cuerpo humano”; habla después de una concepción de la sexualidad “no conforme con la dignidad humana”. Como puede inferirse fácilmente de éstas expresiones, nos hallamos con ellas en el seno de una concepción personalista y antropocéntrica de la moral y de la sexualidad, coherente con la Gaudium et Spes y con el magisterio de Juan Pablo II sobre la familia y el matrimonio, pero opuesta diametralmente a la Tradición católica. Es inevitable que en esta óptica no se hable ya de ley divina, de pecado, de ofensa a Dios, de actos impuros, etc., sino tan sólo de una mala comprensión de la “dignidad humana”. Constituye una constante de los documentos que estamos analizando, aunque habría que dei cir que ocurre lo mismo con todos los documentos eclesiales a partir de los textos del concilio Vaticano II: la palabra “pecado” (no hablemos ya de la expresión “pecado mortal”, que se ha convertido en una especie de reliquia arqueológica) se halla por completo empañada, y, por tanto, también lo está, a par de ella, el concepto que denota. Está claro que, en un contexto teológico y moral tan enervado y evanescente, el teólogo de la Casa Pontificia no tiene demasiados reparos en admitir el uso del condón, valiéndose para ello de sofismas más o menos vistosos, de trucos de prestidigitador habituado a jugar con las palabras: puestos a elegir entre la abstracta y vaga “dignidad” de la vida sexual propia (¡y no ya el peligro de la condenación eterna!) y el riesgo de contraer el sida, ¿quién no sacrificaría lo primero?

2) El segundo punto estriba en la interesante frase que transcribe el entrevistador, atribuyéndosela a Cottier: «Recuerda, entre tanto, que el Papa [Juan Pablo II] no se ha pronunciado jamás sobre el profiláctico en sus discursos y documentos». Se trata de una frase que es menester traducir así: «Juan Pablo II no ha condenado nunca explícitamente el condón, por lo que se puede hablar de él y abrirse a la hipótesis de su utilización, visto que el magisterio del Pontífice actual jamás la ha vedado». El sentido de la frase no podía ser sino éste en el contexto de la entrevista (una entrevista en la que se pretendía hacer colar, con increíble dejadez y desparpajo, una enormidad teológica: el desplome de la moral secular de la Iglesia en materia de contracepción), es decir, que lo que pretendía Cottier con esta fabulilla desvergonzada era preparar al lector para la cesión: puesto que Juan Pablo II no ha condenado jamás explícitamente el condón (esto es, que nunca se ha servido en sus escritos de las voces “condón”, “preservativo” y “profiláctico”), puede conjeturarse que su uso es lícito. Dejando aparte el asunto de cuáles fueron las palabras que Juan Pablo II empleó en sus textos, cosa que se verá más adelante, el caso es que uno habría esperado del teólogo de la Casa Pontificia un conocimiento más sólido de los principios teológicos más elementales. En efecto, es realmente grave e inadmisible que un teólogo que ocupa la posición de Cottier pretenda hacer pasar por vinculante para el teólogo moralista sólo cuanto ha dicho o escrito el Pontífice actualmente reinante, como si la Tradición y el magisterio constante no contasen nada y la Iglesia viviera en un presente autista y autorreferencial, y asumiera, en consecuencia, como vinculante nada más que el magisterio de un par de decenios, echando en olvido y removiendo siglos de pronunciamientos del magisterio pontificio. En efecto, como veremos apenas nos adentremos en la pars destruens de nuestro trabajo sobre esta maniobra contra la moral tradicional, hay muchísimos pronunciamientos de la Iglesia más que explícitos contra el condón, por lo que nos estupeface no verlos ni citados ni examinados por Cottier (no podemos pensar que los desconozca). ¡Pasma tanta superficialidad en una materia tan grave por parte de un exponente tan autoritativo de la curia romana!

Si fuera creíble y pudiera tomarse en serio el principio que Cottier pretende aplicar aquí (“el Papa nunca ha condenado explícitamente el condón; luego se puede hablar de su posible utilización”), se seguiría una auténtica revolución teológica, y no sólo en el campo moral. En efecto, quién sabe cuántos otros contraceptivos inventados no han sido nombrados jamás explícitamente en las condenas papales. ¿Débese inferir de ello la licitud de su empleo? El Papa ha hablado de paz mil veces, pero no condenó nunca explícitamente el uso de la bomba de hidrógeno: ¿significa eso que es lícito la utilicen los ejércitos en la guerra? Ha condenado la tortura, pero no ha mencionado las últimas y más sofisticadas técnicas de ésta: ¿es que no son un mal por eso? Pido disculpas por los ejemplos, pero permiten comprender la increíble cortedad moral e intelectual del razonamiento hecho por el teólogo de la Casa Pontificia.

3) Cottier afirma en cierto momento: «No se advierte a la gente de que el preservativo no es un medio seguro al cien por cien. Aunque su uso disminuye la probabilidad de contagiarse, el riesgo subsiste. Así pues, como lo veremos mejor al desarrollar nuestra refutación en la segunda parte, el purpurado nos pone frente a una donosa paradoja, de la cual muestra ser perfectamente consciente, aunque no saca de ella la única conclusión lógica, la sola conclusión que se impone; en efecto, aun suponiendo que todo el problema se reduzca a la tutela de la vida física, ¿cómo puede Cottier sugerir se recurra a un instrumento que no anula del todo el riesgo de contagiarse? ¡Aconsejar el uso del condón equivale a aconsejar que se juegue a una especie de ruleta rusa fatal! Nos parece demasiado, la verdad sea dicha.

4) Por último, Cottier parece apresurarse a destacar que la licitud del uso del preservativo para prevenir el contagio de sida ha de considerarse como rigurosamente limitada a algunas situaciones geográficas y sociales particularmente críticas (Asia, África, etc.). Mas ¿cómo no ver que, por lo que atañe al punto determinante de la cuestión, esta distinción es irrealista a mas no poder y carente de cualquier fundamento doctrinal, y que muy pronto, en cualquier área del mundo, inclusive en las más desarrolladas, se afirmaría la tesis según la cual se puede usar el preservativo donde quiera que se dé una situación objetiva que entrañe la defensa del riesgo de contagiarse de sida? En efecto, supuesto que se hallaran en las mismas condiciones, ¿por qué no podrían usar el condón un muchacho o una esposa de un barrio de Nueva York, Berlín, Moscú o Roma, en el que abundara el riesgo de contraer el sida, mientras que sí podría lícitamente emplearlo una esposa de Calcuta o Nairobi? La nueva norma moral que fantasea Cottier sería sometida de inmediato a una interpretación o, al menos, a una aplicación de facto universalista y ampliamente laxista.

3.3 Don Vercé ataca el Magisterio de la Iglesia en el Corriere della Sera. La desdichada réplica de Mons. Maggiolini

A comienzos de febrero, don Verzé, el cura que fundó en Milán el hospital San Rafael, el cual rige en persona, y que llamó a tipos como Massimo Cacciari y Emanuele Severino a enseñar en la facultad de filosofía que se abrió poco ha (está vinculada precisamente a la obra San Rafael), concedió una entrevista al diario milanés Corriere della Sera en la que formulaba las siguientes afirmaciones:

«No soporto a los zafios inquisidores que pretenden levantar las sábanas del lecho nupcial; me parece impúdico. Creo que la Iglesia aceptará, a su tiempo, la fecundación artificial homóloga, igual que aceptará, al menos para situaciones límite, la píldora contraceptiva y el preservativo. Para que lo comprendieran ciertos prohibicionistas, bastaría con que salieran de las afrescadas estancias curiales y se demoraran algún tanto en las chabolas y los tugurios africanos».

Estamos ante una obra maestra de critica meramente negativa y de superficialidad sin precedentes. Un cura célebre de una diócesis importantísima, que se halla al frente de una conocida institución católica, ataca frontalmente el magisterio papal y la doctrina constante de la Iglesia sin preocuparse siquiera de aducir la más mínima brizna de argumentación teológica, como, por el contrario, intentaron hacer Cottier, Camino o Barragán, sino limitándose a efectuar referencias retóricas al Tercer Mundo y a las condiciones de vida en las zonas pobres de nuestro planeta, como si la doctrina y la moral fuesen opcionales y tuvieran que adecuarse a la diversidad de situaciones que se den, y no fueran expresión de una ley universal e inmutable promulgada por el Legislador Divino, en cuya mente están presentes todos los casos universales posibles. Además, don Verzé, al definir como “zafios inquisidores” a los teólogos que se han ocupado de moral matrimonial en el curso de la historia de la Iglesia, no sólo ofende la memoria de algunos de entre los más grande santos cristianos que han existido, no sólo injuria a Padres y doctores de la Iglesia de inmensa sabiduría y santidad, sino que subvierte cualquier principio de método en teología, por pequeño que sea, al hacer de la barbarie intelectual y la arrogancia un nuevo camino para la revolución en la Iglesia (esto es lo único que da a entender la vulgaridad de sus palabras).

Dadas estas premisas, no nos sorprende que periódicos laicistas y sutil pero tenazmente anticlericales, como el Corriere della Sera, no escatimen espacio para curas como don Verzé. Lo que nos pasma es e¡ culpable silencio de las jerarquías eclesiásticas, que tienen el deber de amonestar, reconvenir, corregir y, si llega el caso, castigar a los eclesiásticos que, como don Verzé, asumen posiciones heréticas o heterodoxas, de rebelión abierta contra el magisterio constante de la Iglesia.

Por desgracia, también Alessandro Maggiolini hace observaciones más bien “aperturistas” en el Resto del Carlino, el 5 de febrero del 2005 (“Don Verzé: la ética no es una chuscada”); es la ley de lo políticamente correcto: mostrarse cerrados por entero a lo nuevo que avanza es demasiado descalificador incluso para un obispo “conservador”: «No hay necesidad de ir a las chabolas y los tugurios africanos para comprender esta condescendencia [es decir, esta apertura al uso de la píldora y del preservativo; n. de la r.], que es fidelidad a la ley de Dios. Incluso los moralistas más serios, aun los obispos más severos, el Papa mismo, acentuaron en el pasado la necesidad de tener en cuenta la situación en que viven los fieles: aseguraron que no a todo desorden moral grave y objetivo –que no deje de ser tal- le corresponde una culpa subjetiva grave».

Son afirmaciones graves, porque dan por descontado lo que no es tal en absoluto, sin citar ni autores ni documentos, y aluden de manera vaga, aunque no por ello menos insidiosa, a una presunta “apertura” de la Iglesia en el controvertido asunto de que. nos ocupamos. Además, Maggiolini favorece el equívoco en una materia grave al acentuar la necesidad (reconocida, al decir de él) de tener en cuenta la “situación” y distinguir entre “desorden moral grave y objetivo” y “culpa subjetiva grave”. En efecto, o alude con eso al hecho de que la Iglesia estableció desde siempre la necesidad de la advertencia plena y del consentimiento deliberado (además de la materia grave) para que se pueda hablar de pecado mortal, y entonces es absurdo ligar tal posición al magisterio más reciente, como parece hacer en su respuesta, porque no se trataría sino de la posición de siempre de la Iglesia; o bien alude a una apertura de la Iglesia a una visión de la moral de tipo relativista, subjetivista (o del tipo “moral de la situación”, o del tipo “opción fundamental”), y en tal caso nos hallaríamos frente a una deriva modernista y protestantizante decididamente heterodoxa, inaceptable para la teología moral católica, la cual enseñó siempre que un acto malo en sí (y tal es la contracepción) no puede volverse bueno bajo ninguna circunstancia.

http://sisinono.blogia.com

ISLAM Y FE REVELADA

     Un abismo infranqueable

El desarrollo cotidiano de la historia actual nos invita a precisar sin equívocos la elección fundamental con base en la cual se juzgará a moros y cristianos al término de su existencia terrenal, es decir, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Enseguida nos hallamos aquí en presencia del abismo insuperable que separa al Islam de la fe cristiana, un abismo que ninguna voluntad ecuménica, por bien intencionada que sea, tiene derecho a cancelar o franquear.

Se trata de dos “revelaciones” enfrentadas, y con una oposición tan marcada sobre lo esencial, que, por fuerza, una debe ser totalmente verdadera y la otra totalmente falsa.

¿Incoherencia o impostura?

Dejemos las consideraciones de menor importancia para recordar que sólo una revelación salida de Dios tiene derecho a hablar de Éste con autoridad y certeza. Ahora bien, ¿qué vemos en el antagonismo susodicho?

1) En Jesucristo todo es divino: su nacimiento, su vida, su doctrina, su muerte, su resurrección, su ascensión, su asistencia permanente a la Iglesia. Sus Apóstoles y evangelistas lo afirmaron con energía: nadie puede conocer y amar a Dios sino por medio de su Hijo, que salió de Él y en quien tiene puestas “todas sus complacencias”.

2) En cambio, todo es humano, muy humano, demasiado, en la persona de los fundadores del Islam (sobre todo en la del principal de ellos). Se halla en éstos muchos rasgos de aquel hereje [Lutero] que sobrevino en la Iglesia del siglo XVI: vértigo del pensamiento, de los sentidos, voluntad de poder y carencia de escrúpulos en la acción; en pocas palabras: idéntico influjo inicial del pecado, un influjo que falsea desde el principio la aventura espiritual emprendida.

Puesto que Dios es santidad infinita, su revelación no tolera mescolanzas con el pecado. Así las cosas, considerar profetas o reformadores cualificados a Mahoma y Lutero, como pretende hoy el ecumenismo, cae de lleno en el campo de la incoherencia absoluta, si es que no de la impostura. En ausencia de ejemplos edificantes, que eran harto incapaces de dar, dichos individuos consiguieron imponer sus doctrinas imaginarias sólo mediante una presión permanente, haciendo palanca en la complicidad que les brindaba ese oscuro deseo que empuja a todo hombre a esforzarse por organizarse una vida en la cual los placeres terrenales y el deseo del cielo puedan conciliarse sin demasiada dificultad.

 

El cielo cerrado

Volvamos al pecado propio del Islam.

El que sostiene, contrariamente a la vida y milagros de Jesucristo, que el Hijo no es Dios, le infiere a Éste la mayor injuria que cabe hacerle a quien es consustancial con Aquél a quien envió para que estuviera con nosotros. Quien empuja a los hombres a profesar tamaña negación les inflige el mayor de los daños, como que los priva con ello del único camino de acceso a la vida eterna... Por último, puesto que la gracia redentora no existe en el Islam al no bajar Dios a nosotros en tal religión, es imposible que se dé en ella la santidad, por lo que el hombre permanece en su desgracia original. La presencia de Dios le será inaccesible después de su muerte; de ahí que el “Profeta” se viera reducido a imaginar un paraíso de delicias que tenía por modelo los goces terrenales. En tal clima de tinieblas espirituales, ¿cómo pueden conseguir los cinco pilares del Islam –profesión de fe, azalá, azaque, ayuno en Ramadán y peregrinaje a La Meca-, cómo pueden conseguir, decíamos, que los hombres, agradecidos, se vuelvan a Dios?

Puesto que el conocimiento de Dios se halla pervertido en el Islam desde el principio, y puesto que el cielo está cerrado, ¿qué tiene de extraño que el pensamiento musulmán se absorba en el dominio de lo temporal y se lo anexione, transfiriendo a éste la sed de absoluto del hombre? Pero bajo esa losa asfixiante no hay sacramentos, ni liturgia, ni sacerdocio capaces de ayudar a la humanidad a salir de sí misma y a merecer ver a Dios en la eternidad.

 

Un retroceso vertiginoso respecto de la verdad revelada

La “revelación” que, al decir de la morisma, le hizo el arcángel Gabriel a Mahoma cae expresamente bajo la solemne condena de San Pablo (Gál. 1, 8): «Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea maldito». Es menester sacar la conclusión de ello: lejos de ser el Islam, como pretende éste, el término y cumplimiento de todas las revelaciones precedentes, constituye un retroceso la verdad revelada por el Dios vivo y respecto de sus obras. Más aún: se ha destacado a menudo el influjo considerable que ejercieron el pensamiento judaico y las herejías cristianas en la formación del pensamiento islámico. El favor de que éste goza hoy entre ciertos cristianos proviene también del hecho de que estos últimos perdieron lo esencial de su fe.

La revelación no sólo vino de Dios con Nuestro Señor Jesucristo, sino que la enseñó el mismo Verbo divino; se puede decir asimismo que se incorporó en Él a partir del momento en que se encarnó en el seno de la santísima Virgen María. Sólo esta revelación es divina, santa y cierta a la vez, porque sólo Dios no puede engañar a la humanidad. La misma exigencia de santidad se halla en los intermediarios humanos que el Altísimo quiso para realizar esta gran obra: inmaculada concepción de María, santidad sublime del precursor y del padre adoptivo, conversión exigida a todos.

Es menester tener la franqueza de decir que, en cambio, el error es inseparable de los fundadores del Islam, porque se alzaron abusivamente contra Dios al negar la divinidad de Jesús; falsearon la fe en su nivel esencial, el de la realidad divina, al rechazar el monoteísmo trinitario; se cerraron a las fuentes de la gracia al negar la Encarnación, y sustituyeron la religión por un formalismo nacido “ex voluntate viri”, de la voluntad del varón, un sucedáneo de lo auténticamente sobrenatural.

 

Responsabilidad de los cristianos

Resta por decir que la supervivencia de este mundo inmenso cerrado a la revelación del Hijo de Dios apela tanto a nuestra responsabilidad de cristianos como a la de los eclesiásticos.

Algunas grandes almas anunciaron que la evangelización de los moros se verificará después de tribulaciones que, sin duda, serán proporcionales a la magnitud del intento de que hablamos. Ante la perspectiva de esta hora de gracia, conviene renunciar al presupuesto, adoptado demasiado a menudo incluso por católicos no “ecuménicos”, según el cual la morisma no puede abrirse al mensaje cristiano. Cierto, la empresa es ardua para los fieles del Islam en la medida en que se les impide acceder a la Buena Nueva; pero no debe olvidarse que el omnipotente le habla a cada hombre en lo más secreto de su conciencia y que puede hacer que todos se beneficien de su gracia como Él quiera. En este sentido, sería sin duda más exacto decir que el islamita puede convertirse porque debe hacerlo y porque Alguien lo llama a la conversión.

Es aquí donde tiene su sitio nuestra plegaria para obtener una gracia tan insigne. Sorprende mucho que hoy la jerarquía jamás invite, por decirlo así, a orar en tal sentido, cuando su primer deber es el de anunciar a todos los hombres la salvación en nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Frente a esta omisión, el mundo islámico se engolfa en contradicciones cegadoras, se exaspera en una violencia que renace sin cesar, y se hunde cada vez más en su infelicidad espiritual. Uno de sus diplomáticos declaró clara y rotundamente «no deseamos que el mensaje cristiano se difunda en los países islámicos».

Dado que nos hallamos frente a la misma y constante oposición plurisecular, le sigue incumbiendo a la cristiandad el mismo deber misionero.

Un deseo

Mil años son como un día para el Señor, quien le confió a su cuerpo místico los medios de salvación. Por eso formulamos el deseo, a guisa de conclusión de estas pocas reflexiones, de que la Iglesia vuelva a dotar de un esplendor especialísimo a la celebración del descenso del Verbo Encarnado en el seno de la Santísima Virgen María. Es lícito pensar que la glorificación de este gran misterio atraería una gracia excepcional de visitación sobre el mundo entero, particularmente sobre los musulmanes de buena voluntad, cerrados hasta el momento a la única Palabra salvadora.

La hora es grave para todos: al procurar adherirnos a los movimientos sucesivos de una civilización  paganizada y privilegiar indebidamente, en detrimento del anuncio de Jesucristo, las exigencias de una libertad pervertida, lo único que hacemos es acortar esos tremendos plazos de tiempo que, en medio de un dolor acerbísimo, reducirán a moros y cristianos al cumplimiento de sus deberes esenciales, es decir, llevarán a los primeros a una conversión necesaria y a los segundos a una perfecta fidelidad.

Bienaventurados los que vean a los hombres del Islam tomar el camino del santo pesebre y los oigan exclamar con el corazón compungido, pero con el alma exultante: «¿Quién no amaría a Aquél que tanto nos amó?» (Adeste, Fideles); «¡Venimos a adorarlo!» (San Mateo 2, 2).

Pyrenaicus
http://sisinono.blogia.com  

LAS DECLARACIONES DEL CARDENAL CASTRILLON

“LA HSSPX NO ES HERÉTICA, NI SEDEVACANTISTA, NI CISMÁTICA”: PALABRAS DE SU EMINENCIA EL CARD. DARÍO CASTRILLÓN HOYOS, PREFECTO DE LA SAGRADA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Y PRESIDENTE DE LA COMISIÓN PONTIFICIA “ECCLESIA DEI” DESDE EL AÑO 2000

Extractamos los siguientes pasajes de las declaraciones que realizó el card. Castrillón en una entrevista que se publicó en el nº 9/2005 del conocido mensual 30 Giorni (la entrevista la había provocado la curiosidad que despertó, en muchos ambientes, la audiencia que el Papa le había concedido a Su Exc. mons. Fellay en Castelgandolfo, el 29 de agosto del 2005, a petición de este último):

1) «(...) por desgracia, mons. Lefebvre siguió adelante [en el verano de 1988] con el asunto de la consagración [de cuatro obispos], por lo que se verificó dicha situación de alejamiento, aunque no se trató de un cisma formal» (cursivas nuestras).

2) «La Hermandad San Pío X es una realidad sacerdotal integrada por sacerdotes consagrados válidamente, aunque de manera ilegítima» (cursivas nuestras).

3) A la observación que se le hizo al cardenal Castrillón según la cual «después de la audiencia [del 29 de agosto], un importante cardenal intimó a la Hermandad a reconocer la legitimidad del Pontífice actual», aquél respondió lo siguiente: «por desgracia, ésta es la prueba de que dentro de la Iglesia, incluso en los niveles altos, no siempre se conoce bien la realidad de la Hermandad. La Hermandad reconoció siempre en Juan Pablo II, y lo hace ahora en Benedicto XVI, al legítimo sucesor de San Pedro. Esto no constituye ningún problema. Que luego haya realidades tradicionalistas, los denominados “sedevacantistas”, que no reconozcan a los últimos Papas, eso es harina de otro costal, y no atañe a la Hermandad San Pío X».

Unos meses después, en una entrevista emitida por la red televisiva Canal 5, el domingo 13 de noviembre del 2005, a las 9 de la mañana, el purpurado ratificó que, en el caso de la Hermandad San Pío X:

1) «No estamos ante una herejía».

2) «No se puede decir en términos correctos, exactos, precisos, que se dé un cisma».

Breve comentario nuestro

Esta revista ha mantenido siempre posiciones semejantes a las que sustenta Su Eminencia. Hacemos votos ahora por que las claras y precisas aserciones de una fuente oficial y tan importante (el card. Castrillón no dijo que hablara a título personal) contribuyan a deshacer entre los más muchas opiniones erróneas que circulaban, y aún circulan, sobre la Hermandad, debidas casi con toda seguridad, la verdad sea dicha, más a ignorancia de los hechos y de su significado exacto que a una animosidad preconcebida.

He aquí nuestra postura:

1) Es falso que se haya de considerar “herética” a la Hermandad.

Ni a mons. Lefebvre ni a los cuatro obispos que consagró los han acusado nunca de herejía las autoridades competentes, ni en sentido material ni en sentido propio o formal. No obstante ello, se han usado varias veces calificaciones absolutamente impropias para referirse a mons. Lefebvre, como las siguientes: mons. Lefebvre era “un hereje”, porque se comportaba “como rebelde” y era, por ende, “hostil” al Papa. El “obispo rebelde”, como lo definían y siguen definiéndolo ciertos periódicos, se vuelve “un hereje” en opinión de los más, debido entre otras cosas, a la ignorancia de las más elementales nociones del derecho canónico y de la teología de la Iglesia. Pero ¿quién es el hereje? Leamos por entero el c. 751 del Código de Derecho Canónico de 1983, que contiene asimismo la definición del apóstata y del cismático: «Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos» (cursivas nuestras).

Ni mons. Lefebvre ni los obispos y sacerdotes de la Hermandad han pertenecido nunca a ninguna de las categorías catalogadas en este canon. No aceptar el accidentado concilio ecuménico Vaticano II, al que se le imputan desde varias partes, no sólo desde la Hermandad, errores doctrinales así como ambigüedades graves, no significa en absoluto ser un hereje, visto que dicho concilio, como sabe todo el mundo, no proclamó verdades de fe “divina y católica”, o sea, no definió dogmas, sino que se declaró “pastoral”, y ello en un sentido nuevo y nada claro, puesto que el objeto declarado de esta “pastoral” era la puesta al día de la verdad católica en función de la mentalidad del “hombre moderno”.

2) No puede considerarse “cismática” a la Hermandad en sentido propio o formal.

¿No aprobaron en su momento los juristas de la Pontificia Universidad Gregoriana una “tesis” de licenciatura que sostenía lo mismo? (1). Así que, incluso a juicio de las autoridades vaticanas de hoy, no se dio jamás el famoso cisma lefebvriano. Lo que se verificó fue un “alejamiento”, afirma Su Em.ª, una separación, no un “cisma” en sentido propio. Intentemos explicar la sutil diferencia que media entre ambos.

¿Una situación de “alejamiento” constituye de suyo un cisma? Es evidente que no. El “alejamiento” que deriva de una desobediencia no es, si bien se mira, un auténtico “alejamiento” respecto de la Iglesia militante, puesto que la desobediencia no configura una situación que pueda definirse como cismática en cuanto tal; en caso contrario, habría que afirmar que toda desobediencia constituye un cisma, lo cual no es verdad. Para que se dé un cisma no basta con una desobediencia: se necesitan otros elementos, que en el caso que examinamos brillan por su ausencia.

En 1988, mons. Lefebvre, frustrado por meses de negociaciones complejas y agotadoras que seguían sin desatar el nudo gordiano, fundamental para él, del nombramiento efectivo de uno o varios obispos ligados a la Tradición para guiar a la Hermandad, procedió a realizar las cuatro famosas consagraciones episcopales, desoyendo las exhortaciones papales a demorarlas más todavía. Dada la “necesidad” espiritual de muchas almas, que se dirigían a él en busca de ayuda desde todas partes del mundo católico, y dado también lo avanzado de su edad y su delicado estado de salud, mons. Lefebvre obró convencido de hallarse en un estado de necesidad: la necesidad de proveer a toda costa a la supervivencia de la Hermandad, seguro de respetar el espíritu de sus estatutos, que eran y siguen siendo los de una congregación cuya misión consiste en la formación de sacerdotes de una manera conforme con la Tradición de la Iglesia y en el mantenimiento de la santa misa de rito romano antiguo (denominada tridentina). Tamaña convicción, ya fuera acertada o errónea, impide en cualquier caso, si se está a lo que dispone el Código de Derecho Canónico de 1983, la aplicación de la censura de excomunión.

La desobediencia constituida por una consagración episcopal sin mandato pontificio la castigaba el Código de Derecho Canónico de 1917 con la suspensión a divinis. El código actual, en cambio, prevé la excomunión latae sententiae (es decir, aplicable por el Papa sin proceso), a menos que haya circunstancias atenuantes o eximentes, entre las cuales se cuenta la existencia y hasta la convicción, aunque fuese equivocada, de la existencia del estado de necesidad. El código establece, en efecto, que, tocante al estado de necesidad, cuando la violación de la norma se efectúe por un acto intrínsecamente malo o que redunde en daño de las almas, se da en la “necesidad” nada más que una circunstancia atenuante, aunque suficiente para excluir la fulminación de la pena de excomunión, que ha de sustituirse por otra pena o por una penitencia. Si la violación, en cambio, se verificara con un acto que no fuera intrínsecamente malo ni redundase en daño para las almas [y una consagración sin mandato, efectuada sin animus schismaticus, no es, ciertamente, una cosa mala en sí o que redunde en daño para las almas], entonces no se daría realmente imputabilidad alguna, por lo que no se podría irrogar una pena ni ninguna otra forma de sanción. Pero si el sujeto juzgara que se halla coaccionado a obrar en estado de necesidad, sin que su acción constituyera nada malo en sí, ni redundara en daño para la salud de las almas, entonces tendría derecho, en este caso, a solas las atenuantes, lo cual significa que también aquí, aunque mereciera la excomunión, ésta no podría ser fulminada, por lo que debería ser sustituida por otra pena o por una penitencia. Debe recordarse, además, que cuando el error de juicio que se mencionó más arriba tuviera lugar sin culpa por parte del sujete agente, entonces éste tendría derecho a la eximente en vez de a la atenuante (2).

Estando a lo que dice la ley, la desobediencia del llamado “obispo rebelde” no habría debido ser sancionada con la excomunión; de ahí que mons. Lefebvre y la Hermandad, amparados en su buena fe y convencidos de la existencia objetiva del estado de necesidad, sostuvieran siempre que la excomunión debía reputarse por inválida y que no se había verificado cisma alguno.

Pero no se dio ningún cisma no tanto a causa de la invalidez de la excomunión cuanto porque ni mons. Lefebvre ni los cuatro obispos que consagró tuvieron, ni mostraron tener nunca, una voluntad cismática. Hasta tal punto fue así, que mons. Lefebvre no confirió a estos últimos el poder de jurisdicción en sentido propio (lo cual demuestra, según nos parece, su buena fe), que supone una base territorial, organizada en auténticas diócesis.

La verdadera voluntad cismática se evidencia, en cambio, en declaraciones expresas por parte de los que se separan (como en el caso de Lutero, quien declaró a boca llena que no reconocía ya la autoridad del Papa como jefe de la Iglesia universal), y, en cualquier caso, se echa de ver en un comportamiento orientado a crear una “iglesia paralela” efectiva, como se suele decir, una organización eclesiástica nueva, autocéfala, que no reconoce la autoridad del Papa (como hizo asimismo el propio Lutero, y como habían hecho antes que él los católicos de rito griego denominados “ortodoxos”, visto que la llamada “iglesia ortodoxa” o “griega” es, en realidad, una secta cismática). La Hermandad, en cambio, ha reconocido siempre la autoridad del Romano Pontífice y de los obispos, y ruega siempre por el Papa y por el ordinario local en la celebración de la santa misa. Además, nunca se ha organizado en parroquias o diócesis, paralelas a las oficiales de la santa Iglesia, sino tan sólo en “distritos”, que son realidades geográficas, no administrativas, dado que se identifican con las naciones o hasta con los continentes (distrito de Francia, de Italia, de Asia); se trata de realidades, de espacios, en cuyo ámbito los obispos ejercen una “jurisdicción supletoria” de base personal y no territorial, es decir, tan sólo el poder de orden (impartir y administrar los sacramentos), que se puede aplicar en función de las necesidades causadas por las circunstancias, las cuales se expresan en las demandas concretas de las almas, de manera semejante a cuanto hacen los obispos en tierra de misión. Y, en efecto, el card. Castrillón reconoce que la Hermandad, a diferencia de los sacerdotes de Campos, «que mantenían de hecho una organización paralela a la diócesis», es una «asociación no reconocida [formalmente por la Prima Sedes y, por ende, no encuadrada en las figuras previstas en el código de 1983], servida por obispos que se declaran “auxiliares”» (entrevista citada publicada en 30 Giorni). Auxiliares porque, al no tener diócesis alguna, al no ejercer por lo mismo el poder de jurisdicción, al no gobernar, en suma, una organización paralela a la diócesis, ejercen la “jurisdicción supletoria” que se mencionó líneas arriba, según lo requieran los casos concretos a medida que éstos se presenten, ad personara, por el bien de las almas.

3) No es cierto que sea inválida la ordenación de los obispos y sacerdotes de la Hermandad.

¡Cuántas veces se ha oído decir que los sacramentos administrados e impartidos por los sacerdotes de la Hermandad carecían de validez porque sus ordenaciones tampoco la tenían, y que, por ende, asistir a las misas celebradas por ellos, o confesarse con los mismos, constituía sólo una pérdida de tiempo, o incluso un pecado, como si al hacer tales cosas, también los fieles se volvieran “heréticos” y “cismáticos”! Mas este modo de pensar ni respondía ni responde a la verdad.

El card. Castrillón ratificó el significado teológico y canónico exacto de las ordenaciones episcopales y sacerdotales de la Hermandad: son perfectamente válidas a despecho de que se hicieran ilegítimamente a causa de la prohibición de la autoridad suprema. Los obispos de la Hermandad son obispos a todos los efectos, así como son sacerdotes a todos los efectos los ordenados por ellos; y lo son también los ordenados por mons. Lefebvre después de ser suspendido a divinis por su negativa a cerrar el seminario de Ecône y a desmovilizar a la Hermandad, que había sido suprimida ilícitamente por el ordinario local en 1975 (ilícitamente porque el ordinario carecía de suyo del poder, que pertenece al Papa en exclusiva, de suprimir una congregación de vida común sin votos, cual era y sigue siendo la Hermandad: se necesitaba una autorización pontificia expresa, cosa que no se dio jamás).

Por eso, la ilegitimidad que se sigue atribuyendo hasta el presente a las ordenaciones de la Hermandad no significa invalidez. Sólo significa esto: que el individuo que cumplió el acto (el cual no deja de ser válido en sí mismo) queda sujeto a una sanción por parte de la autoridad legítima, al haber prohibido ésta a su tiempo la comisión del acto en cuestión, el cual se realizó, por lo mismo, sin su mandato. Se trata de un problema meramente disciplinario, de importancia secundaria, entre los obispos y curas ordenados y la Prima Sedes, un asunto interno de la jerarquía eclesiástica, que no atañe a los fieles en manera alguna, en el sentido de que no incide ni en la validez de dichas ordenaciones, ni en la de los actos que ejecutaron después, en el ejercicio legitimo de los poderes derivados de la ordenación misma, las personas que recibieron aquéllas (celebrar la santa misa, bautizar, confirmar, confesar, practicar exorcismos, etc.).

Si se reconoce, además, la existencia objetiva del estado de necesidad, que mons. Lefebvre no dejó nunca de invocar, entonces las ordenaciones que realizó ni siquiera son punibles, como que el estado de necesidad suprime la imputabilidad, según se vio. Desaparecería, pues, la nota de ilegitimidad que se sigue atribuyendo a las ordenaciones mismas. Sin embargo, la Santa Sede no ha llegado todavía, a lo que parece, a reconocer plenamente el estado de necesidad, que Mons. Lefebvre invocó en su momento.

Canonicus

Notas:

(1) V. sì sì no no del 30 de abril de 1999: Una excomunión inválida - un cisma inexistente 3. 11. Las precisiones de la tesis Murray (edición italiana).

(2) Sobre los aspectos teológicos de las consagraciones de 1988, véase en detalle los dos estudios que publicó en su momento esta revista, desde el nº 1 al nº 9 del año 1999 (XXV) (edición italiana).

http://sisinono.blogia.com

EL CASO EMBLEMÁTICO DE UN TEÓLOGO QUE “MUDÓ DE PARECER”

El 2 de enero de 1997, Su eminencia el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, declaró que el teólogo Tissa Balasurija, O.M.I. (Oblato de María Inmaculada), originario de Ceilán, había incurrido en la excomunión latae sententiae por haber negado, en su libro Mary and Human Liberation, los dogmas de la concepción inmaculada de María, la virginidad de ésta y su asunción a los cielos en cuerpo y alma (¡y menos mal que se trataba de un oblato de María Inmaculada!).

El mismo cardenal Ratzinger notificó también, en 1998, que se había levantado la excomunión susodicha debido a la enmienda del teólogo en cuestión. Sin embargo, se puede hallar en los anaqueles de las librerías (de las “católicas” sobre todo, por desdicha), desde hace algún tiempo, un libro titulado La Agenda del Nuevo Papa, que recoge una serie de intervenciones de “teólogos” y “teólogas” de los cinco conti­nentes, que le sugieren al sucesor de Juan Pablo II los puntos cruciales que ha de abordar du­rante su pontificado.

Entre estos “consejeros” del futuro Papa encontramos también a nuestro “hijo pródigo” arrepentido, quien, como chico obediente, no propone de nuevo sus herejías marianas, pero, a cambio, alberga la intención de demoler el cristianismo a ras de suelo.Presentamos aquí los pasajes más “interesantes” del teólogo “que mudó de dictamen”, a quien, con todo, hemos de reconocer el mérito, por decirlo así, de afirmar claramente lo que muchos otros piensan, sostienen y enseñan al abrigo de camuflajes camaleónicos. Después de un rápido travelín sobre los Papas del siglo XX, desde Pío XII, culpable de repri­mir «nuevas investigaciones teológicas como las de Theilard de Chardin, Karl Rahner e Yves Con­gar, quienes urgían mucho en pro de una mayor apertura de la Iglesia al mundo moderno» (1), hasta Juan XXIII, quien «trajo consigo tendencias revolucionarias con sus proyectos sobre la puesta al día de la Iglesia y con su candorosa apertura a la gente y a las tendencias modernas», y que finalmente, «quitó los cepos a la investigación teológica y a la acción de la Iglesia para que se impulsara a ésta a hacer crecer en el mundo las tendencias democráticas e igualitarias» (op. cit., p. 164), el teólogo Balasurija nos revela el motivo de que incluso algunos católicos rechacen la auto­ridad papal: «se debe a que están convencidos de que hay algo profundamente inadecuado en sus directrices o en su titular». ¿Y entonces? Entonces «el nuevo Papa puede ser un guía efectivo para mantener la paz en el mundo y quizás para crear un mundo más justo [¿a desempeñar este papel «humanitario” se ve reducido el vicario de Cristo?] si se abre a los signos de los tiempos y a los vientos de cambio que soplan en nuestro planeta» (!) (op. cit., pp. 165-166). 

 

¿En qué ámbitos deberá verificarse la “conversión” del nuevo Papa?

 

En el interior de la Iglesia

 1. Magisterio «Uno de los puntos que le causó problemas a la Iglesia Católica en el mundo -nos dice T. Balasurija, O.M.I.- fue la convicción de que sólo ella poseía la verdad plena y de que el reconocimiento de esta verdad era esencial para la salvación eterna de todos los seres huma­nos. Dicha pretensión condujo a la Iglesia Católica a una actitud de exclusivismo que le negaba poder salvífico a las demás fes y a cualquier otro líder espiritual distinto de Jesucristo» (op. cit., p. 166). 

 

Fuerza es admitir que Balasurija tiene las ideas mucho más claras que muchos otros tocante a lo que fue siempre la doctrina de la Iglesia Católica, y que le debemos reconocer, al menos, la honestidad de no tergiversar la enseñanza tradicional para su uso y consumo personales. Como quiera que sea, podemos tranquilizar a él y a todos los que comparten esta crítica suya: no estáis solos ni debéis tomarla con la postura que asumió la Congregación para la Doctrina de la Fe, la cual ratificó, en la Dominus Iesus, que Jesucristo es el único salvador del mundo. En efecto, en tal documento no se adopta una posición “anacrónica” de tipo aut-aut. Basta releer los parágrafos 7 y 8: todas las religiones y todos los hombres participan del misterio de Cristo, por lo que no carecen de la gracia divina. Se trata tan sólo de un pequeño retoque dictado por la prudencia: en lugar de afirmar a boca llena el valor salvífico de toda religión en sí misma, basta con asegurar la conexión de toda religión con Jesucristo... ¡y ya está urdido el engaño! 

 

Cuanto a la exigencia según la cual es menester cambiar de idea respecto al objeto de las mi­siones: «no hay que buscar ya la conversión de las personas a la Iglesia como medio necesario de salvación...» (op. cit., p. 168), también aquí hay que saber lo que se dice.

Es suficiente con ampliar el con­cepto de Iglesia, sin limitarlo a la vieja y embarazosa Iglesia Católica, o bien, si se quiere, se puede seguir hablando de Iglesia Católica, aunque precisando que ésta no es tanto una reali­dad visible cuanto una realidad invisible, espiritual, mística...

Así puede entrar todo y lo contrario de todo en la “Iglesia Católica”, y se puede seguir hablando de “conversión” sin que esto sea óbice para el “diálogo ecuménico”. Una vez rechazado el criterio de la transmisión del dogma eodem sensu, eadem sententia, cualquier entendimiento es posible. 

 

2. Santificación «El nuevo Papa -escribe Balasurija- debe motivar a los cristianos a ser más altruistas y abiertos al reparto, más hospitalarios y disponibles, más capaces de amar y de sostenerse unos a otros. Éste es, naturalmente, el mensaje fundamental del cristianismo y de las religiones del mundo [...]. El nuevo Papa debería poner bien en claro que la misión de la Iglesia es la de construir una comunidad humana justa y pacífica...» (op. cit., p. 169). Claro que sí: ésta es, “naturalmente”, la enseñanza fundamental del cristianismo; y entonces, ¿por qué complicarse la vida diciendo que, “sobrenaturalmente”, el mensaje fundamental de Cristo es la salvación de las almas para la mayor gloria de Dios?

Una vez removido dicho adverbio em­barazoso (“sobrenaturalmente”), podemos luchar por fin, codo con codo, con todas las “religiones del mundo” para realizar «un reino en que todos compartan los bienes: de la tierra de manera equitativa viviendo en paz y alegría», y “tirar de las orejas” a los católicos occidentales, que «están tomando una porción indebida de los recursos del mundo, y la están defendiendo con su poder armado» (op. cit., pp. 170-171). Más: «Al nuevo Papa le incumbe el cometido de probar a poner remedio a siglos de incomprensiones y distorsiones de la enseñanza de Jesús [...] Así los cristianos pueden unir sus esfuerzos con los de las otras personas de buena voluntad, independientemente de las diferentes orienta­ciones de fe [...] Los valores fundamentales de las religiones mundiales pueden indicar a todos la sabiduría de la humanidad, inspirada en la racionalidad y la conciencia» (op. cit., p. 172). 

 

También podemos tranquilizar a nuestro “teólogo” sobre este punto: puede que, por morar en Ceilán, no se haya percatado de que esa invitación a todas las religiones para que sean cons­tructoras de paz, de justicia, etc., hace mucho que constituye el hilo conductor de la enseñanza de la mayor parte de los obispos y de los pontífices actuales, quienes proveen de ese modo “a poner remedio a siglos de incomprensiones y distorsiones de la enseñanza de Jesús”. 

 

3. Gobierno ¡Devolución y libertad! Éste debe ser, al decir de Balasurija, el lema que ha de inspirar la reforma de la estructura del gobierno eclesiástico. Hay que evitar lo que pasó, p. ej., en el caso de la contracepción, bajo el pontificado de Pablo VI, cuando, con la Humanae Vitae, «se llevó la contraria al parecer de importantes comisiones eclesiásticas, en detrimento de la pas­toral eclesial...» (op. cit., p. 175). Se debe poner fin al centralismo romano y dar más libertad a las Confe­rencias Episcopales. Más aún: «El nuevo Papa debería prestar seria atención al problema de la rápida disminución del clero activo en la Iglesia Católica» ¿Cómo? «O el Vaticano aprueba la ordenación de las mujeres -con tal que éstas quieran [¡cuánta delicadeza!]-, o se verá constreñido a considerar el hecho de que los laicos (hombres) administren la eucaristía [...] Ya se ha abandonado en gran parte, en todo el mundo, la práctica de la confesión auricular con un sacerdote [...] Otro problema a considerar es el de si la comunidad debe congregarse regularmente todos los domingos, visto el claro descenso de la participación en la misa dominical en la mayor parte de los países del mundo [...] El nuevo Papa liberaría en la Iglesia un fuerte potencial de inspiración y de energía creativa [¿una new age?] si convocara un nuevo concilio ecuménico [¡bis!] [...] Eso sería una apertura valiente al Espíritu y también al mundo del siglo XXI [mejor dicho: al «espíritu” del siglo XXI], que ha cambiado sustancialmente desde 1965, cuando terminó el Vaticano II» (2). 

 

No está mal como programa de reforma, o, por mejor decir, de revolución radical en la Iglesia. Proponer que se convoque un nuevo concilio nos parece muy coherente. En efecto, la tan cacarea­da “puesta al día” exige que se camine al paso de los tiempos, y ya se sabe cuán rápidos son los cambios hoy día. ¿Por qué, pues, no convocar un concilio periódicamente, quizás cada quince años, o incluso instituir de manera oficial un concilio permanente? 

Relaciones con el exterior

1. Apertura a las sectas heréticas y/o cismáticas Tissa Balasurija, O.M.I., responde al llamamiento de Juan Pablo II, quien pidió le ayudaran a reconfigurar el ejercicio del primado (que ya había sido reconfigurado en el acto mismo de no recabar más ministerio que el de presidir en el amor; cf. Ut unum sint), aconsejando: «Las otras iglesias estarían dispuestas a aceptar el primado del Pontífice Romano si no se entrometiera demasiado ni pretendiera gozar de autoridad sobre los demás en materia de fe y disciplina [un “papado-pelele” en la práctica] [...] Y sería digno de ver cuántas son las diferencias en cues­tiones dogmáticas tocante a las cuales no hay ninguna directriz clara por parte de Jesús o de la revelación divina. Las causas de la división son de origen eclesiástico más tardío...» (op. cit., pp. 177-178).¡Por fin dimos con la causa de todos los males: la Iglesia! No “la Iglesia de los orígenes”, como es obvio, en la cual se han “inspirado” siempre todos los herejes de todos los tiempos, sino la “más tardía”: la medieval, la teocrática de Gregorio VII, de Bonifacio VIII; la fastuosa del Renacimiento; la retrógrada y antiprogresista de Gregorio XVI, de Pío IX, de Pío X... ¡Papas todos fautores de divisiones, que no comprendieron las directrices de Jesús ni la revelación di­vina!¿Por qué diablos limitarse entonces a reformar el papado? ¿Por qué no abolirlo del todo y conjurar así en su raíz el peligro de que vuelvan las lóbregas sombras de la Iglesia “más tardía”, que sólo hoy se han disipado a la luz de Juan XXIII? 

 

2. Apertura a las religiones falsas 

«La Iglesia -escribe Balasurija- sostuvo por más de un milenio que toda la humanidad había caído irremediablemente a causa del pecado original. La doctrina decía que la salvación de di­cha caída universal se había verificado por medio de la muerte de Jesús, el Hombre-Dios, el único que podía ofrecer una reparación y satisfacción adecuadas a Dios Padre ofendido. A causa de esta teología y de sus límites culturales, la Iglesia Católica fue intolerante para con las otras desde el siglo IV hasta mediados del siglo XX, aproximadamente [no está nada mal, ¡un error que duró más de dieciséis siglos!] Los católicos pensaban que las otras fes no eran medios de santificación ni de salvación personal para sus seguidores [...] Es menester que los católicos investiguen mejor ‘por qué’ fueron intolerantes durante la mayor parte de sus 2000 años de historia» (op. cit., pp. 178-179).

¡Sí, cierto! ¿Cómo diablos se explica que la Iglesia, que el Señor fundó sobre Pedro, a la cual le garantizó la asistencia del Espíritu Santo y por ende, la infalibilidad, a la que prometió que el Maligno no prevalecería contra ella, cómo se explica, decíamos, que haya podido equivocarse durante casi toda su historia? También aquí bastará con usar de un poco de ingenio: pasar de la concepción tradicional relativa a la Iglesia (es decir, la que la define como visi­ble, jerárquica, católica y romana) a la concepción de una iglesia espiritual, que vive en el interior del corazón de cada cual, por lo que no es hacedero identificarla históricamente. De este modo, la Iglesia, la “verdadera”, la “originaria”, la democrática, liberal, humanitaria... habría estado presente, en estos dos mil años, en el corazón de los hombres “rectos”, de los hombres “de buena voluntad”, como Giordano Bruno, Juan Hus, Martín Lutero y todos los here­jes, cuya rehabilitación, a título de “profetas” incomprendidos por la Iglesia (finalmente li­berada e iluminada por Juan XXIII), ha asumido la “neoteología”. 

 

3. Apertura a la “secularización y a la modernidad” «A lo largo de los siglos -nos dice Balasurija-, la Iglesia Católica debió aprender mucho [sic] de la secularización de los pueblos occidentales [...] Tuvo que aprender de la sociedad secular el valor de conceptos e instituciones como la democracia, la libertad religiosa y los derechos de las mujeres [...] Si examinamos el ‘Sílabo de los errores’ de Pío XI [en rea1idad, es de Pío IX], del 1864, veremos qué lejos estaba entonces la Iglesia Romana de aquella racionalidad de la vida personal y social que estaba madurando en el mundo occidental [...] Hoy, to­cante a la familia, la Iglesia debe adoptar una actitud de escucha y darse cuenta de que hay comunidades indígenas que pueden aceptar la  poligamia o la poliandria como legítimas [¡mire usted dónde acaba la “racionalidad” de la vida social y personal], y de que en las modernas sociedades occidentales también la familia nuclear está dejando paso a formas de emparejamiento no selladas por el matrimonio» (op. cit., p. 180). ¡Faltaba la guinda sobre la tarta! 

 

Les ahorramos a nuestros lectores la continuación de los delirios del teólogo Balasurija, O.M.I., readmitido a la comunión de la Iglesia Católica por “benévola” concesión del cardenal Rat­zinger. Que cada cual considere qué “maravilloso ejemplo” se dio a la sazón de apertura y “tole­rancia” para con el descarriado y sus errores. Hemos ironizado algún tanto en este artículo, pero la realidad es muy triste. No podemos dejar de hacernos, ni dejar de hacer a quien corresponda, las siguientes preguntas:¿No son graves acaso todas las afirmaciones anteriores? ¿Por qué se deja entonces a su autor en la comunión de la Iglesia Católica? ¿Es que se comparten sus opiniones? ¿O bien se trata de negligencia por parte de quienes deben verificar la ortodoxia de las posiciones de este teólogo y religioso? ¿O es que ha habido presiones por parte de algún obispo, o incluso de alguna Confe­rencia Episcopal? 

 

En cualquier caso, ésta es una nueva prueba de que hoy los pastores, según profetizó Ezequiel, sólo se apacientan a sí propios: no cuidan ya el rebaño en lo más mínimo, pues ven venir al lobo y se dan a la fuga; peor aún -la “puesta al día” obliga-: ¡ven al lobo y le abren las puertas del redil!

Brunone

Notas:

 

(1) L'agenda del nuovo Papa, edición de L. de Paoli y L. Sandri, Editori Reuniti: Roma, 2002, p. 163.

(2) L'agenda..., op. cit., pp. 176-177. La idea de un nuevo concilio tomó cuerpo mediante una petición, firmada primero por treinta obispos, brasileños sobre todo, y luego por muchos otros obispos, hombres y mujeres católicos.

http://sisinono.blogia.com

EL CAN FIEL Y LOS PASTORES ASESINOS

El gran Miguel de Cervantes nos representa, en una de sus novelas ejemplares, la decadencia de costumbres de su tiempo tal y como la ven dos perros, Cipión y Berganza, que narran sus aventuras el uno al otro. Ficción poética, pero que aspira a hacer comprender la realidad bajo velo de metáfora; y lo hace tan bien, a nuestro juicio, que puede reproducirse inalterada, casi cuatro siglos más tarde, a título de fábula capaz de hacernos entender la causa profunda de la corrupción que nos aflige y de la aparente imposibilidad de remediarla, cosa que nos aflige aun más. De ahí que nos parezca oportuno transcribírsela a nuestros lectores, con este único comentario: el evangélico "quien tenga oídos para oír, que oiga".

CIPIÓN.- Sé breve, y cuenta lo que quisieres y como quisieres.

BERGANZA.- Digo, pues, que yo me hallaba bien con el oficio de guardar ganado, por parecerme que comía el pan de mi sudor (1) y trabajo, y que la ociosidad (2), raíz y madre de todos los vicios, no tenía que ver conmigo, a causa de que si los días holgaba, las noches no dormía, dándonos asaltos a menudo y tocándonos a arma (3) los lobos; y, apenas me habían dicho los pastores, ‘¡al lobo, Barcino!’, cuando acudía, primero que los otros perros, a la parte que me señalaban que estaba el lobo: corría los valles, escudriñaba los montes, desentrañaba las selvas, saltaba barrancos, cruzaba caminos, y a la mañana volvía al hato, sin haber hallado lobo ni rastro del, anhelando, cansado, hecho pedazos y los pies abiertos de los garranchos (4); y hallaba en el hato, o ya una oveja muerta, o un carnero degollado y medio comido del lobo. Desesperábame de ver cuan poco servia mi mucho cuidado y diligencia. Venía el señor del ganado; salían los pastores a recibirle con las pieles de la res muerta; culpaba a los pastores por negligentes, y mandaba castigar a los perros por perezosos: llovían sobre nosotros palos, y sobre ellos reprehensiones; y ¡as!, viéndome un día castigado sin culpa, y que mi cuidado, ligereza braveza no eran de provecho para coger el lobo, determiné de mudar estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de costumbre, lejos del rebaño, sino estarme junto a él; que, pues el lobo allí venía, allí sería más cierta la presa.

Cada semana nos tocaban a rebato (5), y en una escurísima noche tuve yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase. Agacheme detrás de una mata, pasaron los perros, mis compañeros, adelante, y desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron de un carnero de los mejores del aprisco, y le mataron de manera que verdaderamente pareció a la mañana que había sido su verdugo el lobo. Pasmeme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos y que despedazaban el ganado los mismos que le habían de guardar. Al punto hacían saber a su amo la presa del lobo, débanle el pellejo y parte de la carne, y comíanse ellos más y lo mejor. Volvía a reñirles el señor, y volvía también el castigo de los perros. No había lobos, menguaba el rebaño; quisiera yo descubrillo, hallábame mudo. Todo lo cual me traía lleno de admiración y de congoja. ‘¡Válgame Dios! -decía entre mí-, ¿quién podrá remediar esta maldad? ¿Quien será poderoso a dar a entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza roba y el que os guarda os mata?’.

sì sì no no

Notas:

1) "comía... sudor": alude al Génesis, 3, 19.

2) "ociosidad": es uno de los lugares comunes más transitados por los autores de la época, muy especialmente por M. Alemán: «Es la ociosidad campo franco de perdición, arado con que se siembran malos pensamientos, semilla de cizaña, escardadera que entresaca las buenas costumbres, hoz que siega las buenas obras, trillo que trilla las honras, carro que acarrea maldades y silo en que se recogen todos los vicios».

3) "a arma": alarma.

4) "garranchos": ramos desgajados, pinchos.

5) "a rebato": como "a arma", que dijo antes, pero engañosamente.

La trascripción procede del Coloquio de los Perros, pp. 283-285, de Miguel de Cervantes, Novelas Ejemplares (selección), Ed. Espasa Calpe (3ª edicion), Madrid, 1997.

http://sisinono.blogia.com

SU SANTIDAD BENEDICTO XVI: ¿PROCESO DE REFORMA EN LA IGLESIA O FIDELIDAD CONSTANTE AL VATICANO II?

Pasados unos meses tras la elección de Su Santidad Benedicto XVI, algunos lectores nos empiezan a preguntar nuestra opinión sobre su Pontificado: ¿qué es lo que podemos esperar? ¿Podemos esperar algo distinto y mejor respecto a los Papas precedentes? ¿Un tiempo que permita reflexionar sobre el ecumenismo y el Concilio? ¿Tal vez el restablecimiento de la disciplina eclesiástica, la celebración sin trabas de la Santa Misa tridentina, Misa que nunca fue abrogada y que en la actualidad depende de un indulto cuya concesión a su vez viene dada o no según la forma de pensar de cada obispo?

Las declaraciones del Cardenal Ratzinger antes de su elección

a - La "meditación" del Viernes Santo

El Viernes Santo del presente año, durante la celebración del Via Crucis en el Coliseo de Roma, al llegar a la novena Estación, cuando el Papa reinante había entrado ya en agonía, el Cardenal Ratzinger sorprendió a todos leyendo una sorprendente "meditación" sobre la Pasión de Nuestro Señor y que parecía consagrada al pecado en la Iglesia. La novena Estación nos recuerda la tercera y última caída de Jesús en su camino hacia el Calvario. «¿Acaso no debemos también pensar en lo que Cristo debe sufrir dentro de su Iglesia? ¿No habrá que pensar en los abusos que se producen contra su Presencia en el Santísimo Sacramento o esos corazones vacíos y malvados que a menudo se atreven a recibirlo. ¡Cuántas veces nosotros, los sacerdotes, celebramos sin darnos siquiera cuenta de su Presencia! ¡Cuántas veces deformamos y tergiversamos su Palabra! ¡Cuánta falta de Fe hay en tantas teorías y palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia, incluso entre los que, en el sacerdocio, deberían estar entregados a Él completamente! ¡Cuánto orgullo, cuánta suficiencia! ¡Qué falta de respeto por el Sacramento de la Reconciliación (de la Penitencia) en el que Él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! Todo esto está presente en su Pasión. La traición de sus discípulos y la Comunión indigna de su Cuerpo y de su Sangre es sin duda alguna el mayor dolor del Redentor, el dolor que le atraviesa el Corazón. Sólo nos queda dirigirnos a Él, desde lo más profundo de nuestra alma, gritándole: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (San Mateo 8, 25). Señor, a menudo nos parece que tu Iglesia es una barca a punto de zozobrar, una barca que hace aguas por todas partes. E incluso advertimos en tu campo más cizaña que trigo. La túnica y el rostro de tu Iglesia, tan sucios, nos causan horror. Pero somos nosotros los que los ensuciamos» (Centro para las celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice / Via Crucis del Coliseo Romano – Viernes Santo, año 2005 – Librería Ediciones Vaticanas).

Esta notable "meditación" causó gran impresión y entusiasmó a los llamados "conservadores" de la jerarquía y de los fieles. Nos impresionó mucho a todos nosotros entre otras razones porque, una denuncia tan fuerte y concreta de los males que afligen actualmente a la jerarquía y a la Iglesia visible, jamás había sido pronunciada por Juan Pablo II. El Papa recientemente fallecido había denunciado de forma evidente, en distintas ocasiones, el secularismo del mundo actual, con su relativismo y su apostasía de la religión cristiana, pero siempre se había negado, como todos sabemos, a hablar de crisis en la Iglesia cuya situación general era descrita por él en términos muy optimistas. La "meditación" del Cardenal, pronunciada con los acentos de una invectiva que recuerda al "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!" de Nuestro Señor, ¿acaso era el anuncio de una obra moralizadora que el nuevo Pontífice debería emprender, comprometiéndose a limpiar la Santa Iglesia y haciendo desaparecer el relajamiento moral y doctrinal, tan extendido desde el Vaticano II entre la jerarquía y los fieles?

Eso es lo que parecía y lo que se esperaba. La "meditación" que terminaba recordando la traición de los discípulos durante la Pasión, auténtico símbolo del sufrimiento de Cristo en su propia Iglesia, cuando los clérigos son infieles a su misión, establecida por Él, se dirigía a todos. Hacía notar igualmente la indiferencia con la que se celebran tantas Misas, indiferencia con la que muchos se acercan a la Sagrada Comunión y a la Confesión; igualmente manifiesta la "falta de Fe" que se da en tantas perniciosas teorías que se enseñan sin peligro alguno por teólogos poco ortodoxos; daba a entender también la "suciedad" que enfanga actualmente a la Iglesia, se supone que a causa de los escándalos recientes de carácter sexual, aunque no solamente a causa de eso. ¿Tal vez Su Eminencia pensaba también en la vida que llevan esos clérigos que no saben dar marcha atrás ante las comodidades tan seductoras de la vida moderna, en las que cabría igualmente incluir la posibilidad de echarse novia o estar casado? Y en cuanto al orgullo, y todo lo que él conlleva de autosatisfacción y suficiencia, pecados que ofenden tanto a Nuestro Señor, ¿a quién se lo atribuía? Seguramente a los que muestran poca Fe y se complacen en el vacío de sus palabras, así como a los malos Pastores, que engañan o desvían a los fieles con falsas doctrinas.

b – La condena del relativismo

Tras la meditación del Viernes Santo pudimos oír, el 18 de abril, y dentro de la homilía pronunciada en el transcurso de la Misa Pro eligendo Romano Pontífice, celebrada por el Cardenal justo antes de la apertura del Cónclave, la repetición pormenorizada de la condena del "relativismo" moral, cultural y también teológico, actualmente dominante. En efecto el augusto Prelado comentó en los términos siguientes a San Pablo (Efesios 4, 14): «Entonces [cuando hayamos alcanzado la medida de la plenitud de Cristo] ya no seremos niños llevados y traídos por las olas y arrastrados de aquí para allá por el viento de cualquier doctrina» «¡Una descripción de lo más actual! Cuántas corrientes de doctrinas varias hemos conocido a lo largo de estos últimos decenios, cuántas corrientes ideológicas, cuántas formas de pensamiento... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos a menudo ha sido agitada por estas olas, lanzada de un extremo a otro: del marxismo al liberalismo, haciendo del libertinaje una doctrina; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. etc. Cada día surgen nuevas sectas y se ve como toma forma lo que dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que nos hace enredarnos en el error (ver Efesios 4, 14). Profesar una Fe clara, según el Credo de la Iglesia, es tildado a menudo como fundamentalismo, mientras que el relativismo, es decir el hecho de dejarse llevar ‘a todas partes por los vientos de cualquier doctrina’ aparece como el único comportamiento admisible en los actuales tiempos. Estamos en trance de constituir una dictadura del relativismo en la que nada se reconoce como definitivo, quedando como única pauta de conducta el yo y los deseos personales» (L’Osservatore Romano, 22 de abril de 2005, ed. española, pg. 3). Esta última frase fue comentada especialmente en toda la prensa (Ver Corriere della Sera del 19 de abril de 2005).

Esta condena, muy justa y detallada, aunque también repetida, pues ya había sido dada a conocer varias veces en el pasado (tal vez con términos más matizados) por el propio Cardenal (por ejemplo en la célebre Declaración Dominus Iesus) y por Juan Pablo II, provocó un largo debate en la prensa italiana entre pensadores de diferentes tendencias. De esta forma pudimos escuchar toda una serie de tópicos tratando de defender el "relativismo" del pensamiento contemporáneo. Este debate provocó también alguna puntualización del Cardenal Martini, que vamos a comentar por la originalidad que presenta, pero también porque es representativo, a nuestro parecer, del ambiente de nuestros días.

La réplica original del Cardenal Martini

En una homilía pronunciada en la Catedral de Milán el Cardenal anunció (esperamos que ante el asombro de los asistentes) la existencia de un "relativismo cristiano". El concepto da la impresión de expresar una evidente contradicción en los términos aunque sabemos que para los admiradores de la nueva teología el principio de identidad y de no-contradicción (fundamento de cualquier razonamiento auténtico) ha dejado de tener desde hace mucho tiempo significación alguna. ¿Qué significa pues relativismo cristiano? –se pregunta el periódico Corriere della Sera– y Martini lo explica: significa «interpretar todas las cosas que nos rodean ‘en relación’ con el momento en que la Historia será juzgada ante los ojos de todos». Es decir el momento en el que Dios actuará como Juez al final de los tiempos. El Pontífice tiene razón en lo que dice sobre el relativismo, afirma Martini sin citarlo: no es cierto que todas las verdades sean iguales, que una verdad vale lo mismo que otra, pero «sólo entonces, cuando venga el Señor, todos comprenderemos. En aquel momento tendrá lugar el Juicio sobre la Historia y en ese instante sabremos quién tenía razón. Entonces las obras de los hombres aparecerán en su justo valor y todo será aclarado, iluminado, pacificado» (Corriere della Sera, 9 de mayo de 2005).

Y aquí está el punto neurálgico dentro de esa explicación que el Cardenal Martini ha creído que debía hacer, como un verdadero deber, para aclarar cuanto antes las palabras de Ratzinger actualmente Papa: es cierto que todas las "verdades" no son iguales pero sólo al final de los tiempos, cuando venga el Juicio Universal, "sabremos quién llevaba razón". Y mientras tanto, ¿podemos saber, sí o no, "quién tiene razón" es decir, cuál es la verdad que debe prevalecer sobre las demás? Es evidente que para el Cardenal no lo sabemos pues en caso contrario no nos diría que hay que esperar hasta "el final de los tiempos" para zanjar la cuestión. Pero Su Eminencia se equivoca: al final de los tiempos sabremos quién se condenará y quién se salvará, se descubrirán las verdaderas intenciones de cada uno (y por lo tanto de aquellos que hayan engañado a los hombres pero no a Dios), mas en lo que respecta a la Verdad no sabremos otra cosa de lo que sabemos hoy, gracias a la Revelación que se cerró con la muerte del último Apóstol. Y gracias a ‘esta’ Revelación sabemos con certeza que no existe más que una sola religión verdadera (la religión católica, tal como ha sido guardada por el Magisterio de la Iglesia en su enseñanza de siempre hasta el Concilio Vaticano II excluido) así como una sola moral fundada sobre esta santa religión. Son precisamente los dogmas inmutables de la Revelación y las normas en ellos fundadas lo que constituye el juicio seguro que nos hará saber, al final de los tiempos, no "el que tenga razón", quién estará en lo cierto y quién no, sino la razón por la cual han llegado a la salvación los que se han salvado («Venid, benditos de mi Padre...» Mt 25, 34), y la razón por la que no han llegado a ella los que se han condenado («Alejaos de Mí, malditos, id al fuego eterno...» Mt 25, 41). Estos dogmas y normas de conducta constituyen hoy en día y desde siempre, para todos los creyentes, el juicio seguro para conocer si observan o no la Ley de

Dios en la vida de cada día.

Esta original puntualización del Cardenal Martini, que da la impresión de conducirnos objetivamente a la herejía (en sentido material), ya que pone en duda la capacidad efectiva de la Verdad Revelada para que tengamos (a través de la enseñanza de la Iglesia) un recto juicio en nuestro caminar por esta vida, lleva en sí una justificación del relativismo (condenado por el Papa), lo que también aparece en la consecuencia que saca de su afirmación. Hasta el momento del Juicio, ¿cómo debemos comportarnos? Es sencillo: «Todos nosotros tenemos una gran necesidad de aprender a vivir juntos en la diversidad; respetándonos, sin destruirnos mutuamente, sin encerrarnos en un gueto, sin despreciarnos. Sin pretender convertir a los demás de un día para otro, lo que a menudo crea unas barreras más infranqueables todavía. Pero sin limitarnos tampoco a tolerarnos. Tolerarse no basta» (Corriere della Sera, ibi.). La simple tolerancia debe ser reemplazada por una «fermentación recíproca». Esto quiere decir exactamente: el Sermón de la Montaña se debe (re)interpretar como un discurso que pone los cimientos de una "fermentación recíproca". ¿Con quién? Por supuesto que esta "fermentación" se debe comprender en un sentido ecuménico, y por lo tanto con los adeptos de otras religiones que no reconocen la naturaleza divina de Nuestro Señor. ¿Cómo pueden formar los cristianos una "levadura" en unión con los judíos, por ejemplo, que en el Talmud, es decir el texto con el que se forman los rabinos, dirigen a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen horribles blasfemias de las que nunca han pedido perdón? ¡Qué misterio tan grande! Pero así es. Para el Cardenal lo importante es que no se intente convertir a nadie "de un día para otro". Y sin embargo es lo que se esforzaban por hacer los Apóstoles: San Pedro, gracias a una predicación seguida de un diálogo tenso y marcado por aquel "Huid de esta generación perversa", llegó a convertir en un solo día a tres mil judíos (Hechos 2, 40-41); San Pablo ponía en peligro frecuentemente su vida por predicar la Buena Nueva, tal como la había recibido de Nuestro Señor, y la predicaba a todos, sin mirar a quién tenía delante y sin perder un minuto de tiempo, pues nadie conoce el día ni la hora de su muerte. No hay que ‘intentar convertir’, ésta es la quintaesencia del discurso del Cardenal Martini, hay que ‘dialogar’ a favor de la paz, el progreso, la democracia, para llevar a cabo los valores del Siglo. ¿Pero acaso estos príncipes de la democracia se dan cuenta que el diálogo, tal como se concibe y se practica, constituye completamente una traba e incluso un impedimento para la conversión de las almas a Cristo? ¿Es el Cardenal Martini un sucesor de los Apóstoles o no? ¿Por qué no habla a los judíos como lo hacía San Pedro? ¿Por qué no se dirige a los fieles como lo hacía San Pablo en sus Epístolas?

Es típico del relativismo negar la existencia de una Verdad absoluta, absoluta porque ha sido revelada por Dios de una vez para siempre y que hay que guardar contra viento y marea. Negar la existencia de una sola Verdad lleva consigo, por supuesto, en lo que respecta al Catolicismo, el rechazo del imperativo moral de convertir las Naciones a Cristo, imperativo que para la Jerarquía católica ( I Corintios 9, 46) es un mandamiento y no solamente moral.

¿No debería nuestro nuevo Papa, para aplicar su condena del relativismo, condenar explícitamente el "relativismo cristiano", como es lógico, relativismo cristiano que profesa el sorprendente Cardenal Martini, y relativismo que la prensa presenta como una "respuesta a los neoconservadores" (Corriere della Sera, ibi.) es decir, a la posición adoptada por el propio Pontífice? En una homilía pronunciada el 10 de mayo de 2005 en el Seminario de Venegono, el Cardenal Martini dio la impresión de no querer aparecer en la escena pública como el personaje anti-Ratzinger. De hecho y de forma breve hace alusión al «mundo actual tan secularizado y relativista». Sin embargo no es menos cierto que las nociones pronunciadas en su primera homilía corresponden perfectamente a las de la "filosofía del diálogo" que actualmente impera en la Jerarquía católica, nociones que desde siempre parecen estar en la línea de su pensamiento y de su pastoral "ultraecuménicas".

Por supuesto que nadie pretende que el Papa lleve a cabo un acto así pocos meses después de su elección. Esta respuesta que desprende un "olor" de herejía no la hizo pública el Cardenal Martini más que el pasado 8 de mayo. De todas formas las buenas intenciones de Benedicto XVI respecto a la Iglesia se manifestarán, entre otras, por su capacidad para impedir que ciertos notables de peso en la nomenclatura vaticana sigan difundiendo impunemente sus falsas doctrinas. ¿No debería acaso condenar un día el Papa el "diálogo" en cuanto tal? Este diálogo emprendido por la Jerarquía católica en el transcurso de estos últimos cuarenta años, aparece realmente como la expresión de un concepto relativista de la Iglesia que no proclama ya, como en el pasado, la unicidad irreemplazable (extra Ecclesiam nulla salus) y el carácter exclusivamente sobrenatural de su misión salvífica, buscando por el contrario la convergencia con todas las demás religiones (que no son de Dios sino de los hombres y que odian a Cristo y a los cristianos), la consecución de objetivos humanos de tipo político y que no son solamente transitorios sino también falsos y engañosos.

La hostilidad de los medios de comunicación

Pero no nos desviemos y procedamos ordenadamente. Las intenciones de reforma contenidas en la meditación y en la homilía (reforma de costumbres y de ideas corruptas), el ataque firme y reiterado contra el espíritu relativista imperante en la cultura laica de nuestras sociedades, en una cierta teología y en la forma de vivir de muchos ciudadanos, todo esto debe haber suscitado alguna inquietud en el mundo de lo "políticamente correcto" que necesita, como si de pan se tratase, el ecumenismo profesado por la Jerarquía actual para que contribuya decisivamente al orden democrático establecido (la sociedad llamada "pluralista") así como a la construcción, proyectada hace mucho tiempo, de una sociedad democrática mundial.

¿Tenía valor el Cardenal Ratzinger para presentarse como candidato al Pontificado a título de reformador de las desviaciones presentes actualmente en la Iglesia y de ese enemigo implacable que es el laicismo? Justo tras la elección de Benedicto XVI se inició una campaña de difamación contra él, especialmente en medios poco fiables en su información, es decir las gacetillas o titulares sensacionalistas ingleses, los famosos "diarios basura". Antes, para hacer daño a alguien, bastaba con decir que era homosexual; hoy basta con la acusación de antisemitismo o, lo que es lo mismo, de nazismo. Las gacetillas o titulares ingleses emprendieron una campaña cuyo fin era demostrar un supuesto pasado nazi (lo que equivale a antisemita) del joven Ratzinger y esto debido a su alistamiento en la Hitlerjugend, la juventud hitleriana, organización del partido nazi. Se trataba de un alistamiento obligatorio al que debían someterse, sin opción alguna, todos los jóvenes alemanes. Ratzinger, aunque era seminarista, no fue una excepción a esta norma. Esto es todo. La acusación era tan poco consistente y ridícula que cayó por su propio peso. Al menos por ahora, nunca se sabe...

¿Se trataba acaso de un aviso? No creemos demasiado en las "conspiraciones" que siempre son difíciles de probar sino más bien pensamos en los reflejos condicionados de determinados medios, un sentir especial que encuentra en los medios de comunicación de hoy su campo ideal, ya que estos últimos se han opuesto siempre al Cardenal Ratzinger, descrito durante años como un ultraconservador, un reaccionario, un "fundamentalista", ya que en calidad de Prefecto del Santo Oficio calló la boca a algunos teólogos ultraprogresistas y se opuso siempre con éxito a los llamados "aperturistas", tales como los defensores del matrimonio de los sacerdotes, de la ordenación de mujeres, la aceptación de la homosexualidad, el uso del preservativo para combatir el SIDA, la administración de Sacramentos a los divorciados vueltos a casar, la unión libre... En resumen los medios de comunicación y en particular la prensa liberal anglosajona que no le perdona la Declaración Dominus Iesus ya que en ella se proclama la superioridad de la Iglesia Católica frente a los "hermanos separados" (sacrosanta verdad pero insuficiente para confirmar el dogma extra Ecclesiam nulla salus) y que además siempre han denigrado a Josepf Ratzinger precisamente por lo bueno que ha hecho, es decir, por haber defendido con Juan Pablo II la ética cristiana y la organización jerárquica (el celibato eclesiástico y la exclusión de las mujeres al sacerdocio) de los ataques del perverso relativismo, tan valorado por los actuales creadores de opinión, los mismos que claman contra los casos de abuso de menores en el clero y al mismo tiempo defienden los "derechos" de los homosexuales para formar parte, como tales y sin esconderse, en el estado eclesiástico.

En plena línea de continuidad con la enseñanza del Concilio y de Juan Pablo II

Es poco probable que Benedicto XVI se haya dejado impresionar por la hostilidad mediática de la que ha sido objeto y a la que en adelante debe habituarse. ¿Pero, cómo puede explicarse entonces que en la primera homilía pronunciada por el Pontífice, el pasado 20 de abril, homilía que da la impresión de contener en germen su programa de gobierno, y en la que proclama (como además se esperaba) una línea de continuidad entre su enseñanza y la de Juan Pablo II, no haya ningún rastro de sus anteriores intenciones para reformar los males que están presentes hoy en la Iglesia? Por el contrario la situación de la Iglesia se describe en esta homilía con el mismo optimismo utópico que el de Juan Pablo II cuya acción se alaba en términos entusiastas:

«Tengo siempre presente, de forma especial, el testimonio de Juan Pablo II. Este Papa nos ha dejado una Iglesia más emprendedora, más libre, más joven. Una Iglesia que según su enseñanza y su ejemplo, mira con serenidad el pasado y no tiene miedo al futuro. El Gran Jubileo ha sido la puerta por la que ha entrado en un nuevo milenio, llevando el Evangelio en sus manos, aplicado al mundo actual según la relectura autorizada del Vaticano II. Muy acertadamente el Papa ha afirmado que el Concilio es como una brújula para orientarse en el vasto océano del tercer milenio. Igualmente en su Testamento espiritual dejaba escrito lo siguiente: ‘Estoy convencido que todavía, durante mucho tiempo, las nuevas generaciones podrán beneficiarse de las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha aportado’. Yo también, al prepararme a este servicio que es el de Sucesor de Pedro, quiero afirmar sin titubeos la firme voluntad y el compromiso de seguir adelante aplicando el Concilio Vaticano II, siguiendo los pasos de mis predecesores y en fidelidad constante con la tradición bimilenaria de la Iglesia. Precisamente este año vamos a celebrar el XL aniversario de la clausura de la Asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Transcurridos estos años los textos conciliares no han perdido nada de su actualidad; incluso sus enseñanzas son especialmente oportunas en cuanto a las nuevas instancias de la Iglesia y de la sociedad actual globalizada» (L’Osservatore Romano, 22 de abril de 2005, ed. española, pgs. 6-7).

En esta homilía la Iglesia no se muestra ya "sucia" y entristecida por la indiferencia, por las falsas doctrinas, por el orgullo y la vanagloria de muchos de sus miembros, demasiados, seglares y eclesiásticos. Ya no da la impresión de una barca que a menudo parece que va a hundirse, asaltada por las olas que la zarandean a derecha e izquierda. Ya no es ese campo en el que la cizaña (las malas doctrinas) crece por doquier. Por el contrario parece que de repente se ha curado de todos sus males pues el Pontífice la encuentra actualmente "más emprendedora, más libre, más joven", ensalzándola ahora como una Iglesia que goza de perfecta salud, dispuesta a afrontar los retos del tercer milenio gracias a la acción luminosa e infatigable de su predecesor. Benedicto XVI no hace alusión siquiera a las críticas que el Cardenal Ratzinger dirigió en otro tiempo contra la forma precipitada e inconsiderada en que se habían puesto en práctica muchas reformas conciliares, con los consiguientes efectos desastrosos, comenzando por la reforma litúrgica. ¿Cómo puede explicarse tal cambio de postura? Nosotros no pretendemos explicarlo: nos limitamos a dar fe, esperando que la acción de gobierno del Pontífice, así lo creemos, nos lo aclare definitivamente.

Hay que hacer notar que, teniendo en cuenta lo que hemos dicho hasta ahora, la homilía hace resaltar especialmente dos de las prioridades de la agenda de trabajo del Papa: 1º la aplicación del principio de la colegialidad (los progresistas acusaban a Juan Pablo II de no tenerlo en cuenta) tal y como se recoge en el Concilio, «pero en la diversidad de oficios y funciones del Pontífice Romano y de los obispos». Esta frase, esperamos, puede encerrar la firme oposición de Benedicto XVI a los intentos de instaurar un gobierno verdaderamente colegial en la Iglesia, entendiéndolo en un sentido ecuménico, una especie de neo-conciliarismo englobando incluso a los "hermanos separados" (lo que significa cristianos herejes y cismáticos por si acaso se hubiese olvidado); 2º la permanencia del ecumenismo en el mismo sentido que le dio su predecesor, lo cual fue reafirmado con un especial énfasis en la homilía de la primera Misa que celebró el pasado 24 de abril (L’Osservatore Romano, 29 de abril de 2005, ed. española, pgs. 6-7).

Los primeros actos importantes del Papa dan a entender esta orientación. Recordemos en especial:

- La autorización de incoar un proceso por vía rápida y nada habitual para beatificar al Papa Juan Pablo II, autorización que es respuesta a ese clamor emotivo, por no decir irracional, de proclamarle "Santo ya".

- El encuentro particularmente cordial con una delegación de la International Jewish Committee, una de las muchas organizaciones judías internacionales que, entre dos manifestaciones de estima por el Pontífice, ha planteado por enésima vez sus interrogantes sobre la beatificación de S.S. Pío XII y se ha opuesto a la de Léon Déhon, fundador de los Padres dehonianos, "acusado de antisemitismo" debido a una frase aislada sobre los judíos y rescatada, con toda intención, del olvido de los archivos (La Stampa, 10 de junio de 2005), paralizando así el proceso de beatificación que estaba llegando a su término.

- El nombramiento de su sucesor en la Congregación para la Doctrina de la Fe, personalidad que suscita a primera vista alguna perplejidad debido a su actitud respecto a ciertos temas progresistas.

Continuidad en la enseñanza y reforma de la Iglesia "conciliar"

No nos sorprende de ninguna manera que Benedicto XVI declare que quiere continuar siguiendo la línea de lo enseñado por el Concilio y por su predecesor, para quien el Concilio parecía representar el Alfa y Omega. Siempre ha sido un defensor del Vaticano II (incluso si no ha empleado los mismos términos encomiásticos de Juan Pablo II), Concilio que hay que redescubrir, ha dicho a menudo, en su significación auténtica, deformada por interpretaciones y aplicaciones unilaterales. Tampoco nos sorprende, dentro de este razonamiento, su convicción de permanecer en armonía con la "tradición bimilenaria de la Iglesia".

¿Acaso no es el Cardenal Ratzinger el que ha dicho que la definición (no dogmática) de la Iglesia que se lee en el nº 8 de Lumen Gentium equivale perfectamente (¿entonces por qué se cambió?) a su definición dogmática y tradicional? Durante diecinueve siglos la Iglesia se identificó con la única Iglesia de Cristo (extra Ecclesiam nulla salus, ya que sola la Iglesia Católica es la Iglesia de Cristo). Más tarde la Iglesia "conciliar", llamada del subsistit in (L.G. n. 8), afirmó que la Iglesia de Cristo subsiste tanto en la Iglesia Católica (de forma «plena») como en los supuestos y «numerosos elementos de santificación y de verdad» que se puedan encontrar fuera de la Iglesia Católica (extra Ecclesiam plurima salus, pero de forma «no plena»). ¿Pueden considerarse en verdad estas dos definiciones como equivalentes? ¿Realmente pueden expresar estos dos conceptos diferentes de la Iglesia Católica la misma noción de Iglesia, noción que por lo tanto habría permanecido intocable y fiel a la "tradición bimilenaria" a pesar del aggiornamento? Somos de los que, fieles al principio de identidad y de no contradicción, hemos considerado siempre el subsistit in como un absurdo manifiesto, opuesto a la lógica antes mismo de oponerse a la Fe.

En cuanto a la Misa del Novus Ordo, producto de la reforma litúrgica, querida e impuesta por el Vaticano II, ya no es la renovación incruenta del Sacrificio de Cristo en la Cruz, que nos obtiene la propiciación, es decir la misericordia por nuestros pecados, sino que se ha convertido (en una óptica protestante) en la celebración gozosa de la Resurrección de Cristo, celebración del banquete pascual por la comunidad de fieles bajo la presidencia del sacerdote, alegría y fiesta a las que son invitados también para que participen los discípulos de todas las sectas y religiones, no para convertirse sino porque por el misterio de la Encarnación habrían sido ya objetivamente rescatados. Y una vez más nos preguntamos, ¿dónde está la continuidad con la tradición bimilenaria?

El hecho es que, según nuestra humilde opinión, la fidelidad al magisterio surgido del Vaticano II y la fidelidad a la "tradición bimilenaria" de la Iglesia no expresan objetivamente la misma fidelidad. Sin ninguna duda Benedicto XVI actúa no sólo subjetiva sino también objetivamente según la Tradición de la Iglesia cuando defiende los principios de la moral cristiana y el celibato de los sacerdotes, cuando se opone a la ordenación de las mujeres, cuando apoya con todo el peso de su autoridad la lucha contra los horrores de la fecundación ‘asistida’, ¿pero no sería mucho más eficaz esta defensa de la moral cristiana si se reformasen ciertos puntos del Vaticano II? De una manera particular nos referimos a los que hacen mención del fin principal del matrimonio (procreación y educación de los hijos) incluyéndolo en el fin, antes secundario, de la ayuda y perfeccionamiento mutuo de los esposos (Gaudium et Spes, 48), los que aprueban una «educación sexual pública, positiva y prudente» (Gravissimum Educationis, 1), prudencia que nunca nadie ha podido llegar a poner en práctica de forma efectiva, así como los puntos que admiten diferentes formas de feminismo, siempre con prudencia, evidentemente (Gaudium et Spes, nn. 9, 29, 52 y 60; Apostolicam Actuositatem, n. 9), introduciendo de esta forma en la Iglesia el discurso progresista de los "derechos de la mujer", en nombre de los cuales sus partidarios exigen hoy el sacerdocio femenino.

¿En qué medida la defensa de la ética cristiana y de una correcta organización eclesiástica puede aportar la reforma de esos males que hoy por hoy, según testimonio propio del Cardenal Ratzinger, hacen sufrir a Cristo en su Iglesia? ¿Acaso esta reforma puede, a su vez, ser el motor de una nueva reflexión sobre el Vaticano II, que por cierto algo tiene que ver con estos males, incluso no siendo él la única causa?

Para responder a nuestros lectores diremos que éste es el deseo, por no decir la súplica, de los católicos que permanecen fieles a la Tradición de la Iglesia: que el Espíritu Santo ilumine de forma realmente extraordinaria a Su Santidad Benedicto XVI, otorgándole esa audacia necesaria para conceder una total libertad para la celebración de la Misa tridentina y la posibilidad de volver a abrir el debate sobre el Vaticano II, Concilio ecuménico y no dogmático.

http://sisinono.blogia.com

NOTAS DE UN CATÓLICO PERPLEJO (VI)

Ha cambiado la doctrina sobre el primado, pero temo que no para bien.

El concilio Vaticano I (Pastor Aeternus, cap. 1), después de haber recordado la institución del primado «según los testimonios evangélicos», prosigue: «A esta tan manifiesta doctrina de las Sagradas Escrituras, como ha sido siempre entendida por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las torcidas sentencias de quienes, trastornando la forma de régimen instituida por Cristo Señor en su Iglesia, niegan que solo Pedro fuera provisto por Cristo del primado de jurisdicción verdadero y propio sobre los demás Apóstoles, ora aparte cada uno, ora todos juntamente. Igualmente se oponen los que afirman que ese primado no fue otorgado inmediata y directamente al mismo bienaventurado Pedro, sino a la Iglesia, y por medio de esta a el, como ministro de la misma Iglesia.

[Canon] Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no fue constituido por Cristo Señor príncipe de todos los Apóstoles, cabeza visible de toda la Iglesia militante, o que recibió directa e inmediatamente del mismo Señor nuestro Jesucristo solo primado de honra, pero no de verdadera y propia jurisdicción, sea anatema».

El Vaticano II (Lumen Gentium, art. 22) sancionó la doctrina de la "colegialidad episcopal", según la cual la Iglesia es bicéfala, puesto que « [...] el orden de los obispos [...] es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal con el Papa, potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice [correctivo opuesto a la "suprema y plena potestad" que se menciono supra]». Estas ambigüedades y otras requirieron la Nota Praevia con que, apretado por el ala católica del concilio, Pablo VI ratificó la doctrina católica sobre el primado, pero sin corregir el texto ambiguo de la Lumen Gentium.

Y he aquí, por ultimo, el Ut unum sint (nn. 94, 95), donde se lee que el Papa «puede también -en condiciones bien precisas, aclaradas por el concilio Vaticano I- declarar ‘ex cathedra’ que una doctrina pertenece al deposito de la fe [...] Sin embargo, todo eso debe realizarse siempre en la comunión. Cuando la Iglesia Católica afirma que la función del obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa dicha función de la misión confiada al conjunto de los obispos, también ellos ‘vicarios y delegados de Cristo’. El obispo de Roma pertenece a su ‘colegio’ y ellos son sus hermanos en el ministerio». De este modo, el Papa se pone en Ut unum sint, desde una óptica "democrática", al mismo nivel que sus hermanos en el episcopado, sin especificar las competencias respectivas. ¿Que significa que el Papa puede definir ex cathedra pero "siempre en la comunión"? ¿Que puede definir sólo si el cuerpo episcopal está de acuerdo? Paradójicamente, si nos atenemos a la letra de este ultimo documento, quizás el Pontífice actual haya incurrido en la excomunión fulminada por su predecesor Pío IX, en cuanto que Juan Pablo II niega indirectamente poseer un inequívoco primado de jurisdicción y solo se reconoce a sí propio un primado de honor, atándose al cuerpo episcopal. A mi humilde y falible juicio, los últimos Papas, los postconciliares, no han tenido mas remedio que obrar así debido a su voluntad de permanecer fieles a los tres puntos fundamentales del "espíritu conciliar"; esto es: colegialidad, ecumenismo y libertad absoluta de conciencia (que, obviamente, es también origen del pluralismo); de ahí que sus decisiones no hayan sido jamás realmente vinculantes, sino que dejen a las Conferencias Episcopales Nacionales, a las cátedras teológicas, etc., en libertad absoluta de difundir toda suerte de aberraciones; por lo que pasma constatar que, así y todo, algunos espíritus más radicales del ala liberal reputan la encíclica Ut unum sint por excesivamente "conservadora". ¿Qué habrían querido que dijese?

Teorías y praxis ecuménicas

A las comunidades acatólicas se las considera, por obra del concilio, como "iglesias particulares" que se hallan en comunión, aunque de una manera imperfecta, con la Iglesia Católica. Esto lo ha condenado siempre la Iglesia, que enseña que un acatólico se puede salvar, a título individual, si se halla unido a ella por un deseo al menos implícito, pero no porque pertenezca a dichas comunidades heréticas y cismáticas, a las que jamás ha considerado, en manera alguna, instrumentos de salvación.

Aun suponiendo (pero no admitiendo) que la óptica conciliar sea la exacta, ¿por qué diablos se impide entonces que ingresen en el catolicismo los "hermanos separados" explícitamente? Se suele aducir el ejemplo del seminarista ortodoxo que le comunicó al Papa Juan su intención de convertirse al catolicismo; este se lo desaconsejo diciéndole que se podría salvar igual en su "iglesia", en espera de una futura comunión plena. ¿Cuantos son los hermanos separados a quienes se rechaza, o se desanima cuando menos, sobre todo en estas latitudes? Pero si fuera verdad, como no lo es, que los acatólicos pertenecen a "iglesias" que no están en comunión plena con la Iglesia Católica, ¿por qué impedirles a dichas almas que se abreven en la plenitud de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana?

Cunde hoy el temor de hacer proselitismo, incluso respecto de los acristianos. Mas ¿qué significa proselitismo? Si se entiende por proselitismo la conversión usando medios coercitivos, se trata de algo con lo que no comulgo, ciertamente, y que la Iglesia no ha aprobado nunca. Pero si, por el contrario, se trata de hacer conocer a Cristo y a su Iglesia única y de recibir en ella a todos los que lo pidan, entonces; bienvenido sea el proselitismo! Jesús dijo: «id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado» (Mt 28, 19-20); «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvara, mas el que no creyere se condenada» (Mc 16, 15-16). Nuestro Señor, pues, mandó a sus discípulos que evangelizaran a todos en la verdad, sin miedo; no creo que dijera: "Id y dialogad con todos, pero sin convertir a nadie". ¿Me equivoco?

Pío XI escribe lo siguiente: «Llegados a este punto, se impone aclarar y refutar una opinión falsa, de la que parece depender toda la cuestión presente y que constituye el origen de las múltiples actividades de los acatólicos, [y, hoy día, también de parte de las de la jerarquía católica actual; comentario personal mío] tendentes, como decíamos, a la unión de las iglesias cristianas. Los partidarios de esta iniciativa andan repitiendo de continuo, y casi hasta el infinito, las palabras de Cristo: ‘Que todos sean uno (...) se hará un solo rebaño y un solo pastor (...)’, pero pretender que expresan con ello un deseo y una plegaria de Jesucristo a los que aún no se ha dado cumplimiento [se trata de las mismas frases que emplean los textos conciliares y el Papa actual, Juan Pablo II; comentario personal mío]. Para estos tales, la unidad de gobierno y de fe, que es la nota distintiva de la única y verdadera Iglesia de Cristo, no se dio jamás en el pasado, por decirlo así, ni existe tampoco al presente; es posible desearla, si, y acaso también sea hacedero realizarla alguna vez mediante la voluntad común de los fieles, pero por ahora sigue siendo una vaga utopía; más aún: dicen que la Iglesia se divide en partes de suyo, es decir, que consta, por naturaleza, de muchas iglesias o comunidades particulares, y que estas, que todavía continúan separadas, difieren en algunos puntos doctrinales, aunque comulguen en otros, pero que, no obstante, todas tienen y pueden reivindicar los mismos derechos: en suma, que la Iglesia fue única, como mucho, desde la era apostólica hasta los primeros concilios ecuménicos. Así, pues, añaden, es menester deponer y superar toda controversia, así como aquellas antiquísimas divergencias que aún hoy mantienen dividido el nombre cristiano, y acunar, en cambio, otras doctrinas comunes y proponer asimismo una norma común de fe en cuya profesión predomine antes el sentirse hermanos que el saberse tales. Aseguran también, por último, que si se unen por un pacto universal las distintas comunidades o iglesias, podrán oponer una sólida y fructífera resistencia a los progresos de la impiedad [...] Resulta, pues, evidente, venerables hermanos, el motivo de que esta Sede Apostólica prohíba permanentemente a los fieles que participen en las reuniones de los acatólicos, como que el único modo posible de favorecer la unidad de los cristianos estriba en facilitar el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día se alejaron para su desdicha, a aquella sola verdadera Iglesia de Cristo, bien conocida de todos, que esta destinada, por voluntad de su fundador, a permanecer siempre tal cual El la instituyo para la salvación de todos» (Mortalium animos)

Esta encíclica es una de las muchas que reprueba por anticipado no sólo las palabras del ecumenismo actual, sino también y sobre todo sus hechos. Que no me vengan con el cuento de que la moderna doctrina sobre el ecumenismo no es mas que la consecuencia natural, o peor aun, la evolución de la enseñanza antigua. Sería negar la evidencia; sería un pecado contra el Espíritu Santo. ¿A quien debemos creer? ¿Hemos de fiarnos de los Papas del pasado o del Pontífice actualmente reinante? ¿Basta acaso con ser un Papa reinante para poder llevar a cabo cambios tan notables en la doctrina?

«No hay unidad de comunión [...] sin [...] unidad de fe»: así se expresa Leon XIII en la Satis cognitum. ¿Qué quiere decir que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica? ¿La Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica o no? ¿Qué significa este embrollo léxico? ¿Es el medio que se acostumbra usar, con mes o menos desembozo, para decir algo y no decirlo, para conseguir el beneficio sin cargar con el gasto? Así, pues, no le faltaba razón al presentador vaticanista del programa religioso de la RAI que se emite los domingos por la mañana cuando afirmo que, según la preceptiva de la disciplina actual sobre el ecumenismo, el respeto a las demás iglesias debería vedar que se hablara de Iglesia en general al referirse a la Iglesia Católica... (!).

Por desgracia, el Papa Juan Pablo II aceptaba dichas ocurrencias, o, por mejor decir, parecía promoverlas. Presenció, entre otras cosas, bendiciones chaménicas en tierras de misión; permitió danzas religiosas precristianas durante las misas; ¡en Oceanía, una cristiana de origen canaca bailó con los pechos al aire ante Su Santidad! Aún se exige a los fieles, o al menos a los turistas extranjeros, en ciertas iglesias del sur de Europa, que entren en la iglesia vestidos con cierto decoro, mientras que en Oceanía se le permite a una mujer semidesnuda que baile ante el Pontífice (¡!). Se dirá que fue por razones culturales; para mí esto es hipocresía!

En Méjico, durante el rito de beatificación de los dos mártires indígenas oaxaqueños, Juan Bautista y Jacinto, se ejecuto una danza pagana de purificación.

L'Osservatore Romano tejió un panegírico de la ceremonia declarando que «se trataba de una danza ritual, de profundo sentimiento religioso, que se usaba en el antiguo imperio azteca [...] se ejecutó para homenajear a la Virgen de Guadalupe y a San Juan Diego». El diario de la Santa Sede confirmaba con estas palabras que se había efectuado un antiguo ritual acristiano. Por consiguiente, ¿qué tenía que ver con una ceremonia católica? Aparte el hecho de que el imperio azteca profesó una religión sanguinaria (lo cual es imposible de negar), ¿cómo se puede rendir tamaño homenaje a la Virgen y a Juan Diego, quien abandonó estos ritos paganos por Cristo? Es menester añadir también que los beatos susodichos fueron asesinados bárbaramente precisamente por haber denunciado a las autoridades de su tiempo a otros indígenas que practicaban, a escondidas, ritos paganos en la parroquia de San Francisco Cajones. Sospecho que los beatos en cuestión se estremecieron en sus tumbas, durante la ceremonia de beatificación, al ver que se celebraban aquellos mismos ritos paganos en la santa misa ¡qué tristeza!

Se honra en estos días la memoria de los santos protomártires franciscanos Berardo y compañía; ¡qué gran hipocresía la de celebrar a estos santos a los que hoy día se tacharía de integrismo y proselitismo! Cierto que los hipócritas se escudaran con la frase: "!Los tiempos han cambiado!". Por desdicha, también ha mudado nuestra doctrina, agrego yo.

Hace años, cuando aun vivía en Italia, un anciano sacerdote me confió sus criticas tocante a ciertas actitudes del Papa actual. Se sintió ofendido en su fe al ver por televisión el primer encuentro ecuménico de Asís, cuando Juan Pablo II permitió que se pusiera una estatua de Buda sobre el sagrario. No le di demasiada importancia al hecho por aquel entonces; creía que no era verdad: constituía un acto demasiado grave para que pudiera pensar que había sucedido en realidad. Desgraciadamente, tengo que excusarme con aquel sacerdote, ya difunto, porque tal hecho ocurrió en realidad y el Papa, ignoro el motivo, como mínimo se calló (y ya se sabe que quien calla otorga). Aquel fue un acto gravísimo, que en el pasado habría sido estigmatizado con una excomunión por las autoridades eclesiásticas. Dicho gesto insensato no fue otra cosa que querer poner a todas las religiones en el mismo plano, lo cual, la verdad sea dicha, no puedo aceptarlo. Parece que nos movemos lentamente, al menos en los hechos, hacia la negación de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Por ello creo más que nunca, creo firmemente, que fuera de Jesús «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Hechos 4, 12)

Respeto y amo fraternalmente, en el Señor, a la humanidad entera, y deseo para todos el conocimiento de la verdad, pero precisamente a causa de dicho amor nunca pondré a las demás fés en pie de igualdad con la revelación de Cristo. Aquellas, cuando no son autenticas invenciones o engaños, no pasan de ser expresiones de la búsqueda de lo absoluto, esto es, filosofías humanas: nada en comparación de la doctrina revelada por Nuestro Señor Jesucristo. Junto con la Iglesia, considero con un poco más de respeto a la religión hebrea porque fue la religión que preparo la venida de Cristo; está ahí para testimoniar la veracidad de nuestro credo, pero sólo en Cristo el hebraísmo se completa y, en consecuencia, se vuelve cristianismo; en caso contrario se reduce no más que a ser un recuerdo de antiguas prácticas, obsoletas hace mucho.

Estas palabras mías podrán parecer "integristas", a tenor de la óptica modernista de la sociedad occidental actual, que también algunos eclesiásticos han hecho suya, por desgracia; pero si creer en la verdad absoluta, es decir, en el propio Cristo, es signo de mentalidad integrista, entonces sí, soy un integrista, y plegue a Dios que lo siga siendo.

http://sisinono.blogia.com

DERECHO ECLESIÁSTICO Y DERECHO DIVINO

Reflexiones sobre el caso Somerville...

En el pasado número de Junio de sì sì no no (nº 155 de la edición española), dejamos hablar a la fe del P. Somerville y documentamos el enésimo abuso que una autoridad -el cardenal Ambrozic, obispo de Toronto- había ejercido sobre un sacerdote que no pedía más que ser fiel a la Iglesia de siempre y cumplir su deber para con la suprema lex de todo apostolado católico, especialmente del sacerdotal: la salvación de las almas.

No nos hemos expresado sin propiedad: pretendemos subrayar explícitamente que toda la conducta del cardenal Ambrozic constituye un abuso de autoridad. Expliquémonos mejor: casos como éste, o co­mo el del P. Zigrang (un cura americano suspendido a divinis recientemente), o incluso como el de Monseñor Lefebvre, se enfocan a menudo desde un punto de vista meramente canónico, sin atender más-que a la justificación legal de la conducta de las personas en cuestión, a si-pueden alegar artículos del derecho canónico en defensa de su posición. La carta en que el cardenal Ambrozic sus­pende a divinis al P. Somerville se encuadra rigurosamente en tal línea:

«Estimado P. Somerville:
[...]

2. Considerando que el día de su ordenación, hace casi medio siglo, puso usted sus manos en las del arzobispo ordenante y le prometió obediencia a él y a sus sucesores, a tenor de lo pres­crito en el canon 127 del Código de Derecho Canónico de 1917 (‘Todos los clérigos, pero princi­palmente los presbíteros, tienen obligación especial de mostrar reverencia y obediencia a su Or­dinario’), el cual fue confirmado por el canon 273 del Código de 1983 (‘Los clérigos tienen es­pecial obligación de mostrar respeto y obediencia al Sumo Pontífice y a su Ordinario propio’)».

Y también:

«3. Considerando que estoy convencido de que usted no se ha adherido ‘formalmente’ a la mencionada Hermandad San Pío X (cuyo fundador fue excomulgado ipso facto por la Sede Apostólica el 1 de julio de 1988), la cual adhesión, caso de haberse producido, le habría acarreado a usted al punto, como probablemente sepa, la excomunión de iure por parte de la Iglesia canon 1364».

Y así hasta la declaración de suspensión:

«5. Resultando que ha hecho usted caso omiso de mis advertencias precedentes, en que le inti­maba a que desistiera de su comportamiento desobediente y lo depusiera (cánones 1330 y 1374, 1):

6. Resultando que se verifica la condición de grave imputabilidad de sus acciones (canon 1 321):

7. Resultando que no se dan circunstancias atenuantes (cánones 1322-1324):

Vengo en disponer que debo imponerle, y le impongo con el presente decreto, la censura de suspensión, en cumplimiento de lo estatuido en el canon 1342, 1 y en los cánones 1717-1720, y a tenor de lo previsto en el canon 1333, 1, 1-3» (1).

En vano intentó el P. Somerville recordarle a su obispo una verdad fundamental: la fe es el fundamento del derecho canónico, no al revés; de ahí que no se deba usar éste en desmedro de aquélla. El P. Somerville adujo dos citas significativas en sostén de dicha verdad: «Un estado de emergencia requiere medidas de emergencia: se suspenden las restricciones normales durante dicho estado [...] en bien de las almas. La situación presente de la Iglesia es de emergencia, no cabe duda [...] Es un error obedecer a una orden contraria a la justicia y dañina para la fe por amor a una virtud inferior como es la obediencia [...]». Y añadió: «Estas palabras, que se escribieron para justificar las consagraciones de cuatro obispos por mano de Monseñor Lefebvre (unas consagraciones cuyo objeto era salvaguardar la fe católica y los sacramentos), me parece que pueden justificar también la desobediencia a su persona, que usted me imputa a delito porque sostengo con ella la obra pastoral del arzobispo tradicionalista, que la HSSPX [la Hermandad Sacerdotal San Pío X] se encarga al presente de perpetuar. Tocante a la obediencia cuya desaparición lamenta Su Eminencia (considerando nº 2), declaro que lo único que hago es esforzarme por con­firmar mi obediencia a todos los Papas y a todos los obispos de Toronto (hasta 1958), así como a la Tradición Católica, que ellos sostuvieron y encarnaron. Lo hago porque la Tradición, como fuente de la Revelación que es, viene de Dios, a quien hay que obedecer antes que a los hombres» (2).

Precisamente es la relación que media entre derecho positivo canónico y derecho positivo divi­no, la superioridad del segundo sobre el primero y la fundamentación del primero en el segundo lo que permite comprender y aprobar la dolorosa toma de posición del P. Somerville y de cuan­tos, antes y después de él, aceptaron y aceptarán sufrir todas las persecuciones consiguientes a la decisión de «obedecer a Dios antes que a los hombres».

La función de la ley y sus límites

Toda ley debe promulgarse, por naturaleza, en términos generales, universales, en cuanto que se la da con la mira puesta en el bien común: «Toda ley se ordena a la salvación común de los hombres, de donde deriva su vigencia e índole legal; pero en cuanto se aleja de dicha ordena­ción pierde su poder de obligar [...] Ahora bien, sucede a menudo que aquello cuya observancia es útil de ordinario para el bien común se revela sumamente nocivo en ciertos casos. Así, pues, dado que el legislador no puede contemplar los casos particulares, propone una ley con base en cuanto sucede de ordinario, con la mira puesta en la utilidad común» (3) Santo Tomás repite es­ta doctrina en otro pasaje: «Las leyes universales [...] se establecen para el bien de la multi­tud. Por eso el legislador tiene presente, al promulgarlas, lo que sucede ordinariamente y en la mayor parte de los casos» (4). Por tanto, una ley no puede contemplar, por su misma naturaleza, casos excepcionales y extraordinarios, que se dan no obstante. ¿Cómo se regulará uno en tales circunstancias extraordinarias? Una vez más es el doctor angélico quien nos responde, pero ahora al tratar de la virtud de la prudencia: «A veces sucede que hay que obrar fuera de las leyes or­dinarias [...] Por eso es menester juzgar, en estos casos, con base en principios más altos que las leyes comunes, que son las que toma en consideración la synesis (buen sentido práctico): de ahí que se requiera una virtud de juicio llamada gnome (facultad de discernimiento o de discre­ción), que estriba en dichos principios más altos y entraña una perspicacia particular de jui­cio» (5)

Es necesario retener, antes de continuar nuestra argumentación, que en casos extraordinarios, es decir, en aquellos casos que la ley no puede prever y regular porque son excepcionales, se hace menester echar mano de principios superiores a los de la ley ordinaria y común. Si se en­tiende por synesis la virtud de juzgar rectamente tocante a las cosas que no se apartan de las reglas ordinarias, con gnome, en cambio, se denota la virtud de juzgar rectamente según princi­pios más altos cuando, debido a alguna situación extraordinaria, sea menester apartarse de las reglas comunes. Ahora bien, el derecho canónico es «un complejo de leyes con las que la Iglesia de Cristo se ordena y rige, por la autoridad del mismo Cristo y de su vicario, para conducir a los fieles al fin propio de la Iglesia» (6). Al ser complexus legum, también él posee la genera­lidad propia de la ley; está claro, por tanto, que pueden darse casos no previstos por el dere­cho eclesiástico, o no legislados por éste en cualquier caso. En tales casos, será menester re­mitirse a principios superiores, como el derecho divino natural o positivo.

La definición clásica del derecho canónico recién transcrita nos lleva como de la mano a una consideración ulterior, a saber, que el constitutivo de la ley es el fin. Echemos mano otra vez de un texto tomista citado supra: «Toda ley se ordena a la salvación común de los hombres, de donde deriva su vigencia e índole legal; pero en cuanto se aleja de dicha ordenación pierde su poder de obligar [...] Por ello, si se da el caso de que la observancia de una ley determinada ceda en perjuicio del bien común, entonces no se la ha de observar» (7); y completémoslo con la precisión siguiente, también de Santo Tomás: «Si la observancia literal de la ley no presenta un peligro inmediato, que haya de afrontarse en seguida, no le corresponde a cualquiera precisar lo que es útil o dañino para la ciudad, esto es, para el bien común), sino tan sólo a los que mandan [...] Pero si, por el contrario, se trata de un peligro inmediato, que no deja tiempo para recurrir al superior, entonces la propia necesidad comporta la dispensa, puesto que la necesidad carece de ley» (8).

Recapitulando: en casos de necesidad extraordinaria (en el sentido literal de “no ordinaria”), casos que la ley no puede prever debido al carácter universal de ésta, o, más sencillamente, ca­sos tocante a los cuales no se legisla para evitar complicaciones, es posible no observar la ley ordinaria con tal que se remita uno, en su conducta, a principios más altos. De lo que se trata en dichos casos es de constatar que la ley no puede aplicarse en ellos porque su observancia redundaría en perjuicio del fin mismo de la ley, que es siempre el bien común.

La obediencia “desordenada”

Aplicar una norma del derecho u obedecerla en el caso excepcional en que su observancia con­duzca a vulnerar principios más altos, no es obediencia, sino negación de la virtud de la obe­diencia, y ello porque:

1. Si bien es verdad que la obediencia es la virtud moral más alta, con todo, no es la mayor de las virtudes. En efecto, «el fin siempre es superior a lo que es para el fin», y, por ende, «las virtudes con que uno se adhiere directamente a Dios, o sea, las virtudes teologales, son superiores a las morales, cuyo cometido estriba en despreciar algún bien terrenal para adherirse a Dios» (9). Así, pues, es manifiesto que las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que tienen a Dios por objeto inmediato, son superiores a cualquier otra virtud, la obediencia in­clusive, la cual está para servirlas, no para estorbarlas. De ahí que jamás sea- lícito, en modo alguno y por ningún motivo, dejar de creer en Dios y en todo lo que reveló, o cesar de esperar en Él, y aún menos dejar de amarlo con todo nuestro ser (10). Tomar al medio (la obediencia), por sublime que sea, por el fin (la vida teologal) es subvertir el orden querido por Dios, Más sencillamente: usar la obediencia contra el fin en vista del cual la puso el Señor significa ir contra la obediencia misma.

2. Todo hombre se halla obligado a obedecer a Dios en todo: «Está escrito: ‘Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres’. Pero a veces las órdenes de los superiores son con­trarias a Dios, de donde se infiere que no se ha de obedecer a los superiores en todo» (11); en consecuencia, resume Santo Tomás, existen tres tipos de obediencia: «la primera, suficiente para salvarse, se limita a obedecer en las cosas obligatorias; la segunda, perfecta, obedece en todas las cosas lícitas; la tercera, desordenada, obedece también en las cosas ilícitas» (12).

El doctor angélico es más explícito todavía al tratar del escándalo; en efecto, afirma lo si­guiente: «el escándalo pasivo (o sufrido) entraña en quien lo padece cierto alejamiento del bien por parte de su alma. Ahora bien, a nadie que se adhiera con firmeza a una realidad inmuta­ble puede alejársele de ella. Pero los grandes, los perfectos, se adhieren a solo Dios, cuya bondad es inmutable, puesto que, aunque se adhieren a sus prelados, sólo lo hacen en cuanto és­tos se adhieren a Cristo, según las palabras de San Pablo: ‘Os exhorto, pues, a ser imitadores míos’ (I Cor 4, 16) (13).

Así, pues, dado que la voluntad de Dios es la regla primera, nada autoriza a alejarse de ella, ni siquiera la obediencia a los superiores.

Resistencia a la autoridad como obediencia a Dios

Hemos mostrado hasta ahora que no es lícito obedecer a una autoridad legitima, o a una norma promulgada legítimamente por ésta, cuando dicha obediencia, dada una situación particular, sea contraria a deberes más altos. Demostraremos a continuación que se da no sólo el derecho, sino, además, el deber de resistir públicamente en el caso de que haya un peligro público, para la fe y la salvación de las almas.

De nuevo es Santo Tomás quien nos señala el camino: «Adviértase que, cuando se dé un peligro para la fe, los súbditos están obligados a reprender a sus prelados incluso públicamente. Por eso San Pablo, pese a ser súbdito de San Pedro, lo reprendió públicamente debido al peligro de escándalo en la fe» (15). No vale justificarse alegando que no se quiere resistir públicamente porque no se estima uno ‘mejor’ que la persona reprensible: «presumir que se es en todo mejor que el prelado propio es un acto de presuntuosa soberbia, pero estimarse mejor en algo no es presunción, ya que nadie carece de defectos en esta vida» (16). Tocante asimismo al episodio de la re­sistencia de San Pablo frente a San Pedro, escribe también Santo Tomás lo siguiente: « [...] la verdad, sobre todo cuando el peligro es inminente, debe predicarse públicamente; y no ha de abstenerse uno de hacerlo por miedo a que alguien se escandalice [...] La reprensión fue justa y útil, y su motivo no era baladí: corría peligro la preservación de la verdad evangélica» (17). Y cita aquí Santo Tomás un aviso de San Gregorio Magno: «Si alguien se escandaliza de la verdad, es preferible hacer nacer el escándalo antes que abandonar la verdad» (18). Lo cual se compren­de fácilmente si se piensa que «sin la fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11, 6).

Permítasenos aducir, en aras de la completud, otras citas dignas de nota de autores ilustres, comenzando por Francisco de Vitoria, teólogo del siglo XVI, quien legitima la resistencia a la autoridad eclesiástica parangonándola con la legítima defensa: «Se debe resistir a la cara al Papa que destruye públicamente a la Iglesia [...] En consecuencia, si aquél quisiera dar a sus parientes todo el tesoro de la Iglesia o el patrimonio de San Pedro, o hacer otras cosas de este tenor, no se le debería permitir que se condujera de tal modo, sino que habría que resistirle. La razón de ello estriba en el hecho de que no se le ha dado el poder que ostenta para destruir; de ahí que, cuando se constate que eso es lo que hace, sea lícito resistirle [...] No pretendemos afirmar con esto que a alguien le asista el derecho de juzgar al Papa o que alguno-tenga au­toridad sobre él, sino que lo que decimos es que es lícito defenderse. En efecto, todo el mundo tiene derecho a resistirse a un acto injusto, a procurar impedirlo y defenderse» (19)

Nótese la observación de que al Papa, como a toda autoridad, “no se le ha dado el poder que ostenta para destruir”. Este pasaje no puede dejar de recordar otro de la constitución dogmática Pastor Aeternus del concilio Vaticano I: «Porque no se prometió el Espíritu Santo a los sucesores de Pedro para que enseñasen una nueva doctrina revelada, sino para que guardasen san­tamente y expusiesen con fidelidad la revelación enseñada por los Apóstoles y contenida en el depósito de la fe» (20). Cuando se constata que la enseñanza del Papa es contraria de algún modo a la revelación divina, le corre a todo católico la obligación de no adherirse a aquélla y, ade­más, la de impedir que se difunda y envenene espiritualmente a los fieles. En efecto, el Papa es el vicario de Cristo; por eso su autoridad está limitada por arriba por el propio Jesucristo. En consecuencia, cada vez que se verifique una pugna, o se dé aunque sólo sea una divergencia, en­tre lo que el Papa enseña y lo que Cristo enseñó y confió a su Iglesia para que lo custodiase a lo largo de los siglos, los fieles deben seguir a Cristo sin vacilar y- hacer todo lo que esté en su mano para que sus hermanos y el propio vicario de Cristo vuelvan a la obediencia del Señor único. San Roberto Belarmino abunda en la misma idea:

«Es lícito resistir al Romano Pontífice­ que intenta destruir a la Iglesia. Digo que es lícito resistirle desobedeciéndole e impidiendo que se ejecute su voluntad» (21)

El estado de necesidad

Después de lo que hemos recordado, está claro que la cuestión fundamental es ahora la de establecer si se da hoy realmente, y en qué términos, tal estado de peligro para la fe y para las almas.

Es probable que cuantos reciben esta revista desde hace tiempo no necesiten más pruebas de la gravedad de la situación que estamos viviendo en la Iglesia Católica. Este quincenal no ha deja­do nunca de denunciar, desde hace 30 años y a pesar suyo, abusos, herejías, errores doctrinales y toda clase de peligros para la integridad de la fe. Podemos sintetizar lo esencial de nuestra resistencia valiéndonos de lo que escribió el Padre Somerville en su Carta Abierta a la Igle­sia: «Éstos [los católicos ‘tradicionalistas’], que decidieron volver a la misa y a la liturgia anteriores al concilio [...] me dieron una importante lección. Me hicieron conocer un gran número de publicaciones, entre libros y ensayos, que prueban, de manera documentada y en lengua­ llano, que el Concilio Vaticano II fue enseguida dirigido, manipulado e infestado por personas e ideas modernistas, liberales y protestantizantes. Dichos escritos muestran, además, que también la liturgia creada por el Consilium, que dirigía el arzobispo Aníbal Bugnini, cojea del mismo pie, sobre todo la nueva misa, como que en ella se rebaja la doctrina según la cual la eucaristía es un sacrificio auténtico -no sólo un memorial-, al tiempo que se debilita de varias maneras la verdad de la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo...»

Aducimos los siguientes de entre los motivos más importantes de nuestra resistencia:

1. La doctrina sobre la libertad religiosa, que pretende afirmar un derecho de la conciencia personal independiente de la verdad y de los derechos de Dios. Dicha doctrina la condenaron los Papas repetidamente hasta Pío XII inclusive. Basta recordar al respecto la intervención de Su Eminencia el cardenal Quiroga y Palacios, que criticó así el esquema De libertate religiosa del cardenal Bea: «Todo eso se opone diametralmente a la doctrina católica que todos han transmitido hasta hoy y que los Sumos Pontífices no han dejado de exponer y defender» (22)

2. La nueva misa, que no consideramos inválida, pero sí rea de oscurecer todos los elementos que diferencian a la misa católica de la cena protestante. Eso hace que los fieles, al partici­par en ella, olviden poco a poco el significado católico de la misa como sacrificio verdadero y asuman nociones y disposiciones peligrosas. Por otro lado, para nadie es un misterio que la misa nueva se ideó para acercarnos a los “hermanos” protestantes. Los cardenales Ottaviani y Bacci escribieron de dicha misa que «se aleja de manera impresionante, tanto en conjunto cuanto en los detalles, de la teología católica de la santa misa» (23); «cae a la vista que el Novus Ordo no pretende expresar ya la fe de Trento. A esta fe, sin embargo, se halla vinculada la conciencia católica para siempre; de ahí que la promulgación del Novus Ordo ponga al católico en la trágica necesidad de optar» (24)

3. El ecumenismo, que el pontífice actual y la jerarquía consideran un camino irreversible, un compromiso irrenunciable. Con eso y todo, bastaría con mirar los frutos que da: desorientación y confusión en los fieles, pérdida de la fe en la necesidad de la Iglesia Católica para salvarse, falta de distinción entre la única religión verdadera y las religiones falsas...

Claro está que no podemos examinar detenidamente cada uno de estos puntos en las presentes reflexiones; contentémonos, pues, con remitir al lector a cuanto escribimos otrora al respecto y al abundante material existente (25). Con todo, nos gustaría refutar una objeción. A veces oímos decir que podemos tener toda la razón del mundo, pero que no deja de ser un hecho que ni el Papa ni la jerarquía oficial reconocen dicho estado de necesidad. Respondemos que una situación es lo que es con independencia de que se la reconozca o no como tal. La objetividad la da la corres­pondencia con la realidad, no la admisión de dicha correspondencia por parte de nadie: la admi­sión de la misma por parte del Papa no constituye la objetividad de una situación, sino que tan sólo la confirma: de ahí que si el Pontífice no se percata de la extraordinaria gravedad de la situación actual, eso no significa que no exista. Que no se nos objete entonces que concordamos con el Papa cuando éste juzga la situación como nosotros y que disentimos de él cuando sus jui­cios pugnan con los nuestros... Tanto nosotros cuanto el Papa estamos obligados a conformar la mente, la palabra y los actos con lo que Dios reveló y transmitió por medio de la Santa Madre Iglesia. Todos debemos obediencia a esa enseñanza, inmutada e inmutable, inclusive el Papa, como que está para servirla; de ahí que cuando el Papa se halle en desacuerdo con el magisterio ordi­nario y extraordinario de sus predecesores, debamos nosotros resistirle y aferrarnos con fuerza a la Tradición, como ya dijimos.

Además, el hecho de que muchos no reconozcan hoy semejante estado de necesidad constituye una prueba suplementaria de la crisis, en cuanto que ello manifiesta que la mayor parte del pueblo cristiano y de la jerarquía no tiene ya una forma mentis católica, que no juzga según los pará­metros de la fe. No nos cabe duda de que Jesús tenía también en vista a nuestra generación cuan­do formuló el siguiente reproche: «Hipócritas; sabéis juzgar el aspecto de la tierra y del cie­lo; ¿pues cómo no juzgáis del tiempo presente? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12, 56-57).

Pongamos de relieve, de todos modos, que los propios pontífices postreros han denunciado la gravedad de la situación, pese a lo cual no han dejado de transitar por sendas de perdición, negándose a “volver atrás”: Pablo VI habló de «autodemolición de la Iglesia» (26) y del famoso «hu­mo de Satanás en el templo de Dios»  (27); Juan Pablo II denunció, con ocasión de un congreso so­bre las misiones al pueblo, la profunda y desconcertante desorientación que aquejaba a los cristianos porque se sembraban por doquier, a manos llenas, ideas en pugna con la verdad de siempre (28). ¡Este mismo Pontífice no vaciló en hablar de «apostasía silenciosa» en su reciente enclícia Ecclesia in Europa! Y apostasía, confusión, desorientación, tibieza, etc., que acuden también a los labios de los obispos actuales.

En medio de dicha apostasía generalizada, debemos repetir una y otra vez que todo cristiano tiene el derecho y el deber de defender la fe cuando se amenace a ésta, porque defender la fe es defender la salvación de la propia alma, deber -éste si que irrenunciable- que le corre a todo bautizado.

Las consecuencias del estado de necesidad

Siguiendo la clasificación común de los teólogos, puede definirse la situación actual como de grave y general necesidad espiritual. Se comprenden en dicha categoría aquellas situaciones en que el pueblo cristiano corre el riesgo de perder la fe a causa de la acción insistente de here­jes o incrédulos (29). Lo que estamos viviendo asume tintes de mayor gravedad al considerar los siguientes factores:

1. Gran parte del pueblo cristiano ha perdido -la fe (apostasía) hasta el punto de no saber ya siquiera qué es la fe misma, a la que con frecuencia se la asimila ah sentimiento religioso natural o a una praxis filantrópica.

2. Lo que se siembra no es una herejía determinada, sino, según la conocida expresión de San Pío X, la «cloaca de todas las herejías»; se trata del modernismo, que se presenta ahora con un atavío diferente, más seductor y atrayente, y, sobre todo, amparado en la autoridad.

3. Los pastores no sólo no vigilan el rebaño, sino que muchos de ellos son los sembradores de tales errores.

Llegados a este punto, nos hacemos una pregunta legítima: ¿cuáles son las consecuencias de tal situación de desorientación absoluta, en la que ni siquiera los pastores son de ayuda, sino que son ellos los pervertidores, nada menos? En una situación de grave necesidad, a cada cual le co­rre la obligación de-auxiliar, en cuanto esté en su mano, a aquellos de sus hermanos que corran grave peligro. Dicho deber pesa en particular sobre quienes recibieron el sacramento del orden sagrado. En efecto, el poder de orden recibido hace que el deber de caridad para con el prójimo, aun cuando no se trate de un deber de oficio, ni, por ende, de justicia, constituya un auténti­co deber de estado (30), pues aunque «todo el que puede sacar a otro del estado de grave nece­sidad espiritual en que se encuentra [...] peca mortalmente si deja de hacerlo» (31), un sacer­dote «está obligado», además, «a arriesgar la vida para administrar los sacramentos a personas que, en caso contrario, se hallarían en peligro de perder la fe» (32).

Precisamente este deber es el que el P. Somerville siente que le incumbe: « [...] es de una claridad meridiana que, en el estado deplorable en que se halla hoy la Iglesia, andamos sumidos en una necesidad profunda y general respecto de los santos sacramentos y de las enseñanzas ca­tólicas» (33). Y agrega líneas adelante: «¡Ojalá que el Señor conduzca a los obispos y sacerdo­tes de la diócesis de Toronto a efectuar este descubrimiento cuanto antes! La salvación de un gran número de almas depende de ello. Quiera Dios que el pensamiento del terrible día del juicio añada una motivación irresistible a este deber apremiante» (34).

La necesidad grave y general de las almas faculta para la administración de los sacramentos
incluso a un sacerdote excomulgado, así como dota de validez a los sacramentos cuya administración requiere jurisdicción de ordinario. En efecto, salus animarum suprema lex en la Iglesia.

El Código de Derecho Canónico establece con tal principio que todo sacerdote puede absolver válida y lícitamente a los penitentes en peligro de muerte (35), aun si se trata de un sacerdote excomulgado (36), pues «todo sacerdote tiene facultad, por el poder de las llaves (poder de or­den), sobre todos respecto de todos los pecados; el hecho de que no pueda absolver a todos de todos los pecados depende de la limitación o de la privación de la jurisdicción ordenada por la ley eclesiástica. Pero, dado que ‘la necesidad carece de ley’ [Decretales 3, 46, 2], las dis­posiciones de la Iglesia no impiden que, en caso de urgente necesidad, pueda dar incluso la ab­solución sacramental, visto que ostenta el poder de las llaves» (37). Ahora bien, es doctrina común que «la grave necesidad común se equipara con la necesidad extrema [del individuo]» (38). En consecuencia, la necesidad extrema del individuo y la necesidad grave de muchos hacen que el poder de orden pueda y deba ejercerse en toda su amplitud, con independencia de las disposicio­nes del superior jerárquico.

Eso se comprende también desde otro punto de vista. El Código de Derecho Canónico contiene, por un lado, normas que se remiten a la ley divina natural o positiva, la cual las autorida­des eclesiásticas se limitan a reconocer, y, por el otro, leyes eclesiásticas, es decir, normas establecidas por la Iglesia en la persona del legislador (39). Como demostramos en la primera parte de nuestro artículo, pueden darse casos extraordinarios, no contemplados por la ley, la cual se ocupa, en razón de su naturaleza, nada más que de los casos generales y ordinarios. Es­tá claro que, en tales casos extraordinarios, las leyes eclesiásticas de origen humano en manera alguna pueden entrar en conflicto con las leyes de origen directamente divino. Cuando se verifi­que tal conflicto, es menester abandonar la norma humana para seguir la divina.

La posición de Monseñor Lefebvre y de la Hermandad de San Pío X

En la relación epistolar publicada en el número precedente [de la edición italiana, que corresponde al nº 154 de la española], relativa a la suspensión a divinis del P. Somerville, pri­mero el obispo de Toronto y después Monseñor Camille Perl insisten en tachar de “cismática” a la Hermandad San Pío X, con la cual el P. Somerville había empezado a colaborar para asistir a los fieles con la santa misa y los sacramentos de siempre.

Tocante a la inexistencia de tal cisma hablamos ya antaño, igual que lo hicieron otros (40). Nos gustaría aquí llegar a las mismas conclusiones, insistiendo sobre todo en la dirección que hemos emprendido con este artículo.

Consideremos lo establecido hasta ahora:

1. «Toda ley se ordena a la salvación común de los hombres, de donde deriva su vigencia e ín­dole legal; pero-en cuanto se aleja de dicha ordenación pierde su poder de obligar» (41). No puede obligar ninguna ley, sea quien fuere el legislador que la promulgue, que pugne con el bien común y con la ley divina natural o revelada.

2. «A veces sucede que hay que obrar fuera de las leyes ordinarias [...] Por eso es menester juzgar, en estos casos, con base en principios más altos que las leves comunes» (42). A una ley, justa en situaciones ordinarias, se la puede dar de lado en situaciones extraordinarias, cuando su observancia pugne con el cumplimiento de deberes más altos, a llenar los cuales esté uno obligado.

3. En tales casos, quien «obre sin conformarse con las palabras de la ley, no juzga a la ley, sino que juzga el caso particular en que ve que las palabras de la ley no han de observar­se» (43). No se trata de ponerse por encima de la ley o del legislador, sino de juzgar que no puede observarse dicha ley en una situación determinada.

Si se tienen claros estos sacrosantos principios, entonces es posible comprender lo que hizo Monseñor Lefebvre, así como la situación actual de la HSSPX. Monseñor Lefebvre, como se sabe, se re­solvió a consagrar cuatro obispos apremiado por la grave situación de la Iglesia; salta a los ojos que si él no hubiese dado ese paso, las almas fieles a la Tradición se habrían quedado sin obispos de allí a poco y, por ende, también sin seminarios, sin curas, sin misa (!). Cuando Mon­señor consagró obispos sin mandato del Papa, no impugnó en manera alguna el poder del Sumo Pon­tífice ni negó que, de ordinario, tales consagraciones constituyan un acto cismático. Consideró sencillamente que, en la situación presente, la obediencia que se debe ordinariamente al Sumo Pontífice comportaría graves daños para la Iglesia y las almas. Lo manifestó a boca llena en las declaraciones que hizo con ocasión de las consagraciones: «No realizamos estas consagraciones episcopales animados de un espíritu de ruptura o cisma, sino que las hacemos para ayudar a la Iglesia; afirmamos nuestra adhesión y sumisión a la santa Iglesia y al Papa» (44). Y, de hecho, Monseñor Lefebvre no confirió lo que no podía conferir, esto es, el poder de jurisdicción, sino tan solo el de orden: «Si un día se hiciera necesario consagrar obispos, éstos tendrían como función espiritual tan sólo la de ejercer el poder de orden, pero no el de jurisdicción, por no tener misión canónica» (45).

Nadie, ni siquiera el Papa, puede impedir legítimamente un acto indispensable para ayudar a las almas que corren un gran peligro en su fe y, por ende, en su salvación eterna, primer fin, junto con la gloria de Dios, de todo fiel y de la Iglesia entera. El Papa no es un tirano. Su poder es absoluto en su propio ámbito, sí, pero no superior al divino. De nuevo es Santo Tomás quien nos recuerda que «hay un bien que estamos obligados a cumplir necesariamente, como amar a Dios y otras acciones de ese estilo. No puede darse de lado a dicho bien en manera alguna», (46). Es evidente que el mandamiento aquel que, según la lección evangélica, es “semejante” al amor de Dios, es decir, el amor del prójimo, figura entre las “otras acciones de ese estilo”. Amar al prójimo significa, ante todo, amar su alma, querer su salvación eterna y hacer todo lo que esté en nuestra mano para que ésta se verifique, que es precisamente lo que llevó a cabo Monseñor Lefebvre, aunque en su caso no se dio esa gran comprensión y apertura que tanto se caca­rean en los diálogos interreligiosos y ecuménicos: se procedió a excomulgarlo sin piedad, pese a que el Nuevo Código de Derecho Canónico eximía a Monseñor Lefebvre de dicha pena. El P. Somerville se lo hizo notar a su obispo: « [...] Monseñor Perl se abstiene de mencionar algo, pese a que sin duda lo conoce, a saber, que el canon 1.324 exime de toda sanción a quien viole una ley por necesidad, incluso aunque el desobediente esté equivocado al respecto y la necesidad no exista» (47)

Corolario de lo argumentado hasta ahora es que la excomunión que se fulminó contra los obispos de la HSSPX es sencillamente inválida. En efecto, la validez de una excomunión no la da el mero hecho de haber sido fulminada por una autoridad legítima (el Papa en nuestro caso); dicha condición es necesaria, pero no suficiente: es menester asimismo que la medida sea justa y se funde en la verdad. No admitir eso significa justificar un uso tiránico de la autoridad en la Iglesia, cosa que ésta jamás ha aceptado. Hay episodios que lo demuestran de manera concreta. Citemos só­lo tres de entre los más conocidos: San Atanasio, Savonarola y el padre Pío:

a) Al primero lo excomulgó el Papa Liberio, pero dicha excomunión no podía ser válida, bien que la había formulado un Papa legítimo, porque no se fundaba en la verdad.

b) Al segundo lo excomulgó el Papa Alejandro VI, pero sabemos que se acerca la rehabilitación de Savanarola, a propósito de la cual el padre Umberto degl’Innocenti, O.P., decano de la facultad de filosofía de la Pontificia Universidad Lateranense, recuerda que no ha de juzgarse «una situación excepcionalísima con los criterios de la administración ordinaria», y que «es-me­nester, sobre todo [...] distinguir los hombres de las instituciones y convencerse de que puede ser lícito, y a veces hasta obligado, gritar contra aquéllos sin que por ello se comprometa a éstas, y de que la obligación de resistir a la iniquidad, especialmente si ésta es pública y descarada y constituye, por ende, un lazo para las almas, urge a la conciencia de todos» (48)

c) Al tercero, el padre Pío, se le prohibió, durante varios años, confesar y celebrar la santa misa en público; ¡con cuánta razón lo juzgó la Iglesia canonizándolo!
Salta a la vista que la Iglesia nunca ha entendido el derecho en un sentido puramente formal y legalista. Por tanto, la excomunión de 1988 no fue válida, ni lo será cualquier otra medida que vulnere la justicia y la verdad.

Conclusión

Esperamos que el ejemplo del P. Somerville induzca a otros sacerdotes y obispos a dar el mismo paso valiente y rogamos por ello. ¡Lo requieren la gloria de Dios y la salvación de las almas!

¿Cómo podrán las almas sobrevivir en la selva anticrística de este mundo si no pueden nutrir­se y abrevarse en las fuentes del dogma y de los sacramentos católicos? Miremos el triste espectáculo de cada día: una muchedumbre de fieles que han perdido la fe de siempre, que confunden la santa misa con una reunión de amigos a la que cada uno aporta su contribución; unos fieles que ven al sacerdote como una especie de psicólogo humano, a quien no le piden ya los medios para lograr la vida eterna; unos cristianos inmersos en este mundo, que han perdido de vista las rea­lidades últimas, comprometidos como están en la edificación de “un mundo mejor”, pacifista, an­tirracista, ambientalista... Miremos asimismo a todos los que andan separados de la Iglesia Católica, personas a las que engañan quienes dicen que no hace falta volver al redil, que la Igle­sia Católica ha abandonado el ecumenismo del “retorno” para entregarse al de la “unidad en la diversidad” ... Miremos a las masas inmensas que no creen en Nuestro Señor Jesucristo, pueblos inmersos en las tinieblas del error, engañados como chinos por quienes se deshacen en elo­gios de las religiones falsas que profesan, siguiendo a las cuales no hallarán la salvación... Miremos a todos estos hermanos y pidamos al Señor que inspire en nosotros sus mismos sentimien­tos: Misereor super turbam (“Tengo compasión de la muchedumbre”) (Mc 8, 2). La razón de la lástima de Nuestro Señor era ésta: «eran como ovejas sin pastor» (Mc 6, 34).

Creemos que cuantos se interesan por el verdadero bien de las almas, cuantos arden de celo apostólico, cuantos se conforman con Cristo en la caridad para con el prójimo podrán volver decididamente a la Tradición, con la gracia de Dios y el sostén de la Virgen santísima, venciendo el temor de ser perseguidos injustamente: «No es el siervo mayor que su Señor. Si me persiguie­ron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20). De cuantos tengan valor para ello, cual se debe, de cuantos lo tuvieron ya, afirmamos, con Santo Tomás, lo siguiente: «el hombre es­piritual recibe del hábito de la caridad la inclinación a juzgar rectamente de todo según las leyes divinas, profiriendo su juicio mediante el don de sabiduría» (49)

Lanterius

Notas:
(1) Carta del cardenal Ambrozic, 15 de julio del 2004
(2) Carta del P. Somerville al cardenal Ambrozic, 9 de agosto del 2004
(3) Summa Theologiae, I-II, q. XCVI, a. 6
(4) Summa Theologiae, II-II, q. CXLVII, a. 4
(5) Summa Theologiae, II-II, q. LI, a. 4
[Nota del traductor: Para obrar rectamente fuera de las leyes ordinarias hace falta asimismo, además de la gnome, otra virtud llamada equidad o epiqueya. Dicha virtud de la epiqueya: «Es la virtud que nos inclina a apartarnos rectamente, en circunstancias especiales, de la letra de la ley para cumplir mejor su espíritu. El legislador, en efecto, no puede ni debe prever todos los casos excepcionales que pueden ocurrir en la práctica. Hay circunstancias en las que atenerse a la letra material de la ley sería una verdadera injusticia: summum ius, summa iniuria, dice el adagio jurídico. El mismo legislador llevaría a mal que se cumpliese entonces su ley. La virtud de la epiqueya es la que nos dice en qué circunstancias y de qué manera es licito y hasta obli­gatorio apartarse de la letra de la ley. Está íntimamente relacionada con la virtud llamada gno­me, que es una parte potencial de la prudencia [...], que proporciona a la epiqueya el recto juicio para obrar honestamente. El gnome dirige; la epiqueya, ejecuta.
Contra la epiqueya existe un vicio: la excesiva rigidez o fariseísmo legalista, que se aferra siempre a la letra de la ley aun en aquellos casos en que la caridad, la prudencia o la justicia aconsejan otra cosa (II-II, 120, 1 ad 1)» (Antonio Royo Marín, Teología de la Perfección Cris­tiana, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1965, [segunda edición) , pp. 546-547).
Resumiendo: la synesis se requiere para juzgar según las reglas comunes; la gnome, para apar­tarse rectamente de la ley común, y la epiqueya, para poner por obra el juicio de la gnome.
(6) Cocchi, Commentarium in Codicem Iuris Canonici, 1, 1925, p. 19
(7) Summa Theologiae, I-II, q. XCVI, a. 6
(8) Ibidem
(9) Summma Theologiae, II-II, q. CIV, a. 3
(10) Cf. Ibidem, ad 3
(11) Summa Theologiae, II-II, q. CIV, a. 5, s.c.
(12) Ibidem, ad 3
(13) Summa Theologiae, II-II, q. XLIII, a. 5
(14) Cf. Summa Theologiae, II-II, q. CIV, a. l
(15) Summa Theologiae, II-II, q. XXXIII, a. 4, ad 2
(16) Ibidem, ad 3
(17) Super Epistolam S. Pauli Apostoli ad Galatas, c. II, lect. III
(18) In Ez., hom. 7, cit. in Summa Theologiae, II-II, q. XLIII, a 7, s. c.
(19) De Vitoria, Obras, pp. 486-487
(20) Denzinger, n. 3070
(21) Bellarmino, De Romano Pontifice, II, c. 29
(22) Acta et Documenta Concilio Oecumenico Vaticano II Apparando, Series II Praeparatoria II, 4, cit., p. 728
(23) A. Bacci - A. Ottaviani, Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae
(24) Ibidem
(25) Los que acaso no conozcan tales publicaciones, pueden solicitar información escribiendo a nuestro apartado de correos.
(26) Cf. Discorso di Paolo VI al Seminario Lombardo en Roma, 7 de diciembre de 1968
(27) Cf. Discorso di Paolo VI, 30 de junio de 1972
(28) Cf. L'Osservatore Romano, 7 de febrero de 1981 [ed. italiana]
(29) Cf. E. Genicot, Institutiones Theologiae moralis, Bruselas, 1936, 217 B
(30) San Alfonso María de Ligorio, Theologia Moralis, 16, tratado 4, nº 625
(31) E. Genicot, Institutiones... cit., 217 B
(32) San Alfonso María de Ligorio, Theologia Moralis, 1.3, tratado 3, nº 27
(33) Carta del P. Somerville al canciller Murphy, 29 de mayo del 2004
(34) Ibidem
(35) C.I.C. § 2261
(36) Cf. C.I.C. (1917), § 2261
(37) Summa Theologiae, Suppl., q. VIII, a. 6
(38) P. Palazzini, Dictionarium morale canonicum, I, p. 571
(39) Cf. E. Genicot, Institutiones... cit. 85
(40) Señalemos en particular el texto siguiente: M. Simoulin, 1988: Lo scisma introvabile, ed. Ichthys, Albano Laziale, 1988
(41) Summa Theologiae, I-II, q. XCVI, a. 6
(42) Summa Theologiae, II-II, q. LI, a. 4
(43) Ibidem, ad 1
(44) Cit. en M. Simoulin, 1988, Lo scisma... cit., p. 31
(45) Fideliter, mayo-junio de 1988, cit. en M. Simoulin, 1988: Lo scisma..., cit. p. 31
(46) Summa Theologiae, II-II, q. CIV, ad 3
(47) Carta del P. Somerville al canciller Murphy, 29 de mayo del 2004. El artículo 1323 del C. I. C. reza así: «No queda sujeto a ninguna pena quien, cuando infringió una ley o precepto: [...] 4.° actuó coaccionado por miedo grave, aunque sólo lo fuera relativamente, o por necesidad o para evitar un grave perjuicio [...] » El artículo siguiente dice también: «El infractor no que­da eximido de la pena, pero se debe atenuar la pena establecida en la ley o en el precepto, o emplear una penitencia en su lugar, cuando el delito ha sido cometido: [...] 5.º por quien actuó coaccionado por miedo grave, aunque lo fuera sólo relativamente, o por ne­cesidad o para evitar un perjuicio grave [...] 8.º por quien errónea pero culpablemente juzgó que concurría algunas de las circunstancias in­dicadas en el can. 1323, nn. 4 ó 5» (se trata del canon referido supra)
(48) Umberto degl'Innocenti, O.P., La norma della Fede secondo il Savonarola, Roma: Libreria ed. della Pontificia Universitá Lateranense, 1969; cf. también la obra La scomunica di Girolamo Savonarola, del Padre Tito Centi, O.P., Milán: Ed. Ares, 2006.
(49) Summa Theologiae, II-II, q. LX, a. 1, ad 2

http://sisinono.blogia.com