LA CRISIS ECLESIAL Y EL CONCILIO
1ª PARTE
LA CRISIS Y SUS POSIBLES CAUSAS
EL PROBLEMA PLANTEADO POR LA CRISIS EN LA IGLESIA
La crisis gravísima que asola hoy a la Iglesia (AD 2003), una crisis que todos admiten ya, ¿hay que hacerla remontar, por ventura, a una mala aplicación del concilio ecuménico Vaticano II (1962-1965), el cual se convirtió en el único punto de referencia auténtico de la doctrina y la pastoral de los pasados cuarenta años, o bien es menester retrotraer su origen a las doctrinas y la pastoral que profesó el propio concilio, que se consagraron explícitamente a la puesta al día de la Iglesia mediante una reforma radical (instauratio, accomodatio) de todos sus componentes, desde la santa misa a la curia, desde la figura del obispo y el sacerdote a los conventos de clausura, las relaciones con la autoridad civil, la manera misma de concebir la Iglesia y su relación con el mundo (y, por ende, las misiones y la relación con las demás religiones)?
RASGOS ESENCIALES DE LA CRISIS VISTOS DESDE FUERA
Nos parece hacedero resumir como sigue los rasgos relevantes de la crisis actual, desde un punto de vista puramente descriptivo:
1. Disminución aguda de las vocaciones religiosas, con vaciamiento masivo de seminarios y conventos (que se vuelven ruinosos o se venden a las agencias inmobiliarias, las cuales los demuelen a veces para construir complejos residenciales en su lugar).
2. Anarquía sustancial en la Iglesia visible entera, en la cual la autoridad brilla por su ausencia a todos los niveles, y si alguna vez se ejerce, normalmente se la impugna, o se la obedece poco en cualquier caso: la impresión general que se recaba de ello es que nadie se toma en serio los pronunciamientos del magisterio (que se realizan por lo común de manera tímida, en tono de invitación cordial), y que la mayoría de las conferencias episcopales y de ‘los eclesiásticos siguen haciendo lo qué les viene en gana en multitud de cuestiones.
3. Anarquía sustancial también en el campo litúrgico, donde abundan la creatividad, el espontaneismo, las “misas ecuménicas”, la “intercomunión” con los sectarios protestantes y ortodoxos et similia.
4. Ignorancia del clero en teología y doctrina.
5. Relajamiento de las costumbres de una parte del clero, un fenómeno que los medios de comunicación han sabido agigantar, pero cuya existencia, con todo, no puede negarse.
6. Ignorancia de los fieles, acaso instruidos como papagayos sobre cuestiones exegéticas tan complejas cuanto artificiosas, pero que a menudo no saben siquiera el “Padre Nuestro”.
7. Vaciamiento de las iglesias (que también caen en ruinas o se venden) y caída en barrena de la frecuentación de los sacramentos por parte de los creyentes (la confesión sacramental casi ha desaparecido, según parece).
8. Corrupción dilatada de las costumbres en las naciones otrora católicas, a consecuencia de la difusión masiva del hedonismo y del materialismo, del indiferentismo en el ámbito moral y religioso; una corrupción que tiene su consecuencia típica en la crisis de la familia, puesto que la familia católica no constituye ya el modelo a seguir, visto que se le contraponen la familia creada por padres que se divorcian, la de hecho, la núbil con prole y hasta la familia “homosexual”.
9. Avance grueso de las peores sectas protestantes (desde los Testigos de Jehová a los mormones, los pentecostales y los carismáticos), del islam, del budismo, de toda laya de esoterismo, del ateísmo: cada año apostata un número impresionante de católicos, por no hablar de los que no apostatan pero que viven fiados de los astrólogos y videntes bastante más que de la guía de la fe verdadera, o bien vegetan en el mayor indiferentismo.
10. Presión siempre fuerte del movimiento novador dentro de la Iglesia, tolerado ampliamente por una parte del episcopado y apoyado, como es lógico, por la “prensa democrática” mundial; un movimiento que parece querer imponer la ordenación de las mujeres, el matrimonio de los curas, puede que también la validez de la ordenación de los putos, la asequibilidad de ciertos sacramentos para los divorciados casados de nuevo; y que quiere imponer asimismo, según parece, una dirección efectivamente colegial en la Iglesia (remozamiento del conciliarismo de antaño) y un ecumenismo aún más acentuado que el actual.
ALGUNOS DATOS
Así pues, éste es el cuadro general de la Iglesia visible hoy, sin considerar aspectos menores. Llamarlo desolador es poco. Cada vez que el Santo Padre se dispone a visitar un país, católico en todo o en parte, especialmente en Europa, la prensa suele publicar un chorreo de cifras que mueven a compasión: se diría estar leyendo una necrológica.
Leemos así en el Times, en vísperas de la visita pontificia a España del 3-4 de mayo del 2003, que, a despecho de las acogidas triunfales y de los baños de masas con la juventud, la situación del catolicismo en aquel país es, según las estadísticas más recientes y primorosas, la siguiente: dos millones y medio de españoles han dejado la Iglesia en los últimos cuatro años (como media, seiscientos cincuenta mil al año); el 61% del total de los fieles asistían a la misa dominical en 1975, un porcentaje que había bajado al 19% en el 2003, al paso que el 46% de los fieles declaraba que no acudía a misa casi nunca. Por último, el número de los sacerdotes menguó de 77 811 en 1952 a 18 500 en el 2002. Algunos seminarios iniciaron sus cursos el pasado octubre (del 2002) sin un solo “estudiante nuevo”. EL 15% de las parroquias carece de sacerdotes (The Times del 3 de mayo del 2003, pág. 19). Además, se sabe que en España hay ya seiscientos mil musulmanes, ¡la mitad de ellos, apóstatas del cristianismo!
No es que España esté peor que otros países, verbigracia: Francia, Italia o Irlanda. Tocante al Reino Unido de Inglaterra y Gales (Escocia se ha vuelto autónoma), seguimos leyendo en el Times de Londres (31 de diciembre del 2001) que el 39’5% de la población confiesa no creer en religión alguna; que el 59’9% profesa una religión: el 55’2% es cristiano (cuatro millones y medio de católicos sobre unos treinta millones de “cristianos”.), el 4’7% pertenece a otras religiones (entre las cuales el islam cuenta con el 2’2%: casi un millón y medio).
Ya que estamos con las estadísticas, recordemos que en el Reino Unido más del 30% de los nacimientos es ilegitimo (madres solteras o parejas de hecho), mientras que en Irlanda, antaño catolicísima, dicho porcentaje ronda el 27%. En este último país, gracias a la inmigración clandestina (estimulada por razones económicas, desde luego, para mantener el enorme bienestar que el país ha alcanzado en los últimos años), se está formando una compacta comunidad musulmana (son ya unos 15 000 sobre una población de 3 800 000 habitantes, aproximadamente, al paso que el gobierno irlandés es el único en Europa que se propone instituir una escuela separada sólo para ellos). A la identidad católica de Irlanda se la sigue impugnando en aras del “pluralismo” y de la “multietnicidad”, mientras que la iglesia local, en crisis por algunos escándalos de cuño sexual (oportunamente inflados por los medios de comunicación de masas), no hace nada por defenderla; mejor dicho, apoya con fuerza el nuevo rumbo en nombre del “pluralismo”, la “paz” y el “ecumenismo”.
Seguimos leyendo en el Times (25 de mayo del 2002) sobre la crisis de las vocaciones sacerdotales en el Reino Unido. Los sacerdotes son nada más que 5 600 en Inglaterra y Gales, el número más bajo de los últimos sesenta años. Son dos mil menos respecto al 1971 (nos parece que se han reducido casi a la mitad en 30 años). Los seminaristas eran 52 en 1999 y bajaron a 48 en el 2001. Se detuvo a veintiún sacerdotes de ambos países acusados de abusos sexuales en el periodo comprendido entre 1 995 y 1 999 (si mal no recordamos, hubo también absoluciones). Hay también 150 curas casados en el clero católico inglés (se trata de ex anglicanos que huyeron de su secta después de que esta última autorizara “la ordenación” de las mujeres).
En otro número del 2002 (no consignamos la fecha), el periódico susomentado anunciaba, con un dejo de maligna satisfacción (es fama que el Times pertenece al establishment protestante), que los cuatro seminarios católicos de Inglaterra están casi vacíos y “a pique de cerrar”, mientras que el English College de Roma está corriendo la misma suerte (también él se halla poco menos que vacío y cuenta con un solo alumno nuevo de primer curso: The Tablet, 7/4/2001; en la misma situación se encuentra el English College de Valladolid: ¡vi).
Además de la penuria de alumno:, a los seminarios católicos los azota también el problema del mariconeo, en el sentido ¿le que un “número sustancial” de estudiantes resultan ser putos y procuran, a lo que parece, hacer propaganda de su “orientación” (p. ej., difundiendo material pornográfico ad hoc en las computadoras del seminario), con lo que causan un gran malestar a los estudiantes normales, obviamente, que ni siquiera parecen ser la mayoría (la cosa no está clara). Ocho estudiantes dejaron espontáneamente Allen Hall en el 2000, el principal seminario católico inglés, mientras que a otros dos los expulsó el card. Murphy O’Connor, nuevo arzobispo de Westminster. Oficialmente, no hubo conexión alguna entre dichas salidas y el problema de la homosexualidad (sobre todo eso, véase The Tablet del 7-IV-2001, pág. 500, que publica una entrevista con el rector de Allen Hall, harto preocupado por tal estado de cosas: “hay un número sustancial de homosexuales -declara- entre los candidatos al sacerdocio. y entre los sacerdotes”, en un porcentaje mayor que el de los invertidos que se dan hoy en la sociedad; ¡vi, las cursivas son nuestras). De estas situaciones se recaba la impresión de que la homosexualidad organizada está infiltrándose también, desde hace tiempo, en los seminarios católicos, sin que nos conste que la jerarquía actual haya sido capaz hasta ahora de hallar una respuesta adecuada a tan grave problema (y no nos referimos tan sólo a la jerarquía local).
SI ESPARTA LLORA...
Sea como fuera, si Esparta llora, Mesenia no ríe: las encuestas periódicas sobre la ignorancia teológica y la incredulidad respecto de casi todos los dogmas del cristianismo por parte de los ministros de las distintas denominaciones protestantes, exhiben datos alucinantes, que provocan cartas de protesta, tan regulares cuanto platónicas, de parte de los fieles protestantes, que, a Dios gracias, aún parecen conservar la fe (al menos en los dogmas fundamentales). De todos modos, el nuevo primado anglicano, el Dr. Rowan Williams, anunció el año pasado que no veía obstáculos de nota a la “ordenación” de los bujarrones, con lo que suscitó las vigorosas protestas de buena parte de su rebaño. Parece ser que el 20% de los ministros, como mínimo, son putos declarados, en el sentido de que conviven abiertamente con un “compañero”.
Comentario: parece que los cuarenta años de diálogo interreligioso que llevamos no les han sentado bien a los anglicanos, a quienes algunos, que miran las cosas superficialmente, consideran cercanos a la Iglesia Católica en punto a teología. ¿Qué han sacado de ello? Se han engangrenado aún más en sus errores, al paso que su deísmo, que se diría ha perdido también su antiguo barniz exterior de cristianismo, se ha sumido cada vez más en el indiferentismo, o en el ateísmo puro y duro sin más. El diálogo no los salvó, ciertamente, de una espantosa decadencia moral. Pero creemos que él tampoco le ha sentado bien a la Iglesia Católica, a la que hace tiempo se la ve encaminada en la misma vía.
SOBRE LAS CAUSAS DE LA PRESENTE CRISIS
La opinión mayoritaria imputa a los desórdenes postconciliares la responsabilidad de este estado de cosas. Sólo una pequeña minoría considera hace tiempo que debemos remontarnos al concilio para verificar sin estorbo alguno si se infiltraron en él errores doctrinales propiamente dichos (verbigracia: en la nueva definición no dogmática de la colegialidad; en la nueva concepción del fin del matrimonio; en la novísima concepción de una libertad religiosa equivalente para todas las religiones, fundada en la presunta dignidad innata de la conciencia individual; en la reforma litúrgica, y en la nueva definición adogmática de la santa misa como “celebración del misterio pascual”, en la cual el acento se pone sobre todo en la memoria de la muerte y resurrección del Señor, sin recordar ya el carácter de sacrificio propiciatorio que ostenta dicha muerte, ni nombrar nunca el dogma de la transubstanciación).
Los errores doctrinales, si se demuestran, constituyen entonces la causa primera de la cólera divina que parece se descarga sobre la santa Iglesia desde el concilio en adelante, y que no presenta visos de aminorar; antes al contrario, parece que se incrementa el castigo (terrenal) de la Iglesia, consistente en cl anonadamiento físico de ésta, si se nos permite la expresión; en su desaparición gradual en medio de los escándalos, por un lado, y de la. indiferencia para con ella, por el otro; en el predominio sin paliativos y cada vez mayor de todos sus enemigos, viejos y nuevos. No es que todo anduviese bien en la Iglesia preconciliar: ya se advertían ciertos signos premonitorios, como, p. ej., el espíritu obstinadamente rebelde de la “neoteología”, que comenzaba a penetrar en los seminarios; las tendencias heterodoxas que continuaban aflorando en el movimiento litúrgico; un inicio de decadencia en el episcopado, en parte poco preparado en teología, fascinado por las ideas del siglo y por la de alcanzar mayor “autonomía” respecto de Roma. Es innegable, sin embargo, que el concilio resultó ser una como caja de Pandora. La crisis comenzó a desencadenarse ya durante su transcurso, especialmente en el ámbito litúrgico, para explotar después, tras la conclusión de dicha asamblea, con la violencia impresionante que conocemos.
UNA OPINIÓN OPTIMISTA
Con todo, la crisis no todos la admiten, bien porque la niegan (unos pocos), ya porque la juzgan en vías de resolución por obra de la “neoevangelización”, que es, al parecer, la dé las concentraciones de masas juveniles en torno al Papa; la de las comunidades y grupos comprometidos con el voluntariado; la de los movimientos neocatecumenales y carismáticos, quienes practican el “bautismo del espíritu” de ciertas sectas protestantes (un culto diabólico): en suma, la de la iglesia-movimiento, comprometida en la realización de la paz en el mundo y la unidad del género humano, según las directrices del concilio.
Quien quiere mirar al futuro con optimismo, a despecho de la crisis, y considera que nada grave ha de imputarse al concilio, hace por lo común los razonamientos siguientes:
1) EL mundo contemporáneo está impregnado de materialismo, hedonismo e individualismo, y no se muestra sensible al mensaje cristiano aunque éste haya sido oportunamente “puesto al día” en conformidad con las exigencias de nuestro tiempo. La Iglesia no tiene la culpa de que no se acoja su “mensaje”: hace lo que puede.
2) La crisis atañe sobre todo a lo que se llamaba el Occidente: Europa y América del Norte. Aquí la disminución de las vocaciones depende también del decremento de la natalidad, fruto sobre todo del hedonismo de que se habló arriba. EL “Espíritu” sopla donde quiere.
c) La “neoevangelización” dará frutos a su tiempo. En efecto, el cardenal Castrillón Hoyos declaró, en la primavera del 2001, que “el 20% de los sacerdotes que dejan el sacerdocio vuelven a él después”, mientras que el número de vocaciones se incrementa, según él, hasta el punto de que se ha doblado en diversas partes del mundo: “La crisis de los sacerdotes está a pique de ser superada”, manifestó (The Tablet, 14-IV-2001, págs. 550-1).
CRÍTICA
No sabemos si en el Vaticano se siguen alimentando tamañas convicciones en el A. D. 2003, si se sigue creyendo que la crisis de las vocaciones “está a pique de ser superada”. Sea de ello lo que fuere, se puede responder así a los argumentos recién expuestos:
1) Cuando los Apóstoles iniciaron su predicación, una grave crisis de valores se cebaba en el mundo antiguo, semejante a la nuestra en ciertos aspectos. No sólo al judaísmo se le veía en decadencia (léase la obra De Bello Iudaico, de Flavio Josefo), sino también y sobre todo al paganismo dominante. La descripción de la decadencia de las costumbres de la sociedad romana preimperial que hallamos en Salustio (De Catilinae Coniuratione, 13) no es muy distinta, en sustancia, de la que hará luego san Pablo en Rom. 1, 24-32, aproximadamente un siglo después. Y, sin embargo, esta decadencia no constituyó de seguro, un obstáculo para la difusión de la predicación de los Apóstoles. AL contrario, en el vacío espantoso de los valores, el cristianismo pudo hacer que arraigaran los suyos, que son los de la verdad revelada. Pero aquí está el punto: los Apóstoles y sus seguidores se preocupaban de convertir a las almas y les proponían directamente la enseñanza del Divino Maestro (piénsese en los discursos de san Pablo a los paganos), sin preocuparse de las consecuencias y, menos todavía, de entrar en diálogo con las diferentes “culturas” que encontraban en su obra de apostolado. Obedecían la orden divina de convertir el mundo a Cristo (la Iglesia la obedeció hasta el Vaticano II exclusive), predicando la Palabra en su sencillez. Y punto. Bien sabían que la palabra de Cristo era escándalo para los judíos y locura para los griegos. Pero no les preocupaba, o mejor dicho, cifraban su confianza en el Espíritu Santo con toda la audacia de la fe. ¿Dónde está la audacia de la fe en la Iglesia Católica actual?
El Espíritu Santo proveía al éxito de la acción de los santos. Precisamente el ejemplo de los Apóstoles nos muestra que el materialismo y el individualismo del mundo circunstante no pueden ser una causa efectiva del fracaso del “mensaje” cristiano, caso de que sea auténtico, porque su éxito depende sobre todo de la gracia, que, evidentemente, no viene a iluminar a nadie si la predicación no agrada a Dios porque en vez de convertir a los que yerran, refutando sus errores, en vez de procurar la salvación de las almas, lo que se propone es ponerse de acuerdo con ellos, negándose a refutar sus yerros. Procura acordarse con ellos para realizar en su compañía un modelo de sociedad que no es católica, porque corresponde al modelo, todo terrenal y ambiguo, de una sociedad denominada pluralista, democrática, universal, capaz de dar vida realmente (así se piensa) a una era de fraternidad terrestre definitiva y última, mediante la unidad del género humano en la paz (que no es, bien se comprende, la paz de Cristo).
2) Aunque la caída de la natalidad, que acaso influya en la disminución de las vocaciones (está probado que sea así), no es ciertamente imputable de manera directa a la doctrina de la Iglesia, con todo, habría que preguntarse, a nuestro juicio, si los eclesiásticos no han contribuido a ella involuntariamente en los países católicos desde que el Vaticano II fijó el objetivo primario del matrimonio en el perfeccionamiento mutuo de los esposos, degradando la finalidad procreadora al rango de “coronamiento” de dicho perfeccionamiento (Gaudium et Spes, art. 48).
3) Tocante al cacareado incremento de las vocaciones, que atañe por lo común a países del denominado Tercer Mundo, es menester esperar a que se consolide antes de poder sacar conclusiones de cierto relieve. Podría tratarse de un fenómeno transitorio, accidental o, en cualquier caso, no motivado por auténticas causas religiosas. Idem para los “retornos”. Además, ¿dónde están todos esos curas vueltos al redil? A decir verdad, no es que se note mucho su presencia. Por otra parte, ni los incrementos de las vocaciones ni los “retornos” inciden mucho en la situación general, que sigue siendo catastrófica. La penetración de las religiones protestantes y el regreso del paganismo prosiguen sin tregua en África e Hispanoamérica, por no hablar de la difusión del islam (en África sobre todo). No se detiene la hemorragia de los católicos, ni se nota en dichos continentes un inicio de mejoría en el ámbito moral. También en dichas partes del mundo continúa propagándose sin descanso la crisis de los valores, comenzando por el valor fundamental que constituye la familia católica. La “neoevangelización” no ha hecho mella en tal crisis ni siquiera en parte.
¿POR QUÉ NO QUIEREN REMONTARSE HASTA EL VATICANO II?
¿Es admisible que un esfacelo como el actual derive tan sólo de la insensibilidad del mundo? ¿O que constituya nada más que el resultado de una aplicación torpe o traidora de los decretos conciliares (lo cual se acerca algo más a la verdad, pero sin alcanzarla)? Dicha mala aplicación se dio (y se sigue dando, con toda seguridad); con eso y todo, no puede admitirse que la Sede Apostólica no haya logrado eliminarla en cuarenta años, resolviendo así el problema de la aplicación correcta del concilio, si es que éste era realmente el problema, si se trataba de eso no más.
Durante mucho tiempo se dieron por buenas explicaciones de ese tenor, pues parecían razonables. Pero hoy, después de años de “restauración” y “neoevangelización”, durante los cuales la crisis no ha hecho sino profundizarse, salta a los ojos que tales explicaciones pecan de demasiado simples, aunque sólo sea por el mero hecho de no percatarse de la enorme desproporción que deben tolerar entre el efecto (el estado de cuasi disolución a que parece haber llegado la Iglesia) y sus presuntas causas (la, insensibilidad y perversidad del mundo, así como la incomprensión de que fue objeto el concilio, según ellas; dentro mismo de la Iglesia visible).
Así pues, no podemos contentarnos con las ambigüedades estructurales del Vaticano II, por decirlo así, que, en cualquier caso, constituyen un hecho ya grave de suyo. Hay que esforzarse por ver si en la doctrina y la pastoral del concilio se halla algo que pueda identificarse legítimamente como “error doctrinal”, algo mucho más grave que las ambigüedades, por intolerables que sean. Y ello prescindiendo de la nota teológica del error eventual, cuya determinación no es de competencia del intérprete del texto, del gramaticus, si se nos permite la expresión.
En efecto, se admite que en los textos del Vaticano II se dan múltiples ambigüedades y, en cierta medida, contradicciones. La mayoría considera, no obstante, que el magisterio posterior al concilio ha eliminado y resuelto gradualmente las contradicciones eventuales. En cualquier caso, no se quiere oír hablar de errores doctrinales en sentido propio. Y se comprende la razón: admitir que se introdujeron errores doctrinales en un concilio ecuménico de la santa Iglesia parece contradecir el dogma de la infalibilidad del Papa y del concilio mismo, en cuánto órgano supremo de la constitución eclesiástica de la Iglesia, que decide para toda ella, con la aprobación del Papa, en punto a fe y costumbres. Más aún: se cree que entraña una acusación implícita de herejía tocante al Papa y al concilio; acusa efectos obviamente devastadores, tales como para inducir a algunos (ó muchos, en su fuero interno) a considerar vacante de hecho la cátedra de Pedro (un hereje no puede ser tenido por Papa auténtico, porque se excluye ipso iure de la Iglesia), con la consiguiente desaparición o inanitas de la iglesia docente en globo. Algunos (se les llama sedevacantistas) profesan, en efecto, tamañas concepciones erróneas (1).
Así pues, la mera hipótesis de la existencia de errores doctrinales en el Vaticano II sigue escandalizando todavía; no obstante, la gravedad de la crisis de la Iglesia es tal, que dicha hipótesis, a nuestro juicio, no sólo no se debe descartar de antemano, sino que, por el contrario, ha de verificarse cuidadosamente en los textos del concilio. Será lo que hagamos en la segunda parte de nuestro estudio.
LA CRISIS ECLESIAL Y EL CONCILIO
2ª PARTE
EL MÉTODO DE ANÁLISIS EN LA VERIFICACIÓN DE LOS TEXTOS CONCILIARES
LOS CONCILIOS Y LA TRADICIÓN
Demostramos en el número precedente que la gravedad de la crisis actual por la que atraviesa la Iglesia es tal, que no puede descartarse de antemano la hipótesis de que se den errores doctrinales en el Vaticano II, sino que ha de verificarse cuidadosamente en los textos del concilio.
Pero ¿cómo identificar los posibles errores?, ¿con qué método? Hay que determinar, ante todo, en qué relación tenía que haberse con la tradición un concilio como el Vaticano II, in primis con la constituida por la doctrina de los veinte concilios ecuménicos que le precedieron. Eso es tanto más necesario para aquél cuanto que no definió dogmas de fe ni pronunció condenas, al paso que introdujo expresamente una nueva manera de considerar al hombre y el mundo, juntamente con una reforma general de la Iglesia (comenzando por la de la liturgia). Recordemos a este respecto que la conformidad de la doctrina de un concilio ecuménico con la de los concilios anteriores es condición de la validez del concilio mismo. Este principio debería considerarse evidente por sí mismo, nos parece, porque es intrínseco a la naturaleza de la cosa, al propio ser de la enseñanza impartida por un concilio ecuménico. En cualquier caso, lo proclamó explícitamente, en el año 787, el séptimo concilio ecuménico (segundo de Nicea), que condenó la herejía iconoclasta: “Los padres del concilio estuvieron de acuerdo en que un concilio ecuménico, para ser tal, debía contar con la participación del Papa y de los cuatro patriarcas apostólicos, o, en su defecto, con la. de los legados enviados por éstos; en que debía profesar una doctrina coherente con la de los concilios ecuménicos precedentes, y en que, por último, debía ver sus decisiones recibidas por las iglesias” (2).
Los padres del Nicea II formularon tales criterios para justificar la condena que fulminaron contra el conciliábulo minoritario de Constantinopla, celebrado el año 753, que había convocado el emperador Constantino V para hacer anatematizar a los antiiconoclastas (quienes constituían la inmensa mayoría de la Iglesia, con el Papa a la cabeza), y que se autocalificó, impropiamente, de concilio ecuménico.
LA IDENTIFICACIÓN DE LOS ERRORES EN LOS TEXTOS DEL VATICANO II ES ABSOLUTAMENTE LEGÍTIMA
La enseñanza de un concilio ecuménico, que es la del magisterio extraordinario de la Iglesia, constituye en cierto modo tanto la aplicación cuanto la síntesis del magisterio ordinario; de ahí que la conformidad de su doctrina con el magisterio precedente deba entenderse también como conformidad con el magisterio ordinario en globo, con lo que la Iglesia ha enseñado siempre a lo largo de los siglos, a tenor de las famosas palabras de san Vicente de Lérins. “Id teneamus quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est” (3). Así, pues, la enseñanza de un concilio ecuménico no puede hallarse en contradicción con la tradición de la Iglesia, que está constituida por toda la enseñanza que le precede a aquél. Lo que significa que la ratio naturalis y el sensus fidei tienen en la tradición de la Iglesia el parámetro que les permite valorar la doctrina de un concilio cuando ésta no estribe en una definición dogmática, puesto que, al hallarse esta última avalada por el carisma de la infalibilidad, los fieles deberán creerla con fe divina y católica y, por ende, sin posibilidad de discusión alguna. Pero ya que el Vaticano II se declaró pastoral y adogmático, portador, por añadidura, de una pastoral consagrada a la puesta al día y, por consiguiente, caracterizada por un espíritu nuevo, una intención nueva, cuyos principios no se contienen en definiciones dogmáticas, es licito escudriñar legítimamente sus decretos a la luz de la tradición (4), lo cual consiste, en concreto, en “aplicar el criterio de la tradición a los diversos documentos del concilio [Vaticano II] para saber lo que es necesario mantener, lo que hay que aclarar y lo que procede refutar”. obviamente, se habla aquí de la tradición en sentido propio, es decir, del conjunto de la enseñanza constante de la Iglesia, sancionada por los pronunciamientos de la autoridad legítima (no por las opiniones de los teólogos o de los creyentes). De ahí que “repudiemos el concilio en la medida en que se opone a la tradición” (5).
Se echa de ver que no se trata de una repulsa apriorística ni de un rechazo total. Mas ¿qué ha de entenderse por “oponerse a la tradición”? ¿La mera ambigüedad de un texto? Aparece ésta donde falta la claridad o se advierte una contradicción. Bien es cierto que tampoco la ambigüedad es conforme con la tradición de la Iglesia, puesto que, en general, proviene del maligno. EL magisterio procuró siempre expresarse con la mayor claridad, particularmente en las definiciones dogmáticas y en las condenas solemnes del error (y también en las no solemnes). En los textos del concilio, la ambigüedad la provocó asimismo, aunque no adrede, la encarnizada resistencia que opusieron los Padres fieles a la tradición de la Iglesia, una resistencia que forzó a los novadores, ya mayoritarios en las distintas comisiones, a dar marcha atrás en diversos puntos, bien que de manera parcial y, por ende, ambigua en definitiva. Como quiera que sea, una vez advertida la ambigüedad, procede analizarla en sus elementos constitutivos, si ello es posible, sin vacilar antela posibilidad de que se cele algo en ella que se oponga a la tradición, esto es, a la doctrina enseñada siempre por la Iglesia: que se le oponga contradiciéndola.
NO PUEDE HABER COMPENSACIÓN ENTRE LA VERDAD Y EL ERROR
Si se llega a determinar la existencia de auténticos errores doctrinales en los textos conciliares, ¿qué debe hacer el Intérprete? Queremos decir lo siguiente: ¿cómo ha de comportare se respecto al concilio?, ¿debe acaso aceptar una solución de compromiso en el ámbito hermenéutico? ¿o bien ha de aplicar una suerte de criterio compensatorio?
La cuestión rebasa al cabo el ámbito de la interpretación en sentido estricto y atañe al de las conciencias. Con todo, se vincula al primero, por lo que no podemos dejar de hablar de ella.
Entendemos por criterio compensatorio el que siguen muchos, quienes aún hoy oponen las partes “buenas” del concilio a las “malas”, como si se compensaran unas a otras y de manera que debiera considerarse siempre a la parte “buena” como la prevalente. A. nuestro ver, ele parece contrario al sentido común si es verdad, y no nos cabe duda de ello, que una sola manzana podrida basta para pudrir a todas las otras, mientras que nunca se da el caso contrario, esto es, que todas las demás consigan sanar a la podrida que se halla entre ellas. Así, pues, pensamos que no es conforme con el recto uso de la prudencia, ni siquiera con la recta ratio, la acusación de incorrección lanzada contra quienes, como nosotros, procuran aislar los errores que se infiltraron en el Vaticano II (un concilio desprovisto del carisma de la infalibilidad) para esclarecerlos como es debido e investigarlos en sí y por sí, según es de ley.
Los que nos imputan incorrección, y aun el propósito de engañar a las gentes sencillas, arguyen que al obrar como lo hacemos nos desentendemos adrede de la parte “buena” de un texto conciliar discutido, o de la de otro texto diferente al primero, es decir, de la parte generalmente conforme con la tradición, de una parte que, pese a todo, se da también en la mole monumental de los textos conciliares. Sin embargo, a nosotros nos parece que con esa manera de razonar ningún error se habría declarado como tal en el pasado, ni habría sido aislado, ni tampoco contrapuesto a la doctrina verdadera y finalmente condenado, visto que el error se presentaba casi siempre mezclado con verdades múltiples, inclusive con las de fe, ya fuesen pocas o muchas. Los semiarrianos, por poner un ejemplo, que profesaban el homoiusion, mantenían sustancialmente este único error en sus catecismos (que Cristo es “de la misma sustancia” que el Padre, es decir, tan sólo semejante a Éste), en lugar de profesar el ortodoxo homoousion de Nicea (que Cristo es “uno en la sustancia”, es decir, consustancial con el Padre). Con base en la absurda consideración según la cual el error se hallaba como contrabalanceado por todas las demás verdades dogmáticas, en las cuales mostraban creer los errantes, no habría debido condenarse dicho error capital, que negaba de hecho la naturaleza divina de Cristo y destruía el fundamento mismo de nuestra religión.
ALGUNOS EJEMPLOS
Usemos ahora el concilio como ejemplo:
1. Se lee en el art. 8 de la Lumen Gentium una nueva definición (no dogmática) de la Iglesia Católica en relación con su fundador, como iglesia que no es ya la sola y única iglesia de Cristo, desde el momento en que la iglesia de Cristo -se nos dice- subsiste en aquélla igual que subsiste en “múltiples elementos de gracia y santidad” que se hallan fuera de ella; esta definición, que parece ideada para contradecir el dogma según el cual Extra Ecclesiam (catholicam) nulla salus, se la brinda como por sorpresa, después de haber recordado el texto del mismo artículo toda una serie de imágenes y conceptos ortodoxos. Sobre la iglesia de Cristo (visible e invisible, fundada por Cristo, confiada a Pedro, etc.) ¿Deberíamos aplicar aquí el criterio de la compensación entre la verdad y el error, y afirmar que la parte dogmáticamente segura del artículo de marras compensa, contrapesándola, a la deficiente, a la que contiene el infausto “subsistit in”? Creemos que nadie que se inspire en una hermenéutica correcta de los textos puede adherirse a un planteamiento semejante. No se da aquí posibilidad alguna de compensación. Y ello, si bien se mira, aun cuando se halle uno en presencia de contradicciones irresolubles entre dos textos.
2. Creemos poder demostrar plenamente la existencia de una de dichas contradicciones irresolubles, y en un asunto que atañe de lleno al depósito de la fe. Se dice, en el art. 8 de la constitución Dei Verbum sobre la revelación divina, que “la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina (ad plenitudinem divinae veritatis iugiter tendit), hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios”.
El pasaje en cuestión nos parece harto ambiguo, pero nos parece también que muestra algo con toda claridad: una contradicción evidente con la noción misma de un “depósito de la fe” que la Iglesia tiene el deber y la capacidad de mantener, defender y aplicar inalterado a lo largo de los siglos, con la ayuda de Dios. En efecto, se dice en él que la Iglesia tiende sin cesar “a la plenitud de la verdad divina”: si tiende a ella sin tregua, eso significa que no posee aún dicha “plenitud”, ¡pese a los diecinueve siglos transcurridos desde su fundación! Y puesto que el art. 8 susomentado se ocupa de la “sagrada tradición”, se infiere de ahí que insinúa un concepto de verdad divina (de verdad revelada) que no corresponde a cuanto ha enseñado siempre la tradición de la Iglesia. Y si no corresponde a ello, sino que, por el contrario, lo contradice porque sustituye arbitrariamente la posesión segura de la verdad por la tensión permanente hacia ella, con lo que niega la noción misma de depósito de la fe, tal articulo se revela entonces como fuente de error doctrinal.
El pasaje recién visto, reo de error grave, resulta estar, además, en abierta contradicción con cuanto se afirma a su vez en el art. 3 del decreto Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo. Este último afirma en un determinado lugar que a la Iglesia Católica se le confió la plenitud de gracia y verdad (... ab ipsa plenitudine gratiae et veritatis quae Ecclesiae catholicae concredita est), una plenitud que no poseen los denominados “hermanos separados”.
Así, pues, ¿se confió o no a la Iglesia Católica dicha “plenitud” de la verdad divina (de la gracia y la verdad)? Si yo tiendo a algo sin cesar, no puedo decir, ciertamente, que me ha sido confiado: uno posee lo que le han confiado, por lo que carece de sentido decir que tiende a ello sin cesar; se tiende, se aspira, a lo que no se tiene aún, ya se trate de un bien material o espiritual.
Parece evidente que los dos textos conciliares recién recordados están en patente contradicción. ¿Deberíamos decir acaso que el que niega “la plenitud de la verdad” en cuestión, volviéndola problemática, se compensa, se contrapesa, con el del art. 3 de la Unitatis Redintegratio, que, por el contrario, afirma sin efugio alguno que a la Iglesia se le “confió” la “plenitud de la verdad”? La contradicción nos parece insuperable. Evidencia la confusión que el Vaticano II fue capaz de crear al insinuar concepciones erróneas junto a las tradicionales (o que parecen tales).
3. En efecto, ha de recordarse, para completar el cuadro de nuestros ejemplos, que también la noción de “plenitud de la verdad” parece contener una grave asechanza doctrinal, puede que la más peligrosa de todas en realidad.
En el año 2000, la declaración doctrinal Dominus Iesus, que se remitía expresamente al concilio, a la Lumen Gentium para ser exactos, con objeto de disipar numerosos equívocos y desviaciones doctrinales, remachaba la posición de superioridad de la Iglesia Católica frente a los denominados “hermanos separados”. Declaró que la “Iglesia de Cristo sigue subsistiendo plenamente sólo en la Iglesia Católica” (Di, art. 16). Esta sentencia parece conforme, a primera vista, con el dogma según el cual fuera de la Iglesia no hay salvación, por lo que los católicos fieles a la tradición de la Iglesia, que creemos siguen constituyendo la mayoría, la acogieron con viva satisfacción. Tan sólo en la Iglesia Católica, afirma la Dominus Iesus, se da plenamente la Iglesia de Cristo. Todo está en orden, pues; mas, en realidad, una afirmación tamaña implica que la Iglesia de Cristo subsiste fuera también de la Iglesia Católica, aun cuando no plenamente. Y precisamente ésa es la idea que se recaba del art. 8 citado de la LG. Lo que sigue existiendo no plenamente, cuanto a los instrumentos de la salvación, fuera de la Iglesia Católica, está constituido por los “muchos elementos de santificación y de verdad” cuya posesión el decreto Unitatis Redintegratio atribuye más tarde a los “hermanos separados” en cuanto tales (con sus “comunidades” o “iglesias” carentes de medios de salvación).
Conclusión nuestra: el uso del adverbio “plenamente”, que parece avalar al dogma “Extra Ecclesiam nulla salus” merced a la reivindicación de la superioridad de la Iglesia Católica frente a las demás denominaciones cristianas, lo niega en realidad porque introduce ipso facto la idea de una existencia no plena (pero siempre salvífica) de la Iglesia de Cristo fuera de la Iglesia Católica. La sutileza que se infiltró aquí en los textos conciliares y, en consecuencia, en la enseñanza del magisterio actual, es parangonable, a nuestro juicio, a la que constituyó en su tiempo el famoso homoiousion recordado páginas arriba. Dicha sutileza, cuya gravedad no la han comprendido todavía los vértices de la jerarquía, la infiltraron los “neoteólogos” presentes en las comisiones conciliares, las cuales se hicieron de nueva planta tras el repudio ilegal de las que había preparado la curia.
LOS ERRORES CORROMPEN LA PARTE SANA DE LA DOCTRINA Y TODA LA ENSEÑANZA
Gracias a estos pocos ejemplos se echa de ver, a nuestro entender, que la identificación de los posibles errores doctrinales es absolutamente legitima (por no decir obligada). Y al error eventualmente identificado no pueden oponérsele en modo alguno, a modo de compensación, los múltiples pasajes conciliares que parecen indudablemente conformes con la tradición. Más aún: el hallazgo de tales errores, caso de confirmarse, impone la reflexión siguiente: un concilio en cuyos textos se mezclan verdades y errores relativos al depósito de la fe, porque atañen, si nos atenemos a los ejemplos aducidos, a la noción misma de la Iglesia y de la verdad revelada, ¿no será acaso un concilio cuya enseñanza, tanto doctrinal cuanto pastoral, está inficionada por el error?
En lugar de que las verdades tradicionales evocadas contrabalanceen a los errores, ¿no sucederá más bien que estos últimos, pocos pero funestos, corrompan a dichas verdades? Y, de hecho, en vez de la salvación conferida sólo y exclusivamente por la Iglesia Católica (porque incluso en los casos individuales de bautismo implícito y explícito se pertenece a ella invisiblemente), puesto que ésta y sólo ésta es y ha sido siempre la única y verdadera Iglesia de Cristo, se enseña ahora que sólo la Iglesia Católica posee la plenitud de los medios de salvación, mientras que los elementos de gracia y de santificación que se hallan fuera de la Iglesia están dotados también, en cuanto tales, de dichos medios de salvación, bien que de manera menos plena, con “carencias”, aun cuando salvan ex sese a sus miembros porque la Iglesia de Cristo subsiste en ellos igual que subsiste en la Iglesia Católica; asimismo se enseña ahora que los miembros de los elementos de marras no se ordenan a la Iglesia por “cierto deseo y anhelo inconscientes” (Pío XII) si se hallan bautizados válidamente y provistos de la fe, sino que están realmente en comunión con la Iglesia, aunque en una comunión “imperfecta” o menos plena (doctrina personal del card. Bea, transferida a la Unitatis Redintegratio, n°- 3; et similia).
Podríamos seguir con más ejemplos de este tipo, pero cuanto hemos expuesto hasta el momento nos parece que abona suficientemente la siguiente conclusión:
La critica a un concilio pastoral como el Vaticano II, que renunció voluntariamente al carisma de la infalibilidad y se consagró adrede a las novedades (una critica impuesta, nos gustaría decir, por la desastrosa situación actual de la Iglesia), no arranca, como es obvio, un rechazo apriorístico del magisterio pastoral del concilio. Puede llegar a repudiar nada más que lo que aparezca en abierta contradicción con la tradición de la Iglesia. Con todo, una vez identificada y probada la existencia del error doctrinal, se plantea objetivamente el problema de la relación en que se encuentra dicho error con la enseñanza del concilio, visto necesariamente como un todo. Puesto que al error no lo contrapesan jamás las verdades con las que sigue coexistiendo (sólo se contrapesa con la condena que lo expele de la doctrina enseñada), sino que, por el contrario, él corrompe a las verdades en cuestión, como la manzana podrida echa a perder a las manzanas sanas que se hallan en el mismo azafate que ella, se sigue de ahí que es difícil, por no decir imposible, aceptar la enseñanza del Vaticano II, con todas sus puestas al día y sus reformas institucionales.
DEFINICIÓN DEL ERROR DOCTRINAL
¿Qué se debe entender, pues, por error doctrinal en sentido propio? Definámoslo como sigue, en el sentido más tradicional de la expresión, sin pretensiones de originalidad: el error doctrinal es una doctrina que contradice, en todo o en parte, la doctrina que enseñó siempre la Iglesia. La contradicción o la negación (denegatio) pueden referirse a sola la pastoral o al dogma, y a este último de manera más o menos grave, si es cierto que en los errores parece darse una gradación, pero que atañe principalmente a su calificación teológica, cuya determinación es competencia de la autoridad eclesiástica, no del intérprete, del gramaticus, por decirlo así.
Los documentos del magisterio nos ofrecen toda una abigarrada terminología en relación con las distintas categorías o gradaciones del error; he aquí unos ejemplos: Propositio de tyrannicidio “... erroneam esse in fide et in moribus, ipsamque tamquam haereticam, scandalosam, et ad fraudes, deceptiones, mendacia, etc. viam dantem, reprobat et condemnat” (Conc. Const., DS 1325); Errores Synodi Pistoriensis: las proposiciones se definen una tras otra, en función de su naturaleza: haeretica; inducens in systema alias damnatum ut haereticum; schismatica, ad minus erronea; inducens in schisma et subversionem hierarchici regiminis, erronea; falsa, temeraria, derogans pro sua generalitate oboedientiae debitae constitutionibus Apostolicis schisma fovens et haeresim; suspecta, favens haeresi semipelagianae; falsa, erronea, de haeresi suspecta eamque sapiens; perniciosa, derogans expositioni vertatis-catholicae circa dogma transsubstantiationis, favens haereticis, etc. (DS 2 600-2 700).
Pero todo ello, como se dijo, no atañe directamente al intérprete, atento sólo a la lógica intrínseca del texto, a lo que quiso decir y a cómo lo dijo. Debe hacer que emerja dicha lógica (dicha mens) y confrontarla con la norma constituida por la doctrina constante de la Iglesia, para ver si concuerda con esta última. Será luego la autoridad eclesiástica, si se convence de la bondad de su hermenéutica, la que obre en consecuencia y determine su nota teológica (lógica-teológica) de la manera que considere más oportuna.
UNA EXPECTATIVA INGENUA
Como es natural, el error puede poner en el ser una negación indirecta o implícita de la doctrina auténtica, aunque no por ello menos grave y peligrosa. Expliquémonos con un ejemplo: el arrianismo, p. ej., afirmaba claramente que, a su juicio, hubo un tiempo en que Ntro. Sr. “no existía”; así, pues, era menester considerarlo una criatura, aunque en una relación con el Padre particularmente privilegiada. La negación de su coeternidad y consustancialidad con el Padre podemos considerarla explícita y directa. Luego el semiarrianismo condujo, por conducto del monotelismo (al decir de éste, una sola voluntad obró en Cristo, en vez de las dos correspondientes a ambas naturalezas), al error gravísimo, susomentado, del homoiousion de Cristo, concebido como semejante al Padre, pero no uno en sustancia con É1; este error insidiosísimo era ya más difícil de identificar. So capa de mantener la fe en la naturaleza divina de Cristo, la negaba en realidad. otro ejemplo: los errores de Lutero son claros y evidentes cuando niega la autoridad del vicario de Cristo, cuando afirma el principio del “libre examen” individual en la interpretación de las Escrituras, cuando declara inútiles las obras con vistas a la salvación, etc.; pero, en el caso del Vaticano II, hemos de bregar con una pastoral nueva, que presenta los rasgos de una doctrina nueva a su vez, presente de una manera nada franca (ambigua, por tanto), que los “neoteólogos” miembros de las comisiones conciliares hicieron penetrar en los textos de dicha asamblea, como se sabe.
Una doctrina a la que se expone sin presentarla nunca abiertamente como tal, pero que puede detectarse como “intención doctrinal” entrelazada firmemente con la- “intención pastoral” que anima los textos (véase la nota a pie de página del proemio de la Gaudium et Spes), es ya de suyo difícil de identificar. Y si contiene principios contrarios a la enseñanza perenne de la Iglesia, nunca aparecerán éstos de una manera clara, al modo de un Arrio o un Lutero, para entendernos.
De ahí que sea ingenuo esperar hallar, en los textos del Vaticano II, el repudio explícito de un dogma de fe cualquiera. Por ello es menester decir que, desde un punto de vista formal, no atacan el depósito de la fe; mas tan sólo desde un punto de vista puramente formal, o sea, exterior (sólo porque, verbigracia, no hallamos en ellos una negación explícita de dogmas como el que enuncia Extra Ecclesiam [catholicam] nulla salus). Pero toda la pastoral “ecuménica” que elaboró el concilio parece contradecir objetivamente a dicho dogma, aun cuando nunca lo niegue formalmente (por lo demás, ¿cómo podría hacerlo?). Mas toda pastoral constituye la expresión de una doctrina; no existe una pastoral sin su doctrina correspondiente, así como, en general, no existe una praxis sin su theoria. Y, en efecto, también los elementos doctrinales, las “intenciones doctrinales” en que se inspira la pastoral conciliar, suscitan la misma impresión que esta última.
UN ERROR DOCTRINAL NUEVO
Tales elementos doctrinales se hallan en el articulo 8 de la Lumen Gentium y en los 3-4 de la Unitatis redintegratio, recordados más arriba. La definición adogmática de la Iglesia contenida en el art. 8 de la LG y ratificada en textos semejantes, la del infausto “subsistit in”, presentado como si fuera una imagen más que un concepto, muestra con suficiente claridad, a nuestro juicio, que es incompatible con los dogmas siguientes, vinculados entre si: que sólo la Iglesia Católica es el único y verdadero instrumento de salvación (Extra Ecclesiam nulla salus), porque sólo la Iglesia, divinamente asistida, ha mantenido la continuidad de la enseñanza desde la predicación de los Apóstoles; que entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica se da una unidad inescindible, de sustancia, en la cual no pueden participar, obviamente, las denominadas “comunidades” o “iglesias” de los herejes y cismáticos en cuanto tales, desde el momento en que éstos son lo que son precisamente porque quisieron rechazar la enseñanza de la Iglesia y, por ende, romper la unidad: “Non enim nos ab illis, sed illi a nobis recesserunt” “No nos separamos nosotros de ellos, sino ellos de nosotros” (S. Cypr., De Unit. Eccl.). Es imposible, evidentemente, que quien rechaza la autoridad y la enseñanza de la Iglesia Católica y los combate en todos los campos pueda participar de la Iglesia de Cristo junto con la Iglesia Católica, como si la Iglesia de Cristo, por poner un ejemplo, subsistiera tanto en la Iglesia que condenaba a Lutero cuanto en la secta fundada por éste (!). La contradicción nos parece aquí evidente a más no poder. La esposa de Cristo forma una sola carne con su esposo, el tálamo místico no puede ensuciarse por la “unión imperfecta” (UR, 3) con herejes y cismáticos. La unión imperfecta no es una unión: siguiendo con las imágenes tradicionales, es adulterio, fornicación.
Pues bien, si la nueva definición de la Iglesia en función de la Iglesia de Cristo (una definición que, aunque no es dogmática, no deja por ello de ser doctrinal) es incompatible con los dogmas recién recordados, por la contradicción que nol consente, eso significa que ella los contradice cabalmente; pero si los contradice, entonces es que los niega en todo o en parte (a nosotros nos parece que en todo). Eso sucede, como es natural, de forma implícita; mas sucede, con todo y eso, con lo que nos pone frente a un error doctrinal, que juzgamos nuevo, distinto de los del pasado.
CRÍTICA ULTERIOR DEL SEDEVACANTISMO
No puede oponerse a la legitimidad de esta investigación nuestra la convicción, referida páginas arriba, según la cual el sacar a la luz los eventuales errores doctrinales del Vaticano II nos dejaría sin Papa y sin obispos (cf. la parte primera y la nota n°- 1). Convicción errónea, a nuestro entender, porque confunde la infalibilidad del Romano Pontífice con el infalibilismo. Según esta última opinión, el Papa es infalible en todo lo que dice, aun cuando no se pronuncie ex cathedra. Y dado que es siempre infalible, si una enseñanza pastoral, pongamos por caso, o desprovista en todo caso de la nota de infalibilidad en sentido técnico, profesa errores, entonces, visto que no se les puede impugnar (porque se contienen en una enseñanza que no deja de reputarse por infalible), se debe tener al Papa por desposeído ipso iure del cargo -si dijo tales cosas, eso significa que no era Papa-, con la consiguiente vacancia de la Sede Apostólica. Así, pues, el sofisma es el siguiente: puesto que su enseñanza es siempre infalible y, por ende, irreformable, si el Papa introdujo errores doctrinales en ella, entonces es que no era Papa. AL no poderse modificar ni repudiar el texto (lo cual es falso para los documentos desprovistos del sello de la infalibilidad, como lo demuestra el caso del anatema de Honorio susomentado), entonces se hace tácitamente que el Papa deje de ser Papa.
Esta convicción errónea no comprende, entre otras cosas, que un concilio tan atípico, incluso desde el punto de vista del derecho canónico, como lo fue el Vaticano II, no estuviera dotado del carisma de la infalibilidad. Y no lo estuvo porque no quiso estarlo, visto que no sólo se negó a dar (o a ratificar) definiciones dogmáticas, sino que también se negó programáticamente a condenar los errores del siglo (!). Se trató de un suceso único en la historia bimilenaria de la Iglesia: un concilio ecuménico que renunciaba, abiertamente y de entrada, a ejercer la autoridad suma, que es la del magisterio extraordinario de la Iglesia (extraordinario porque estriba en el ejercicio de la summa potestas docendi et gubernandi efectuado extraordinariamente por el Papa junto con todos los obispos, reunidos por él en concilio).
Para un concilio ecuménico, la renuncia al carisma de la infalibilidad significó renunciar a aquella asistencia sobrenatural especial que el Espíritu Santo garantiza al concilio (y al Papa) con dicho carisma: significó el hallarse menos defendido contra las seducciones del maligno, contra la posibilidad de yerro, en definitiva. Pero, si bien se mira, la peculiaridad del Vaticano II va más allá, porque ni siquiera su pastoral parece conforme con la pastoral tradicional de la Iglesia a causa del planteamiento que le asignó Juan XXIII. Así pues, ningún concilio ecuménico de la Santa Iglesia se presentó tan poco prevenido contra la posibilidad de errar como lo hizo el Vaticano II. Y que se dé la posibilidad teórica de un error doctrinal en los documentos oficiales no dotados de la nota de infalibilidad, ya provengan de los obispos, ora de un concilio, bien del Papa, es cosa admitida por todos los teólogos dignos de nota (6).
CANONICUS
NOTAS
1) Se trata, a lo que parece, de la aplicación del canon 194 §2 del CIC del 1982, que, en sustancia, recoge el canon 188, n° 4, del CIC de 1917. Sin entrar aquí en el espinoso y difícil problema teórico del “Papa hereje”, digamos, sin embargo, que parece difícil poder aplicar el canon de marras a la persona del Papa. En efecto, el canon establece que “ipso iure ab officio ecclesiastico amovetur (...) qui a fide catholica aut a communione Ecclesiae publice defecerit”. Ahora bien, una “publica defectio” no es posible (creemos) si no nos hallamos en presencia de una oposición voluntaria al magisterio de la Iglesia, lo que constituye la pertinacia que requieren los autores para que se dé el pecado de herejía (DTC, voces hérésie, hérétique, col. 2222). Así, pues, hace falta una herejía formal, porque sólo en la herejía en sentido formal -aquella en la cual se quiere adrede traicionar la enseñanza de la Iglesia- se da efectivamente el pecado de herejía (“le peché n’existe donc que dans l’hérésie formelle, qui est en conséquence seule considerée par les théologiens et les canonistes comme la veritable hérésie” As!, pues, el _. pecado no se da más que en la herejía formal; por esa razón los teólogos y los canonistas sólo a ella la reputan por herejía verdadera, ibid., col. 2220). Por demás, no nos parece de recibo que a un clericus se le considere removido del cargo ipso iure sin que haya cometido el pecado además del delito. Pero ¿quién goza de la autoridad para declarar que un Papa es hereje en sentido formal? Sólo otro pontífice puede tener autoridad tamaña. Con todo, en el caso aún discutido de Honorio I, ni el VI concilio ecuménico (tercero de Constantinopla), que anatematizó a dicho Papa, ni el Papa que aprobó el anatema (León II), incluyeron a Honorio entre los “erroris inventores”, es decir, entre los herejes; sino que, por el contrario, lo hicieron objeto de una censura moral por negligencia en la defensa del depósito de la fe (cf. Denzinger-Schoemetzer rDS7, 561-563). Conque ni Papa hereje ni declaración póstuma de vacación de la Sede Apostólica. Para el complejo problema del “Papa hereje”, cf. Arnaldo Xavier da Silveira, La nouvelle messe de Paul VI: Qu’en penser? (traducción francesa de 1975, en Diffusion de la Pensée Française, págs. 213-334, con la literatura que se cita allí); para la refutación de las tesis de los sedevacantistas, cf. el número especial de La Tradizione Cattolica, revista oficial del distrito italiano de la Hermandad Sacerdotal San Pío X, que está consagrado a ella (Nueva serie, año XIV, n° 1 [52], 2003). (2) Decisioni dei Concili Ecumenici (Decisiones de los Concilios Ecuménicos), edición preparada por G. Alberigo, traducción italiana de R. Galligani, Turín: UTET, 1978, pág. 34 (las cursivas son nuestras). Veáse también, para más detalles, V. Peri, I concili e le chiese. Ricerca storica sulla tradizione di universalità dei sinodi ecumenici [Los concilios y las iglesias. Investigación histórica sobre la tradición de universalidad de los sínodos ecuménicos, Roma, 1965, págs. 21-34. (Para el texto del segundo concilio de Nicea, v. Mansi, XIII, col. 208-209; DS 600-609.)
(3) Enchiridion Patristicum 2168. Véase también 2174.
(4) Eso no seria licito si el concilio se hubiese proclamado dogmático y, por tanto, hubiese tenido el sello de la infalibilidad doctrinal. Tampoco definen dogma alguno las dos constituciones del Vaticano II que se adornan con el titulo de dogmáticas (la Lumen Gentium, sobre la Iglesia, y la Dei Verbum, sobre la revelación divina).
(5) Los criterios expuestos aquí los formulé en su momento (o, si se prefiere, los repitió) mons. Marcel Lefebvre, con extrema claridad y sencillez; cf. Bernard Tissier de Mallerais, Marcel Lefebvre. Une vie Marcel Lefebvre. Una vida j, ed. Clovis, 2002, pág. 529.
(6) Sobre este punto, cf. A. X. da Silveira, op. cit., págs. 300 ss., con la doctrina que se cita allí.
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